SAB
(Sobre la presente edición)
Sab es la primera novela escrita por Gertrudis Gómez de Avellaneda y editada por vez primera en
el Madrid de 1841.
A partir del día de hoy el blog La divina Tula pone a disposición de sus lectores una nueva edición de la obra. Aparecerá, durante lo que resta de año, desglosada en sus dieciséis capítulos y su correspondiente epílogo.
A partir del día de hoy el blog La divina Tula pone a disposición de sus lectores una nueva edición de la obra. Aparecerá, durante lo que resta de año, desglosada en sus dieciséis capítulos y su correspondiente epílogo.
La novela, a pesar de que su autora nos hizo llegar la falsa
información de que había sido escrita en ratos de ocio mientras
permaneció en Burdeos, se sabe que la misma fue escrita entre el verano de 1836 y la
primavera de 1838 en la ciudad de La Coruña. Recordemos que en 1836 la autora solamente estuvo dieciocho
días en Burdeos, mientras que en La Coruña permaneció, ininterrumpidamente, por espacio de casi dos años.
La obra trata de la situación de los esclavos y las mujeres
en la Cuba del siglo XIX a partir de la historia de su protagonista, el esclavo
Sab. Todavía colonia española en el tiempo de la novela, Cuba poseía alrededor
de medio millón de esclavos que garantizaban la producción de la caña de azúcar
principalmente.
El Argumento:
La novela, una historia de amor imposible, se concentra en la relación entre el esclavo
Sab y Carlota, la hija de su amo. Sab ama a Carlota, pero ella no corresponde a
estos sentimientos. A medida que avanza la historia, se suceden ejemplos de los
sentimientos que Sab tiene para Carlota, a pesar del compromiso de ella y
Enrique, un extranjero rico que vive para los negocios. Enrique representa el
esposo ideal de esa época, pero Sab se da cuenta de que él no ama a Carlota,
que sólo quiere adquirir más dinero a través del matrimonio. El esclavo
conspira entonces con Teresa, la hermana adoptiva de Carlota -que también tiene
sentimientos para Enrique- con el fin de terminar el compromiso. Pero...
Sab ha
sido considerada como la primera novela antiesclavista de la historia, anterior
incluso a La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe aparecida una década después. Es
una obra absolutamente atípica para la época porque rechaza numerosas ideas
preestablecidas con respecto a las mujeres, la religión, la esclavitud, y hasta el
capitalismo.
Las Dos palabras al lector, especie de prólogo
aclaratorio que publicamos a continuación, apareció en la primera edición de
1841. Los editores, conocedores y temerosos del mensaje, así como de las novedosas
ideas "abolicionistas" de la obra, creyeron necesario poner parche a la novelita
para evitar males mayores. A pesar de todo el esfuerzo, la obra fue secuestrada
casi en su totalidad por familiares muy cercanos a la autora y prohibida, como es de suponer, en la Cuba de entonces.
SAB
Dos palabras al
lector
Por distraerse de momentos de ocio y melancolía han
sido escritas estas páginas. La autora no tenía entonces la intención de
someterlas al terrible tribunal del público.
Tres años ha
dormido esta novelita casi olvidada en el fondo de su papelera; leída por
algunas personas inteligentes que la han juzgado con benevolencia y habiéndose
interesado muchos amigos de la autora en poseer un ejemplar de ella, se
determina a imprimirla, creyéndose dispensada de hacer una manifestación del
pensamiento, plan y desempeño de la obra, al declarar que la publica sin ningún
género de pretensiones.
Acaso si esta
novelita se escribiese en el día, la autora, cuyas ideas han sido modificadas,
haría en ella algunas variaciones, pero sea por pereza, sea por la repugnancia
que sentimos en alterar lo que hemos escrito con una verdadera convicción, (aun
cuando esta llegue a vacilar), la autora no ha hecho ninguna mudanza en sus
borradores primitivos, y espera que si las personas sensatas encuentran algunos
errores esparcidos en estas páginas, no olvidarán que han sido dictadas por los
sentimientos algunas veces exagerados pero siempre generosos de la primera
juventud.
SAB
Capítulo
I
¿Quién
eres? ¿Cuál es tu patria?
……………………………………
……………………………………
Las
influencias tiranas
de mi
estrella, me formaron
monstruo
de especies tan raras,
que gozo
de heroica estirpe
allá en
las dotes del alma
siendo
el desprecio del mundo.
