febrero 27, 2013

DOS MUJERES (XIV)


Una impróvida velada

-XIV-
 
Carlos supo por Elvira al día siguiente que la condesa estaba muy mejorada, y por la noche que había dejado la cama.
 
Resolvió visitarla a la siguiente mañana, y se proponía para justificar consigo mismo esta segunda y peligrosa visita, manifestar a la condesa una tan noble, tan pura y tierna amistad, que bajo la égida de tan santo nombre no se atreviese a compadecer jamás una pasión culpable. Confiaba todavía en sus fuerzas que había reunido para que le sostuviesen en su virtuosa resolución, y confiaba también en la misma Catalina, que no dudaba procuraría combatir una inclinación desgraciada.
 
Pero pasó el día sin que tuviese un momento de bastante serenidad y aplomo para juzgarse en la disposición necesaria para ir a ver a Catalina, y era ya bastante entrada la noche cuando salió con dirección a la casa de ésta.
 
Dos días antes había llegado a su puerta turbado con el temor de hallarla contenta, brillante, olvidada de él y toda consagrada a sus placeres y triunfos, y esta vez agitábale un temor de otro género. Acaso la hallaría más pálida y débil que en su última visita, acaso iba a tener que hallarse con ella en una peligrosa soledad... En fin, presentía con espanto que si tales pruebas le estaban reservadas su victoria era asaz incierta.
 
Subió temblando la escalera. No puso atención en que toda la casa estaba perfectamente alumbrada, y sólo cuando llegó a la antesala oyó el murmullo de varias voces. En la extrema agitación en que se hallaba un horrible pensamiento se le presentó en aquel instante, y dijo golpeándose la frente:
 
-Está muy mala: ¡Dios mío!, ¡está muy mala!
 
Su aparición fue un verdadero golpe teatral, y para que nada faltase a la naturalidad cómica de aquella escena, apenas se presentó pálido, azorado, trémulo en medio de la lúcida sociedad que la condesa reunía en su casa aquella noche, quedose inmóvil, estático, tan encendido como pálido había estado un momento antes, y con un aire casi estúpido.
 
Un sordo murmullo circuló por toda la sala.
 
-¿Quién es? -preguntaban unos.
 
-¿Está loco el primo de Elvira de Sotomayor? -decían otros.
 
-Ésta ha sido una sorpresa -repetían algunas maliciosas-, una travesura de la condesa para divertirse a expensas de ese pobre tonto.
 
-¡Y qué guapo es!... -observaban las más jóvenes.
 
-Sin embargo, es un necio, ¿qué hace allí inmóvil como el convidado de piedra en el festín de D. Juan?
 
En efecto, la sorpresa, la confusión, la vergüenza y el despecho de Carlos, habíanle dejado estático por algunos momentos, y cuando advirtió el ridículo papel que estaba haciendo en aquel salón resplandeciente, lanzose fuera de él con la misma impetuosidad con que había entrado, sin saludar a nadie ni saber lo que hacía.
 
En cualquiera otra circunstancia este extraño episodio de la fiesta hubiera sido celebrado con unánimes risas y burletas; pero la extrema palidez que se extendió por el rostro de la condesa, la ansiedad con que sus miradas siguieron a Carlos, y la visible emoción que la obligó a sentarse cuando al parecer quiso seguirle, todo esto que no se escapó a las perspicaces personas que la rodeaban, dieron otro colorido muy diferente al cuadro. Cada cual sospechó una amorosa aventura, una escena novelesca, en lo que pronto parecía una casualidad insignificante y risible o una torpeza de cortesano novicio, y nadie se atrevió a ridiculizarla. Por el contrario, hacíanse en voz baja mil diversos comentarios: los hombres concebían celos de la emoción que la sola vista de Carlos causaba en la condesa, y las mujeres, que veían allí sin poderlo dudar una imprudencia de amor cometida por un joven de interesantísima figura, envidiaban en secreto a la mujer que podía quejarse de ella.
 
