Rescatar del injusto
ostracismo a Gertrudis Gómez de
Avellaneda no ha sido empresa factible en el mundo académico del siglo XX. Y
todo muy a pesar de las sinergias positivas que se han movido a su alrededor; muy
a pesar, igualmente, por tratarse de una feminista
adelantada a su época, de una mujer de prodigioso talento, de sobrada humanidad
y de tan deslumbrante belleza. Demasiados empeños han oscurecido su peregrinar, antes y ahora, porque
no pocos han sido sus «fieles» detractores.
Resumir más de doscientos años
de implacable contienda y menosprecio en tan escasas líneas —artículo preparado para el coloquio durante los actos homenajes por el bicentenario
de la Avellaneda en la Casa de los Poetas y Las Letras de Sevilla en 2014—, resultará insuficiente
porque pueden quedar demasiados frentes abiertos. Rescoldos, lumbres de un
pasado muy oscuro y desafortunado. Es por ello que intentaré hacer lo imposible, deslizándome y analizando, cuidadosamente,
y a través del tiempo, como en el cine: ayer, hoy, mañana. Hoy, mañana, ayer.
Siempre.
Comenzaré estableciendo un
sutil paralelismo entre tres gacetas, muy dispares en el tiempo y en su
contenido. El primero de los casos trata, en breve sumario, sobre la primera
autobiografía de la Avellaneda, publicada el 3 de noviembre de 1850 por el
periódico La Ilustración, cuando era
ya, una muy famosa escritora, dramaturga y poeta. Gertrudis Gómez de Avellaneda
dijo entonces sobre ella, más que dijo: declaró:
De mi carácter diré con franqueza que no peca de
dulce. He sido en mi primera juventud impetuosa, violenta, incapaz de sufrir
resistencia. Mis escritos, dicen muchos que revelan más imaginación que
corazón: yo no lo sé; pero creo que tengo, o al menos he tenido, grandes
facultades de sentimiento, si bien confieso que siempre con más pasión que
ternura (…) Mis amigos saben que soy sincera hasta rayar en indiscreta. Mis
enemigos que soy indulgente hasta pecar en desdeñosa; mi familia que soy
desinteresada hasta dar en ser tachada de un vicio opuesto a la codicia; y yo
sé mejor que nadie que soy defectuosísima (…)
El segundo caso tiene que ver
con una investigación, de nuestra autoría, fechada el ocho de febrero de 2012, publicada
en el blog La divina Tula (sólo un extracto):
Hace unos días… un joven estudiante de la universidad
de Zaragoza, al ser preguntado sobre qué sabía acerca de Gertrudis Gómez de
Avellaneda, respondió, sonriente y orgulloso, que Gertrudis Gómez de Avellaneda
era una importante vía pública —la principal avenida—de la capital aragonesa.
La «extraordinaria» anécdota
del estudiante aragonés se ha convertido, desgraciadamente, en la regla y no en
la excepción… Las instituciones oficiales, entiéndase, entre otros, el
ministerio de educación y cultura (el actual y los anteriores, hasta llegar a
la guerra civil española) mucho tienen o han tenido que ver en el asunto. «¡Pena
por una verdadera Gloria de la cultura Universal, olvidada y relegada a una
avenida zaragozana y a un par de calles más en toda España!», escribió en el
blog una lectora madrileña, potenciando el forcejeo dialéctico creado.
Ricardo Gullón, autorizado
crítico literario y conocido novelista leonés, publicó en la revista Ínsula, en 1952, un extraordinario
artículo, parte de cuál reproducimos a continuación:
Sin Gertrudis Gómez de Avellaneda (…), a nuestro
romanticismo le faltaría algo esencial: la presencia de una viva llama
femenina, de una musa apasionada y temeraria cuyos actos dieron testimonio de
claro e impetuoso corazón (…) Por eso sorprende el casi absoluto olvido en que
yace la atractiva figura de la Avellaneda, en contraste con el interés y la
importancia que le atribuyeron en su época (…) [y en detrimento de otras
figuras del mismo período, agregaríamos nosotros].
