Hoy comenzamos la
reproducción del primer lote de cartas, las cuatro primeras, aquellas que
fueron escritas mientras Ignacio de Cepeda, el destinatario, se encontraba hospedado en la Posada de la Castaña o Mesón de la Castaña, que estaba
en la Plaza del Buen Suceso de Sevilla y que daba alojamiento, principalmente, a
estudiantes.
La foto principal
que ilustra la entrada al blog, realizada por mí, corresponde a la
carpeta aparecida en año de 1922 –pensamos que fue el propio Cruz de Fuentes
quien la vendió a la Real Academia Sevillana de las Buenas Letras diez años
antes de morir–. Esta carpeta contiene toda la correspondencia (Autobiografía y
53 cartas) escritas por la poetisa y celosamente guardadas durante setenta
años por su destinatario. También contiene dos cartas,
originales, que el propio Cepeda envió a la Avellaneda.
Según me ha comentado José
María Rodríguez Cepeda –al cual conozco personalmente–, a su tatarabuelo le
gustaba que sus nietos leyeran aquellas cartas para recordar a su celosa e indómita
enamorada. El texto que a continuación transcribo, lo escuchó él de labios de
su propio abuelo, quien debió contarle la historia. El escrito aparece en el
prólogo de la edición especial que realizó el Ayuntamiento de Almonte en el año
2007:
Siendo muy anciano y con la vista fatigada, D.
Ignacio convocaba a veces a sus nietos mayores [su abuelo uno de ellos], niños
entonces que acababan de aprender las primeras letras, les daba algunas de las
cartas y hacía que se la leyeran en voz alta. Al escuchar, revividos por
aquellos ingenuos labios infantiles, los apasionados fragmentos de las letras
por quien tanto le amó en vida, Cepeda muchas veces se emocionaba vivamente.
Igualmente
cuenta José María Rodríguez Cepeda en el prólogo, (página IX) de la edición
impresa de estas cartas, escrito para conmemorar el
centenario de la primera edición, que su tatarabuela –María de Córdova y
Govantes–, conocedora de toda la historia desde el principio, al referirse a las
cartas y a la historia que contaban, solía decir: «Poco me importa la relación
que mi marido pudo tener de soltero con esa señora, el hecho es que me prefirió
a mi». Y yo me pregunto: ¿Qué razones tuvo entonces para entregar a Cruz de
Fuentes toda aquella correspondencia para que fuera editada…? Una
buena pregunta que intentaremos responder en el próximo post.
El resto de
fotos que acompañan a esta entrada, todas de mi autoría, corresponden a la
exposición al público de los originales de las cartas, en homenaje por el bicentenario del nacimiento de la autora, realizada por el Archivo de la Real Academia Sevillana de las Bellas Letras en el año 2014.
Como podrá
comprobar el lector, la primera de las cartas, del 13 de julio de 1839, fue
redactada y enviada a su destinatario, anterior al Cuadernillo
autobiográfico fechado entre el 23 y 27 del mismo mes. No sabemos por qué razón
Lorenzo Cruz de Fuentes la colocó, en sus dos ediciones, posterior a la
Autobiografía.
La segunda,
tercera y cuarta correspondencia tienen el objetivo primordial, de disculparse ante
su enamorado por los «arrebatos indomables de celos» que experimentó la poetisa
al verle, presumiblemente, acompañado por otras jóvenes damas en los paseos sevillanos
y hasta subiendo a su habitación de la Posada de la Castaña. El recuerdo de estas
escenas, típicas de una caribeña celosa a rabiar, alimentadas por el temperamento de las negras esclavas africanas –a las cuales estaba acostumbrada ver y actuar la joven Tula en su Cuba
natal– se mantuvieron vivas por muchos años en la memoria y corrillos de la ciudad.
No se hablaba de otro escándalo mayor en la Sevilla de entonces.
Recomiendo,
encarecidamente, leer las cartas, ¡todas! Valdrá la pena, no sólo para seguir
la historia, sino para comprender el espíritu indómito, en cuanto a relaciones
amorosas se refiere, de la joven Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Manuel Lorenzo
Abdala.
Una hora de desvelo y melancolía en la noche del 13 de julio(1).Dedicada a mi «compañero de Desilusión».- Para él solo.
¡A vejez prematura te condena
El desaliento de tu joven alma!
¡Sientes del tedio la insufrible pena!
¡Ningún consuelo tus dolores calma!
En tus amores viste decepciones,
Crimen y error en el imbécil mundo,
Y sucedió a tus dulces ilusiones
Desengaño mortal, tedio profundo.
Así la aurora de tu hermosa vida
Se despojó de mágicos colores,
Así la senda de tu edad florida
Yace marchita sin verdor ni flores.