Mientras tanto, Carlos bajaba las escaleras como un loco, y hallándose al momento en la calle echó a andar desatinado y sin saber a dónde.
 
Tenía el necesario amor propio para sentirse avergonzado y casi furioso del ridículo que acababa de echar sobre sí delante de la condesa; y como si ésta hubiera debido preverlo, como si fuese culpa suya, indignábase contra ella y casi la aborrecía.
 
Acordábase haberla visto hermosa y adornada en medio de sus adoradores, en el momento en que él se presentó como un loco creyendo hallarla acaso moribunda... Dudó de su amor, dudó de su voluntad. Ocurriósele al insensato que acaso se burlaría ella misma con sus amantes del raro espectáculo que acababa de ofrecerles, y en su arrebatamiento de cólera, de despecho y de dolor, estuvo a punto de volver a casa de la condesa para abrumarla de injurias en presencia de toda su tertulia.
 
En aquel momento volvía a ser para él la coqueta sagaz, fría, implacable. En aquel momento no pensaba en Luisa, ni en nadie, sino en aquella mujer a quien aborrecía, y a quien se proponía sin embargo despreciar.
 
Hallose en el Prado sin haber tenido intención de ir a él. El fresco bastante penetrante de una noche de abril, la soledad y el silencio de aquel sitio en aquella hora, y sobre todo algunos minutos de reflexión que pasó allí, calmaron el ardor de su sangre y la ira de su corazón. Examinando bien lo ocurrido no pudo menos de conocer que ninguna culpa tenía la condesa en lo que sólo era efecto de su propia imprudencia, y cuando a las doce de la noche regresó a su casa, si bien profundamente pensativo, estaba sin duda alguna más calmado.
 
Encerrose en su aposento y procuró dormir. No le fue fácil, pero lo logró al fin, y en su sueño se le representó que veía volar a su esposa entre un coro de ángeles, que venían a custodiarle y que se interponían entre él y la condesa, a la que le presentaba el sueño en la misma sala de baile, y tan adornada y tan hermosa y tan pérfida como le había parecido aquella noche.
 
Despertose muy tarde al otro día: eran las doce cuando su criado entró a servirle el almuerzo y a rogarle de parte de Elvira que antes de salir pasase a su alcoba.
 
Fue, en efecto. Estaba en cama todavía, se quejó de no sentirse muy buena y le mandó se sentase en una silla que estaba junto a su cama.
 
-Deseaba hablar Ud. para que me explicase su conducta de anoche -le dijo después sonriendo.
 
-¡Pues qué!, ¿estaba Ud. allí?
 
-Ciertamente.
 
-¿Y cómo no me había dicho nada de esa fiesta?, ¿por qué se me hizo un misterio de ella?
 
- No sé qué especie de misterio sea ése -respondió Elvira-, en cuanto a no haber dicho a Ud. que tenía reunión anoche la condesa. Culpa es de Ud. que en todo el día no salió de su cuarto excusándose hasta de acompañarme en la mesa. Además, como sabía que Ud. no había de ir, como sólo una visita ha hecho a Catalina y ella, por otra parte, antes de ayer me pareció poco dispuesta a oír de Ud... Francamente, Carlos, creí que estaban Uds. otra vez enemistados.
 
-Yo no seré nunca ni amigo ni enemigo de la condesa -respondió Carlos con viveza-. Soy poca cosa, señora, para lo uno y para lo otro.
 
Elvira le miró con más sagacidad de la que tenía de costumbre.
 
-¡Y bien! -le dijo- Yo lo que deseo es que Ud. me explique su conducta de anoche.
 
Carlos dijo la verdad, aunque sin entrar en detalles, y atribuyó a la sorpresa de hallarse con una reunión cuando creía encontrar enferma a la condesa, todo el desconcierto con que se presentó.
 
Se disponía Elvira a reconvenirle dulcemente por su poco disimulo, por su falta de serenidad. En fin, por no haber sabido dominarse y hacer de la necesidad virtud, aparentando que iba prevenido a la tertulia, cuando la puerta de la alcoba se abrió de pronto y entró la condesa con traje negro y mantilla, y con una cara verdaderamente enfermiza.
 