CAÑIZARES
Veinte
años hace, poco más o menos, que al declinar una tarde del mes de junio un
joven de hermosa presencia atravesaba a caballo los campos pintorescos que
riega el Tínima, y dirigía a paso corto su brioso alazán por la senda conocida
en el país con el nombre de camino de Cubitas, por conducir a las aldeas de
este nombre, llamadas también tierras rojas. Hallábase el joven de quien
hablamos a distancia de cuatro leguas de Cubitas, de donde al parecer venía, y
a tres de la ciudad de Puerto Príncipe, capital de la provincia central de la
isla de Cuba en aquella época, como al presente, pero que hacía entonces muy pocos
años había dejado su humilde dictado de villa.
Fuese
efecto de poco conocimiento del camino que seguía, fuese por complacencia de
contemplar detenidamente los paisajes que se ofrecían a su vista, el viajero
acortaba cada vez más el paso de su caballo y le paraba a trechos como para
examinar los sitios por donde pasaba. A la verdad, era harto probable que sus
repetidas detenciones sólo tuvieran por objeto admirar más a su sabor los
campos fertilísimos de aquel país privilegiado, y que debían tener mayor
atractivo para él si como lo indicaban su tez blanca y sonrosada, sus ojos
azules, y su cabello de oro había venido al mundo en una región del Norte.
El
sol terrible de la zona tórrida se acercaba a su ocaso entre ondeantes nubes de
púrpura y de plata, y sus últimos rayos, ya tibios y pálidos, vestían de un
colorido melancólico los campos vírgenes de aquella joven naturaleza, cuya
vigorosa y lozana vegetación parecía acoger con regocijo la brisa apacible de
la tarde, que comenzaba a agitar las copas frondosas de los árboles agostados
por el calor del día. Bandadas de golondrinas se cruzaban en todas direcciones
buscando su albergue nocturno, y el verde papagayo con sus franjas de oro y de
grana, el cao de un negro nítido y brillante, el carpintero real de férrea
lengua y matizado plumaje, la alegre guacamalla, el ligero tomeguín, la
tornasolada mariposa y otra infinidad de aves indígenas, posaban en las ramas
del tamarindo y del mango aromático, rizando sus variadas plumas como para
recoger en ellas el soplo consolador del aura.
El
viajero después de haber atravesado sabanas inmensas donde la vista se pierde
en los dos horizontes que forman el cielo y la tierra, y prados coronados de
palmas y gigantescas ceibas, tocaba por fin en un cercado, anuncio de propiedad.
En efecto, divisábase a lo lejos la fachada blanca de una casa de campo, y al
momento el joven dirigió su caballo hacia ella; pero lo detuvo repentinamente y
apostándole a la vereda del camino pareció dispuesto a esperar a un paisano del
campo que se adelantaba a pie hacia aquel sitio, con mesurado paso, y cantando
una canción del país cuya última estrofa pudo entender perfectamente el
viajero:
Una
morena me mata
Tened
de mí compasión,
Pues
no la tiene la ingrata
Que
adora mi corazón
El
campesino estaba ya a tres pasos del extranjero y viéndole en actitud de
aguardarle detúvose frente a él y ambos se miraron un momento antes de hablar.
Acaso la notable hermosura del extranjero causó cierta suspensión al campesino,
el cual por su parte atrajo indudablemente las miradas de aquél.
Era
el recién llegado un joven de alta estatura y regulares proporciones, pero de
una fisonomía particular. No parecía un criollo blanco, tampoco era negro ni
podía creérsele descendiente de los primeros habitadores de las Antillas. Su
rostro presentaba un compuesto singular en que se descubría el cruzamiento de
dos razas diversas, y en que se amalgamaban, por decirlo así, los rasgos de la
casta africana con los de la europea, sin ser no obstante un mulato perfecto.
Era
su color de un blanco amarillento con cierto fondo oscuro; su ancha frente se
veía medio cubierta con mechones desiguales de un pelo negro y lustroso como
las alas del cuervo; su nariz era aguileña pero sus labios gruesos y amoratados
denotaban su procedencia africana. Tenía la barba un poco prominente y
triangular, los ojos negros, grandes, rasgados, bajo cejas horizontales,
brillando en ellos el fuego de la primera juventud, no obstante que surcaban su
rostro algunas ligeras arrugas. El conjunto de estos rasgos formaba una
fisonomía característica; una de aquellas fisonomías que fijan las miradas a
primera vista y que jamás se olvidan cuando se han visto una vez.
El
traje de este hombre no se separaba en nada del que usan generalmente los
labriegos en toda la provincia de Puerto Príncipe, que se reduce a un pantalón
de cotín de anchas rayas azules, y una camisa de hilo, también listada, ceñida
a la cintura por una correa de la que pende un ancho machete, y cubierta la
cabeza con un sombrero de Yarey bastante alicaído: traje demasiado ligero pero
cómodo y casi necesario en un clima abrasador.
