julio 22, 2020

Gertrudis Gómez de Avellaneda, la madre de la novela histórica española

GUATIMOZIN, EL ÚLTIMO EMPERADOR DE MÉXICO

Tomado de ABC Cultural y actualizado:22/07/2020, un artículo de Luis Alberto de Cuenca




Es una autora a reivindicar. En este título, «Guatimozin», narra la vida del último emperador de México

Son de agradecer los esfuerzos de la colección «Letras Hispánicas» de Cátedra por administrar de manera tan eficiente su frondoso catálogo de clásicos en lengua castellana, que ha superado ya la cifra de ochocientos títulos aparecidos y va acercándose al millar. Y hablo de administración eficiente porque los responsables de la serie han tomado sobre sus hombros la tarea no solo de dar a conocer nuevas y renovadas ediciones de autores indiscutibles, sino de presentar en sociedad por primera vez a otro tipo de autores, mucho más necesitados de atención en razón al olvido que pende sobre ellos como una ominosa amenaza si no encuentran acomodo en series como «Letras Hispánicas».
Gertrudis Gómez de Avellaneda nació en Camagüey (Cuba) en 1814. Moriría en Madrid en 1873. Hay que recordar que la perla de las Antillas fue hasta 1898 una provincia española más, de modo que Gertrudis pertenece de lleno y con pleno derecho a las letras españolas. Era hija de Manuel Gómez de Avellaneda y Gil, un oficial andaluz de la armada española destacado en Cuba, y de Francisca de Arteaga y Betancourt, una criolla de familia patricia «con grandes propiedades de tierras y esclavos».

Rigor y fantasía

A su entierro madrileño acudió un número reducidísimo de personas, no más de diez, pero entre ellos estaba ni más ni menos que mi admirado don Juan Valera, que escribió lo siguiente sobre ella: «La fecunda actividad de doña Gertrudis se manifestó en todos los géneros. En prosa escribió muchas novelas. Pero, cualquiera que sea el mérito de estas obras, la moda y el gusto que influyeron en producirlas han pasado ya, y es muy de temer que las obras pasen también y se olviden».

Un fresco vivo y muy bien escrito sobre la conquista de México por los españoles de Cortés.

Para evitar que el vaticinio de Valera acabe cumpliéndose, Luis T. González del Valle y José Manuel Pereiro Otero han rescatado de las sombras la mejor de las novelas históricas de Gómez de Avellaneda, dedicada al personaje de Cuauhtémoc (1496-1525), llamado Guatimozin (así, sin tilde) por la novelista, que fue el último tlatoani mexica de los aztecas, lo que equivale a nuestro «emperador». La narradora ha bebido de las fuentes obligatorias para todo autor de novela histórica del período romántico, que son las Waverley Novels de sir Walter Scott, que fueron el punto de partida de la narrativa histórica europea y empezaron a publicarse, anónimamente, el mismo año de 1814 en que nació Gertrudis, prolongando su vida editorial hasta 1831, un año antes del óbito del genial narrador escocés.
La introducción de los editores es, probablemente, la mejor monografía que se ha escrito nunca sobre Gertrudis. La novela es mucho más que una biografía del infortunado Cuauhtémoc. Es un fresco vivo y estupendamente escrito sobre la conquista de México por los españoles de Hernán Cortés y sobre la caída del imperio azteca. Siguiendo la línea marcada por Scott, la autora crea una ficción que inventa y altera la cronología de los hechos reales e inserta en ellos todo tipo de episodios delirantes e inverosímiles. Que eso es, no se engañen, la novela histórica: una novela fantástica que intenta (en vano) evitar los anacronismos.

«Guatimozin, último emperador de México». Gertrudis Gómez de Avellaneda
Narrativa. Cátedra, 2020. 896 páginas. 21,60 euros.

Un artículo de Luis Alberto de Cuenca

junio 23, 2020

A LAS CUBANAS




A LAS CUBANAS
Versos de GGA publicados en:
ÁLBUM CUBANO
de
LO BUENO Y LO BELLO
REVISTA QUINCENAL,
DE MORAL, LITERATURA, BELLAS ARTES Y MODAS
DEDICADA AL BELLO SEXO Y
DIRIGIDA POR DOÑA GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA




   Respiro entre vosotras ¡oh, hermanas mías!
Pasados de la ausencia los largos días,
            Y al blanco aliento
De vuestro amor el alma revivir siento.

   ¡Oh si! que en el encanto de vuestros ojos
Treguas logran del pecho crudos enojos,
            Cual dulces brisas
Refrescando mi frente vuestras sonrisas.

   ¡Oh sí! que en la dulzura de vuestro acento
Parece que se embota todo tormento,
            Y al alma herida
Vuestro cariño lleva savia de vida.

   Mi gratitud quisiera por cada halago
Las perlas de ambos mares rendir en pago,
            Y aun cuanto encierra
De más hermoso y rico la vasta tierra.

   Más !ay! de las que vengo, tierras lejanas,
Sólo una lira traigo, bellas cubanas:
            !Sólo una lira
Que al soplo de las auras triste suspira!

   El que antes exhalaba ferviente canto
Raudales apagaron de acerbo llanto,
            Y hoy cuando vibra
De postración gemidos al aire libra.

   Así, empero, os la rindo, pues no poseo
Mayor bien en el mundo, mejor trofeo;
            Y acaso aún rotas
Sus cuerdas os respondan con dulces notas.

   Quizás en este ambiente de poesía
Para cantaros cobre nueva armonía,
            Y al sol de Cuba
Vuestro amor bendiciendo su canto suba.