Nos hemos
preguntado muchas veces por qué esa incomprensión, por qué tanto ataque, fobia,
relego, olvido ¿Por qué? ¿Por qué?
Una de
las posibles respuestas, aunque absurda, pudiera recaer en nuestro origen meridional.
En nuestra cultura —en otras sucede algo similar, pero ellas aplican la lógica con tolerancia— somos muy dados a la veneración y hasta a la santificación
del lugar donde vemos la luz por vez primera, olvidando que se es de dónde uno
quiere ser, de donde se siente y anhela. Y se descansa donde uno desea y
quiere, no donde otros intenten, tozudamente,
disponer por nosotros.
La
nacionalidad, en este caso la supuesta falta de sentimientos nacionales,
absurda carencia, o la negación de ella (que es mucho decir), es uno de los
aspectos que se le han cuestionado a la Avellaneda injustamente; armas que se
han utilizado en su contra, con mayor y brutal ahínco en la mitad del siglo XX
y décadas posteriores, y una de las causas posibles de su relego, aunque justo sería
decir que después del bicentenario avellanediano, tanto el blog La divina Tula,
como las asociaciones y personalidades que rescatan su obra, han servido para recuperar
gran parte de lo perdido en la última centuria (al menos en España ha sido así,
en Cuba un poquito también).
Analicemos
pues, que han dicho (definido) de Tula sus coterráneos, que han sido, en gran
medida, sus mayores detractores, que no los únicos:
El destacado
poeta, narrador y ensayista cubano, Cintio Vitier, va y viene en su apreciación.
No se posicionó claramente. Fue —por decirlo de alguna manera—, un ambivalente
sutil al definir a la Avellaneda, no se mojó
mucho (tuvo miedo quizá). Por una parte,
reconoció que, en el manejo del idioma y la vastedad de los lienzos dramáticos,
la autora de Baltasar, Alfonso Munio y Saúl (tres de sus más grandes triunfos
dramáticos) señoreó sobre todos sus
contemporáneos, pero desde el punto de vista de lo cubano en la poesía, su
interés e importancia se pierde notablemente, sin perjuicio del valor absoluto
de toda su obra poética. Dijo a la misma vez que muy criolla fue la Avellaneda,
pero que cubana de adentro, de los adentros de la sensibilidad, la magia y el
aire, no encontraba en ella ese registro. Entonces, me pregunto yo, ¿qué pensó,
dijo y sintió la Avellaneda al componer Al partir, A la poesía, A mi
jilguero, A una violeta, La serenata, A las
estrellas, A una mariposa, o Regreso a la patria, por citar
solo algunos ejemplos?
Lo cierto es
que no hay peor ciego que aquel que no desea ver.
José
Antonio Portuondo, otro gran escritor e historiador cubano. Criticó
severamente, ¡y sin piedad!, la supuesta «dramática neutralidad» de la
Avellaneda por su aparente falta de compromiso con la causa independentista
cubana. Habrá olvidado el profesor Portuondo que, a finales del año 1843,
y mientras muchos intelectuales cubanos mantenían discretas demandas con el gobierno de la Metrópoli (obstinado en
negar ciertos derechos políticos pedidos por la entonces colonia española),
alcanzó nuestra poetisa uno de sus más grandes triunfos literarios con la
declaración en Madrid de la mayoría de edad de Isabel II. Para conmemorar aquel
importante acontecimiento, el Liceo Artístico y Literario de la capital
española —hoy conocido Museo Thyssen—, celebró una suntuosa fiesta a la cual
concurrió la famosa poetisa, invitada de honor por expreso deseo de S.M Doña
Isabel II, la cual acababa de leer —a escondidas de sus confesores—, los
primeros tomos de Dos mujeres, la
segunda novela —feminista— de la joven escritora. La Avellaneda, esplendida a
sus veintinueve años, acudió a la cita con una composición que leyó a la joven soberana.
