abril 27, 2015

AMOR Y PASIÓN (carta Nº 22)


"Tula de Antonio"
(El día que la Avellaneda acepto su pertenencia al objeto amado)

Algo debió pasar el jueves 12 de mayo. No hay carta fechada ese día. Es posible que se perdiera o que sencillamente nunca hubiera existido. Suponemos que Antonio, en el caso de haber acudido a la cita preparada -y creemos que sí acudió-, no llevó la correspondencia que la Avellaneda exigía tras el teatral rompimiento orquestado (nos referimos a las cartas escritas por ella). Pero esto ya lo sabemos, de lo contrario no estuviéramos disfrutando de estas cartas.

Nos llama la atención lo dicho (escrito), con toda intención, en la posdata: “Mándame mis cartas: es decir, las tuyas a mí…” Esto quiere decir que Tula, en un arranque de orgullo, dos días antes, devolvió sus cartas (las escritas por él) y al haber reconciliación total a la fecha, las reclamó de vuelta. Pero no solo nos ha llamado la atención la posdata, también el cambio radical de tono en la carta que hoy reproducimos. Nótese cómo se despide la poetisa enamorada, aceptando hasta la pertenencia al objeto amado: “Tula de Antonio”. Es como si nada entre ellos hubiera pasado: como si el agravio, el gemido acerbo, las ofensas y hasta los aparentes rompimientos no hubieran tenido lugar jamás. Intuimos que pudo mucho más la pasión de los tórtolos que cualquier desavenencia pasada, dando riendas sueltas al amor, al deseo corporal propiamente dicho. Y tanto que, al parecer, Dª Francisca regresó a la casa en el momento más inoportuno, pudiendo sorprender a los enamorados en plena faena pasional. Por eso lo de "loca e inconstante en grado supremo". Menos mal que el sábado 14 de mayo era víspera de Pentecostés: la confesión y especialmente el perdón estaban asegurados.


Manuel Lorenzo Abdala





Carta número 22
[Viernes 13 de mayo]

        Antonio mío: heme aquí acreditada de loca y de inconstante en un grado supremo, en el concepto de mi familia: pero no me voy ya, por ahora [al parecer ha decidido no marcharse a Carabanchel de abajo]. En cambio tengo el disgusto de no poder verte esta noche, porque he debido tener alguna condescendencia con la pobre mamá, a quien di ayer un mal día [¿Un mal día…? ¿Pudo Dª Francisca sorprenderles en plena entrega amorosa]. La buena señora  confiesase mañana por ser víspera de Pentecostés, y me ha embargado para que le lea libros místicos, etc., etc., advirtiendo que se acostará temprano. Le he dicho que yo también lo haré, porque como dormimos tan próximas, la fastidio mucho cuando ella desea levantarse temprano y yo me recojo tarde. Permíteme, pues, no salir esta noche de casa, querido mío, y cuenta con que nos veremos en la de mañana, si Dios no dispone otra cosa.

        Adiós: te amo.

        Tula de Antonio   
(Rúbrica)

        Mándame mis cartas: es decir, las tuyas a mí.
Hoy viernes por la mañana.

abril 20, 2015

AMOR Y PASIÓN (carta Nº 21)


El perdón del gemido acerbo
(Sin hiel en el alma)

         La carta anterior, que titulamos Heridas que jamás sanarán, debió doler y hasta agraviar a Romero Ortiz, no cabe lugar a dudas. Y como suele acontecer en estos casos el amante ofendido responde “falseando el sentido de las palabras” para prestar a las suyas una comprensión lógica. Pero lejos de volver a contrariar, la Avellaneda se despide, aparentemente, cual romántica al uso (Nótese en las instrucciones, casi órdenes  teatrales de la posdata, el verdadero sentir contrario). No creo tengamos mucho más que añadir.

Hemos querido ilustrar la entrada con una hermosa estampa, igualmente al uso, de Teodora Lamadrid, la gran actriz que en aquellos momentos se preparaba para interpretar el papel protagónico en La Aventurera, el drama que la Avellaneda ensayaba en el teatro Variedades y que se estrenó con gran éxito, dos semanas después el 25 de mayo de 1853. La imponente imagen apareció publicada en el periódico La Ilustración días antes de ser escrita la carta siguiente y que hemos querido titular El perdón del gemido acerbo, considerando el sentimiento "romántico" de la gran y única protagonista de esta correspondencia: Gertrudis Gómez de Avellaneda.


