abril 30, 2013

ESPATOLINO (XI)

 
¡El perdón a precio de sangre!
 
-XI-
 
Declinaba una de las más apacibles tardes del melancólico otoño. Los últimos rayos del crepúsculo, que esparcían una tinta purpúrea en las ondulantes nubes del ocaso, tornasolaban con los matices del ópalo las tranquilas aguas del lago de Nemi, y las frescas auras de la noche balanceaban murmurando las flotantes vides que decoraban sus pintorescas orillas. Espatolino y su esposa, sentados en el hueco de una de las ventanas que daban sobre el lago, respiraban en silencio aquel ambiente saludable que en los últimos días de octubre consuela a los habitantes de las cercanías de Roma de la mortífera influencia del aria cattiva, que durante los meses de verano ocasiona tantos males en el país (1).
 
Callaban, como hemos dicho, el bandolero y su mujer; ambos parecían profundamente preocupados. El semblante de Anunziata tenía una expresión indefinible de ansiedad, impaciencia y fatiga, y al observar la alteración de sus facciones, su palidez enfermiza interrumpida a intervalos por una llamarada de fuego febril que encendía momentáneamente su cutis, y sus ojos hundidos por una dolorosa vivacidad, fácil era conocer que su cuerpo y su espíritu padecían igualmente, y que uno y otro no estaban muy distantes de aquel momento supremo en que la calma del desaliento sucede a las devoradoras transiciones de una larga expectativa. Espatolino tenía fijas en ella sus miradas inquietas, y como un espejo de aumento reflejaba aquel rostro varonil, con acrecentamiento de energía, las penosas sensaciones que se pintaban en la expresiva fisonomía de la joven.
 
 

Rompió ella por último el largo silencio, y señalando con su mano trémula el astro diurno que iba a desaparecer, dijo con acento profundamente triste:
 
-¡Otro ha pasado ya!
 
-¡Sí -respondió Espatolino-, otro día de agonía para ti, esposa adorada! Tres has tenido de esta horrible inquietud, y te he visto padecer sin alcanzar un medio de consolarte.
 
-¡Dios mío! -exclamó ella cruzando sobre su pecho los brazos enflaquecidos-. ¡Cuán cruel es Rotoli al guardar un silencio cien veces peor que la declaración más amarga! ¡Qué sentimiento tan insufrible es la incertidumbre! ¡Qué espantosa la expectativa! ¡Estarse así, parado, inmóvil, en aparente sosiego, mientras se nos viene acercando la sentencia de vida o de muerte, y no poder apresurarla, ni adivinarla, ni huirla! ¡Esto es peor que el infierno, Espatolino! ¡El infierno no tiene un suplicio tan terrible como la duda!
 
-¿Por qué no has de ver en esa misma dilación de Rotoli un motivo de esperanza? -dijo el bandido-. Si mi proposición hubiese sido absolutamente desechada, ¿qué le alentaría a aguardar aún?
 
-Y si alguna esperanza tuviese -respondió la joven-, ¿por qué nos retardaría su participación? El pobre Rotoli tiene un buen corazón, por más que dudes de él, y erróneamente imaginando que nos haría más desgraciados la certeza que el temor de una repulsa invencible por parte del Gobierno, guarda este silencio que me asesina.
 
-Tus cavilaciones son tristes; ¿qué se han hecho aquellos faustos presentimientos de que me hablabas la noche primera de nuestra reunión? ¿Por qué concibes ahora tan negras inquietudes habiendo alimentado entonces una confianza tan completa? Yo era dichoso escuchándote hacer la elocuente pintura de nuestra suerte venidera, y deseo que vuelvas a recrearme con ella. Pero, ¡ay!, no te acuerdas ya del delicioso retiro que con tantos pormenores imaginabas y embellecías; de aquel rebaño de ovejas que tú misma apacentabas; de aquellos robustos búfalos que cargaba Pietro cada día con el abundante producto de nuestras viñas; de aquel jardín coronado por un pintoresco palomar, en donde jugaba nuestro hijo revolcándose entre las flores, mientras los pichones ensayando sus primeros vuelos iban a posarse sobre sus hombros, acariciando con sus picos de marfil los dorados cabellos del inocente ángel. Y luego aquella iglesia pintorescamente situada, en la que oíamos misa antes de emprender nuestras cotidianas faenas, y aquellas alamedas sombrías por donde paseábamos en las tardes del estío; y aquellas mañanas de primavera en que almorzábamos sobre la grama, oyendo el ruido de las aguas y los cánticos de las aves; y las largas noches de invierno pasadas junto al fuego, leyendo yo, cantando tú o contemplando ambos en silencio el apacible sueño de nuestro hijo, mientras la leña chirriaba, el viento azotaba los cristales de nuestras ventanas, y la nieve cubría con sus copos nuestro humilde techo. ¡Oh, esposa querida! ¡Cuán dulce era tu voz, cuán elocuentes tus palabras cuando me hacías el hechicero retrato de aquella nuestra vida futura! ¿Por qué callas ahora? ¿Qué se han hecho las imágenes deliciosas que creaba tu imaginación para seducir mi alma?
 