Y al final de la Oda, allí donde solo se fue a cantar, saltándose el protocolo
y levantando la voz como la que más, se inclinó ante la reina e improvisó:
Salud,
¡joven real! mientras su frente
A tu
planta inocente
Esta
patria del Cid gozosa inclina,
Recuerda
que en los mares de Occidente,
—Enamorando
al sol que la ilumina—
Tienes
de tu corona
La
perla más valiosa y peregrina;
Que
allá, olvidada en su distante zona,
Do libre
ambiente á respirar no alcanza,
Con
ansia aguarda que la lleve el viento,
—De
nuestro aplauso en el gozoso acento—
La que
hoy nos luce espléndida esperanza.
Con el arma
que mejor podía manejar, con la poesía, Gertrudis Gómez de Avellaneda pidió a
la joven soberana, los derechos que sus paisanos reclamaban muy tímidamente. A
eso llamó «dramática neutralidad»
José Antonio Portuondo cien años después.
Pero no fue el
único intelectual cubano, ni el que mayor daño póstumo tributó a la Avellaneda ¡Preparaos,
vienen curvas!
José Lezama
Lima, uno de los más grandes
intelectuales cubanos, novelista, cuentista y ensayista, autor de Paradiso la excelente y famosa novela
que en 1968 fuera calificada por el gobierno cubano de pornográfica y
libidinosa debido al tema de la abierta homosexualidad en su trama, y que pocos
años después —gracias a la intervención de Julio Cortázar—, se rectificaron
aquellas nefastas acusaciones, y su novela no fue más calificada de pornográfica,
ni su trama de homosexual, atacó a la Avellaneda, despiadadamente, sin motivos
ni razón alguna.
La obra de
este «culto» escritor se caracteriza por un estilo cargado de símbolos y
metáforas, haciendo continuas referencias a poetas barrocos y latinos, de gran
lirismo y con absoluto dominio del lenguaje. Personalmente, su obra, se nos
antoja bastante parecida, hermanada, a la de la Avellaneda (salvando los
diferentes estilos y época en que les tocó vivir, claro está). Sin embargo, en
su valoración de la poetisa fue, categóricamente, el intelectual cubano que mayor
influencia negativa ejerció en la
diáspora intelectual cubana, mundo académico a la cabeza ¡Lo dijo Lezama Lima,
y punto!
El texto que
citaremos a continuación pertenece a una desafortunada conferencia suya
impartida en 1966 en la biblioteca nacional de Cuba.
Vamos a señalar el mundo en el cual se desenvolvió
esta poetisa: un ambiente militar que corresponde al período lascivo de Isabel II; reina de muchas
pasiones, y cuyo gobierno se desarrolla bajo la influencia de generalotes, entre ellos el espadón Narváez (...)
Así comenzó
Lezama Lima su conferencia, y así se refirió a Gertrudis Gómez de Avellaneda «Esta
poetisa», dijo, sin mencionar siquiera su nombre. Nos gustaría acotar que el
padre de Lezama fue igualmente militar al servicio de otros generalotes similares al «espadón»
Narváez.
En su nefasta conferencia,
Lezama Lima, habla de la órbita donde se desenvuelve la Avellaneda, pero el
peso mayor se lo otorga a Isabel II para establecer seguidamente un paralelismo
entre ambas mujeres desde el punto de vista de la cantidad de amantes que las
dos tuvieron (más de seis cada una) «mozos gallardos de gentil apostura».