Al ver a Carlos se conmovió tanto que apenas acertó a saludarle, y él por su parte quedose turbado sin saber si debía salir o quedarse. Sentose la condesa en la misma cama de Elvira diciendo que sólo estaría un momento y entonces Carlos determinó permanecer y procuró mostrarse todo lo sereno e indiferente que le fuese posible.
 
-¡Qué lindo aderezo estrenaste anoche! -dijo Elvira-, ¡qué hermosa estabas! ¿Sabes que el marqués de *** te se enamoró anoche muy de veras? ¿Y el coronel de A.?... ¿Sabes que hiciste su conquista?
 
Catalina no atendió a estas palabras y dijo a Carlos, con voz un poco trémula:
 
-¿Por qué no permaneció Ud., puesto que había entrado?
 
-Señora -respondió secamente-, no iba dispuesto para una reunión.
 
-Pero -repuso ella-, ¿por qué al menos no esperó Ud. un instante? Después... yo hubiera salido, hubiera dado Ud. las gracias...
 
-¿De qué, señora? -preguntó él con prontitud.
 
-Del interés que mi salud le inspiraba.
 
-¡Luego sabía Ud. que yo la creía enferma, que entraba en aquella sala devorado de inquietud, agitado de mil temores!...
 
-Lo adiviné, Carlos, su acción de Ud. me lo explicó todo.
 
-Y debí parecer a Ud. un loco..., un ente ridículo -dijo Carlos con forzada sonrisa.
 
-¡A mí! -exclamó ella con una expresión inimitable.
 
-Ciertamente, señora, pero yo celebro -prosiguió él dándose un aire afectado de jovialidad-, yo celebro que a costa de un pequeño sacrificio de la vanidad haya yo podido dar a Ud. un testimonio indudable de mi amistad, del interés que él me inspira.
 
La condesa se inclinó un poco y con voz muy baja:
 
-¿Es verdad, Carlos? -le dijo-, ¿deberé creerlo? ¿Será Ud. siempre mi amigo?
 
-¡Quién lo duda! -respondió con una ironía, la más impertinente; pero, por desgracia, bastante graciosa.
 
Enseguida su rostro, que sabía a las veces tomar un gesto severo y dominante, cambió repentinamente de expresión, y poniéndose en pie y despejando, como por distracción, su hermosa frente, cuya azulada vena se señalaba enérgicamente en aquel momento, añadió mirando con frío orgullo a la turbada Catalina:
 
-Mi amistad, señora, debe valer bien poco para una persona que tiene tantos amigos como hombres la han visto. Mi amistad, por otra parte, no pudiera ser ni aun comprendida por el brillante talento de Ud.
 
Yo agradezco de que Ud. tenga la bondad de manifestar que la desea, pero, persuadido de que no puede existir entre Ud. y yo ningún género de simpatía, renuncio a un honor que pudiera serme muy difícil de conservar.
 
Al concluir estas palabras se puso a hojear un libro que tomó de la mesa, y la condesa, que le había escuchado sin pestañear, se levantó en silencio y se salió del aposento.
 
-¿Adónde va Catalina? -dijo incorporándose Elvira- Carlos, corra Ud., no la deje Ud. que se vaya..., tengo que hablarla..., corra Ud.
 
Carlos salió bastante despacio, a pesar de las instancias de Elvira, y sin dejar de hojear el libro que llevaba en la mano, como si le interesase extraordinariamente el contar de sus páginas. Encontrose Catalina de pie junto a una mesa en la que apoyaba sus dos manos. Acercose lentamente y la dijo:
 
-Señora, su prima de Ud. desea hablarla.
 