-¡No lo sé! -respondió con desfallecida voz la sobrina de Angelo-; pero no ha sido culpa mía su fuga. ¡Infeliz!, ¿por qué me contaste tantas veces que un búho siniestro respondía a tus acentos, cuando me llamabas?, ¿por qué te he visto incrédulo y sombrío cuando te comunicaba mis halagüeños delirios, como si un espíritu infernal, posesionado de tu espíritu, le hubiese cerrado a toda emoción inocente y a toda esperanza lisonjera? ¡Y bien! -añadió estremeciéndose-, la profunda desesperación de tu alma se ha comunicado a la mía; ¡escucha!, yo también he tenido funestos agüeros y presentimientos lúgubres. Anoche me dormí un momento... un solo momento, porque bien sabes que me ha abandonado el sueño, y en aquel breve instante tuve una angustiosa pesadilla. Soñé que te arrastraba a pesar tuyo hacia un horizonte azul, que se me presentaba en lontananza despejado y sin límites. «Ven -te decía-, ven, que allí están el perdón, la virtud, la felicidad». Y continuaba andando y tú me seguías; pero también el pájaro funesto iba con nosotros, cerniéndose sobre nuestras cabezas, cobijándonos con sus alas, respondiéndonos con sus graznidos. ¡Yo caminaba sin cesar, impaciente, presurosa, ávida... y el horizonte, cada vez más próximo, en vez de aparecer más claro, se iba oscureciendo, estrechando! Bien pronto sólo se presentó como una gran masa de vapores oscuros; luego me pareció que cobraba formas que iban por instantes distinguiéndose mejor. Yo corría llevándote de la mano, y el pájaro seguía también tenazmente sobre nuestras cabezas. ¡La sombra de sus alas era tan fría, que la frente de ambos iba cubriéndose de la rigidez y blancura del mármol, y la sentíamos pesada, muy pesada! ¡Cada vez que aquel pájaro fatal batía las alas balanceándose en la atmósfera, nos salpicaba con un licor caliente, que al caer en nuestras frentes se helaba con prontitud y colgaba en témpanos sobre nuestros ojos... ¡mirelos y eran de sangre! ¡Pero andábamos, andábamos sin parar... la vaga forma de aquella mole aérea era ya más distinta! ¡Tú temblaste! «¡No temas -te dije-, es el perdón, la virtud, la dicha!...». El pájaro dejó oír un último y prolongado grito, y la masa de vapores nos presentó súbitamente una forma clara, pronunciada, horrible: ¡el patíbulo!
 
 
 
Calló la joven; su frente estaba humedecida por un sudor helado, y sus labios trémulos habían perdido el color; su nariz apareció perfilada y casi trasparente, y una aureola de un azul violado se señaló con distinción al rededor de sus ojos, que se cerraron con desfallecimiento.
 
Espatolino, tan conmovido como ella, la ciñó con sus brazos estrechándola contra su seno.
 
-Desecha tan pueriles supersticiones, ángel de mi vida -la dijo-, débil, calenturienta, preocupada con pensamientos tristes, te rendiste un instante al sueño, y nada más natural que esa pesadilla, que indica sólo el estado lastimoso de tu salud y de tu espíritu. Tú, que crees en una Providencia sabia y benéfica, ¿cómo puedes abrigar las cavilaciones tenebrosas de un impío fatalismo? ¿No eres inocente y pura? ¿No he jurado abandonar la carrera del crimen? ¿No has implorado al Dios a quien adoras, y no es él la suma bondad y la omnipotencia infinita? ¡Hija del cielo!, ¡deja a mi alma árida y descreída agitarse en el caos de la duda, y temblar por los absurdos delirios de la imaginación!, ¡tú tienes un Dios!, ¿por qué desconfías?
 
-¡Es verdad! -dijo ella-. Dios es tan piadoso que no puede ensordecer a los gemidos de mi corazón; Jesucristo derramó su sangre para lavar los pecados del mundo, y por culpable que seas tú, también fuiste redimido; tú también tienes aquel augusto derecho al perdón, que legó con su muerte el Salvador a los hijos de Adán. Pero hay felicidades tan grandes que no pueden concederse al arrepentimiento mismo; sólo la inocencia las alcanza.
 
-¡Y quién más inocente que tú, ángel del paraíso! -exclamó con pasión Espatolino-. ¿Pesarán más en la balanza de la justicia divina mis crímenes que tus virtudes?
 
-Si tu corazón estuviese verdaderamente convertido -dijo ella-, yo desconfiaría menos de nuestra dicha. ¡Si Dios leyendo en tu alma la encontrase llena de amor, de pesar y de arrepentimiento!... pero tus rodillas no se han doblado para adorarle; tus labios no se han abierto para bendecirle ni una vez siquiera. ¡Por eso padezco!, ¡por eso dudo!, ¡por eso pierdo la esperanza! ¡Espatolino! Dios es misericordioso pero también es justo. ¿Pudiera perdonarte mientras tú le desconoces? ¿Pudiera llamarte mientras tú le huyes?
 