   Sí; porque en esta zona de resplandores
Genios en sus corolas guardan las flores,
            Dando alegría
Su hálito, que perfuma la fantasía.

   Sí; porque en esta Antilla llena de hechizos
Hay silfos, que se mecen en vuestros rizos,
            Y a cuyo aliento
Se despliegan las alas del pensamiento.

   Sí; porque en esta patria de la hermosura
Se aspiran en los vientos gloria y ventura,
            Y hay en sus sones
De amor y de entusiasmo palpitaciones.

   !Oh hijas bellas de Cuba! ¡oh hermanas mías!
Que aquí término el cielo ponga a mis días,
            Y aquí el sonido
Postrero de mi lira vague perdido.


(La Habana, 18 de enero 1860)


Manuel Lorenzo Abdala
http://www.ladivinatula.blogspot.com

marzo 23, 2020

LA MUJER IV

Amantine Lucile Aurore Dupin, baronesa Dudevant.
George Sand.
(El Byron francés, según la Avellaneda)


Hoy 23 de marzo de 2020, hace 206 años nació en la ciudad de Puerto Príncipe (hoy Camagüey) Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga, de Sabater y Verdugo. Tula, como se le conoció en su ámbito más cercano, fue una eminente intelectual de la España decimonónica, poetisa, novelista, dramaturga y periodista que vivió entre 1814 y 1873. Hoy el blog La divina Tula rinde homenaje a esta eminente escritora por su onomástica reproduciendo el siguiente artículo feminista, cuarto de una serie de cuatro.

A mediados del siglo XIX, Gertrudis Gómez de Avellaneda escribió cuatro polémicos artículos, cargados de una inteligente ironía, sobre La mujer en la sociedad de su tiempo. Aquellos reportajes parecían estar dirigidos, especialmente, al público femenino, pero nada más lejos de la realidad. En los cuatro artículos la Avellaneda arremetió contra los misóginos de su tiempo (y hasta contra los del nuestro que aún perviven tras bambalinas y sillones de la Academia).
Por su gran interés y agitación social, por su humor, perspicacia y extrema mordacidad, los escritos fueron reproducidos por varios periódicos de la época poniendo a la autora en el punto de mira de los ascéticos oficialistas de entonces que se burlaron de ella hasta la saciedad.
Los cuatro artículos que hemos reproducido en este blog, inicialmente, fueron pensados y publicados por el semanario La Ilustración que dirigía la propia autora. Las revolucionarias crónicas, trataban sobre La mujer considerada respecto al sentimiento que el hombre le había asignado en los anales de la religión. En la segunda entrega, la Avellaneda realizó un análisis respecto a las grandes cualidades del carácter, el valor y el patriotismo femenino demostrado a través de la historia de la humanidad. El tercero versó sobre la capacidad de las mujeres para el gobierno de los pueblos y la administración de los intereses públicos (tema éste de gran actualidad) Y el cuarto y último artículo, que ahora publicamos, felicitando el día de su nacimiento, hace exactamente hoy 206 años  —fue el 23 de marzo de 1814—, la eminente escritora trató, con especial clarividencia sobre la mujer considerada particularmente en su tremenda capacidad científica, artística y literaria, lugar en el que se encontraban entonces, Carolina Coronado, Concepción Arenal y la propia Gertrudis Gómez de Avellaneda, así como otras tantas mujeres de su tiempo (y del nuestro).
A todas ellas, a las que les tocó vivir antes, y a las que vinieron después, hemos dedicado en La divina Tula  los cuatro artículos feministas, rindiendo homenaje a la autora por su onomástica y a la Mujer de todos los tiempos.


Manuel Lorenzo Abdala


Nota: El artículo que hoy publicamos, así como los tres anteriores, es fiel reproducción del original que aparece en el tomo IV de las obras completas de la Avellaneda, editadas por ella misma, en 1870.








LA MUJER IV

Considerada, particularmente,
en su capacidad científica, artística y literaria.


En las naciones en que es honrada la mujer, en que su influencia domina en la sociedad, allí de seguro hallaréis civilización, progreso, vida pública.
En los países en que la mujer está envilecida, no vive nada que sea grande; la servidumbre, la barbarie, la ruina moral es el destino inevitable a que se hallan condenados.