Levantó ella la cabeza y vio él que tenía los ojos y las mejillas inundadas de lágrimas. Un corazón de veinte y un años no ve jamás fríamente el llanto de una mujer hermosa, aun cuando no la ame. Carlos se sintió súbitamente desarmado, y cambió de rostro y de lenguaje:
 
-¡Catalina! ¡Catalina! -la dijo asiéndola de la mano-, ¿por qué llora Ud.? ¿Es de compasión o de cólera? ¿Es llanto de arrepentimiento o de despecho?
 
-Es de dolor -respondió ella-, de dolor es, Carlos. Y no porque crea que soy a Ud. tan extraña como ha querido fingir, no porque deje de conocer que es el resentimiento y no el corazón quien le dicta a Ud. las crueles palabras que acababa de pronunciar, sino porque ese resentimiento me prueba que soy cruelmente juzgada.
 
-Catalina -dijo él-, yo no acuso a Ud. ni tengo derecho para quejarme, pero séame permitido huir de la mujer que sólo se me presenta sensible y tierna para trastornar mi razón, para arrebatarme el sosiego, y que vuelve a ser feliz insensible y coqueta cuando se le antoja, para añadir a mi remordimiento la vergüenza de haber sido indignamente burlado.
 
-Cuando Ud. me vio sensible y tierna -respondió ella- no me había detenido un momento en el pensamiento de que su felicidad de Ud. y la de otra estaban en peligro. Creía yo que sólo arriesgaban la mía. Más, ¡lo confesaré todo!... Sí, esperaba que los sentimientos a los cuales imprudentemente me abandonaba, no serían de una gran influencia ni en su suerte de Ud. ni en la mía. Pero desde aquel día, desde aquel momento en que le vi a Ud. a mis pies, en que Ud. me recordó cuán inmensa responsabilidad caería sobre mí... ¡Carlos! Desde que conocí por mi dolor profundo la extensión de mi amor, y por sus palabras de Ud. la grandeza de mi falta... Desde entonces no he debido, ni deseado, alimentar una esperanza insensata. Desde entonces me juré a mí misma respetar su felicidad de Ud. y la de una mujer que le es tan cara, y por difícil que me fuera lograrlo intentar combatir mi fatal compasión y devolver a Ud., aun a precio de su amistad y estimación, el concepto errado que de mí concibió en un principio. Pero era un heroísmo superior a mis fuerzas, Carlos. Conozco en este instante que me será menos amarga que la sola idea de ser por Ud. despreciada.
 
El llanto daba una expresión irresistible al rostro de Catalina, y la vehemencia con que había hablado fatigola tanto que su flexible talle se dobló como un junto, cayendo desplomada en una silla.
 
Carlos, tan trémulo como ella, la ciñó con sus brazos.
 
-¡Luego es cierto que usted me ama! -exclamó con una especie de doloroso placer.
 
Ella no respondió, pero su cabeza se apoyó en el pecho de Carlos, y un débil gemido reveló más que su acción la fuerza y vehemencia del sentimiento que la dominaba.
 
Carlos no estaba en su juicio. Apretábala frenético contra su seno y como poseído de un vértigo pronunciaba palabras incoherentes.
 
La voz de Elvira sacó a ambos de tan peligroso delirio. Sonaba la campanilla de su alcoba y ella gritaba llamando a sus criadas.
 
Carlos huyó de la condesa y fue desatinado a encerrarse en su cuarto.
 
Catalina quiso levantarse y volvió a caer en su silla. La doncella de Elvira, al verla, acudió en su auxilio.
 
-Mariana -la dijo la condesa-, excúseme Ud. con su señora de no entrar a decirle adiós: me he puesto súbitamente mala... Ayúdeme Ud. a ir a encontrar mi coche.
 
La doncella la condujo casi en sus brazos, y cuando entró a ver a su señora la refirió lo que la había dicho la condesa y el estado en que la había encontrado.
 
Elvira saltó del lecho haciendo un gesto de cólera y pesar.
 
-¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó sin cuidarse de ser comprendida por Mariana- Si tal fuese la causa jamás perdonaría a ese hombre.
 
¡Bárbaro!, ¡imbécil! -añadió dando un golpe en el suelo con su pulido pie todavía descalzo- ¡Será capaz de no comprender su dicha!
 