Espatolino inclinó la frente con aire pensativo.
 
-Prométele que serás bueno si te perdona -añadió ella-; júrale con verdad y con amor que no volverás a apartarte de la senda de la virtud, y entonces podré esperar. Dile, ¡Dios mío!, ¡creo en Vos y en Vos espero, y sólo deseo vivir para reparar los errores de mi vida pasada; para expiar mis crímenes con la penitencia y ser un buen cristiano, un buen esposo y un buen padre!
 
-¡Sí! -dijo el bandido levantando la cabeza-. Juro todo eso, y creo en quien creas, y amo a quien ames, y espero en quien esperes. ¡Sí! -añadió poniéndose de rodillas-, hay un Dios que te hizo tan hermosa y tan pura, y yo le adoro en su obra.
 
La puerta de la estancia se abrió en aquel momento y Pietro entró presuroso agitando un papel en la mano.
 
-¡Albricias! -exclamó corriendo hacia donde estaban los dos esposos-, ¡albricias, mi capitán!, ¡albricias, mi capitana! Un mozo del Paradiso me ha entregado esta carta que acaba de llegar de Roma, y la letra del sobre es del señor Angelo; ¡bien la conozco!
 
Anunziata se apodera con ansia del inspirado papel, pero un temblor convulsivo invade todos sus miembros, su vista se ofusca y se fija inútilmente en aquellas líneas de vida o de muerte; ¡no puede leerlas!, ¡las letras le parecen cubiertas de un velo espeso! «¡Luz!, ¡luz!», exclama con agonía. Pietro aproxima una bujía; pero los ojos de Anunziata no distinguen mejor los importantes caracteres que se afana por comprender. Siéntese trastornada, teme desmayarse, no puede reprimir aquella agitación que la asesina, y sin embargo defiende con tenacidad el papel que quiere quitarla Espatolino.
 
«¡No!, ¡no!», grita; y vuelve a acercarle a los ojos, pasando por ellos su mano, como si creyese poder despejarlos del velo que los cubría. Su cuerpo está trémulo, sus facciones desencajadas, una indescribible ansiedad se retrata en ellas, mientras que su mirada, fija en el papel, parece devorarlo. Espatolino la contempla con no menor agitación; sus ojos observan atentamente los de Anunziata; los latidos de su corazón se escuchan distintamente en aquel momento de angustioso silencio. A la ansiedad que revelaba el rostro de la joven cuando se afanaba en balde por distinguir las letras de la carta, sucede la inmovilidad de una atención profunda: ¡conoce Espatolino que ya ha pasado la ofuscación de su vista, que ya lee! No respira, no hace un gesto, toda su alma está en sus ojos, que recorren aquellas líneas. Espatolino no aparta de ella su mirada; lee en su fisonomía lo mismo que ella en la carta. Ve colorarse ligeramente su tez casi lívida; reanimarse el brillo de sus ojos; entreabrirse sus labios exhalando fuertes respiraciones, como un asfixiado cuyo pulmón comienza a dilatarse; luego todo su semblante se despeja, se ilumina, brilla con una inefable expresión, y cae de rodillas exclamando:
 
-¡Ya puedo morir, Dios mío!
 
-¡Y bien!, ¡y bien! -dice con alterado acento Espatolino.
 
-¡Estás perdonado! -responde ella, y pierde el sentido.
 
Por violentas que puedan ser las emociones de la alegría, es muy raro, por desgracia, que causen la muerte. Cruel el destino hasta cuando halaga, avaro hasta cuando prodiga placeres, no renuncia al derecho de cobrarse con usura, ni nos permite salir del mundo cargados con la deuda del reconocimiento. Gran favor le deberíamos si hiciese la vida tan breve como la felicidad, ya que no es posible hacer la felicidad tan larga como la vida; pero, lo repetimos, rara vez llega la muerte en aquellos momentos supremos en que acabamos de gozar toda la plenitud de la vida, y cuando dilatándose y engrandeciéndose el alma, anhela por salirse del cuerpo y lanzarse con todo su vigor a la eternidad.
 
El primer movimiento de Anunziata, al recobrar los sentidos, fue arrodillarse por segunda vez para dar gracias al cielo por aquella inmensa felicidad. Su esposo la contemplaba en silencio.
 
-¡Póstrate! -le dijo ella con acento dulcemente imperioso-, ¡humilla tu alma rebelde ante el Dios de las piedades! ¡Estás perdonado!... ¿No lo has oído? Estás perdonado por los hombres, porque Dios ha hablado a sus corazones. ¡Y qué!, ¿el tuyo sólo desoirá su voz, cuando te llama, cuando te redime?
 