Gertrudis Gómez de Avellaneda


I

Si aún necesitásemos nuevas demostraciones de que la fuerza moral e intelectual de la mujer se iguala, cuando menos, con la del hombre, no tendríamos más que buscarlas —con sólo otra mirada rapidísima— en el vasto campo de la literatura y las artes. No decimos también de la ciencia, porque estando ésta basada únicamente en el conocimiento que las realidades —conocimiento que los mayores genios no pueden poseer por intuición— sería absurdo pretender hallar gran número de celebridades científicas en esa mitad de la especie racional, para la que están cerradas todas las puertas de los graves institutos, reputándose hasta ridícula la aspiración de su alma a los estudios profundos. La capacidad de la mujer para la ciencia no es admitida a prueba por los que deciden soberanamente su negación, y causa sumo asombro —aun, así y todo— no falten ejemplos gloriosos de perseverantes talentos femeninos, que han logrado forzar de vez en cuando la entrada del santuario, para arrancar a la misteriosa deidad algunos de sus secretos. Dígalo Areta (hija de Aristipo) autora de cuarenta libros científicos, maestra de ciento diez filósofos distinguidos, heredera (según decían los atenienses) del alma de Sócrates y de la facundia de Homero, Díganlo Aspacia —de quien aprendían retórica Pericles y Alcibiades, y a la que debió Atenas una escuela de elocuencia—; y a Laura Bassi, no menos celebrada por sus contemporáneos como instruida en la física, el álgebra y la geometría, que como inspirada en la poética; y la princesa de Piombino, teóloga y filósofa; y madame Chatelet, reconocida como astrónoma, etc., etc.
        Si la mujer —a pesar de estos y otros brillantes indicios de su capacidad científica— aún sigue proscrita del templo de los conocimientos profundos, no se crea tampoco que data de muchos siglos su aceptación en el campo literario y artístico: ¡ah! ¡no! también ese terreno le ha sido disputado palmo a palmo por el exclusivismo varonil, y aún hoy día [mediados del siglo XIX] se la mira en él como intrusa y usurpadora, tratándosela en consecuencia, con cierta ojeriza y desconfianza, que se echa de ver en el alejamiento en que se la mantiene de las academias barbudas. Pasadnos este adjetivo, queridas lectoras, porque se nos ha venido naturalmente a la pluma al mencionar esas ilustres corporaciones de gentes de letras, cuyo primero y más importante título es el de tener barbas. Como desgraciadamente la mayor potencia intelectual no alcanza a hacer brotar en la parte inferior del rostro humano esa exuberancia animal que requiere el filo de la navaja, ella ha venido a ser la única e insuperable distinción de los literatos varones, quienes —viéndose despojados cada día de otras prerrogativas que reputaban exclusivas— se aferran a aquella con todas sus fuerzas del sexo fuerte, haciéndola prudentísimamente el sine qua non de las académicas glorias.
        Pero ¡admirad la audacia y la astucia del sexo débil! Hay ellas que, no sé cómo, se alzaron súbitamente con borlas de doctores (1). Otras que, cubriendo sus lampiñas caras con máscara varonil, se entraron, sin más ni más, tan adentro del templo de la fama, que cuando vino a conocerse que carecían de barbas y no podían, por consiguiente, ser admitidas entre las capacidades académicas, ya no había medio hábil de negarles que poseían justos títulos para figurar eternamente entre las capacidades europeas (2).

II

        Aún es mayor, ¡espantaos!, aún es mayor el número de temerarias que a cara descubierta se han hecho inscribir sans façon en los fastos gloriosos de la inteligencia. ¿A qué citar ejemplos, siendo tan públicos y palpables los hechos?
        Desde la más remota antigüedad vemos a la mujer dando muestras de que nació dotada del instinto artístico, que había de salvar al cabo cuantas murallas se le opusieran. Las musas mitológicas eran, probablemente, apoteosis de mujeres ilustres de los primeros tiempos, iniciadoras de las artes; pero sin necesidad de recurrir a la hipótesis, sabido es que —según respetables opiniones— se debe a la mujer la invención de la pintura; que otra ha puesto las bases de la primera sociedad de bellas artes, estableciendo los juegos florales… (3). Y ¿quién ignora que Safo fue célebre entre los más célebres poetas griegos de su época, que Corinna venció a Píndaro; que Tesálida infunda —con los mágicos sones de su lira— el heroísmo del guerrero en los juveniles corazones de las doncellas argivas?
        No intentaremos descender a los tiempos modernos: la Europa sola nos abrumaría con el inmenso número de sus glorias femeniles; y la América —ese mundo tan nuevo en el que he nacido— la América misma llovería sobre nosotras multitud de nombres de distinguidas hembras, que sostienen en ella el movimiento intelectual amenazado de sofocación, en unas partes por la preponderancia de los intereses materiales, y en otras por las disensiones civiles.
        Y ¿cómo no ser así, cuando —al descubrir Colón una parte de esas regiones vírgenes— pudo notar con asombro que la naciente civilización de aquel pueblo y el genio de su poesía estaban encarnados en el hermoso cuerpo de una mujer? Anacaona era sibila inspirada de una de nuestras ricas islas tropicales. A su voz —resonando entre las armonías de los bosques— se suavizaron las costumbres de aquellas tribus bárbaras, se reveló a sus entendimientos la soberanía de la inteligencia, y obedecieron como a reina a la que veneraban como oráculo.

III

En cuanto a capacidades femeniles contemporáneas, solo añadiremos, por conclusión, que acaban de ver la luz pública en Francia dos obras notables por más de un concepto. La una, debida a la pluma de Mlle. Marchet Girard, lleva por título Las mujeres, su pasado, su presente, su porvenir. La otra, de que es autora la ya célebre condesa Dora d’Istria, tiene por epígrafe: Las mujeres en oriente. Aún no hemos tenido el gusto de leer ninguna de dichas producciones; pero —a juzgar por los juicios de la prensa periódica parisiense— ambas son interesantísimas por su esencia y bellas en su forma. Los documentos esparcidos de la gran causa de una de las mitades de la especie humana, esto es todo cuanto prueba algo a favor de la emancipación de la mujer, parece que ha sido reunido y puesto en orden por la primera de las dos nombradas escritoras, y apoyado aquel importante interés social con argumentos de una lógica irrebatible. El libro de la condesa Dora d’Istria es —según palabras de un periódico acreditado— corroborante enérgico del de mademioselle Marchet Girard, viniendo (dice) «a prestarle el testimonio de una parte del globo, después de compulsar archivos vivientes; esto es, viajeros, historiadores, costumbres, vida íntima».
        «Las mujeres —dice también el citado periódico— parecen decididas, por fin, a tomar en manos sus propios intereses, y preciso es confesar que —aparte de la fuerza que puedan tener los argumentos contenidos en los dos libros mencionados— ellos por sí mismos son dos argumentos irrefutables en favor de la igualdad de ambos sexos.»
        La humilde persona que suscribe estos artículos [cuarto cuatro], queridas lectoras, no aspira en manera alguna a presentarse a vosotras como digno campeón de nuestro común derecho; pero séale permitido —al enorgullecerse de los triunfos del sexo— haceros notar, por término final de estas breves observaciones, un hecho evidente, que quizá prueba más que todos los argumentos.
        En las naciones en que es honrada la mujer, en que su influencia domina en la sociedad, allí de seguro hallaréis civilización, progreso, vida pública.
        En los países en que la mujer está envilecida, no vive nada que sea grande; la servidumbre, la barbarie, la ruina moral es el destino inevitable a que se hallan condenados.