Manuel Lorenzo Abdala





"¡Cállate! -le decía cierta vez una mujer a J.J. Rousseau: Cállate pobre Juan Jacobo porque eres extranjero para los que te escuchan.-"


Carta número 21
[11 de mayo de 1853]

        Acabo de leer tu carta: poco tengo que responder a ella. No nos comprendemos: es lo único que puedo decir con certeza. No nos comprendemos: ¿Qué mucho que me acuses de haber faltado a las consideraciones que exige la delicadeza? ¿Qué mucho que hayas visto en mi carta de ayer palabras que manchan, que envilecen, y que no te parezcan tales muchas de las que usabas en la tuya anterior, y hasta en la última en la que te jactas de generoso; incapaz de devolver las ofensas que supones recibidas? ¿Qué mucho que no veas en mi corazón sino un corazón de mujer, como estos otros que dices haber conocido, y que han sido puñales para ti…? ¿Qué mucho, en fin, que hasta pierdas el talento que debes a Dios, y lo pierdas de tal modo que no aciertes a despedirte de mí sino falseando el sentido de mis palabras para prestar a las tuyas una apariencia de razón…? No nos comprendemos: esto lo explica todo. Sería en balde que yo quisiera convencerte de injusticia y de locura. –Cállate, le decía una mujer cierta vez a J. J. Rousseau: cállate pobre Juan Jacobo porque eres extranjero para los que te escuchan.-

        Y bien, Antonio, yo no trataré de probarte que has entendido mal mi intención, ni me quejaré de que me agravias en esta carta en que blasonas de no ser capaz de ofender nunca a la persona que has amado: yo no quiero prestar más amargura a nuestra despedida recordándote de qué modo has lastimado mi corazón y mi delicadeza antes de que saliese de él ese gemido doloroso y acerbo, que recibiste ayer en forma de carta. Todo eso es inútil. Hago lo contrario: lo perdono todo, y te pido perdón, si realmente te ha lastimado con alguna de mis acciones o de mis palabras. Sí, te pido perdón, sin temer que eso me humille.

        Ahora, después de mostrarte que ninguna hiel conservo en mi alma; que ningún deseo de ofenderte ha cabido nunca en ella; ahora que recibo tu adiós y te envío el mío dignamente, con tristeza pero sin amargura; con hondo desaliento pero sin vergüenza de lo pasado. Te he amado; creí que podíamos comprendernos: osé esperar felicidad… ¡fue un sueño! Pero un sueño que no debe, que no puede dejarme en el alma ni humillación de arrepentimiento. Ha sido la última ilusión de mi vida y la más bella, aunque breve.

        Te devuelvo tus cartas: para olvidarte, como deseas, como me aconsejas, no debo conservar esas cartas que me han sido queridas. Ten la bondad de mandarme las mías para rasgarlas por mi mano. Ese favor te pido.
       
        Adiós, Antonio; sé feliz. Dentro de ocho días, acaso antes dejaré a Madrid. Estos sucesos me deciden y apresuran mi marcha. Renuncio mi plan de vida campestre, y a todo: me voy; no sé si por mucho o poco tiempo. En cualquier parte en que esté dispón de mí, como una amiga

Tula   


        Las cartas todas, incluso esta, bajo una sola cubierta. Quisiera que la mandases con la dadora de esta, y no con criados de la redacción [Se refiere al periódico La Nación]. Mejor sería aún que te tomases la molestia, si quieres, si puedes, de traérmelas tu mismo, y dármelas en propia mano. Si te parece conveniente hacerlo dejo a tu elección el que sea de uno de los modos siguientes.

        Llamas a la puerta de mi cuarto esta noche, o mañana por la noche: si es hoy cuando quieras, pues no salgo; si es mañana antes de las 9, pues saldré a dicha hora. Te abrirá Mariana, y le dirás que me pase recado. Yo en persona acudiré y recibiré el paquete de tus propias manos, dándote mil gracias.
       
        El otro modo es: vienes a visitarme con pretexto de recoger unos versos que me has pedido para la Nación; aunque esté mamá delante me das el paquete desembarazadamente diciendo que son dos números del periódico.