Dice que la
Avellaneda acostumbraba quitarse la edad (es cierto, ella decía que había
nacido en 1816, cuando en realidad nació en 1814). Dos años: por Dios Lezama
¡coquetería!… Y no será la primera ni la última en hacerlo. Entre nuestros
lectores habrá varios que lo hagan (nosotros los primeros). Recuerdo que la
desaparecida escritora, y poeta Edith Checa, en vida, decía tener cincuenta
cuando realmente tenía cincuenta y cinco, y no por ello fue mejor o peor
persona. Siguió y sigue siendo (allá donde esté) Edith Checa, presidenta de la
Asociación Cultural y Literaria “La Avellaneda” de Sevilla, periodista,
escritora, amiga, madre, esposa. Mujer... como la Avellaneda, vaya.
El famoso
literato arremete como ninguno contra la pobre Avellaneda, incluso contra sus
ancestros. Se burla del ilustre apellido Arteaga y de los camagüeyanos todos,
porque según él, en los fastos del Camagüey —provincia y ciudad donde también
nacimos nosotros— se es muy dado «a los de
abolengo». «Fulano es de los de abolengo», es decir que tiene un nombre que
termina en una rúbrica de oro. Pues sí. Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga
es doblemente de abolengo, por los Arteaga y por los Gómez de Avellaneda. Estos
últimos, por cierto, descendientes directos de Munio Alfonso, Garcilaso de la
Vega (el príncipe de los poetas), y de Jorge Manrique de Lara, por lo que su
nombre, de alguna manera, está escrito en oro. Pero es su cabeza la que aquí
nos interesa, única coronada ¡dos veces! —con laurel de ese preciado metal— en
toda la historia de la literatura hispanoamericana, y por sus méritos
artísticos, no por su abolengo.
Aquel día, Lezama
sentenció igualmente—y para sorpresa de los asistentes—, que a la poesía
avellanediana le faltaba intimidad. Todos los allí presentes quedaron consternados.
Alma o espíritu, justamente, brotaba a
raudales por las venas de la poeta, escritora, periodista y dramaturga. Sobre
Ignacio de Cepeda, el gran amor de Tula, como cariñosamente se le conocía, dijo
que, desde luego no pensaba casarse
con aquella mujer porque había visto
en ella lo que apresaba de opulenta camagüeyana, que Cepeda nunca se hubiera casado con una mujer
que «irregularizaba», que «quebrantaba» un tanto el hogar porque él buscaba un
matrimonio de otro tipo, o sea: una esclava en casa. Definitivamente el puro
que se fumó aquel día Lezama, debió estar manipulado, pienso. En su descomunal confusión,
acude a Enrique Piñeyro, un literato menor
que intentó rivalizar con la Avellaneda en su época. Y nos recomienda leer sus
impresiones en un librito igualmente menor: Bosquejos,
retratos y recuerdos. Pero no nos recomienda leer las conocidas escenas,
descritas, donde la Avellaneda lo puso en su debido lugar: de patitas en la
calle, rodando escaleras abajo por haberle faltado el respeto de tamaña manera en la redacción de Álbum cubano de lo bueno y lo
bello allá por
1862. Esto no lo recomienda.
Lezama Lima continúa
su diatriba desautorizando las valoraciones que en su día hicieran Juan Valera
y Marcelino Menéndez y Pelayo sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda, considerando
las mismas hinchadas, exageradas o dicho con sus palabras: «Hiperbólicas».
Recalca que todo lo que dijo Menéndez y Pelayo acerca de la Avellaneda era una «falsa
bengala», una «crítica de verbena», que nada era verdad. Y en su delirium tremen, llegó a la conclusión
de que en nuestros (sus) días (la conferencia fue en 1966) la poesía
avellanediana había sucumbido y que su obra fue en realidad un gran naufragio,
llegando a preguntarse si algún día resurgiría la poetisa por algún lugar.
Y resurgió,
Lezama ¡floreció de entre tanta maleza!
No vamos a
responder contundente a Lezama Lima porque nos duele, porque no valdría la pena,
y no por falta de ganas y sobrados argumentos, como es lógico imaginar. Pero
permítasenos concluir con un texto escrito por una ilustre dama hace ya unos
cuantos años como respuesta al intento ignominioso de impedir se le pusiera al
gran teatro Nacional de Cuba el nombre de nuestra Tula y que resume la batalla
campal mantenida contra la más grande poetisa, escritora, novelista y
periodista hispanoamericana (de España y Europa, de Cuba y América) del siglo
XIX.
GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA.
LA GRAN DESDEÑADA.
«¿Cómo
podríamos llamar en buen castellano a una criatura cuyo destino fuera padecer
el repudio de todo cuanto amase en el mundo? ¿Y qué pensar de ese repudio, de
ese sordo volver la espalda a su presencia cuando quien sufre tal maltrato es
justamente una mujer ungida por las gracias?
He aquí un
fenómeno curioso, digno de concienzudo análisis no realizado todavía; Gertrudis
Gómez de Avellaneda, poetisa cubana, escritora famosa en el pasado siglo, no es
solo un caso en la Literatura, lo es también en la Psicología, y hasta en la
idiosincrasia de los pueblos. Y digo esto porque el injusto, inexplicable,
reiterado desprecio que ella encuentra en los elegidos de su corazón, parece
contagiarse de uno a otro, parece incluso arraigar por momentos en una
colectividad determinada, y hasta transmitirse como triste herencia de
generación a generación.
Gertrudis era,
como todos saben, una mujer de talento: quizás de demasiado talento para el
gusto de su época. Pero era también mujer de nobles sentimientos y espléndida
hermosura. Brillante, amena, culta, rodeada de prestigio, cabe añadir, como si
tales prendas fueran pocas, otra a la que hoy no se da mucha importancia, pero
que entonces sí pesaba su procedencia de honorable casa, si bien no recargada
de blasones, de todos modos vinculada al patriciado criollo.
En ningún campo pues, se la podía tener por una
advenediza ni era lógico mirarla con recelo como si se tratara de una
improvisada o una aventurera. En donde quiera que pisara tenía derechos
naturales que ostentar, derechos que además nadie le negaba.
Y para no
dejar resto de duda, voy a aclarar también, aunque no sea necesario, que nadie
debe sospechar en ella la encarnación de un Amiel
con faldas: bien lejos de su temperamento toda timidez, toda parsimonia, toda
reserva que no fuese la que el buen gusto y una delicadeza innata cultivan
siempre en la real señora.
¿Cuál era
entonces el valladar sutil alzado una y otra vez entre ella y los seres de su elección?
Recalco lo de la elección, porque el fenómeno a que nos estamos refiriendo se
hacía más patente entre aquellos que su alma prefería, que su mano seleccionaba
para sí.
Sin duda tuvo
Tula hombres que la amaran, amigos que la defendieran, multitudes que la
aclamaran; pero no sé hasta qué punto podían éstos compensarlas de lo perdido o
de lo nunca hallado que podía tener cualquier mujer, ni sé siquiera si ese
fondo brillante se lo puso el destino para hacerla sentir más hondamente la
tiniebla interior.
Casada dos
veces, pero ninguna con el hombre amado; una reina la tiene por amiga, pero
antes su amiga de la infancia la traiciona; y aunque en lejanas tierras le sea
dado cosechar laureles, el pueblo suyo la negará tres veces.
Rafael
Marquina, el notable polígrafo español, recientemente fallecido, nos cuenta en
vivas páginas la historia de la poetisa fracasada en su amor primero; rechazada
más tarde con una hija moribunda en brazos; rehecha apenas y tornada viuda en
su viaje de bodas. Y así vamos siguiéndola en su peregrinar de cuesta en llano,
reina mendiga de ternura, musa implorante ante un galán esquivo, ella, la
altiva Tula hecha a domar las tempestades.
Altiva sí, a
pesar de todo, porque tuvo siempre conciencia de su estatura interna, de su
abolengo espiritual. La pertinacia de sus fracasos amorosos, la frustración de
su maternidad y la conjura de la envidia ajena no alcanzan a fermentar en su
pecho eso que hoy llaman un complejo de inferioridad. Otra mujer puesta en su
caso pronto hubiera acabado por rendirse, se hubiera recluido en un convento o
en una clínica psiquiátrica, según los tiempos que corriesen, y no habría
llegado como ella, a cumplir su misión en este mundo.