(1)          Recordamos, entre otras, a la célebre doña María isidra de Guzmán, conocida con el nombre de Doctora de Alcalá.

(2)          Nos contentaremos con citar a Jorge Sand, jefe de todas esas lampiñas disfrazadas. El nombre varonil que supo ilustrar con sus escritos, figuraría indudablemente entre los más notables de la academia francesa; pero ¡oh dolor! se supo demasiado pronto que eran postizas las barbas de aquel gran talento verdadero, y he aquí que la falta del apéndice precioso jamás podrá ser subsanada por toda la gloria del Byron francés. [ver foto de portada]

(3)          Clementina Isaura, cuyo hermoso retrato hemos tenido el gusto de ver conservado con veneración en una de los salones de la Academia de Ciencias y Letras de Tolosa, Francia.


marzo 15, 2020

LA MUJER III

Tomiris (Tahm-Rayiš), reina de los masagetas,
pueblo escita formado por una confederación de tribus de Asia Central.


La mujer considerada
respecto a su capacidad para el gobierno de los pueblos y la administración de los intereses públicos.


Por Gertrudis Gómez de Avellaneda


I

        Aunque somos deudoras al Cristianismo de la proclamación solemne de la dignidad de la mujer, cuyos derechos de compañera del hombre y su cohabitante del cielo quedaron para siempre consignados; y aunque sea cierto también que a pesar de ello —y en deplorable muestra de la resistencia que opusieron las tinieblas de la razón humana al luminoso espíritu del Evangelio— todavía fue objeto de risibles debates la singular cuestión de si debía ser considerado nuestro sexo como parte integrante de la especia racional (1), es hecho no menos evidente que desde muy antiguo —y a despecho de todas las egoístas teorías del sexo dominador— cedía éste en la práctica la influencia poderosa del avasallado, y hasta reconocía en él, como por instinto, cierta grandeza, que no acertaba a explicar sino atribuyéndole inspiraciones divinas. La historia de los francos, los celtas y los germanos, nos muestra a cada paso la veneración que alcanzaban entre aquellos pueblos las mujeres, en cuyas manos depositaban muchas veces —al ocurrir circunstancias graves— toda la autoridad civil y política. Los francos podían censurar libremente la conducta de sus magistrados, pero no les era permitido poner en duda la sabiduría de los consejos femeniles, porque eran reputados oráculos del cielo.
        En las Galias se instituyó un tribunal de damas, que fue por largo tiempo el más ilustre y respetable de la nación: el alto concepto de que gozaba, aún entre los extranjeros, resplandece en el hecho de que al concluir Aníbal un tratado de paz con los galos, estipuló solemnemente que, si alguno de estos cometía ofensa contra un cartaginés, sería sometido al fallo del senado de damas, y no a ningún otro.
        ¡Cosa notable! Cuando decayó la influencia de la mujer en las Galias, y la administración del país quedó exclusivamente en manos de los Druidas, aquel pueblo —independiente y vencedor hasta entonces— no tardó mucho en verse tributario de Roma (2).
  