        Si no quieres tomarte la molestia de entregarme en propias manos y por ti mismo esos papeles, dime día y a qué hora quieres que vaya por ellos mi doncella.



Hoy [miércoles] 11

abril 13, 2015

AMOR Y PASIÓN (carta Nº 20)



Heridas que jamás sanarán.


Desolladuras, ultraje, golpes bajos y crueles. Antonio ha escrito una epístola que enfurece a su amada, más que por la estirpe de los celos que él demuestra, por la bajeza de sus pensamientos (acciones), absolutamente inmerecidas. Principalmente es por eso que la Avellaneda desata la fuerza brutal de su corazón y su verbo irrumpe en escena, in crescendo, como en el mejor de sus dramas. En la carta, la poetisa -en realidad la Mujer-, nos muestra su lado más silvestre y a la vez refinado, culto.

La carta Nº 20, a la que hemos llamado Heridas que jamás sanarán -para estar a tono con la época y con su autora-, fue escrita con un absoluto dominio del lenguaje. Posiblemente este poderío en el idioma haya sido igualado pocas veces por sus antecesoras y jamás superado por ninguna de sus contemporáneas. El Romanticismo en su estado más puro, salvaje y culto, el de Gertrudis Gómez de Avellaneda.


Manuel Lorenzo Abdala





Carta Nº 20*
[Madrid, 10 de mayo de 1853]


Casada con un hombre de cierto carácter, sería capaz de asesinarlo si no hallaba otro medio de romper un vínculo humillante. Mi alma no acepta por caricias las desolladuras.
GGA.



        Antonio: no sé qué contestarte: soy naturalmente sincera y franca, y temo aumentar tu disgusto si lo soy hoy ¿Qué decirte, si debo no mentir y si quiero no lastimarte…? En fin, saldrá lo que salga: de todos modos lo peor sería guardar silencio, dándote lugar a interpretaciones tan singulares como algunas de las que he hecho ya.

        No estoy enojada, ¡ojalá fuese enojo lo que siento…! Pero no estoy enojada. Si tuve anoche un momento de indignación, pasó pronto: es muy diferente a la cólera la impresión que estas cosas han dejado en mi espíritu. Como soy celosa yo misma, disto mucho de condenar los celos: no solamente no me alejaría de un amante por la circunstancia de ser celoso, sino que acaso lo estimaría más solo porque lo era. Pero hay diferentes linajes de celos, como hay diferentes linajes de caracteres. Una misma pasión varía mucho según el temple del alma en que se alberga, y los celos son, a mi ver, una piedra de toque para conocer aquel. Que hayas visto fantasmas; que dudaras de mi lealtad no es lo que me ha hecho daño: la pasión es injusta y yo soy indulgente con la pasión. Pero hay cosas que no agravian solamente, sino que enfrían, que repugnan: estos efectos son fatales.

        Si en un arrebato de furiosas sospechas hubieras llegado a mí para decirme dicterios, te hubiera compadecido, Antonio, perdonándote: y si hubieras llegado a mí para decirme noblemente -“He sospechado de ti; disipa mis dudas; te creo incapaz de perfidia, pero soy celoso a despecho de mi razón”;- si hubieras llegado a mí con ese lenguaje, te hubiera respetado más que nunca; te hubiera amado más. Si ni me hubieras ultrajado con palabras duras, ni me hubieras mostrado tu injusticia con palabras nobles, sino guardando silencio y dándome en su corazón un adiós eterno, mostrases de tal modo que renunciabas para siempre a la mujer que habías cesado de estimar… en ese caso, Antonio, me hubiera hecho infeliz la certeza de que no habías sabido comprenderme, pero tu conducta me parecería tan digna del carácter que aprecio en un hombre, tan lógica, tan racional, que llorando el verme desconocida no podía menos de desear el hacerme comprender mejor de un alma que, aun injusta, se me mostraba tan noble y tan capaz de estimar la grandeza de la mía, cuando la conociese.