Esta
coincidencia inconmovible de su alto destino, aun mantenida en sus flaquezas
femeninas, esta seguridad de sí misma que no la abandonará ni siquiera en sus
días tristes, le prestan en verdad un singular aire de realeza, de una realeza
un tanto exótica e inquietante.
En la corte de
España con baldaquines y reposteros, debió parecer una auténtica Nusta
desterrada, una hija de Inca traída en rehenes, a la que los hidalgos no se
atreven a enamorar.
Y esta alteza
extranjera quien se lo juega todo a una carta insignificante, Gabriel García
Tassara. Y a los ojos de todos como las reinas mismas, trae al mundo una hija.
Semejante paso
no se hubiera atrevido a darlo una mujer soltera y famosa, consciente y
respetada, ni aun en nuestro siglo. Y mucho menos como ella podría darlo y
quedar luego tan respetada, afamada y soltera como antes.
Soltera ha de
estar por algún tiempo; sola ha de estar siempre. El seductor asustado de su
hazaña hace mutis por el telón de fondo como el personaje más incoloro, menos
real de sus dramas. Menguado de naturaleza a la par que de espíritu y de
ingenio, le da hija sin sangre que sólo vive siete meses. Siete meses que
pasará ella sola, doblada sobre una cuna que se iba haciendo féretro, y siete
meses llamándolo con todas las voces de la selva, desde el quejido de la
tórtola hasta el rugir de la leona herida. Plasmada en cartas inmortales quedó
esta doble agonía: Gabriel García Tassara no contestó jamás.
La Peregrina
sigue su camino. Sabemos que era joven y era hermosa; nuevos amores entran y
salen en el escenario de su vida. Todos vacilan ante esta Minerva apasionada,
procelosa, para emplear una palabra muy a gusto de la poetisa. Hay momento en
que parece haber hallado al fin el alma digna de su alma; ella lo cree así y
por mucho tiempo no querrá despertar de ese sueño pese a la cruda, áspera luz
que se le mete por los ojos. Así entre amores huidizos, aquel que pudo ser
definitivo, aquel que por cuyos besos hubiera ella cambiado todos sus triunfos,
se va, se va también como los otros, como la hija, como el hogar sin ilusión,
pero con paz y con decoro que una y otra vez le deshace la muerte. Es ella la
que vivirá bastante para ver irse hasta la gloria; la gloria que una lejana
noche primaveral le ciñera corona como reina.
Los últimos
años de Tula tienen también mucho de fuga, pero una fuga sorda, lenta. Su
entrada en la sombra va a pasar casi inadvertida y Juan Valera cuenta que
apenas ocho o diez acompañantes seguían el cortejo a la Sacramental de San
Isidro. Y como era febrero y azotaba la lluvia y la ventisca, no hubo nadie que
despidiera el duelo.
Preciso es,
sin embargo, que antes de llegar a esta última fuga esta gran desdeñada pruebe
acaso el más amargo de los menosprecios: el que va a hacerle su propia patria,
sus mismos coterráneos apartando su nombre fríamente a la hora de hacer un
homenaje a los bardos del país.
Pues como dice
ella con sobria dignidad, «si se me hubiera excluido de su número por no
juzgarme acreedora a semejante honor, no sería yo ciertamente quien de ello se
quejara». Y se queja en efecto de que la hayan postergado, no por falta de
méritos, sino de cubana.
Dos largas
cartas, escribirá a los diarios de la Isla en protesta de lo que considera una
injusticia, una mentira intolerable, y mientras viva no hará otra cosa que
debatirse contra el error. Empero inútilmente; su voz como la de Agar, se
perdería siempre en el desierto.