II

        En ningún tiempo la mujer —no obstante, su pasada degradación— ha dejado de empuñar algunas veces el cetro del poder, y ¡cosa también notable! Casi siempre lo ha empuñado con gloria.
        Tomiris, a la vez que reina, fue legisladora de los escitas. Dido [o Elisa de Tiro] fundó la nación que llegó a ser con el tiempo rival temible de la dominadora del mundo [Roma]. Semíramis [fundadora del reino babilónico, identificada también como reina asiria] brilla entre los monarcas caldeos con un resplandor que —traspasando sombra de los tiempos— ha llegado a nuestros días. Débora —a quién ya citamos como belicosa heroína— no se hizo notar menos por su acierto en la administración de justicia. Las dos Artemisas merecieron que aún vivan sus nombres. Zenobia [reina del imperio de Palmira] no les probó a los romanos que era un gran capitán, sino después de ser venerada por sus súbditos como una grande reina, y así alcanzó de sus mismos enemigos el glorioso título de Augusta.
        Si cesando de remontarnos a tan lejanas edades, nos fijamos un momento en las del Cristianismo, preséntansenos en tropel una Amalasunta [reina de los ostrogodos], que se conquista el nombre de Salomón de su sexo; una Alix de Champaña [Alice o Adela de Champaña], regenteando con singular acierto la turbulenta Francia durante la minoría de su hijo Felipe Augusto; una Margarita de Valdemar, que une en sus sienes las coronas de Noruega, Dinamarca y Suecia, oyéndose aclamar la Semíramis  del Norte; una Sancha de León, mereciéndose el dictado de heroína leonesa; una Berenguela de Castilla, a quien da la historia el sobrenombre de Grande; una madre de san Luis, digna de este título y del de hermana de la gran Berenguela; una María Teresa, cuya figura histórica no tiene rival entre los monarcas austriacos; una Isabel de Inglaterra, maestra en la ciencia política; una María de Molina, que empuñando el timón del Estado en circunstancias difíciles, hace proverbial su prudencia… Volved la vista, en fin, hacia esas ilustres princesas de la Rusia, continuadoras de la asombrosa revolución iniciada por Pedro el Grande, y durante su gobierno femenil mirad abolir suplicios, promover reformas, cultivas las ciencias y las artes, llevar a cabo colosales empresas que ensanchan los límites y la preponderancia del Estado, poblándose el Mediterráneo  como el océano de buques construidos a las orillas del Báltico y del Mar Negro.
        Después, por conclusión (pues de seguro no nos pediréis más), deteneos algunos minutos contemplando con legítimo orgullo nacional la magnífica figura de Isabel la Católica. Miradla —recibiendo de un rey impotente una nación arrastrada a los bordes de su ruina— empuñar con mano vigorosa el cetro por tanto tiempo juguete de facciones, y —acallando exigencias de un marido que se juzga desairado dejando a su exclusivo cargo las riendas del gobierno— plantear sin descanso larga serie de sabias disposiciones, por medio de las cuales pone freno a ciegas parcialidades; ahoga ambiciones locas de una oligarquía turbulenta; anula el anárquico poder de las órdenes militares, cuya grandes maestranzas reasume el trono; echa por tierra los privilegios rodados; reforma el clero; instituye hermandades que purguen la tierra de malhechores; restablece y asegura las tranquilidad de los pueblos, y —fomentando el comercio, la navegación, la industria, la agricultura y las ciencias— abre los caminos de los honores y de la riqueza, al talento creador y a la virtud laboriosa… Miradla sacar al Erario —con auxilio de las Cortes —de la profunda extenuación a que lo redujeron pésimas administraciones; ordenar la forma y los atributos de superiores tribunales; tirar las primeras líneas para la magna obra de una legislación armónica, común a todos sus dominios; asentar, en fin, la monarquía sobre sólidas bases, y —cuando logra alzarla vivificada por el nuevo espíritu que la infunde— llamarla a las armas, ceñirse el casco guerrero, blandir la espada de Pelayo, y conducirla —bajo la enseña de la cruz— a arrojar a los ismaelitas, que aún mancillan el hermoso suelo de Granada, a los desiertos arenales del África.
        La Europa entonces saluda con asombro tan excelsa gloria femenil —que hace ya presentir los próximos laureles de España en el Rosellón y en Italia— y la Providencia le abre un nuevo mundo donde se extienda triunfante, para constituir aquel imperio grandioso, del que pudo decirse que nunca el sol cesaba de alumbrarlo.
        Después de esto, ¡quién se atreverá a poner en duda la capacidad privilegiada de la mujer para los arduos deberes del gobierno? Privilegiada he dicho —¡notadlo bien!— porque los individuos de nuestro sexo que han regido naciones están en exigua minoría comparativamente a los del otro, y atendida esa diferencia, son más los nombres regios femeninos que consagra la historia, que los nombres regios varoniles.
        Podemos tirar el guante al sexo fuerte, provocándole a esta decisiva prueba. Nosotras sentamos sin vacilar que, de cada diez reinas por derecho propio, señalaremos cinco, cuando menos, dignas del respeto de la posteridad; ¿se atreverá él a presentarnos, de cada cien reyes, cincuenta que merezcan igual honra?


(1)        Dicha discusión fue seriamente discutida en un concilio (no ecuménico), que sólo después de muchas dificultades pronunció la afirmativa. Véase la Historia de Gregorio de Tours, libro VIII, y los Ensayos de Saint Foix.

(2)        Historia de las Galias, por el benedictino D. Martín, tomo I.

marzo 07, 2020

LA MUJER II


considerada
respecto a las grandes cualidades del carácter, de que se
derivan el valor y el patriotismo.

(marzo 8 de 2020, Día Internacional de la Mujer)

Gertrudis Gómez de Avellaneda.. Óleo sobre tela 125,4 x 94,6 cm.
Retrato de Antonio María Esquivel. Madrid, 1840.
Museo de Bellas Artes, La Habana, Cuba.


«Regir a los hombres es la más difícil de las empresas; regirlos bien es, por consiguiente, la más excelsa de las glorias».
Gertrudis Gómez de Avellaneda