        Pero nada de eso he visto en tus celos: nada que los constituya del linaje de los celos de buena índole. Me has puesto en gacetillas; has inventado un cuento ridículo y has querido regalárselo al público: has querido divertir, con lo que llamas penas de tu corazón, a los mozos del café y a las costureras de guantes. Has mentido diciendo que Eloísa pronunció palabras que no han salido de sus labios; has tomado hablando conmigo un tono impropio; has dicho que yo te pongo en ridículo… ¡yo que creo que no hay nada más despreciable que la mujer que rebaja al hombre a quien dice amar! ¡Yo, cuyo inmenso orgullo aspiraría a levantar sobre el trono del Sol a un gusano que sacase mi mano del fango de la tierra…! Atribuirme una coquetería vulgar y estúpida no te pareció bastante, y le diste una expresión y unos accesorios que ni aun concibo yo como han podido caber en la cabeza de un hombre de tu edad ¡Oh si! Te lo confieso: hay en todo esto algo de tan repugnante para un carácter como el mío, algo que da tan triste idea del tuyo que sin poder remediarlo siento un hielo de muerte en mi corazón. Las ternezas de tus líneas de hoy no me son menos incomprensibles que tus reconversiones de las líneas de anoche. No entiendo nada de eso, Antonio; no concibo como puedes amarme y agraviarme en una misma carta; como pasas del concepto más ventajoso que puede concebirse de una mujer, al entusiasmo de amor que te hace prorrumpir en palabras como estas –¡Esposa mía! ¡Ángel mío! ¡Ma femme…! No, Antonio, no te comprendo: no sé que es esa alma; que es ese carácter; y como el mío, mi carácter, es muy serio, y muy grave, y muy reflexivo, me pregunto ¿qué confianza debe merecerme aquel corazón que no comprendo? ¿Qué debo esperar en lo sucesivo de un amor que ha comenzado con tales escenas? – Yo no puedo amar sino estimando mucho: no puedo amar sin querer unir toda mi vida a la del ser amado: ¿y qué porvenir me puedo prometer con un hombre que a la menor sombra que pasa por su mente me ridiculiza acusándome de ridiculizarlo; me pone en berlina; me lleva a las gacetillas, forjando novelas absurdas; me insulta para quejarse después de que yo me he enojado; me reconviene como de un delito porque no dejé que un hombre que apenas me es conocido, me sorprendiera con mi puerta abierta, en plática sospechosa con otro hombre, que acababa de injuriarme? ¿Qué puedo prometerme de un amante que me exige descortesías; que me  manda con tono de marido? ¡Ah! Si tal hombre llegase a ser marido realmente, sería capaz de darme bofetadas: sería capaz de querer que yo besase los labios con los que acababa de pronunciar dicterios contra mi corazón. Soy muy altiva, Antonio, soy además muy delicada: se me domina fácilmente con el poder del amor y de la razón; pero soy de hierro contra la fuerza brutal. Casada con un hombre de cierto carácter, sería capaz de asesinarlo si no hallaba otro medio de romper un vínculo humillante. No casada, claro está que no habría nada que me hiciese sufrir dos días la tiranía grosera de un carácter semejante. Mi alma no acepta por caricias las desolladuras.

        Dices que quieres verme a solas, y me hablas de que hay casas donde puedes llevarme. Antonio, creo que has perdido completamente el juicio; lo creo porque es lo mejor que puedo creer ¿Me supones mujer que se deje conducir ni por ti ni por nadie a casas que no conoce? ¿Le he dado a nadie el derecho de despreciarme? No por cierto, ni se lo daré jamás.

        Gracias al cielo no ha llegado mi amor por ti hasta el extremo de darte derechos que repruebe el honor. Gracias al cielo, Antonio, solo mi corazón, no mi orgullo, he empeñado en este juego. Si eres un infame puedes calumniarme, puedes comprometerme a los ojos del mundo; pero a los míos me quedo en mi lugar: sé, y sabes, que no he hecho nada de que deba avergonzarme, y eso debía preservarme de proposiciones que siempre hubieran sido poco dignas, pero que en las circunstancias presentes son además ultrajantes.

        Yo no sé si debemos volver a vernos: me parece que sería más conveniente para ambos cerrar con esta página la historia de nuestro conocimiento. Sin embargo, Antonio, no me niego a escucharte si así lo exiges, y si puedo prometerme que no resulten de tal conferencia nuevas ofensas para mí. Por mi propio decoro te debo explicaciones que había creído innecesarias hasta ahora; que ahora creo convenientes. Si persistes en que nos veamos, y puedes asegurarme que nuestra conversación será digna de seres racionales, y no la renovación de escenas absurdas, en ese caso te veré esta noche en los jardines: espérame a pie si es buena la noche; en carruaje si el tiempo es desapacible. Aunque no lo echarás de ver tengo un gran catarro que me hace toser mucho.