Fueron los
jóvenes de entonces los que acercaron a los labios de la poetisa –pálidas rosas
que pronto deshojaría el viento– esta nueva amargura, la única que todavía no
conocían. Fueron ellos, los jóvenes de entonces, los que se encargaron de que,
en la gama del acíbar, este último trago no le fuese ahorrado.
No los culpo
del todo: pienso que ellos también como la gran mujer que no querían por
hermana, habían cumplido su destino.
La juventud es
siempre iconoclasta; y hasta sería cosa de aplaudírselo si no fuera porque en
la mayoría de las veces nos rompen ídolos de oro para traérnoslo de barro.
Todo pues,
quedó así, y Gertrudis murió y los jóvenes se hicieron viejos y murieron
también y vinieron otros jóvenes y Gertrudis no vino más, ni vino otra como
ella, porque en las trojes del Señor, la juventud es simiente que a su tiempo
llega a todos los surcos, pero el talento solo a pocos.
Más, sucedió
que aun después de muerta la persiguió el menosprecio de los suyos. Para que su
destino se cumpliese más allá de la tumba, la especie propalada una centuria
atrás siguió rodando, reptando por cenáculos y opúsculos como si la agraviada
no la hubiese desmentido públicamente, –y de la misma España, ya con la Guerra
Grande encima en cívica y valiente actitud que no sabemos si en igualdad de
circunstancias cualquiera de sus detractores se hubiera atrevido a asumir.
Y como la
malicia recorre siempre largos caminos, los hijos repitieron las frases
insidiosas de los padres, y los nietos las de los hijos. Y luego las repetían
sin doblez, sin detenerse a meditarlas; unas tras otras en un estribillo.
De esta manera
nos llegó el día de edificar teatro propio; hacía mucho tiempo que la tierra de
Tula se había independizado y las guerrillas con la madre patria eran ya solo
páginas de Historia.
Había que
pensar que el nombre de la Avellaneda era precisamente el nombre exacto que le
correspondía a aquel teatro; a los grandes méritos de la escritora cubana se
unía la significativa cuanto singular condición de ser ella la única mujer que
con repercusión en las Letras Castellanas se ha dedicado al género dramático.
Y aún más
podía decirse; era acaso la única que así, con resonancia ultramontana lo había
hecho en el mundo, o al menos la primera en hacerlo, que ya sería grande
gloria.
Por no se sabe
qué extraña razón las escritoras nunca han gustado de este género: poetisas,
novelistas, muchas hay, pero entre ellas ha sido solo nuestra Tula quien, a más
de regalarnos versos y novelas, alcanzara a crear obras teatrales.
Búsquense
nombres femeninos en los vastos dominios de Talía y se verá cuan ardua es la
labor. Espigar alguno significa un verdadero hallazgo de eruditos, como el caso
de la monja Rosvita allá en el Medio Evo, y algunos pocos de factura nórdica.
Parecía, por
tanto, lógico, sencillo, que un teatro de Cuba y para Cuba se llamara como
ella. Era lo natural, lo que caía por su peso.
¿Lo natural?
No hay nada natural. El hombre se complace en complicarlo todo: de pronto aquí,
allí, detrás, enfrente comenzó a repetirse la vieja cantinela. ¿Y qué era a fin
de cuentas lo hecho por la insigne dramaturga para justificar estos escrúpulos
de fariseos? ¿Vivir fuera de sus lares por largos años? ¿Escribir en Madrid y
hacerse de fama?
Pues bien,
dando por cierto que no estuviera Cuba unida a España aun antes de que
decidiera desunírsele es lo corriente que el talento busque ensanchar sus
horizontes. Ella era un águila de altura y a las águilas se las deja volar
libremente.
Si criterio
tan estrecho y falaz prevaleciera, menos habría de considerarse inglés a Lord
Byron que no se distinguía precisamente por su ternura hacia Inglaterra y murió
peleando por un país que no era el suyo.