El
extranjero rompió el silencio y hablando en castellano con una pureza y
facilidad que parecían desmentir su fisonomía septentrional, dijo al labriego:
-Buen
amigo, tendrá Vd. la bondad de decirme si la casa que desde aquí se divisa es
la del Ingenio de Bellavista, perteneciente a don Carlos de B...
El
campesino hizo una reverencia y contestó:
-Sí
señor, todas las tierras que se ven allá abajo, pertenecen al señor don Carlos.
-Sin
duda es Vd. vecino de ese caballero y podrá decirme si ha llegado ya a su
ingenio con su familia.
-Desde
esta mañana están aquí los dueños, y puedo servir a Vd. de guía si quiere
visitarlos.
El
extranjero manifestó con un movimiento de cabeza que aceptaba el ofrecimiento,
y sin aguardar otra respuesta el labriego se volvió en ademán de querer
conducirle a la casa, ya vecina. Pero tal vez no deseaba llegar tan pronto el
extranjero, pues haciendo andar muy despacio a su caballo volvió a entablar con
su guía la conversación, mientras examinaba con miradas curiosas el sitio en
que se encontraba.
-¿Dice
Vd. que pertenecen al señor de B... todas estas tierras?
-Sí
señor.
-Parecen
muy feraces.
-Lo
son en efecto.
-Esta
finca debe producir mucho a su dueño.
-Tiempos
ha habido, según he llegado a entender -dijo el labriego deteniéndose para
echar una ojeada hacia las tierras objeto de la conversación-, en que este
ingenio daba a su dueño doce mil arrobas de azúcar cada año, porque entonces
más de cien negros trabajaban en sus cañaverales; pero los tiempos han variado
y el propietario actual de Bellavista no tiene en él sino cincuenta negros, ni
excede su Zafra de seis mil panes de azúcar.
-Vida
muy fatigosa deben de tener los esclavos en estas fincas -observó el
extranjero-, y no me admira se disminuya tan considerablemente su número.
-Es
una vida terrible a la verdad -respondió el labrador arrojando a su
interlocutor una mirada de simpatía-: bajo este cielo de fuego el esclavo casi
desnudo trabaja toda la mañana sin descanso, y a la hora terrible del mediodía
jadeando, abrumado bajo el peso de la leña y de la caña que conduce sobre sus
espaldas, y abrasado por los rayos del sol que tuesta su cutis, llega el
infeliz a gozar todos los placeres que tiene para él la vida: dos horas de
sueño y una escasa ración. Cuando la noche viene con sus brisas y sus sombras a
consolar a la tierra abrasada, y toda la naturaleza descansa, el esclavo va a
regar con su sudor y con sus lágrimas al recinto donde la noche no tiene
sombras, ni la brisa frescura: porque allí el fuego de la leña ha sustituido al
fuego del sol, y el infeliz negro girando sin cesar en torno de la máquina que
arranca a la caña su dulce jugo, y de las calderas de metal en las que este
jugo se convierte en miel a la acción del fuego, ve pasar horas tras horas, y
el sol que torna le encuentra todavía allí... ¡Ah!, sí; es un cruel espectáculo
la vista de la humanidad degradada, de hombres convertidos en brutos, que
llevan en su frente la marca de la esclavitud y en su alma la desesperación del
infierno.
El
labriego se detuvo de repente como si echase de ver que había hablado
demasiado, y bajando los ojos, y dejando asomar a sus labios una sonrisa
melancólica, añadió con prontitud:
-Pero
no es la muerte de los esclavos causa principal de la decadencia del Ingenio de
Bellavista: se han vendido muchos, como también tierras, y sin embargo aún es
una finca de bastante valor.
Dichas
estas palabras tornó a andar con dirección a la casa, pero detúvose a pocos
pasos notando que el extranjero no le seguía, y al volverse hacia él,
sorprendió una mirada fija en su rostro con notable expresión de sorpresa. En
efecto, el aire de aquel labriego parecía revelar algo de grande y noble que
llamaba la atención, y lo que acababa de oírle el extranjero, en un lenguaje y
con una expresión que no correspondían a la clase que denotaba su traje
pertenecer, acrecentó su admiración y curiosidad. Habíase aproximado el joven
campesino al caballo de nuestro viajero con el semblante de un hombre que
espera una pregunta que adivina se le va a dirigir, y no se engañaba, pues el
extranjero no pudiendo reprimir su curiosidad le dijo:
-Presumo
que tengo el gusto de estar hablando con algún distinguido propietario de estas
cercanías. No ignoro que los criollos cuando están en sus haciendas de campo,
gustan vestirse como simples labriegos, y sentiría ignorar por más tiempo el
nombre del sujeto que con tanta cortesía se ha ofrecido a guiarme. Si no me
engaño es usted amigo y vecino de D. Carlos de B...