La doncella ayudó a vestir a Elvira que se fue a comer con su amiga sin procurar ver a Carlos, ni dejarle un recado de atención como acostumbraba.
 
-Señor don Carlos, señor don Carlos -dijo la conocida voz de su criado, golpeando suavemente en la puerta del gabinete en que nuestro héroe se había encerrado.
 
Con voz terriblemente alterada y con acento de mal humor se oyó responder:
 
-¿Qué quieres Baldomero?
 
El cartero acaba de dejar las cartas que han venido para V. S. por el correo de Sevilla.
 
La puerta se abrió y Carlos alargó una mano trémula para recibir las cartas. La letra de Luisa que conoció a la primera ojeada en el sobre de una de ellas, le dejó tan confuso cual si hubiese visto delante súbitamente a la misma Luisa pidiéndole cuenta de sus pensamientos.
 
La carta se le escapó de la mano y dos minutos transcurrieron antes de que tuviese bastante resolución para levantarla y abrirla. Apenas la hubo desplegado una cosa de más peso que un papel cayó a sus pies, y era tan fuerte la afección nerviosa que le agitaba, que tuvo miedo de buscarla, como si presintiese que en ella había de encontrar nuevos motivos de pesar y remordimientos.
 
«Mi amado Carlos: (decía la pobre niña) Me ha dado lástima la profunda tristeza que se descubre en tu última carta, y conozco que padeces tanto como yo en esta cruel ausencia».
 
Él se golpeó la frente repitiendo:
 
-¡Ah! ¡Sí, cruel! ¡Bien cruel, pues harto infeliz puede hacerme! -y continuó leyendo.
 
«Creo que si esta separación se prolonga nos hará mucho mal a los dos, nos hará muy infelices».
 
-¡Muy infelices! ¡Sí! -volvió a exclamar- ¡A ti también, pobre ángel!... ¡Ah! ¡No, no! No lo consentiré.
 
Y temblándole las manos y oscurecida la vista por las lágrimas, que se agolpaban a sus ojos, continuó leyendo.
 
«¡Si vieras cuán mudad estoy! Ya no soy bonita, esposo mío, porque las lágrimas y los pesares me han enflaquecido, y las que tú llamabas rosas de inocencia y de juventud han desaparecido de mis mejillas. Pero tú me las devolverás pronto, ¿no es verdad? Tú me volverás con la felicidad la hermosura y la salud, porque conozco que estás tan impaciente como yo por dejar esa maldita corte en la que tanto te aburres. Mamá quiere persuadirme de que no estarás tan fastidiado como yo creo, pero bien sé que no hay para ti placeres ni distracciones lejos de tu Luisa».
 
-¡Cándida y sublime confianza! -exclamó él- ¡Desgracia y oprobio al hombre bastante vil para burlarla!
 
Y después de dos vueltas en derredor de la sala, volvió a tomar la carta.
 
«El vestido que me has enviado es muy lindo, pero sólo lo estrenaré el día en que vuelvas. Sin embargo, para darte una prueba de cuánto agradezco tu regalo, te lo pago con otro, que ya habrás visto al leer estas líneas. ¿No es verdad que vale más que tu vestido? Dale muchos besos, amigo mío, y guárdalo en tu pecho hasta que pueda quitártelo de él tu esposa».
 
Carlos levantó precipitadamente del suelo el objeto que al abrir la carta había caído. Era un marfil con un retrato en miniatura. ¡El retrato de Luisa! Carlos le contempló con una mirada vacilante y ardiente. ¡Era ella tan joven, tan apacible, tan linda! ¡Ella, con sus ojos azules implorando ternura, inspirando virtud! Ella, con su boca de rosa naciente, que parecía formada expresamente para rezar y bendecir, con su modesto seno cubierto con triple gasa, y sus cabellos de oro jamás profanados por la mano ni el hierro de un peluquero. Era ella, su amiga, su hermana, su esposa, la mujer elegida por su corazón, adivinada por su pensamiento... Y, sin embargo, él la veía con una especie de disgusto, él la tenía en su mano sin llegarla a su pecho ni a sus labios. El sentimiento de su falta le prestaba en aquel momento una timidez que pudiera equivocarse con la frialdad.
 