I

        En el artículo que precede sólo quisimos considerar a la compañera del hombre bajo el aspecto que particularmente la distingue; esto es, en los dominios del sentimiento, que constituyen en su más legítimo patrimonio. Vista de tal manera, y limitándonos, como lo hicimos, al rápido examen del papel que le ha tocado representar —por aquella incuestionable supremacía— en los sagrados fastos de la religión, sentíamos entonces cierta orgullosa complacencia en mostrar el desdén por toda gloria que no fuese aquella, dejando al que se llama sexo fuerte en tranquila posesión de cuantas exclusivas dotes se atribuye. Hoy, empero, se nos ocurre echar a la ligera otra ojeada sobre la historia de nuestro sexo débil, siquiera no sea más que por curiosidad de encontrar los fundamentos de esa calificación que hace tantos siglos venimos aceptando. Sí, lo confesamos: nos punza un poco el deseo de averiguar si la mayor delicadeza de nuestra organización física, es obstáculo insuperable opuesto por la naturaleza al vigor intelectual y moral; si enriquecida con los tesoros del corazón, nos desheredó, en cambio, el Padre universal de las grandes facultades de la inteligencia y el carácter.
        Parécenos a primera vista, apenas iniciamos esta cuestión, que lejos de excluir la superioridad afectiva otras cualidades preciosas, se derivan de ella estímulos poderosísimos para todos los resortes del alma, y —viniéndosenos a la memoria tantas maravillas ejecutadas por el entusiasmo— no sólo nos sentimos dispuestas a declarar, con Pascal, que los grandes pensamientos nacen del corazón, sino que nos asalta la idea de que los más gloriosos hechos, consignados en los anales de la humanidad, han sido siempre obra del sentimiento; que los más fuertes héroes han sido en todo tiempo los más ricos corazones.
        La vasta inteligencia asociada a mezquino poder afectivo es —si existe— una monstruosidad: solemos encontrar genios pervertidos o extraviados por violentas pasiones, pero es rarísimo, si no imposible, el hallar gran potencia intelectual en desgraciadas organizaciones desprovistas de sensibilidad apasionada. Del mismo modo los vigorosos caracteres, los que son capaces de emprender y realizar grandes cosas, los que se atreven a echar sobre sí responsabilidades inmensas, no son comúnmente propiedad de hombres áridos y fríos, en quienes la acción no tiene otro móvil que meras especulaciones.
        El poder del corazón es, por tanto, origen y centro de otras muchas facultades, y aunque a veces ese poder pueda dar al carácter y a la inteligencia una iniciativa errada; aunque mal educado y dirigido —como lo está por lo común en la mujer— suela emplearse indigna y lastimosamente, no por eso nos es permitido rebajar su incomparable importancia; antes bien, debemos decir con Lacordaire [Jean-Baptiste Henri Lacordaire]: Que el que quisiera despojar al hombre de la pasión por los males de que ha sido a veces instrumento, se asemejaría a un insensato que rompiera la lira de Homero, porque ha servido para cantar falsos dioses.


II

        Siendo la potencia afectiva fuente y motora de otras, resalta la consecuencia de que la mujer —que privilegiadamente la posee— en vez de hallarse incapacitada de ejercer otro influjo que el exclusivo del amor, debe a ella y tiene en ella una fuerza asombrosa, cuya esfera de acción sería muy aventurado determinar.
        ¿Buscaremos hechos que justifiquen esta teoría? La dificultad que se nos presenta consiste en tener que limitarnos a entresacar algunos, de entre los innumerables que nos ofrece la tradición y la historia.
        Nada parece tan ajeno del tierno corazón femenino, nada tan incompatible con el dictado de débil con que se nos distingue, como las acciones extraordinarias de valor arrojado y de constancia invencible. Sin embargo, mirad a Débora declarando guerra a los cananeos, bajo la palma que le sirve de solio cuando administra justicia a los hijos de Israel, y guiándolos por sí misma al combate en que derrotan al soberbio enemigo. Mirad a Jahel descargando con firme mano el martillo que traspasa las sienes de Sisara; a Judit penetrando en la tienda de Holoférnes para salir de ella con la sangrienta cabeza del invasor; a la madre de los Macabeos presenciando heroicamente el sacrifico de sus hijos, víctimas del amor patrio.
        Y si apartamos los ojos de ese sagrado libro —el más antiguo y auténtico del mundo— veremos a las espartanas, quienes, al aproximarse Pirro para consumar la ruina de su ciudad, se resisten a ser transportadas a la isla de Creta —donde para seguridad de sus vidas las mandaba el senado— y presentándose a este, blandiendo espadas en sus blancas manos, le declaran que no obedecerán nunca a decreto que las deshonra, pues todas están dispuestas a vencer o a morir con sus conciudadanos. Veremos a las hijas del tebano Antípedes, inmolándose sin vacilar cuando declara el oráculo que sólo triunfará Tebas si se derrama ilustre sangre en holocausto a los dioses. Veremos a Boadicea vengando la esclavitud de su pueblo con la muerte de 70.000 romanos; a las argivas defendiendo la ciudad que asalta el rey de los lacedemonios, y rechazándolo con pérdidas enormes; a una princesa sármata —colocada a la cabeza del gobierno en lo más florido de su edad— no sólo administrar recta justicia, sino sorprender y derribar del trono a un monarca ambicioso, que había osado amenazar sus estados burlándose de la debilidad de su sexo. Veremos a Artemisa combatiendo —como auxiliar de Xérjes— en Salamina, después de ilustrarle con tan sabios consejos que —a seguirlos en persa— contaría la Grecia un lauro menos en su corona de gloria. Veremos a la digna esposa de Germánico dejar el lecho, en que acaba de ser madre, para reanimar con su voz las huestes del campamento, y desempeñando, en ausencia de su marido, las veces de general. Veremos a la disoluta Antonina, siempre pronta a lavar las manchas del tálamo nupcial con la sangre enemiga que sabe verter su espada en los campos de batalla, al lado de su esposo Belisario. Veremos a las matronas de Alba Real —en Hungría— defender heroicamente aquella plaza sitiada por los turcos, cuando ya los hombres desalentados trataban de rendirla. Veremos a Juana de Arco, de cuya maravillosa historia no necesito recordaros hechos. Veremos a aquella ilustre griega, Bobolina, que desafiando el poder de Turquía —opresora de su patria— arma buques, los capitanea, y con la divisa de libertad o muerte, logra que su pabellón, triunfante en los mares, difunda espanto dentro de los muros de Constantinopla; y a aquella famosa polaca, Kazanoswska, que presentándose a su marido —gobernador de una plaza sitiada— con dos puñales en la mano, le dice resueltamente: El uno traspasará tu pecho y el otro el mío, si eres capaz de la flaqueza de rendirte; y a aquella notabilísima figura de la revolución francesa, que tiene por nombre madama de Roland; y a la no menos extraordinaria, Carlota Corday [Charlotte Corday], que tiñó su delicada diestra con la inmunda sangre de Marat [Jean-Paul Marat]. ¿Para qué, empero, recorrer los fastos del mundo entresacando de ellos heroínas?
        Nos basta abrir un momento las páginas nacionales. Ellas nos representan a la ilustre viuda de Padilla, rival de su esposo en gloria; a María Pita, esgrimiendo el acero que abandonan los desfallecidos defensores de la Coruña y lanzándose a la brecha, ocupada ya por los ingleses; a la infortunada Pineda, víctima de su amor a la libertad, marchando al suplicio con sereno continente; a la inolvidable Agustina de Aragón, que arranca la mecha de las moribundas manos del último artillero que defiende la Puerta del Portillo, atacada por los franceses en el primer sitio de Zaragoza y prende fuego al cañón difundiendo el espanto en las filas enemigas.
Estos ejemplos, y tanto otros que citar pudiéramos (aun prescindiendo completamente de las innumerables mártires de la fe), ¿pueden dejarnos duda sobre la resolución que debemos sentar respeto al problema examinado? ¿Se nos acusará de ligereza o de parcialidad, si declaramos que tocante al valor y a la energía, ningún título nos presenta al sexo fuerte que no pueda disputarle el débil, con derechos incuestionables?
¡Oh! Y no olvidéis que las mujeres en ningún país del mundo somos educadas para fatigas, afrontar peligros, defender intereses públicos y conquistar laureles cívicos.


