Hace ocho años, durante los actos por el bicentenario del natalicio de
Gertrudis Gómez de Avellaneda, un examen de varias críticas acérrimas contra su
dramaturgia aparecía en las páginas del DDC. El espléndido artículo de opinión por su capital importancia, reproducimos hoy en el blog de La Divina Tula. Y aunque hayan transcurrido ocho años desde su edición inicial, su vigencia es más que necesario, imprescindible.
(Publicado por Yoandy Cabrera en el DDC, Madrid 15 Abr 2014, días después del bicentenario de la autora, el 23 de marzo de ese mismo año)
El drama Catilina (1867)
de Gertrudis Gómez de Avellaneda no ha sido representado. Por su aparente
lejanía temática y argumental en relación a la época de la autora, esta y otras
piezas de tema histórico invitan a debatir y reflexionar respecto al diálogo
con la sociedad de su época, con las contradicciones y luchas de España en
el siglo XIX, así como sobre su posición ante la primera guerra de
independencia cubana.
Mucha de la crítica cubana ha
cuestionado el silencio y la falta de compromiso de la autora con la causa
independentista insular. José Antonio Portuondo llega a decir que el olvido al
que fue sometida la figura de Gómez de Avellaneda se debió a su falta de
compromiso, a su indecisión, a no definirse por un bando u otro (Portuondo,
2-16). María Prado Mas, quien ha estudiado su teatro, resume la opinión de
Portuondo sobre La Avellaneda: "[N]o termina de ser romántica, no termina
de ser mística, no se define ante los deseos de independencia de Cuba"
(Prado, 9).
Así mismo se le exige que decida si es
romántica o neoclásica, cuando en realidad la autora persigue tomar de ambas
corrientes estéticas lo que considera valedero para su arte. Su eclecticismo
literario, genérico, sexual y político, con frecuencia ha sido visto como
ambigüedad e indefinición desde una postura moralista, negativa y misógina.
De modo que José Antonio Portuondo
mezcla lo político con lo estético, una postura propia de cierta crítica
marxista de la Cuba revolucionaria. (Me refiero al período que comprende desde
1959 hasta el presente. Estas posturas de la crítica son mucho más comunes
principalmente en los años 60 en Cuba y menos frecuentes en la actualidad.) Sin
embargo, en el caso de Tula no creo que se trate de
indefinición o de no llegar a ser romántica, independentista o anexionista. El
compromiso de la autora, sus ideas sobre los asuntos políticos y estéticos se
pueden leer y analizar en su novela antiesclavista Sab o en
piezas de asunto histórico como Catilina.
Quizá guiado también por un nacionalismo
reduccionista y extremo en ciertos casos, Rine Leal se lamenta de que la autora
de Saúl «pudo haber creado, con solo dos o tres títulos, el
teatro cubano y no lo hizo (...) Pudo señalar la sensibilidad dramática de su
tiempo y marcar los rumbos del teatro muchos años y, desde luego, no lo hizo»
(Leal, 323).
Habría que tener en cuenta, primero, que
en el periodo en que Avellaneda escribe, Cuba era considerada parte de España;
por otro lado, no se han cuestionado con la misma asiduidad ni la misma fuerza
las tragedias de José Joaquín Luaces (pensemos en Aristodemo,
publicada el mismo año que Catilina, 1867) por no ser
"nacionalistas" o por no pretender en ellas la «cubanización» que
vemos en parte de su lírica y en el lenguaje y las situaciones de sus comedias.
Al contrario, en Aristodemo se ha visto incluso hasta una
alusión premonitoria al incendio de Bayamo (1869) y se ha hecho una lectura
política sobre el tirano que bien podría realizarse y se ha realizado en muchas
de las obras de tema histórico, medieval y legendario de Gómez de Avellaneda.
Saúl, Munio
Alfonso y Catilina son, sin duda, algunas de ellas.
Por eso mismo es inesperado y hasta discordante que Rine Leal estime que estos
temas legendarios no tienen que ver con la realidad cubana y no considere la
lectura alegórica y más universal que propone Avellaneda. La juzga incluso
muchas veces como "un caso peregrino", incluso titula como "Un
caso peregrino" el epígrafe dedicado a ella en La selva oscura y
termina el análisis de su teatro diciendo: «Así se apagó en Madrid sola y
olvidada. Así permanece en nuestra historia teatral como un caso peregrino»
(Leal, 1975, pp. 321-350). Rine Leal asegura que «la línea del teatro cubano no
pasa precisamente por Tula» (Leal 250).