-¡No! -exclamó el bandolero-. Si la injusticia y el infortunio me hicieron desconocerle, no negaré a la clemencia y a la felicidad el poder de revelármele. Dios existe y tú eres el ángel de su misericordia, enviado a la tierra para salvar las almas extraviadas por la crueldad de los hombres.
 
-¡Póstrate! -repitió ella con exaltación-, póstrate y llora, y ruega y bendice conmigo.
 
¡Oh, poder milagroso del amor!, el impío Espatolino se arrodilla junto a su amada: su frente rebelde se humilla confusa; sus labios blasfemos murmuran una oración. La joven esposa, inclinada hacia él, puestas entrambas manos sobre sus espaldas, los ojos levantados al cielo con expresión sublime, la frente iluminada por el sentimiento de una alegría profunda, derrama abundantes lágrimas sobre la cabeza de aquel criminal querido. ¡Bautismo regenerador, que preside la luna con sus melancólicos fulgores, como si fuesen mensajeros del perdón celeste!
 
Ella se levanta luego pálida, sí, pero radiante, divina. Tenía en aquellos momentos una belleza sobrehumana.
 
-Pietro -dijo-, busca flores: las más hermosas, las más puras; quiero adornar con ellas el altar de la Madonna y que pasemos la noche rezando de rodillas delante de él.
 
Pietro salió dando saltos, batiendo las manos, y húmedas todavía sus mejillas con las lágrimas que le arrancara la escena de que había sido testigo.
 
 
 
La joven se acercó a un nicho cubierto por una cortina de tafetán verde; la descorrió dejando patente una pequeña, pero primorosa estatua de mármol blanco, que representaba a la Virgen pisando la cabeza del dragón. Encendió y puso sobre la meseta del altar algunas bujías, y postrándose en el pavimento, dijo a su marido:
 
-Ven; voy a leerte la carta bendita del generoso Angelo, aquí de hinojos ante la santa imagen de la Madre del Redentor; escúchame como se escucha la absolución de un ministro de Dios, levantando tus ojos y tu corazón a la efigie veneranda de la castísima Virgen.
 
Obedeció el bandido con la docilidad de un niño, y ella leyó en alta voz aquella carta que el exceso de su regocijo le había impedido terminar. Su voz era dulce, vibrante, impregnada, por decirlo así, de todos los sentimientos deliciosos que rebosaban en su alma. Espatolino la escuchaba atentamente y en actitud respetuosa. La carta estaba concebida en estos términos:
 
«Mucho siento, hija mía, haberte tenido tantas horas (que te habrán parecido siglos) sin noticias de nuestro asunto; pero no ha consistido en mí. La cosa presentaba grandes dificultades, y he tenido que hacer uso de toda mi sagacidad, de toda mi pertinacia y de toda mi paciencia para conseguir el hacerme escuchar; lo que no hubiera alcanzado, sin embargo, sin el auxilio de un amigo que goza la más justa consideración. ¡Qué excelente caballero es el coronel Dainville! ¡Qué corazón has despreciado! ¡Esa locura tienes que expiarla severamente, Anunziata! Qué felices hubiéramos sido todos, si en vez de encapricharte por... En fin, ya no hay remedio y puesto que estás casada y que serás madre en breve, sólo debo pensar en evitarte la desgracia y la vergüenza de ver perecer en un suplicio a tu marido, a quien he perdonado de todo corazón.
 
»He trabajado mucho, mucho por conseguir su indulto; pero hasta este instante era dudoso el resultado, y por eso no quise darte una esperanza que pudiera salir fallida. Gracias a Dios y a los buenos oficios del señor Arturo de Dainville (a quien nunca podremos agradecer debidamente tantos favores inmerecidos), acabo de saber con grandísima alegría que el Gobierno se digna aceptar el arrepentimiento de tu esposo, y le promete solemnemente un generoso y completo indulto».
 
Hasta aquí había leído la primera vez Anunziata, y aquí volvió a interrumpirse para bendecir nuevamente al cielo. Luego continuó con voz conmovida, que fue embargándose más y más a medida que se acercaba a la conclusión del escrito:
 
«Sí, hija mía; Espatolino puede contar por seguro su perdón y se le permitirá, además, la tranquila posesión y el libre uso de sus riquezas, de las cuales nada debe ni quiere admitir el Gobierno. Otra es la condición que le impone; dura a la verdad, dolorosa, lo conozco, y temo que tu marido caiga en la tontería de rehusarla».
 
-¡No!, ¡no! -exclamó el bandolero-, ¡yo la acepto, cualquiera que sea! Escríbeselo así, Anunziata; dile que al instante la he aceptado; que quiero mi indulto, que quiero tu felicidad a cualquier precio. Bien conozco que debo sufrir algún castigo... ¿Querrán cortarme las manos?, ¡estoy pronto!, somos ricos; no las necesito. ¿Creen que deben dejarme ciego?... ¡No poder verte! ¡No poder conocer las facciones de mi hijo!... Es horrible; pero no importa, oiré tu voz y la suya que me repetirán: «Somos felices».
 