El
rostro de aquel a quien se dirigían estas palabras no mostró al oírlas la menor
extrañeza, pero fijó en el que hablaba una mirada penetrante: luego, como si la
dulce y graciosa fisonomía del extranjero dejase satisfecha su mirada indagadora,
respondió bajando los ojos:
-No
soy propietario, señor forastero, y aunque sienta latir en mi pecho un corazón
pronto siempre a sacrificarse por D. Carlos no puedo llamarme amigo suyo.
Pertenezco -prosiguió con sonrisa amarga-, a aquella raza desventurada sin
derechos de hombres... soy mulato y esclavo.
-¿Conque
eres mulato? -dijo el extranjero tomando, oída la declaración de su
interlocutor, el tono de despreciativa familiaridad que se usa con los
esclavos-: bien lo sospeché al principio; pero tienes un aire tan poco común en
tu clase, que luego mudé de pensamiento.
El
esclavo continuaba sonriéndose; pero su sonrisa era cada vez más melancólica y
en aquel momento tenía también algo de desdeñosa.
-Es
-dijo volviendo a fijar los ojos en el extranjero-, que a veces es libre y
noble el alma, aunque el cuerpo sea esclavo y villano. Pero ya es de noche y
voy a conducir a su merced al ingenio ya próximo.
La
observación del mulato era exacta. El sol, como arrancado violentamente del
hermoso cielo de Cuba, había cesado de alumbrar aquel país que ama, aunque sus
altares estén ya destruidos, y la luna pálida y melancólica se acercaba
lentamente a tomar posesión de sus dominios.
El
extranjero siguió a su guía sin interrumpir la conversación:
-¿Conque
eres esclavo de don Carlos?
-Tengo
el honor de ser su mayoral en este ingenio.
-¿Cómo
te llamas?
-Mi
nombre de bautismo es Bernabé, mi madre me llamó siempre Sab, y así me han
llamado luego mis amos.
-¿Tu
madre era negra, o mulata como tú?
-Mi
madre vino al mundo en un país donde su color no era un signo de esclavitud: mi
madre-repitió con cierto orgullo-, nació libre y princesa. Bien lo saben todos
aquellos que fueron como ella conducidos aquí de las costas del Congo por los
traficantes de carne humana. Pero princesa en su país fue vendida en éste como
esclava.
El
caballero sonrió con disimulo al oír el título de princesa que Sab daba a su
madre, pero como al parecer le interesase la conversación de aquel esclavo,
quiso prolongarla:
-Tu
padre sería blanco indudablemente.
-¡Mi
padre!... yo no le he conocido jamás. Salía mi madre apenas de la infancia
cuando fue vendida al señor don Félix de B... padre de mi amo actual, y de
otros cuatro hijos. Dos años gimió inconsolable la infeliz sin poder resignarse
a la horrible mudanza de su suerte; pero un trastorno repentino se verificó en
ella pasado este tiempo, y de nuevo cobró amor a la vida porque mi madre amó. Una
pasión absoluta se encendió con toda su actividad en aquel corazón africano. A
pesar de su color era mi madre hermosa, y sin duda tuvo correspondencia su
pasión pues salí al mundo por entonces. El nombre de mi padre fue un secreto
que jamás quiso revelar.
-Tu
suerte, Sab, será menos digna de lástima que la de los otros esclavos, pues el
cargo que desempeñas en Bellavista prueba la estimación y afecto que te
dispensa tu amo.
-Sí,
señor, jamás he sufrido el trato duro que se da generalmente a los negros, ni
he sido condenado a largos y fatigosos trabajos. Tenía solamente tres años
cuando murió mi protector don Luis el más joven de los hijos del difunto don
Félix de B... pero dos horas antes de dejar este mundo aquel excelente joven
tuvo una larga y secreta conferencia con su hermano don Carlos, y según se
conoció después, me dejó recomendado a su bondad. Así hallé en mi amo actual el
corazón bueno y piadoso del amable protector que había perdido. Casose algún
tiempo después con una mujer... ¡un ángel! y me llevó consigo. Seis años tenía
yo cuando mecía la cuna de la señorita Carlota, fruto primero de aquel feliz
matrimonio. Más tarde fui el compañero de sus juegos y estudios, porque hija
única por espacio de cinco años, su inocente corazón no medía la distancia que
nos separaba y me concedía el cariño de un hermano. Con ella aprendí a leer y a
escribir, porque nunca quiso recibir lección alguna sin que estuviese a su lado
su pobre mulato Sab. Por ella cobré afición a la lectura, sus libros y aun los
de su padre han estado siempre a mi disposición, han sido mi recreo en estos
páramos, aunque también muchas veces han suscitado en mi alma ideas aflictivas
y amargas cavilaciones.