Parecíale que aquella boca muda le reconvenía, que aquella mirada fija penetraba hasta el fondo de su conciencia, y arrojó la desventurada imagen con un involuntario movimiento de terror.
 
Cubriose el rostro con las manos y lloró como un niño.
 
Luego se levantó, alzó el retrato, pidiole perdón con una mirada triste y humilde, besole respetuosamente y le guardó con más serenidad, porque ya había tomado una resolución: una resolución más decidida, inmutable, la única que podía reconciliarle consigo mismo, y cuyo cumplimiento debía realizar muy pronto.
 
Esta resolución la conocerá en breve el lector, pues, por ahora, queremos volverle un instante al lado de Catalina y hacerle conocer lo que pasaba en el corazón de aquella mujer, hacia la cual nos lisonjeamos de haberle inspirado algún interés, de curiosidad por lo menos.
 
La condesa de S.*** recibió a su amiga en su tocador. En aquel santuario misterioso de la coquetería, en el cual todo lo que se veía denotaba el lujo y la molicie de una sultana. Hallábase, entonces, echada en un sofá, descompuesta y en un completo descuido la brillante extranjera, cuyo rostro revelaba una profunda meditación.
 
-Catalina -pronunció a media voz Elvira.
 
La condesa levantó la cabeza y no pudo reprimir un gesto de disgusto al ver a su amiga.
 
-¿Eres tú, Elvira? -dijo, sin embargo, con forzada sonrisa.
 
Elvira se sentó junto a ella sin esperar que la invitase, y dijo tomando un tono serio y triste, que parecía impropio a su risueña y casi infantil fisonomía.
 
-Catalina, estás muy mudada hace algunos días.
 
-¿Lo crees así? -contestó la condesa con un tono que quiso hacer burlesco.
 
-Sí, así lo creo -prosiguió Elvira-, y lo que me aflige más es que adivino el motivo.
 
Catalina se inmutó y lanzó sobre su amiga la mirada de reina que sabía tomar siempre que intentaba desconcertar a un atrevido. Pero Elvira no se intimidó.
 
-Sí, Catalina, he conocido que tú, la mujer más obsequiada de Madrid, la que puede hacer gala de mayores triunfos, de conquistas más gloriosas, de homenajes más sumisos; tú, la fría, la indómita hermosura que se burla de las pasiones que inspira, te has dejado dominar por el capricho de vencer la selvática virtud de un pobre muchacho de provincia, sin mundo, sin brillo, sin otro atractivo que una hermosura que él mismo ignora.
 
La condesa se sonreía irónicamente mientras hablaba Elvira, como persona que se ve juzgada por juez incompetente, pero en su interior hacia esta reflexión.
 
-Muy visible y notable debe ser mi pasión cuando una mujer tan irreflexiva y ligera la ha conocido.
 
Elvira, que se había detenido un momento como para coordinar sus ideas, que, a pesar suyo no eran nunca muy unidas y consiguientes, prosiguió:
 
-Y tu orgullo sufre mucho al ver que todos tus ataques se estrellan en la dura corteza de esa rústica fidelidad conyugal.
 
La condesa se incorporó con viveza, y tomó un tono frío e irónico.
 
-¡Pues qué! ¿Supones que yo trato de combatir esa fidelidad, que soy el ángel malo que viene a tentar a la virtud?... ¿Supones, además, que mis criminales esfuerzos son infructuosos y que sólo saco de ellos la humillación de una derrota?
 
-No, creo solamente que quisieras castigar a un joven necio que no ha rendido homenaje a tu mérito, obligándole a que te ame, sin duda para luego despreciarle. No he querido decir otra cosa. Pero ese joven sabes tú que no es libre, que tiene una esposa, que su amor sería para ti una injuria y no un homenaje.
 
