Photo by Lady Clementina Hawarden. London, 1955 |
ELOCUENCIA
NARCÓTICA
“El que no está
dispuesto a cumplir todas las cosas y a cumplir plenamente con la voluntad de
su amada, no merece el nombre de amante”.
Tomás de Kempis
Esta carta es una de las tantas en que
mejor se retrata la autora. Le escribe a él, pero habla más de sí misma y del amor
propiamente dicho que sobre las supuestas virtudes que pueda poseer su destinatario
¿Qué tendrá que decirle ella ante los reclamos, precisamente a quien solo emite reproches?
La noche anterior los ardientes enamorados se
vieron con toda seguridad y tuvieron cita íntima. Lo sabemos por las palabras que le consagra cuando se refiere a él. Esto nos indica que según
ella, Antonio no merecía más elogios que los escuetos dedicados. Nada más tiene
que decirle, repito.
Anoche
has estado encantador: tu tono festivo y ligero me hizo bien al corazón. Tus
palabras acariciadoras tenían un no sé qué de tan positivo y tan corporal
(perdona si digo algún disparate), que en mí, rara como soy, produjeron efectos
admirables. No hablemos más de ti, tampoco; es tiempo de acabar este trozo de
elocuencia narcótica. Es tarde y quiero enviarte mi saludo.
A partir de aquí en la Avellaneda comienza
a apagarse la llama del amor tal y como ella lo concibe: sublime. Antonio la
amaba, sí, pero solo corporalmente y ella se está dando cuenta de este amor
vacio y sin sentido que puede dislocarse. Sufre física y moralmente de una
manera inexplicable, Se siente mal, influenciada por las condiciones
atmosféricas, dice; pero no es toda la verdad. La relación debe reiniciar la llama de
aquellas primeras cartas o no progresará nunca. Y todo muy a pesar de que ella
no lo quiere perder. Ciertamente ambos se demandan con pasión. Bálsamo el
uno para el otro, son la razón narcótica del amor que se profesan.
Manuel
Lorenzo Abdala
Carta
Nº 14
[3
de mayo de 1853, miércoles]
Hoy 3 de mayo.
Quieres que te escriba hoy: bien, amigo
mío, siempre es muy grata para mí la tarea de escribirte: pero ¿qué he de
decirte a ti, que nada tienes que comunicarme por parte tuya? ¿A ti que has
comprendido sin duda con tu buen talento, que hoy, precisamente hoy, debo
hallarme en uno de mis días de espleen,
y de fastidio y de inercia? ¿No ves ese cielo sin color y sin luz? ¿No sientes
esta atmósfera ni cálida ni fría, sino húmeda, pesada, soporífera? Yo,
naturaleza nerviosa por excelencia, estoy más que nadie sujeta a la triste
influencia de estos días opacos y destemplados: sufro física y moralmente de
una manera inexplicable. Si tuviera entre mis manos algún drama, hoy
suspendería el trabajo, a menos de que me conveniese pintar en alguna de sus
escenas un carácter perezoso, tibio, regañón a ratos y a ratos taciturno, pero
siempre pesado y fatigante para los otros y para sí mismo: pintaría ese
carácter porque es por hoy el mío. Afortunadamente mi carácter cambia en horas,
en minutos: toca todos los extremos con igual rapidez; lo cual, sea dicho de
paso, sino prueba la fuerza del alma, indica al menos su agilidad. Pero no
hablemos de mí, querido Antonio; hablemos del amor, que vale más que yo, y que
no se anubla cuando se anubla el cielo; ni se enfría cuando sopla el viento del
Guadarrama. A propósito del amor, ha dicho con inimitable sencillez y verdad,
un escritor místico de ardiente corazón1 estas sublimes palabras. «Lui seul rend léger tout ce qu’il y
a de pesant, et supporte avec égalité les inégalités de la vie; car il porte
son fardeau sans en sentir le poids. Il est libre et rien ne le retient. Il
donne le tout pour le tour; il ne connaît point de borne ; il ne sent
point sa charge ; el veut faire plus qu’il ne peut, parce qui’il croit que
tout luis est permis et possible. Celui qui n’est pas disposé à souffrir toutes
choses, et à se conformer entièrement à la volonté de son bien - aimé, ne
mérite pas le nom d’amant»2.