¡Ay! ¡Yo comprendo tu penar insano!,
Porque mi suerte cual tu suerte fiera
Aquí en mi seno con airada mano
Fecundo germen de dolor vertiera.
También, cual tú, costosos desengaños
Atesoré con ávida amargura,
Y el horizonte de mis tiernos años
Surcó una nube de feral pavura.
Cielo sin
claridad, campo sin flores,
Estéril
árbol en fecunda tierra,
Mi juventud
sin goces, sin amores,
A la
esperanza del placer se cierra.
Éste es,
¡Ignacio!, mi fatal destino,
Y éste
también el que te acecha airado,
Si de la
vida al áspero camino
Te lanzas
sólo en tu vigor fiado.
No del
sentir el mágico tesoro
Exhausto
yace en mi oprimido seno:
Ven pues,
¡querido!, y el ardiente lloro
Podamos
juntos confundir al meno.
También tiene el llanto
Goces silenciosos,
Perfumes preciosos
De pálida flor.
Como hay en noche
Benigno rocío,
Que del seco estío
Mitiga el calor.
Más
no los lazos de amistad me nombres,
Que en la
amistad del mundo yo no creo,
Y en el
lenguaje impuro de los hombres
Traiciones
temo, si cariño veo.
No del amor
la copa emponzoñada
Libaremos
sedientos de ventura:
La del dolor
tomemos, y, apurada
Entre los
dos, partamos su amargura.
Del pesar la
terrible simpatía
Esa nos una
y nuestro lazo sea,
Y de la
muerte a la región sombría
Juntos el
mundo descender nos vea.
Acaso en esa tumba
Do juntos bajaremos,
Un destello gocemos
De lumbre celestial.
Acaso un genio aguarda
Nuestras almas dolientes
Para abrirle las fuentes
Del placer eternal.
Me hace mal, mucho mal, oír a usted expresar sus ideas, dolores y
esperanzas. Ya ve usted por esta composición qué pensamientos me inspira.
Atienda usted a los versos y no a las ideas.
Efectivamente, a veces me abruma esta plenitud de vida y
quisiera descargarme de su peso. He trabajado mucho tiempo en minorar mi
existencia moral para ponerla al nivel de mi existencia física. Juzgada por la
sociedad, que no me comprende, y cansada de un género de vida que acaso me
ridiculiza; superior e inferior a mi sexo, me encuentro extranjera en el mundo
y aislada en la naturaleza. Siento la necesidad de morir. Y, sin embargo, vivo
y pareceré dichosa a los ojos de la multitud.
¿Mas lo creerá usted así?... No, yo lo sé, por eso temo nuestras
conversaciones. Esto mismo que escribo no podría hablarlo sin conmoverme
demasiado: porque cuando ambos nos sentimos uno junto al otro abrumados de la
vida, cansados del mundo, entonces no sé qué delirio irreprimible me hace
desear la muerte para ambos.
Usted me habla de amistad, y no ha mucho que sintió usted el amor. Yo no
creo ni en una ni en otro. Busco en emociones pasajeras, en afectos ligeros, un
objeto en que distraer mis devoradores pensamientos y me siento así menos
atormentada, porque inconstante en mis gustos, [me canso] fácilmente de todo, y
los afectos ligeros, que apenas me ligan, no me privan del derecho de seguir el
instinto de mi alma que codicia libertad. Alguna vez deseo hallar sobre esta
tierra un corazón melancólico, ardiente, altivo y ambicioso como el mío:
compartir con él mis goces y dolores y darle este exceso de vida, que yo sola
no puedo soportar. Pero más a menudo temo en mí esta inmensa facultad de
padecer, y presiento que un amor vehemente suscitaría en mi pecho tempestades,
que trastornarían acaso mi razón y mi vida. Además, ¿llenaría aún el amor el
abismo de mi alma? ¡Todo lo he probado y todo lo desecho: amor y amistad! ¿Qué
puedo, pues, ofrecer a usted, querido mío? ¡La compasión de un corazón
atormentado…! y mis versos para distraerle un momento de ocupaciones graves.
Estoy avergonzada, ¡Dios mío! ¿Qué habrá usted pensado de mí, Cepeda, después
de la extraña y ridícula conducta que tuve anoche? Si fuese usted un fatuo
presumido, uno de estos hombres vanidosos de que abunda la sociedad, ya sé yo
lo que pensaría.
Aun no siéndolo usted, aun creyéndole a usted modesto y no ligero en sus
juicios, tiemblo al reflexionar en mis locuras el concepto que usted formará y
lo que supondrá. ¿Qué hombre habrá bastante modesto que viendo en una mujer el
arrebato indominable que usted vio anoche en mí, no creyera que sólo los celos…?