        Bajaré a las 9 sino recibo aviso en contra. Adiós, Antonio, en nombre del cielo te suplico que no me digas nada verbal ni por escrito que pueda aumentar la desagradable displicencia en que se halla mi alma.


Tula   



P.D.- Ni aun tengo con quien mandarte esta carta. La cocinera está enferma y la doncella en la cocina. Si no la recibes hoy, será mañana cuando nos veamos en los jardines: si quieres.


Hoy 10. Martes.
3 de la tarde.





(*) La Carta Nº 20, con algunas correcciones, es transcripción de lo publicado en Cartas inéditas existentes en el Museo del Ejército por José Priego Fernández del Campo. 


...continuará el 20 de abril de 2015


abril 06, 2015

AMOR Y PASIÓN (carta Nº 19)


Celos 

La carta 19, cuyo texto reproducimos hoy, es de vital importancia en la correspondencia amorosa entre la Avellaneda y Romero Ortiz. Marcará un antes y un después en la relación de los amantes. A pesar de que vendrán otras donde se pase por alto el grave incidente que en ella se esboza, el enfriamiento futuro será inevitable (previo acaloramiento). Alguien, con toda certeza un joven, muy joven, de los tantos que visitaban la casa de Eloísa Gattebled (amiga, vecina y antigua amanuense de la Avellaneda), tuvo algunas galanterías para con la afamada poetisa y esto no gustó, para nada, a Romero Ortiz. ¿A qué joven nos estamos refiriendo…? Tenemos fundadas sospechas para casi asegurar quién era el atrevido pollo que todo parece indicar, cometió indiscreciones (galanterías verbales), colmando de celos al pobre Antonio. Pero dejaremos este análisis para la siguiente carta que promete ser, inflexible, avasalladora y frenética.

         Nuestra siguiente entrada será un verdadero regalo para los seguidores del blog -fieles lectores incondicionales-, y para otros que se sumen a partir de ahora. Desvelaremos algo que muy pocos se han cuestionado –o no han querido cuestionarse- y que posiblemente lleve a historiadores reescribir acontecimientos sobre la vida de algunos escritores y poetas de aquel entonces.

         La intriga queda servida. Hasta entonces solo mediarán unos días, siete. No más.


Manuel Lorenzo Abdala





Carta número 19

Solo cuando se deja de amar no parece bella y sublime la forma que nos releva que somos amados, por tosca, por vulgar que aquella sea.
GGA.

         Antonio mío; deseaba mucho escribirte, pero ayer no tuve un momento libre, ni de día ni en la noche. Hoy al venir del teatro de Variedades, donde como sabes se ensaya mi nuevo drama, encuentro tu billete, y a pesar de que estoy comprometida a ir a comer con la de León, y que son ya las tres, tomo la pluma de prisa para contestarte ¿Por qué fueron para ti fatales las horas que pasaste a mi lado en casa de Eloísa…? ¿Será cierto, Antonio, que tomaste celos porque me hablaba aquel chico? ¿Que le diste importancia a sus citaciones de fechas, imaginando acaso que encerraban grandes recuerdos…? No lo puedo creer, aunque me dijiste palabras aquella noche, cuyo tono revelaban, al parecer, cierta intencioncilla, no muy grata ¡Ay vida mía! Mucho se empieza a desmentir tu despreocupación ponderada, tu capacidad filosófica en punto a amor abnegado ¿Eres tú quién podría ver sin disgusto en los brazos de un marido a la mujer que amases…? ¿Tú, el que ahora te enojas porque un casi-pollo me dice inoportunamente cuatro galanterías sin consecuencia? ¿No adivinaste que aquel ex pollo era el que yo había sospechado autor de la primera carta de Armando? ¿No comprendiste que todas aquellas fechas, citadas con tanto énfasis, significaban cosas semejantes a las que verás en los pedazos de papel adjuntos? ¡Loco! Yo debía a aquel chico alguna amabilidad que le compensase de no haberme hallado visible seis veces, de las siete en que me ha visitado; que le compensase de no haber tenido ni aun contestación sobre un encargo que me hizo, una súplica, respecto a un leve servicio que podía hacerle un amigo mío. Sin embargo, si hubiese sospechado que aquellos momentos te iban a parecer fatales, puedes estar seguro, vida mía, celoso mío, de que hubiera hecho poco caso de la cortesanía y de la urbanidad que me dictaban lo que hice.