Habría que
tener por igualmente apátridas al Dante y a Petrarca, a Sargent y a Gauguin. Y dos
de los más grandes poetas de América, Rubén Darío y César Vallejo no
pertenecerían a ella sino a los cafés de París en cuyas mesas escribían.
Todos hemos
podido ver a la gran Gabriela Mistral andar errante por extranjero suelo casi
su vida entera por razones que nunca dio a su patria. Y, sin embargo, cuando al
fin los pies se le agrietaron para siempre, Chile tuvo a bien recibir como a
Reina difunta, su poetisa.
Sólo nosotros
los cubanos hemos querido renunciar a una gloria legítima: hemos querido regalarla
o arrojarla al río en gesto semejante al de aquel duque que echara al Neva su
vajilla de oro.
¿Y al fin, —preguntarán
los lectores— que nombre se le puso al teatro? Pues el teatro, amigos míos,
casi puede decirse que se quedó sin bautizar, que, por no darle el nombre de
ella, no se le dio ninguno.
Lo digo así porque,
aunque oficialmente, y nada menos que ante el testimonio irrecusable de José
Martí, citado y exhumado en la ocasión, se falló el viejo pleito a su favor, lo
cierto es que sus paisanos prefieren ignorarla, desconocer a Tula.
Tal vez no
quieran ya contradecir abiertamente al Apóstol, pero de todos modos han seguido
oponiendo a su clamor patético el mismo silencio de García Tassara, de Ignacio
de Cepeda, de furtivo entierro bajo el frío y el granizo.
Silencio de la
muerte… De la vida»
Dulce María
Loynaz del Castillo,
Insigne poeta
y escritora cubana,
Premio Miguel
de Cervantes 1992.
Notas:
Texto íntegro de las palabras
preparadas por Manuel Lorenzo Abdala para el coloquio celebrado en Casa
de los Poetas y las Letras de Sevilla el 22 de marzo de 2014 en homenaje a
Gertrudis Gómez de Avellaneda. Desgraciadamente y por razones de tiempo, el
texto tuvo que ser editado, omitiéndose gran parte del mismo. Hoy, igual que
hace cinco años, lo ofrecemos en toda su extensión, tal y como fue creado.
El artículo de Dulce María
Loynaz GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA. LA GRAN DESDEÑADA, según Nidia Sarabia, fue
escrito en 1961. Cfr. Original en: http://www.josemarti.cu
Gullón, Ricardo. Tula la incomprendida. Ínsula. Revista Bibliográfica de Ciencias y
Letras, Año 6, núm. 62 (febrero 1951), p. 3.
Lezama Lima, José.
“Conferencia sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda”. Fascinación de la Memoria. Letras Cubanas, 1993. (Ese mismo año
Letras Cubanas editó las conocidas cartas de la Avellaneda a Cepeda. Esta
edición ha pasado a la historia como la Burra porque en la portada figura la
foto de Carolina Coronado en lugar de Gertrudis Gómez de Avellaneda.
¡Qué necesario traer a colación este artículo sobre la gran Gertrudis Gómez de Avellaneda! Lo abordado por La Loynaz en torno a su vida, es magistral prosa que sitúa y hace partícipe al lector de los avatares, desafíos y encantos insoslayables de una figura cúspide de la Literatura Universal. ¡Gracias, Admirado Manuel Lorenzo Abdala, por tu encomiable trabajo de investigación y acercamiento a lo que por justicia suprema, La Tula merece!
ResponderEliminarEl artículo que te parece nuevo, no lo es ¡para nada!. Hace cinco años en La Casa de Los Poetas y Las Letras de Sevilla, lo expuse con limitación de tiempo por lo cual tuve que "editarlo". Hoy lo ofrezco en toda su extensión.
ResponderEliminarCorrespondo a tu justiciero agradecimiento, especialmente por la parte que le toca Tula corresponde. Y en su nombre, más que en el mío, agradezco tus palabras que sé perfectamente, brotan del corazón.