¡Dios mío!; mi mano tiembla y mi frente se cubre de vergüenza al pensarlo. He
dado motivo para que usted no crea nada de cuanto le he dicho hasta el presente
acerca de la naturaleza de mis sentimientos para con usted; he dado motivo para
que usted me crea enamorada y celosa; he dado motivo para que usted
me coloque en la lista de esas cuatro o cinco a quienes inspiró, sin
pretenderlo, una pasión desgraciada. ¡Maldición! Yo sufro una humillación que
no creía estuviese en la lista de mis padecimientos. ¡Qué papel he querido representar,
o mejor dicho, he representado involuntariamente! ¡El de enamorada celosa! ¡Yo,
yo, Dios mío!; no sé cómo no muero sofocada de rabia. Es cierto que no hay en
mí ni amor ni celos; es bien cierto que ni le he mirado a usted como amante, ni
le deseo como tal, ni lo admitiría… ¡lo juro a Dios y por mi dignidad de mujer!
Juro que no lo admitiría a usted por mi amante, así como hasta ahora no le he
considerado a usted como a tal.
Es bien cierto todo esto y que el afecto mutuo, que nos ha ligado hasta el
alma, ha sido tan puro como desinteresado; y, sin embargo de esto, ¡qué papel
hago desde anoche! ¡Cómo me he degradado por un capricho inconcebible, por una
violencia pueril y extravagante! ¡A qué suposiciones humillantes he dado lugar!
Ya lo ve usted probado; ya ve usted probado lo que yo le he dicho muchas veces:
que hay en mi carácter algo de tan ligero, tan caprichoso y tan inconsecuente,
que me ha de causar en mi vida muchas pesadumbres.
Las gentes me creen mujer de algún talento y mundo, y yo mismo lo he
pensado así, pero nos engañábamos; ya lo sé por experiencia. A los veinticuatro
años(2) soy más niña que una de cinco. Yo no tengo talento ninguno, ni tengo
mundo, ni tengo prudencia; no tengo más que una desgraciada cualidad, que yo
maldigo: una ingenuidad que raya en necedad y en locura. Usted debe haberse
reído de mí, ya lo creo: no puedo quejarme. Pero tenga usted la bondad de
escucharme un momento, que aunque no pueda ni pretenda justificar la ligereza y
extravangancia de mi conducta anoche, acaso haré comprender a usted sus
verdaderos motivos y evitaré, ya que no sea el concepto de arrebatada y de
indiscreta en que usted debe justamente tenerme, al menos el de celosa,
que me humilla lo que no es decible y que ciertamente no merezco.
…Mi dolor, mi sorpresa, mi exaltación eran efectos de una misma causa. No
vi en usted en aquel momento el amigo de mi corazón, que asegurándome una amistad
grande, tierna y santa, me había dicho: puedes aceptarla sin temor
ni reserva, porque te la ofrece el más puro y ardiente de los corazones(3). En vez de este corazón puro y ardiente, yo
no vi en aquel momento rápido de sorpresa y de dolor sino un corazón usado al
extremo, un corazón dividido entre muchos objetos…
Lo que dije, lo que hice, yo no lo sé exactamente. Sé que me volví loca
nada más; loca de dolor, al ver destruida mi última y más querida ilusión: la
ilusión divina que me hizo creer había hallado al fin un corazón sensible,
puro, ardiente, capaz de grandes pasiones y acaso de grandes faltas, pero no
capaz de tibios y multiplicados afectos…
Todo esto, agolpándose súbitamente en mi cabeza, la trastornó en términos
que ya no supe más lo que hice. [Parecía] que me habían transportado a otro
mundo, a un infierno, y aquella carta de usted, que tenía en mi seno, me
quemaba como un ascua de fuego. Hice mil locuras, locuras que pudieron ser bien
siniestramente interpretadas; y lo que más siento, lo que más me humilla, es el
pensar que usted mismo, Cepeda, usted mismo, habrá creído ver un arrebato de
celos en lo que no era más que un exabrupto de dolor. ¡Cuán avergonzada estoy,
Dios mío! ¡Hubiera querido morir antes de salir anoche de mi casa!
No me mande usted mis cartas que le pedí, y en nombre del cielo y de la compasión,
olvide usted mis locuras de anoche. Respecto al cuadernillo que di
a usted, sabe usted mis condiciones. Están en él designadas las personas por
sus nombres, y encierra confianzas que sólo a usted pudiera yo haber hecho,
pues soy sumamente reservada en asuntos domésticos. Por todo esto, no estaré
tranquila hasta saber qué ha sido quemado por usted mismo: lo ruego y lo exijo(4).