En su análisis de la obra dramática de
Avellaneda hay mucho de nacionalismo tendencioso, excluyente y superficial. A
ratos parece que el crítico pretende hacer con la dramaturgia de la Isla una
lectura de «lo cubano» semejante a la que persigue Cintio Vitier en la poesía.
Al menos en el caso de la Avellaneda es así, y esa postura no es en absoluto
saludable.
La filiación monárquica, el interés por
sus raíces hispánicas, el profundo sentimiento religioso, el eclecticismo
artístico, el uso de asuntos medievales y antiguos son características de la
vida y obra de Tula que Leal interpreta en su contra y usa para cuestionar su
trabajo y sus ideales. El autor repite más de una vez que no niega la cubanía
de la autora, sino la de su obra. Pero la base de su cuestionamiento sobre «lo
cubano» en el teatro de Avellaneda está en la ausencia de personajes y temas
que pertenezcan a la sociedad criolla; supedita su juicio a un mero asunto
argumental y temático, a diferencias ideológicas.
En muchos casos, Rine Leal se muestra
incapaz de analizar fenómenos como la mímesis, las versiones de otras obras con
los presupuestos que ese tipo de hipotextos exigen y con el valor que poseían
dentro de la estética y los patrones artísticos decimonónicos.
Es entendible, incluso, que el crítico
anote y reclame no encontrar temas y asuntos que pertenezcan a la sociedad
criolla insular del siglo XIX y hasta que considere limitados los modelos
literarios españoles, pero no tiene en cuenta que con su coronación en La
Habana (en contra de la que estuvieron muchos independentistas, como él mismo
se encarga de recordar), el recibimiento que tuvo en su natal Puerto Príncipe,
así como la influencia que ejerció con publicaciones como Álbum cubano
de lo bueno y lo bello (1860), existían en la Cuba de entonces otras
posturas, ideologías y opiniones quizá no tan parcializadas en asuntos
políticos, pero no por ello menos reflexivas y coherentes.
Hay una clara contradicción entre las
opiniones de Rine Leal y su análisis sobre la obra teatral de Avellaneda: llega
a reconocer en muchos casos los valores estéticos en piezas como Leoncia, Saúl, Baltasar, La
hija de las flores y El millonario y la maleta que,
por otra parte, les niega a partir de presupuestos partidistas, políticos, de
un nacionalismo restrictivo y esquemático. Leal reconoce el diálogo intenso
que Saúl (de tema bíblico y aparentemente alejado del tiempo y
la sociedad de la autora), Baltasar y Catilina establecen
con la sociedad hispana decimonónica y, contradictoriamente, recrimina que tome
asuntos ajenos, alejados, antiguos y medievales para muchas de sus piezas.
¿Tomar partido, hablar
de la guerra?
Aunque la revista Álbum
cubano... apenas duró seis meses, por sus páginas circularon
importantes figuras de pensamiento y procedencia disímiles: Luisa Pérez de
Zambrana (ejemplo de esposa, madre y "ángel del hogar"); Juan
Clemente Zenea (independentista, que en el momento de la creación del Álbum
cubano... ya se había visto obligado a emigrar a los Estados Unidos,
donde siguió colaborando con publicaciones de corte independentista; incluso
había sido condenado a muerte en 1853 por sus actividades contra el gobierno
español, condena que se anuló por la amnistía general); el maestro e
independentista desterrado en 1869 Rafael María de Mendive; autoras poco
conocidas como Dolores Cabrera y Heredia y María Valdés Mendoza y hasta el
propio José Fornaris, uno de los mayores detractores y enemigos de la
camagüeyana, aunque en los tiempos de la publicación ella lo contase entre sus
cercanos.
Lo cierto es que Gómez de Avellaneda no
discriminó en su publicación a los autores ni por su sexo, ideología, raza, reconocimiento
social o pensamiento. Aunque la publicación no tuvo larga vida ni un gran apoyo
de financiación, hoy es reconocida como uno de los grandes antecedentes del
feminismo en la Isla, dio a conocer a autoras campesinas, humildes, poco
visibles y descentralizó en poco tiempo el desarrollo de la prensa insular al
hacerla llegar a varios puntos de su geografía, entre ellos Nuevitas y el
propio Puerto Príncipe. Su comportamiento fue más inclusivo, dialogante que el
de sus detractores, tanto decimonónicos como subsiguientes, transidos la
mayoría por un pensamiento partidista que ha impedido una valoración más justa
de su producción y su vida.
El crítico Alberto Rocasolano comete
otro error: exigir a Gómez de Avellaneda que hiciese declaraciones explícitas
sobre la situación política en Cuba durante la guerra (1868-1878). Por ello
afirma, en consonancia con Portuondo: "si algo afectó en verdad a la
escritora, fue su actitud indiferente ante la lucha por la independencia de su
país natal" (Rocasolano, 22).