III

        Pero todavía es posible —queremos concederlo— que el entusiasmo, tan propio de los corazones apasionados, preste a la mujer en determinadas circunstancias un valor momentáneo, tanto más exaltado y violento, cuanto sea menos propio de su naturaleza; y en tal concepto, los hechos más asombrosos de arrojo y de energía no son bastantes a dejar probado que el sexo dotado privilegiadamente con la hermosura y el sentimiento, lo esté también con grandes cualidades de carácter.
        Los extremos se tocan —pueden decirnos—; la debilidad suele tener arranques de temeraria audacia; y sin negaros, por tanto, que la mujer sea capaz de actos admirables en un impulso de pasión, no os concederemos que sea tan apta como el hombre para llevar a cabo empresas arduas y dilatadas. En una palabra, antes de aceptar la capacidad de la mujer como igual a la del hombre en todos los conceptos, necesitamos algo más que esos hechos extraordinarios, que sólo nos convencen de que teníais razón en proclamar al entusiasmo autor de grandes prodigios.
        Ahora bien, queridas lectoras, atendiendo, como es justo, a las anteriores indicaciones, vamos a echar otra mirada rápida sobre los antecedentes del sexo, relativamente a la inteligencia y al carácter, comenzando por lo que haya de más arduo, trascendental y sublime.
        Nada requiere mayores dotes de talento, firmeza y constancia; nada aparece revestido de tanta gravedad y grandeza como el gobierno de los pueblos. Regir a los hombres es la más difícil de las empresas; regirlos bien es, por consiguiente, la más excelsa de las glorias.
¿Puede la mujer alcanzarla? Un solo ejemplo de ello sería bastante a demostrar que su organización física no es incompatible con las más poderosas facultades del alma; pero nosotras desdeñamos soberbiamente —¿por qué ocultarlo?— el acogernos a uno ni a dos ejemplos, por más decisivos que parezcan, y lanzando —sin elección, en tropel, según se nos vengan a la memoria— algunos de los infinitos recuerdos que atesora el mundo de mujeres famosas en la administración de los grandes intereses públicos, intentamos probar —no ya la igualdad de los dos sexos— sino la superioridad del nuestro en el desempeño de aquella misión augusta, la más ardua de cuantas plugo al cielo encargar a los humanos.








Circunstancias acerca de la crónica.