        ¿Quieres verme a solas; pero dónde…? En eso está la dificultad. En mi casa es casi imposible: como no vivieras tan cerca que pudiese avisarte del momento en que acertasen a salir mamá y mi hermano a la vez, no alcanzo lo que pudiéramos hacer para aprovechar los raros instantes en que suelo hallarme sin testigos. El tiempo no hace posible el pasearnos de noche por la plaza. El tiempo también es causa de que mamá no vaya a la iglesia de tarde. No sé, lo repito, no sé cómo arreglar la entrevista que me pides, y que deseo como tú. Tampoco me hace gracia a mí que solo puedas hablarme en casa de Eloísa, siempre con una pollería alrededor de los dos: pero no veo otro recurso por ahora; absolutamente no lo veo. Vernos en el teatro del Príncipe aun es peor: en otro teatro, donde seamos menos conocidos, ya te lo propuse una vez; y no me pareció que te era más grato que los otros aquel recurso ¿Qué puedo hacer por lo tanto, sino fastidiarme, como tú, al encontrar tantos obstáculos a mis deseos? ¿Qué puedo hacer, querido mío, sino amarte cada día más y llenarme de enojo contra todo lo que nos separa?

        Tú hablas de ausencia; no; no merece ese nombre mi ida a Carabanchel; y sin embargo, no será ya hasta el 20, lo más pronto. Acaso allá nos sea más fácil vernos muchas veces sin testigos ¿Qué mares, que campos son los que van a mediar entre los dos…? ¿Un cuarto de legua le parece a tu amor intraspasable? ¡Antonio! Nosotros no estaremos jamás ausentes uno del otro: no: mi alma no se apartará de la tuya nunca, ni un momento; y si tú no quieres, tampoco se apartaran nuestros cuerpos sino por brevísimos días ¿Qué hablas de la posibilidad de no vernos más…? ¿Puedes concebir siquiera tan horrible idea…? ¿Es esa tu esperanza? ¿Es esa tu fe…?

        ¡Oh! ¡Sí! Quiero hablarte a solas para reñirte, para castigar tu blasfemia. Yo no veo sino la muerte que pueda separarnos: en la vida nada: nada, Antonio, como no sea tu propia voluntad. Adiós: si te resuelves a ir esta noche a casa de Eloísa, te veré allá, y te encargo que te despidas antes de las once y media, hora en que cierran la puerta de abajo. De ese modo podrás detenerte un momento en la escalera, y saldré yo para mi cuarto enseguida, y te daré un beso antes de entrar.

        Adiós, esposo mío, tu


G. de su A.  



P.D.- Estas líneas, trazadas con mucha prisa, irán llenas de ss en vez de cc y cc en vez de ss, y otras mil lindezas de estilo y corrección. No repases en eso: hállame muy elegante siempre, y sobre todo muy elocuente. El día en que eches de ver un solo defecto en mi persona o en mis cartas… ¡Ay Antonio…! Solo cuando se deja de amar no parece bella y sublime la forma que nos releva que somos amados, por tosca, por vulgar que aquella sea. Adiós otra vez.
        En casa de León se come a las cinco: a las 8 o poco más estaré de vuelta.

Hoy lunes 9. [Mayo de 1853]




        29 DE ABRIL DE 1852.- He ido a la Función celebrada en la iglesia de D.J. de Alarcón*- he dado a la Avellaneda el agua bendita ¿Qué he sentido, Dios mío, al tocar ella ligeramente su mano a la mía…?

        29 de octubre de 1849.- He visto Saúl –he ofrecido una flor a la Avellaneda y le he dado la mano para subir al cuarto de Bárbara… [Camerino de Bárbara Lamadrid] algún día quizás pueda yo recordárselo!


Notas:
(*) Se refiere a la Iglesia de las Religiosas Mercenarias, conocida también como Convento de Don Juan de Alarcón que se encuentra en la calle Valverde 15 de Madrid (próximo a la RAE de entonces).