Pretender que la autora tomase partido y
hablase sobre la guerra haciendo declaraciones políticas que la comprometiesen
es más bien un procedimiento propio de la Cuba posterior a 1959, de una
politización de la cual son también víctimas Leal y Portuondo en sus
declaraciones.
Entender el silencio o las acciones de
Avellaneda como «indiferencia» hacia Cuba es descabellado y refleja una lectura
sesgada y abyecta de los temas políticos y de los conflictos de poder en su
literatura. Además, Leal critica el amor de la Avellaneda hacia España
irónicamente (Leal, 326) con cierto tono semejante al que se ha utilizado en
Cuba desde el poder después de 1959 para hacer referencia a los emigrantes,
considerados por la oficialidad como «traidores» y «desertores».
La Avellaneda dedicó a Cuba la puesta en
escena de su primera gran obra, que la consagró en el ámbito cultural
español: Munio Alfonso, estrenada en el Teatro Tacón de La Habana
el 30 de agosto de 1844. También, en medio de la Guerra de los Diez Años, dedicó
sus obras a su patria («Dedico esta colección completa de mis obras, en pequeña
demostración de grande afecto, a mi Isla natal, a la hermosa Cuba»), por lo que
la «indiferencia» a la que alude Rocasolano no es tal. No se pierda de vista
que muchas de sus obras (entre ellas Catilina) hablan de naciones, pueblos,
tierras que batallan por su libertad, de enfrentamientos ideológicos y
partidistas, luchas de clases sociales, conspiraciones, todo ello mezclado
frecuentemente con la vida íntima, personal, sentimental de sus personajes.
Dentro de esos arquetipos que encarnan
al aristócrata, al populista, al monarca, a la mujer apasionada, a la
obediente, a la buena madre, al político, al estratega… tendríamos que leer un
diálogo interactivo y más rico con su realidad y sus inquietudes intelectuales
y sociopolíticas, aunque la obra trate de tierras remotas o de tiempos
antiguos. Gómez de Avellaneda, como pocos dramaturgos decimonónicos, supo leer
y universalizar caracteres que encarnan comportamientos humanos que se repiten
en la historia y llegan hasta nuestros días, aunque sus referentes fuesen
medievales (Munio Alfonso), bíblicos (Saúl), grecolatinos (Catilina),
históricos o legendarios (El príncipe de Viana).
En el caso específico de Catilina y
de sus implicaciones políticas, Cira Andrés y Mar Casado escriben en las
memorias noveladas que publicaron bajo el título Gertrudis Gómez de
Avellaneda. Memorias de una mujer libre: «Tenía mucha
desconfianza respecto a ese drama, cuyo tema era peligroso y difícil. Trataba
de la corrupción en el poder, tan de moda [...]. En su discurso vuelvo a
insistir en el análisis que he hecho en casi todas mis obras, denuncio las
arbitrariedades del hombre al dividir la sociedad en patricios y plebeyos, las
grandes riquezas en manos de unos pocos y las injusticias que esto suscita»
(Andrés, 149).
A ello puede sumársele el juicio de
Evelyn Picon Garfield sobre el diálogo de Catilina con las
circunstancias sociales españolas de mediados del siglo XIX: «deben haber
influido en su ideología moderada los acontecimientos en España durante las dos
décadas anteriores a esa fecha: exilios, regencias, sublevaciones militares,
huelgas, movimientos populares, militarismo, crisis monárquicas, represión,
suspensión de garantías constitucionales, y un crack financiero»
(Picon, 92).
El asunto de la «cubanidad»
Con respecto a lo patriótico y a la
«cubanidad» y en el caso específico de Gómez de Avellaneda, Félix Ernesto
Chávez argumenta: «Es en Heredia donde lo amoroso se funde con lo patriótico, y
como se ha venido estudiando tradicionalmente, la naturaleza 'se interioriza'
definitivamente. Heredia constituye, así mismo, el primer poeta entregado a la
causa independentista cubana, razón por la cual sufrió destierro siendo muy
joven. Incluso en ciertos procesos de periodización romántica en Hispanoamérica
se llega a tomar como punto de partida el año de 1825, en que Heredia publica
sus primeros poemas».