Anunziata, que había continuado en silencio su lectura mientras él hablaba, dejó caer súbitamente la carta lanzando un grito penetrante y profundo. Espatolino comenzó a temblar y la preguntó azorado:
 
-¿Cuál es esa condición terrible?... ¡Por qué leo en tu rostro que es terrible! ¡Cuál es, dila! Excepto la de separarme de ti, ninguna pueden imponerme que no esté dispuesto a aceptar. ¡Habla! ¿Qué exigen de mí?
 
-¡Oh! -dijo ella con un rechinamiento de dientes que causaba frío-, ¡no la aceptarás, estoy segura! ¡Somos perdidos, perdidos para siempre! ¡No hay perdón, no hay felicidad!
 
-¡Habla! -repitió el bandido con ahogada voz e imperioso acento-. ¿Qué exige de mí el Gobierno?
 
-Que entregues a tus compañeros para que sirvan de escarmiento público -respondió desfallecida la joven.
 
Saltó Espatolino como si le hubiese picado una víbora; fue espantosa la expresión de su rostro en aquel momento, y nada nos parece comparable al ademán y al acento con que dijo:
 
-La traición... ¡el perdón a precio de sangre!... ¡Oh viles!
 
Arrancose los cabellos con sus manos convulsas, rugió como un tigre en la agonía, y añadió con gesto amenazador y con acento temible:
 
-¡Guarden su infame dádiva!, ¡guárdenla como yo mi odio! Nada quiero ni de Dios ni de los hombres; ¡soy el bandido!, ¡lo seré siempre!, guerra eterna a la humanidad, y si fuese posible, ¡guerra también al cielo!
 
-¡Ya lo sabía yo! -articuló débilmente Anunziata.
 
No dijo más; una violenta convulsión la acometió al punto, y un velo cárdeno cubrió su semblante, espejo un momento antes de las más vivas emociones e imagen entonces de la muerte.
 
Espatolino acudió a socorrerla; pero al verla creyó imposible remediar los funestos efectos de aquel último golpe, capaz de quebrantar el corazón más fuerte, y apretándola entonces con una especie de frenesí contra su seno agitado:
 
-¡Muere! -exclamó-, ¡muere, desventurada!, el mundo no es digno de poseerte, y yo sólo te he atraído para destrozarte el alma!
 
 
 
 
 
Continuará…
 
Nota de la Autora:
(1) El aire insalubre, llamado aria cattiva, comienza en Roma cuando el sol entra en el signo del león, a fines del mes de julio, y concluye con las primeras lluvias del otoño.


abril 28, 2013

ESPATOLINO (X)

Grabado del siglo XIX. En primer plano el lago Nemi y al fondo la célebre localidad de Genzano.


El pacto

-X-

 
 
Genzano es un lugar a seis leguas de Roma, célebre por sus vinos, que gozan de grande estimación en los dominios del Papa, y por haber sido el valle que le separa de la Riccia, según la opinión de un acreditado escritor, teatro de las misteriosas conferencias de Numa Pompilio con la ninfa Egeria.

 
En la época de nuestra historia era la mejor fonda de aquel pueblo un gran casarón ruinoso, conocido por el nombre de il Paradiso, sin duda para significar el buen trato que hallaban en ella los parroquianos. En un aposento interior de dicha casa se habían alojado Anunziata y su compañero, y desde ella dirigió la primera una expresiva carta a su tío, rogándole le facilitase los medios de hablarle secretamente para tratar de un negocio importante.

El pastor encargado de aquella misiva anduvo tan listo, y el esbirro fue tan diligente en contestar, que al día inmediato tuvo la joven de sus manos estas líneas que la colmaron de gozo:

«Por culpable que sea la que se ha atrevido a escribirme, no puedo olvidar que es hija de mi hermana, y que fue en otro tiempo mis delicias. Pocas horas después que estas letras, llegaré a Genzano y escucharé lo que quieras decirme».

Anunziata pasó en oración las horas que precedieron a su entrevista con Angelo, y era ya de noche cuando éste se presentó en il Paradiso. Púsose de rodillas la esposa del bandido, y pidió el perdón y la bendición de su tío, con una humildad tan patética, que hubiera ablandado el corazón de una fiera. Angelo se conmovió en efecto, y levantándola cariñosamente se estuvo algunos momentos contemplando sus facciones con dolorosa complacencia.

-¡Qué cambiada estás, pobrecilla! -la dijo-. Dios te ha castigado severamente.

-He padecido mucho -respondió ella-; pero tengo la esperanza de ser dichosa, puesto que sois tan bueno conmigo.

-¿Te ha abandonado acaso el monstruo que te sedujo? -preguntó Rotoli con acento sombrío.

-Me adora más cada día -contestó con calor la joven-; porque soy su esposa y seré en breve la madre de su hijo.

Angelo paseó su mirada por el talle de Anunziata con un gesto expresivo de desagrado; luego se dejó caer en una silla exclamando:

-¡Esto es una desgracia!, ¡una gran desgracia!