Esta admirable
definición, querido Antonio, me ha encantado siempre y he envidiado a los que
pueden dirigir a Dios, como lo hacía el autor de ella, aquel amor divino tan
superior a todo objeto terrestre ¿No es verdad que amar de ese modo a una pobre
criatura mortal sería una profanación y una desgracia? Sin embargo, somos tan
injustos que aspiramos a eso; que no nos contentamos con nada que no sea eso.
Si hubiera muchos días tan feos como el presente, es probable que nos
llamásemos a la razón y conociéramos que no debe ser amado con aquella
sublimidad un pobre ser que es esclavo de las influencias atmosféricas. Heme
aquí que te he hablado ya de mí y del amor, y que aun no te he dicho palabra de
ti, que eres lo que me ocupa, a pesar del entumecimiento de mi alma. Hablemos,
pues de ti un poco, antes de concluir esta carta; carta que es menos tonta de
lo que parece, pues te aseguro vida mía que me sería muy difícil escribir otra
igual en cualquier otro día que no fuera tan nublado como éste. Hablemos de ti,
decía. Anoche has estado encantador: tu tono festivo y ligero me hizo bien al
corazón. Tus palabras acariciadoras
tenían un no sé qué de tan positivo y tan corporal (perdona si digo algún
disparate), que en mí, rara como soy, produjeron efectos admirables. No
hablemos más de ti, tampoco; es tiempo de acabar este trozo de elocuencia
narcótica. Es tarde y quiero enviarte mi saludo.
Esta noche irás acaso al teatro: no te
veré, a pesar de mi deseo, porque mamá quiere tener tresillo en casa y habré de
hacer tercio. Mi salud es buena hoy, y mi Esculapio, que acaba de irse, me ha
dicho con gran fe que todo se acabará si quiero no pensar tanto, y no ser tan
irritable. Que yo he de ser mi propio médico y de éxito seguro, siempre que
acierte a modificar mi organización
especial. Ya ves si la cosa es fácil. Adiós, Antonio mío, te quiere siempre
y te saluda con afecto
T
(1)
Se refiere a Tomás de Kempis, canónigo
agustino del siglo XV, autor de Imitación
de Cristo, una de las obras de devoción cristiana más conocida
desde el siglo XV, redactada para la vida espiritual de los monjes y
frailes de entonces y que ha tenido una amplia difusión entre los miembros de la Iglesia
católica; algunos importantes autores de espiritualidad cristiana le han dado
gran relieve, como Teresita de Lisieux, Bossuet y Juan
Bosco, entre otros. Si bien la autoría de esta obra fue ampliamente contestada
por autores posteriores, en la actualidad se tiene como histórica su atribución
a Tomás de Kempis.
(2)
Estas
bellas palabras aparecen en Imitación de
Cristo. Esta obra ha sido el libro católico más editado del
mundo después de la Biblia según nos dice
Eliecer Salesmán (famoso sacerdote colombiano) en el prólogo de su edición
actual “Imitación a Cristo”, p.5.
Imitación de Cristo fue escrita
durante toda la vida de Tomás de Kempis (1380-1471) y es muy posible que haya
sido el material con el cual el autor enseñaba a sus jóvenes pupilos en el Monte
Santa Inés. Se divide en cuatro libros:
Libro I: Consejos útiles para la vida
espiritual.
Libro II: Exhortaciones a vivir vida
interior.
Libro III: De la consolación interior.
Libro IV: Del Sacramento del Altar.
La
edición estudiada y citada por la Avellaneda en esta carta es la traducida del
flamenco por R. P. de Gonnelieu (sacerdote de la Compañía de Jesús), obra editada
por De LAMARZELLE en 1838 (imprenta y librería de Vannes, en la localidad de la
Bretaña francesa). Esta obra es posible se la trajera la Avellaneda en 1846 de “La
Solitude” (Martillac, Burdeos) centro espiritual al que se retiró después de la
muerte de su primer esposo, Pedro Sabater, y posiblemente la obra inspiradora
de su posterior Devocionario cristiano en
prosa y verso. La divina Tula posee ambas obras en sus archivos
a disposición de los lectores.
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