-¿Me crees capaz de tomar por pasatiempo la desunión de un matrimonio? ¿Crees que atacaría a la felicidad de dos personas para satisfacer un ruin impulso de vanidad, aun en el caso de que semejante conquista pudiese lisonjearme?
 
-Pero -observó Elvira, que empezaba a hallarse embarazada-, como tú observas una conducta con él que pudiera interpretarse...
 
-¡Y bien! -dijo con impetuosidad la condesa- Creí un deber de mi amistad decirte que haces mal en obrar de ese modo.
 
-¿Conque eso es todo? -dijo sonriendo Catalina, pero sin poder disimular, no obstante, su artificiosa jovialidad el despecho que la agitaba. ¿Tú quieres, a fuer de amiga prudente y concienzuda, advertirme que hago mal en atacar la virtud de tu primo y que ésta es invulnerable?
 
-Sé que ama tiernamente a su esposa, que no tiene bastante mundo para comprender tu conducta respecto a él, y que puede interpretarla de una manera que te agravie.
 
-¿Te ha dicho algo respecto a eso? -preguntó vivamente la condesa.
 
-No, pero hace días que le noto descontento, de mal humor, y hoy mismo me ha hablado de ti con poquísima estimación.
 
-En ese caso -dijo la condesa con movimiento irreprimible de cólera-, eres muy necia Elvira, en reconvenirme por mi conducta hacia él. Si no me estima, fuerza es que me desprecie, y yo... Escucha -añadió con una mirada iracunda y feroz-, yo no perdono nunca el desprecio de aquéllos a quienes no puedo devolverlo.
 
Elvira casi tuvo miedo. Nunca había visto aquella mirada ni oído aquel acento en Catalina. Entonces, por primera vez en su vida, conoció, como por instinto, que en el alma de aquella mujer dormían pasiones violentas, que aquella criatura frívola, alegre e inofensiva, no podía comprender.
 
La condesa procuró calmarse y la preguntó:
 
-¿Cuándo has hablado de mí con Carlos en este día?
 
-Antes de que tú fueses a mi casa.
 
-¡Ah! -dijo Catalina.
 
Y ese «¡Ah!» que no comprendió Elvira, encerraba todo un triunfo del orgullo, toda una satisfacción del corazón. Era cuando estaba ofendido, celoso, cuando Carlos había hablado con dureza de ella. Era antes de la escena que le había dado la certeza de ser amado.
 
-¿Y después...? -dijo.
 
-Después no lo he visto. Siento un principio de odio contra ese hombre -respondió con sencillez Elvira.
 
-¿Y crees que le amo?... -dijo Catalina mirándola con una especie de curiosidad inquieta.
 
-No, creo solamente que quisieras que él te amase.
 
-Y eso en tu concepto es imposible.
 
-No sé, pero en mi concepto eso sería un triunfo bien mezquino para ti y una gran desgracia para él.
 
-¡Una gran desgracia para él! -repitió Catalina, y quedose un momento pensativa. Luego levantó la cabeza y su bello rostro apareció tan despejado y tan pálido como de costumbre.
 
-Te agradezco cuanto me has dicho, amiga mía -dijo levantándose y tomando por el brazo a Elvira-. Has tenido mala elección en las palabras, pero descubro la bondad de tu intención. Yo te aseguro que no será desgraciado por causa mía... ¡Te lo juro! Ven, quiero vestirme para ir contigo a paseo. Esta noche estamos convidadas a un baile en casa de la duquesa de R., mi rival, la nueva conquista del marqués. Ya conoces que es preciso eclipsarla.
 
Elvira abrazó a la condesa llorando de alegría. Acababa de recobrar a su amiga. Veíala otra vez brillante, coqueta, feliz, y se decía con orgullo:
 
-Esto es obra mía.
 
Siguiola saltando como un niño a quien promete su madre un bonito juguete, y Catalina la miró con la misma tierna indulgencia de una madre, que se hace pueril también para ser mejor comprendida.
 
 
 
Continuará…