-No, sino una felicidad preciosa -respondió ella-; sabed, padre mío, que mi esposo, arrepentido de sus crímenes, sólo desea vivir para mí y para nuestro inocente hijo; sabed que mi venida tiene por objeto proponeros en su nombre, después de alcanzar de vuestro corazón generoso el perdón de nuestra culpa, que os encarguéis de comprar su indulto al Gobierno, ofreciendo todo el oro que apetezca.

-¡Tan rico, está Espatolino! -exclamó el esbirro, cuyos ojos brillaron de codicia.

-Posee un tesoro -contestó cándidamente la joven-, y además de lo que dará por su indulto al Gobierno, reserva para vos diez mil escudos y algunas buenas alhajas; lo más precioso que le pertenezca será para vos, estoy cierta; pues por poco que nos quede, siempre nos parecerá bastante si alcanzamos la dicha de vivir tranquilos en cualquier rincón de Italia.

Rotoli guardó silencio algunos minutos, pareciendo que reflexionaba profundamente. Anunziata se afanó en balde por leer en su impenetrable fisonomía lo que pasaba en su alma. Por último dijo el agente:

-No me parece imposible alcanzar lo que desea Espatolino; pero quisiera avistarme con él. ¿Ha venido contigo a Gensano?

-Estoy sola.

-¡Sola!

Arrojó en derredor una mirada recelosa, y clavándola seguidamente en el semblante de su sobrina añadió moviendo la cabeza:

-No lo creo; ¿cómo había de dejarte venir sola un marido que tanto te ama?

-Le he abandonado sin consentimiento suyo: sabiendo cuáles eran sus deseos e intenciones, respecto al asunto de que se trata, me escapé furtivamente y he venido a este paraje, con la esperanza de veros en él y de interesaros en nuestro favor.

-¿Dónde quedó tu marido? -dijo Rotoli sin apartar su escrutadora mirada del rostro de Anunziata.

-Bien conoceréis -contestó ella- que no me corresponde a mí revelar a nadie el secreto de su retiro, sin tener la más completa seguridad de su indulto.

-¿Me crees capaz de abusar de tu confianza? -dijo Angelo con acento de indignación-. ¿Por qué te has dirigido a mí, desdichada, si tan triste concepto te merezco?

-Perdonadme, padre mío -repuso ella juntando las manos en ademán de súplica-, no abrigo respecto a vos desconfianza alguna, y así como os hago dueño de mi vida os fiaría sin temor el destino eterno de mi alma; pero existen deberes que jamás sacrifica una persona delicada, y ninguno tan sagrado como el que tiene una esposa de respetar las órdenes de su marido. El lugar en que se encuentra Espatolino es un secreto suyo, que no estoy autorizada a descubrir.

-Hubo un tiempo -dijo Rotoli prestando a su voz gratas inflexiones, y a sus ojos la expresión más afectuosa- en que ningunas órdenes eran tan sagradas para Anunziata como las que dictaba su tío... su padre, ¡pues tal he sido siempre para mi perla! ¡Ahora todo ha cambiado, todo! He sobrevivido al afecto de cuantos seres amaba, y me encuentro en el mundo como en un desierto. ¡Triste es la existencia -añadió con amargura- cuando sólo anima un corazón desolado, que no encuentra ya en otro, ni franqueza ni cariño!

-¡Yo os amo, más que nunca! -exclamó la joven enternecida-; no pronunciéis palabras que me parten el alma. Si he sido culpable para con vos, jamás podré ser ingrata a tantas bondades como habéis tenido conmigo; ¡pobre huérfana desvalida, que no tuvo en su niñez otro arrimo ni otro amparo que vos!

-¡Siempre eres la misma, sí!, siempre posees ese acento que me halaga tanto, que manda en mi corazón. ¡Muy culpable has sido, hija mía, mucho!, pero para no perdonarte era menester no haberte oído. Quiero olvidarlo todo; quiero por amor a ti ser generoso con el cruel que te arrancó traidoramente de mis brazos... ¡El esfuerzo es grande... pero no importa! Dime dónde está tu marido y correré a buscarle, para deliberar el plan que debemos proponernos tocante al importante asunto que nos ocupa.

La joven bajó los ojos algo turbada y guardó silencio.

-¿No me respondes, perla mía?

-Quisiera -dijo ella con timidez y emoción- que tuvieseis la bondad de tratar del mencionado asunto únicamente conmigo, pues ya os he dicho que no estoy autorizada para descubriros el retiro de mi esposo.

-¡Insensata! -gritó el agente arrebatado por la ira, y erizándose todo como el gato que va a lanzarse a su presa-. Dime al punto dónde se encuentra el bandido.

Anunziata tembló, pero tuvo la necesaria resolución para responder:

-No debo, ni quiero decíroslo.

-¡Bien! -dijo fuera de sí su interlocutor-; veremos si eres más complaciente con la justicia, ante la cual vas a comparecer.

-Menos aún que con vos.

-Ya me lo dirás cuando veas el patíbulo.