Este excepcional artículo —el segundo de cuatro sobre la mujer decimonónica— fue escrito y publicado hace ciento setenta y cinco años por el semanario La Ilustración, bajo la pluma y dirección de Gertrudis Gómez de Avellaneda, ¡mujer única! Ocurrió el uno de octubre de 1845 y anterior a dos acontecimientos históricos que marcaron la vida y obra de la excelsa dramaturga, poetisa, escritora y periodista. El primero de aquellos sucesos, fue personal y tremendamente desgraciado; el segundo, gigante e histórico, porque de haber triunfado aquella loca encomienda —jamás llegó a materializarse—, hubiera cambiado por completo el curso histórico de la monarquía española. En ambos, Tula, como se le conoció familiarmente a la Avellaneda, fue protagonista absoluta.
        El 13 de junio de 1844, y con treinta años recién cumplidos, obtuvo la escritora un histórico triunfo dramático sin precedentes en el teatro español. Se estrenó Alfonso Munio, el héroe épico castellano que luchó incansablemente contra los musulmanes, además de ser el personaje, un ancestro directo de la dramaturga. Escrita en tan solo ocho días, la tragedia hizo historia. Con Alfonso Munio, Gertrudis Gómez de Avellaneda se consagró como dramaturga de primerísima línea en Madrid (ya lo había hecho con Leoncia en Sevilla, en Málaga, en Valencia y en Valladolid).
        Se sabe que la joven autora, gracias su talento y belleza, contaba con cientos de admiradores tanto dentro como fuera del parnaso de la época. Uno de ellos fue el apuesto y reconocido poeta sevillano, Gabriel García Tassara quien la noche del fausto estreno de la obra logró sus más que deseados objetivos primarios aprovechando el furor de Tula por el arrollador éxito de su obra. La relación, más que el noviazgo, que se llevó con cierta discreción y algo de silencio, duró hasta mediados de septiembre (tan sólo tres meses). Y concluyó cuando ella le informó a él que estaba embarazada de un hijo suyo. Entonces el poeta despareció, se esfumó de la faz de la tierra. Y Tula se vio en la decimonónica —y casi actual— necesidad de ocultar su gestación aprovechando la coraza-vestimenta de entonces. ¡¡¡Y apenas había comenzado el suplicio de aquella madre soltera!!! En abril de 1845 se presentó el parto. Difícil parto, pues hubo la necesidad de utilizar maquiavélicos fórceps debido a la mal posición del feto en la barriga de su madre. Pese a todo, nació una niña a la que Gertrudis llamó Brenilde como segundo nombre. Pero Brenilde nació enferma a causa de la eclampsia infantil sufrida, convulsiones del alma que concluyeron siete meses después con la inevitable muerte de la pequeña. El deceso ocurrió el 14 de noviembre, cuando la autora había concluido ya, la serie de cuatro artículos sobre «la mujer», considerada respecto a diferentes sentimientos: carácter, valor, patriotismo, lealtad, gobierno, y capacidad científica, artística y literaria, demostrando, no sólo la igualdad de ambos sexos, sino la superioridad, del mal llamado sexo débil, su sexo.
        Justamente por estos magníficos y extraordinarios artículos, lo que representaron en su momento para la sociedad decimonónica, y por la absoluta capacidad mujeril puesta al descubierto por ella misma, el duque de Valencia, Ramón María de Narváez, presidente del consejo de Ministros del reino de España, la escogió un 23 de diciembre, como la mujer ideal —única—, con capacidad suficiente para tratar temas de altísima complejidad que le competían al Estado para hacer valer sus doctrinas —y también para que ella cambiara de aires por la pérdida reciente de su hija—. El propio Narváez la mandó traer al Senado, utilizando el conducto de su enamorado de entonces, Pedro Sabater, gobernador civil de Madrid, y le propuso a puerta cerrada un delicadísimo asunto de espionaje político.
El reino de España, a pesar de la estabilidad política lograda gracias al propio el duque de Valencia, tenía un capítulo pendiente por resolver. Se trataba a nivel europeo el controvertido matrimonio de la joven reina Isabel II. Entre los tres candidatos propuestos para el conveniente enlace, figuraba el napolitano conde de Trápani, ¡muy del gusto de Narváez y de un sector del gobierno! También de la realeza europea, incluido el reino de Las Dos Sicilias que finalmente había reconocido a la soberana de entonces. Narváez, le propuso a Tula, se convirtiera en intermediaria oficial entre el gobierno de Su Majestad y el editor estrella de aquel momento (Benito Hortelano), con el objetivo de poner en circulación, inmediata, un periódico que fuera capaz de competir con otro que además de haber ofendido en lo personal al propio duque de Valencia —a Tula igualmente—, desestimaba la candidatura Trapani para el real enlace con Isabel II ¡Costara aquello, lo que costara!, pagaba el gobierno.
Y Tula aceptó aquel histórico reto. Lo hizo por orgullo. También accedió a ello para aislarse de alguna manera de su reciente pérdida, la de su hija; e igualmente aceptó para complacer a su enamorado de entonces, Pedro Sabater, (Gobernador civil de Madrid y mediador entre Narváez y ella), y también para poner en práctica sus teorías feministas: Demostrando, no sólo la igualdad de ambos sexos, sino la superioridad del suyo para desempeñar admiradas misiones.
«Nada requiere mayores dotes de talento, firmeza y constancia; nada aparece revestido de tanta gravedad y grandeza como el gobierno de los pueblos. Regir a los hombres es la más difícil de las empresas; regirlos bien es, por consiguiente, la más excelsa de las glorias».



Epílogo:
Brenilde murió el 14 de noviembre de 1845, y fue enterrada al día siguiente en la iglesia de San Andrés de la ciudad de Madrid. Y según consta en el libro de defunción de párvulos, aparece como María Brenilde García Gómez de Avellaneda.
La encomienda de Tula como espía se fue al traste por culpa de unas funestas declaraciones del casamentero y joven conde Trápani, momento escogido por los enemigos de Narváez (tenía 40, sólo en el Senado), los cuales firmaron un manifiesto desestimando la candidatura del condesito italiano.
El conocido editor Benito Hortelano, a causa de la persecución política sufrida por la parte de Narváez, se refugió bien lejos, en Argentina. Poco después el duque de Valencia fue destituido de su presidencial cargo.
Tula se casó en mayo de 1846 con Pedro Sabater, gobernador civil de Madrid, y este falleció, tres meses después de su boda, en Burdeos, Francia.
 Narváez recuperó su cargo una vez más. Y la joven reina Isabel II se casó, ¡y contra todo pronóstico!, con otro primito, algo más contradictorio, Francisco de Asís de Borbón y Borbón.


Manuel Lorenzo Abdala