Interrumpíase
el esclavo no pudiendo ocultar la profunda emoción que a pesar suyo revelaba su
voz. Más hízose al momento señor de sí mismo; pasose la mano por la frente,
sacudió ligeramente la cabeza, y añadió con más serenidad:
-Por
mi propia elección fui algunos años calesero, luego quise dedicarme al campo, y
hace dos que asisto en este ingenio.
El
extranjero sonreía con malicia desde que Sab habló de la conferencia secreta
que tuviera el difunto don Luis con su hermano, y cuando el mulato cesó de
hablar le dijo:
-Es
extraño que no seas libre, pues habiéndote querido tanto don Luis de B...
parece natural te otorgase su padre la libertad, o te la diese posteriormente
don Carlos.
-¡Mi
libertad!... sin duda es cosa muy dulce la libertad... pero yo nací esclavo:
era esclavo desde el vientre de mi madre, y ya...
-Estás
acostumbrado a la esclavitud -interrumpió el extranjero, muy satisfecho con
acabar de expresar el pensamiento que suponía al mulato-.
No
le contradijo éste; pero se sonrió con amargura, y añadió a media voz y como si
se recrease con las palabras que profería lentamente:
-Desde
mi infancia fui escriturado a la señorita Carlota: soy esclavo suyo, y quiero
vivir y morir en su servicio.
El
extranjero picó un poco con la espuela a su caballo: Sab andaba delante
apresurando el paso a proporción que caminaba más de prisa el hermoso alazán de
raza normanda en que iba su interlocutor.
-Ese
afecto y buena ley te honran mucho, Sab, pero Carlota de B... va a casarse y
acaso la dependencia de un amo no te será tan grata como la de tu joven
señorita.
El
esclavo se paró de repente, y volvió sus ojos negros y penetrantes hacia el
extranjero que prosiguió, deteniendo también un momento su caballo:
-Siendo
un sirviente que gozas la confianza de tus dueños, no ignorarás que Carlota
tiene tratado su casamiento con Enrique Otway, hijo único de uno de los más
ricos comerciantes de Puerto Príncipe.
Siguiose
a estas palabras un momento de silencio, durante el cual es indudable que se
verificó en el alma del esclavo un incomprensible trastorno. Cubriose su frente
de arrugas verticales, lanzaron sus ojos un resplandor siniestro, como la luz
del relámpago que brilla entre nubes oscuras, y como si una idea repentina
aclarase sus dudas, exclamó después de un instante de reflexión:
-¡Enrique
Otway! Ese nombre lo mismo que vuestra fisonomía indican un origen
extranjero... ¡Vos sois pues, sin duda el futuro esposo de la señorita de B...!
-No
te engañas, joven, yo soy en efecto Enrique Otway, futuro esposo de Carlota, y
el mismo que procurará no sea un mal para ti su unión con tu señorita: lo mismo
que ella, te prometo hacer menos dura tu triste condición de esclavo. Pero he
aquí la taranquela: ya no necesito guía. A Dios, Sab, puedes continuar tu
camino.
Enrique
metió espuelas a su caballo, que atravesando la taranquela partió a galope. El
esclavo le siguió con la vista hasta que le vio llegar delante de la puerta de
la casa blanca. Entonces clavó los ojos en el cielo, dio un profundo gemido, y
se dejó caer sobre un ribazo.
[Continúa en el
capítulo II]
He entrado a este blog, página, como quien lo hace frente a la pantalla para ver una serie, con auténtico deleite. Gracias por esta opción de permitir la descarga en pdf de los textos, de gran utilidad para estudiosos, amantes de la escritura de la Avellaneda.
ResponderEliminarTuve que quitar el (los) pdf's porque la página donde los subí, los estaba eliminando progresivamente. En su lugar escribo (transcribo), directamente en el blog cada capítulo.
EliminarPorqué el esxtranjero creyó que estaba hablando con un distinguido propietario ?
ResponderEliminarQuizás por la manera de hablar de Sab o su estilo vestimentario
ResponderEliminar