Y agrega Chávez: «No se pueden evaluar
las mismas variables (de independentismo y reafirmación de una estética
insular propia) en la obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda, por el simple
hecho de que ella sí hizo carrera en España, aunque en buena parte de su
producción se verifique una indudable impronta caribeña (sobre todo desde el
punto de vista temático; y no solo en sus poemas, sino también en novelas
como Sab). Lo cierto es que ella ejerció una influencia
enorme sobre los escritores cubanos del siglo XIX, y en especial sobre las
escritoras. Su importancia trasciende las fronteras cubanas y caribeñas hasta
instituirse como la figura de referencia de su época dentro del Romanticismo
español. No redujo su producción a la poesía, que era el género atribuido por
excelencia (y permitido, junto con el epistolar) a la mujer, sino que cultivó
la prosa narrativa y autobiográfica (aunque la incidencia de esta sobre la
literatura española e hispanoamericana sería póstuma, toda vez que alcanzó a
ser publicada a principios del siglo XX), así como el teatro, donde fue de las
dramaturgas de mayor éxito en un mundo, el teatral, predestinado para el éxito
masculino. Sin embargo, la polémica sobre su ‘cubanidad’ (e incluso
americanismo), promovida por sus detractores en la Isla —ya desde antes de su
regreso temporal en 1859 y reafirmada por un joven José Martí en 1875, tras la
muerte de la escritora— ha incidido en las valoraciones de su obra en el
contexto cubano» (Chávez, 46-47).
Que una mujer nacida en la isla de Cuba
fuera capaz de brillar entre las figuras más reconocidas del ámbito español
decimonónico hablando de temas universales y personales como la locura, la
pasión, el amor, el desarraigo, la soledad, la tiranía, la traición, el poder,
su condición de extranjera o "Peregrina" (como se autodenominó), en
medio de un ambiente intolerante que subestimaba las capacidades literarias y
estéticas de la mujer y, utilizando muchas veces no solo el tono trágico sino
la ironía, la sátira y el sentido del humor, todo ello debería ser (es)
suficiente razón para enriquecer no solo su obra, sino también el teatro
hispano-cubano o el teatro, a secas, sin provincianismos reduccionistas, sin
exigencias sectarias.
María Prado Mas, en su tesis doctoral
sobre el teatro de Avellaneda afirma, muy acertadamente, que la autora «no es
un talante cubano ni español, sino universal. No se puede parcelar el genio»
(Prado, 9).
Me pregunto si la protagonista de Leoncia,
esa mujer censurada, amante, contradictoria y apasionada que la crítica
relaciona con la propia Avellaneda y cuya historia recoge parte de sus amores
por Cepeda no es ya, por derecho, reflejo de las características principales de
una mujer cuestionada, en medio de una sociedad moralista y patriarcal, que se
mueve entre el viaje y la pasión, entre el desarraigo y la soledad, entre el
desengaño y el rechazo social.
Esa imagen tiene más que ver con el ser
cubano y universal de lo que el propio Rine Leal pudo haber sospechado o
sopesado en su momento, aunque insista en que «su teatro nada añade a nuestra
escena» (Leal, 324).
Habría que recordar, en este sentido, lo
que declara Alfonso Reyes en su Ifigenia cruel y que Antón
Arrufat cita oportunamente en Los siete contra Tebas: «Cierto
amigo, no ayuno de letras, me dijo cuando leyó la Ifigenia: 'Muy
bien, pero es lástima que el tema sea ajeno'. 'En primer lugar —le contesté—,
lo mismo pudo decir a Esquilo, a Sófocles, a Goethe, a Racine, etc... Además,
el tema, con mi interpretación, ya es mío. Y, en fin, llámele, a Ifigenia,
Juana González, y ya estará satisfecho su engañoso anhelo de originalidad»
(Arrufat, 25).
La búsqueda enfermiza de un nacionalismo
y de un partidismo ideológico y excluyente produjo delirios y desvaríos en Rine
Leal y Cintio Vitier, que en muchos casos cuestionaron injustamente la obra de
Gómez de Avellaneda. Nara Araújo ha escrito que «la búsqueda de una
esencia es un sendero de espinas y no conduce a parte alguna» y "el
intento de alcanzar una totalidad que resuma a la Isla de Cuba, siempre nos
remitirá a su imposibilidad, a su fracaso" (Araújo, 17).
La exigencia de una definición política,
estética y sexual, al mismo tiempo que la crítica a sus reservas, discreción en
cuanto a temas sociales, el cuestionamiento de su eclecticismo, de su carácter
y su físico conforman una tradición crítica, un continuum patriarcal,
esquemático, politizado, excluyente, discriminatorio (y por ello lamentable)
entre los siglos XIX y XX, desde autores como José Martí, José Fornaris y
Bretón de los Herreros hasta Jorge Mañach, Cintio Vitier, Alberto Rocasolano,
José Antonio Portuondo y Rine Leal.
POR YOANDY CABRERA
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