-Ni cien patíbulos me arrancarán una palabra que no debo decir -repuso ella con imponente calma-. Conozco ahora la imprudencia que he cometido en ponerme en vuestras manos, y sufriré sus efectos con resignación y sin cobardía. Llevadme cuando gustéis al suplicio con que me habéis amenazado; es vuestra obligación, y yo he andado desacordada al buscar en vos al padre, olvidando al esbirro.

Rotoli la miró pasmado de tan inesperada firmeza, y luego comenzó a pasearse por el aposento con muestras de grande agitación. Algo pasaba en efecto en el secreto de su alma; alguna lucha se verificaba en aquel momento entre las sordas pasiones de aquel hombre. Su rostro se fue despejando, sin embargo, progresivamente, hasta recobrar su habitual expresión de zalamería, y hubiera sido imposible al más hábil fisonomista decidir si su cólera estaba desvanecida o solamente concentrada.

-Anunziata -dijo-, tus injustas desconfianzas me sacan de quicio. El hombre cuya seguridad temes comprometer es tu marido, y tal título bastaría a ponerle a salvo de mi resentimiento, aun cuando no existiesen en mi memoria recuerdos muy poderosos. Aquel desventurado ha sido mi amigo y tengo contraídas con él obligaciones de gratitud. Verdad es que su conducta posterior las ha destruido; que me ha arrancado contigo mi felicidad, y con Pietro, mi venganza...

Interrumpiose como si no acertara a vencer completamente el rencor que había reanimado aquellos últimos recuerdos; pero después de una breve pausa añadió con aire de triunfo:

-¡Ea!, ¡es tu esposo y ha sido mi amigo!, que Dios y la Santa Madonna tengan tanta piedad de mí como yo de él.

Tomó su sombrero con precipitación, y Anunziata exclamó:

-¡Os marcháis!

-¡Para servirte en lo que deseas, pobre oveja descarriada! -respondió el agente con un tono de verdad que hubiera convencido a la misma desconfianza-. Sospechas de mí, y rehúsas indicarme el paraje en que pudiera hablar a Espatolino. Bien, guarda tu secreto; yo te perdono el concepto que en esa reserva me manifiestas, y me vuelvo esta misma noche a Roma para trabajar con tanta diligencia como eficacia por el logro de tus deseos. Ruega a Dios que ablande el corazón de los que pueden con una palabra dar la vida o la muerte, y espera aquí mis avisos.
 
 
-¡Bendito seáis, padre mío! -exclamó la joven cayendo de rodillas.

Rotoli debió experimentar en aquel instante una de aquellas sensaciones vivas y generosas que son demasiado raras en la vida de los hombres de su profesión, pues brilló en sus ojos una fugaz ternura, y permaneció algunos segundos trémulo y agitado, como quien procura y no acierta a vencer un sentimiento que le domina y le halaga. Por segunda vez en aquella breve conferencia sintió el esbirro la lucha que sostenían en su interior dos impulsos contrarios; pero alguno quedó vencedor indubitablemente, pues su fisonomía, ligeramente alterada, volvió a recobrar aquella mezcla singular de paciencia, astucia, penetración y disimulo que le caracterizaban y le prestaban cierta semejanza con la traidora alimaña a quien ya una vez le hemos comparado.

Levantó del suelo a su sobrina abrazándola cariñosamente, y la dijo con melosa voz:

-Descansa en mi actividad, pobrecilla, y no dudes del interés que tengo en apartar de la senda de perdición al hombre que es ya, por desgracia, tu legítimo dueño. ¿Estás bien segura de que puede dar mucho oro por su perdón?

-Sí lo estoy, padre mío -respondió la joven-, y os garantizo además que recibiréis en señal de su gratitud por vuestros buenos oficios, no ya los diez mil ducados que os prometí, sino el doble. ¡Oh!, ¡todo, todo lo que nos quede será para vos!

-¡Bien, bien!, no es eso lo que me mueve a serviros, aunque a la verdad no soy rico, como algunos imaginan, y pronto tocaré aquel período de la vida en que el hombre no alcanza otros goces que las comodidades positivas. ¿Qué otra cosa que la riqueza puede desear un viejo que no espera ya felicidad en el mundo, donde se encuentra solitario?

Anunziata quiso contestarle, sin duda para asegurarle nuevamente de su cariño, pero Rotoli salió presuroso del aposento, llevándose el pañuelo a los ojos.

«¡No!, ¡el mundo no está lleno de malvados, como dice Espatolino! ¡Los hombres no son como se los finge su aborrecimiento!», se dijo a sí misma la joven. «Contagiada ya por sus erróneas y amargas ideas, he sido capaz de desconfiar de mi pobre tío, que con todos sus defectos tiene un alma excelente».

Bendijo nuevamente a Rotoli a consecuencia de tales reflexiones, y se preparaba a rezar encendiendo dos bujías a una imagen de la Virgen que decoraba la chimenea, cuando fue distraída de su devota ocupación por un rumor de pasos precipitados, que evidentemente se iban aproximando. Palpitole el corazón como si adivinase por instinto quién era la persona cuyas pisadas oía, y lanzándose fuera de su estancia se halló en los brazos de Espatolino.

Al recobrar a su amada, al verla sana y salva después de padecer por ella las más crueles aprensiones, aquel bandido feroz lloraba como un niño, y se abandonaba a los más pueriles extremos de placer y de ternura. Su mano homicida acariciaba trémula la sedosa cabellera de Anunziata, y sus labios, acostumbrados a pronunciar blasfemias, exhalaban en acentos embargados por la emoción, las más dulces palabras que puede inspirar un amor ardiente y una inefable ventura.

Calmados los primeros arrebatos, refiriole su esposa la entrevista que acababa de tener con Rotoli, y las esperanzas que concebía; pero Espatolino, meneando la cabeza, respondió:

-Algún proyecto infernal ha concebido el esbirro, y convendrá a su éxito una aparente generosidad, le conozco; es implacable como yo; la diferencia grande que nos distingue es que yo acometo como el león y él acecha como el tigre.

-¡Siempre desconfianza! -exclamó con tristeza Anunziata-. ¡Siempre esa insana y cruel prevención contra los hombres!

-¡Y bien!, no pensaré sino lo que tú pienses; no creeré sino lo que tú creas; pero sal de esta casa al punto, vida mía. Poseo una poco distante, que será para nosotros un asilo más seguro. Si Rotoli obra de buena fe y envía aquí los avisos que te ha ofrecido, tengo medios muy fáciles de hacerlos llegar a nuestro retiro sin descubrirle... ¡Marchemos al momento, esposa querida, porque mi corazón presiente desgracias en este sitio! Escucha: esta tarde, mientras indagaba tu paradero con mortales inquietudes, un ave siniestra me fue constantemente siguiendo, y tres veces al preguntar por ti me respondió su fúnebre graznido. Es una aprensión ridícula; pero no puedo desecharla: me acuerdo que un pájaro semejante pasó sobre mi cabeza la tarde que volviendo del presidio vi morir a mi hermana.

-Estoy pronta a seguirte a donde quieras -respondió la joven-, con tal que me asegures que podré recibir sin retardo los avisos de mi tío.

-Hay en esta misma hostería una persona que me es adicta, y te juro que diez minutos después de que se hayan recibido aquí las cartas de Rotoli las tendrás en tu mano.

-Marchemos, pues.

Espatolino pagó generosamente los gastos hechos por su mujer, y acompañados de Pietro salieron del Paradiso.

El albergue seguro ofrecido por el bandolero a su joven compañera, y adonde efectivamente la condujo, era una casa de modesta apariencia, pero muy espaciosa y en una agradable situación, próxima al antiguo castillo de los duques Cesarini.

Desde sus ventanas podíase recrear la vista con las deliciosas colinas cubiertas de verdes viñedos y con las románticas orillas del lago Nemi, frecuentadas por los jóvenes de Gensano, teatro en muchas ocasiones de citas amorosas y de campestres festines.

Un año, poco más o menos, hacía que habitaba aquella casa un labrador anciano que la fabricó, y a quien por su carácter adusto y taciturno llamaban il Silenzioso. Vivían con él su mujer y su hijo; ella era sorda y ciega, y él parecía haber heredado la índole de su padre, pues apenas conocían su voz los vecinos de Gensano.

Aquella familia misteriosa no trataba con nadie pero no ignoraban en el pueblo que solía recibir las visitas de algunos forasteros, a quienes unos suponían parientes del dueño de la casa y otros aseguraban ser ilustres señores romanos, que se servían del Silenzioso para sus aventuras galantes; nadie empero sospechara hasta entonces la verdadera condición de los huéspedes que de vez en cuando favorecían aquel pintoresco retiro, y Espatolino podía creer con fundamento que gozaría en él la posible seguridad.

También debían alojarse allí los camaradas que habían ido a reunírsele en Genzano; la distribución de las piezas habitables de aquella casa estaba tan bien entendida, o mejor diremos, tan propia para el destino que solía tener, que los bandidos podían estar bajo el mismo techo que su jefe, sin tener con éste una comunicación demasiado inmediata y que le hubiera sido incómoda, entonces que tenía consigo a su mujer.

En la noche en que Espatolino trasladó a Anunziata a aquel solitario albergue no se hallaban en él sus compañeros, pues por orden suya visitaban las cercanías buscando la perdida prenda, que más dichoso que todos había ya descubierto y recobrado; circunstancia que no supieron los bandoleros hasta dos días después que regresaron de sus inútiles correrías.

La impresión que había hecho en ellos aquella nueva afrenta (pues tal reputaban la comisión de correr en pos de una mujer desperdiciando un tiempo precioso) se nos hará patente muy pronto; mas antes de tratar de personajes tan secundarios en nuestra historia, razón será que instruyamos al lector del resultado que tuvieron las generosas promesas de Rotoli.


Continuará…