Por lo demás, nada me resta que decir. Retíreme usted su confianza, no la
merezco; soy demasiado violenta y ligera; soy también muy joven todavía para
ser confidente de un hombre de su edad de usted(5) y de sus méritos, y diré aún más, de un hombre que se halla en
posición tan delicada. No tengo ni la madurez, ni el talento necesario para
aconsejar con acierto, y sólo podré afligirme o hacer locuras como anoche. Seré
siempre su amiga de usted…
Sea yo para usted lo que es Concha(6), lo que es Ana Estrada y otras muchas amigas jóvenes que usted tiene, y
usted para mí sea como Bravo(7), como otros pocos, un amigo estimado, que siempre se ve con placer, pero
que se puede dejar sin gran dolor. Bajo este arreglo yo garantizo que no habrá
ya nuevos disgustos entre nosotros, no ciertamente. Pero no me pida usted ya
confianza, amistad exclusiva. No está ya en mi mano concederla, ni posible es
que yo pueda fingir.
Adiós, mi amable amigo, feliz viaje; déjeme usted cuatro letras en el
correo, acusándome el recibo de ésta, pues no estaría tranquila si no supiese
con certeza que usted la había recibido. Diviértase usted en Elmonte o Almonte,
y consérvese bueno y estudioso para que le veamos pronto. Repito y ruego
encarecidamente, de rodillas si es preciso, que olvide usted mis miserias de
anoche. Si no puede usted impedirse el creer que sólo el amor, y un amor
exaltado y celoso pudo arrastrar a tales imprudencias a una mujer que no es,
naturalmente, ni loca ni tonta, créalo usted; pero crea usted también en que,
si existió, ya no existe, y que si existió, era sin conocerlo yo misma.
En fin, lo que deseo, sobre todo, es que se olvide todo lo pasado(8).
He recibido la de usted a su debido tiempo y sin que haya ocurrido la menor
novedad. No sé por qué le parecía a usted poco seguro este conducto, cuando es
el menos sujeto a riesgos(10). Sin embargo, puesto que usted dudaba y me dice aguarda le acuse el recibo
de la suya, lo hago, y me permitiré, aunque falte a su encargo de usted, añadir
algunas líneas más. Si le es a usted enojoso leerlas, guarde usted esta carta
sin pasar de esta línea, pero léala algún día.
Algún día remoto, cuando yo haya dejado para siempre estos países, y que mi
memoria, sin tener bastante influjo para agitarle o enojarle, tenga el
necesario para hacerle grato un último recuerdo de mi cariño. Acaso no nos
volveremos a ver más: ¿quién sabe? usted se marcha a Almonte hoy o mañana, yo
partiré a Cádiz con mi hermano(11) dentro de diez o quince días y estoy resuelta a permanecer un mes por
lo menos(12). Si en este tiempo mamá tiene orden de marchar a Galicia (como todo lo
anuncia), en ese caso me quedaré en Cádiz, y acaso cuando le deje sea para
atravesar nuevamente los mares y separarme de usted 1800 leguas. ¿Por qué,
pues, rehusará usted oírme, acaso por última vez? ¡Es tan solemne una despedida
aun cuando sólo sea por tres días de ausencia…! ¿quién nos asegura al dejar un
objeto querido que volvamos a encontrarle? ¡Oh!, y en esta horrible duda, en
esta posibilidad terrible de una eterna separación, ¿deberán despedirse
enojados dos amigos que se han querido?, ¿deberán separarse sin dirigirse una
mirada de consuelo, una palabra de reconciliación? Cuando se buscasen sin poder
hallarse, cuando no esperasen volver a verse más, ¿no sentirían entonces un
tardío arrepentimiento de no haber perdonado?
Usted se ha resentido conmigo: ¡cosa rara! ¡es usted un hombre singular!:
otro en lugar suyo se hubiera lisonjeado, porque mis tonterías de la otra noche
a mí sola me perjudicaban, a mí degradaban, a mí ridiculizaban(13); y yo sola tengo derecho por lo tanto para estar irritada conmigo misma.
Pero usted no sé por qué pudo ofenderse tanto. Sin embargo, básteme saber que
lo está para no querer se marche usted en esa disposición. Yo no estoy, ni
tengo a la verdad motivo ninguno de estar con usted enojada, porque del mismo
modo que yo me perjudiqué a mí misma, y solamente a mí entregándome a aquel
rapto extravagante y caprichoso de cólera, pues probé con mi conducta que era
una necia, y una imprudente, sin sentido común; así usted...(14) se perjudicó, porque mostró que no tenía un corazón tan puro como me
lo había dicho, y yo creía, ni una conducta digna del hombre, que se atrevía a
ofrecer una grande, tierna y santa amistad. ¡Ay! Las grandes
pasiones se tocan casi siempre: yo no sé si puede dar una grande
amistad el que ha dado multiplicados amores!
Metastasio.
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Ha dicho Metastasio y acaso lo he creído yo misma así, y por eso no
esperaba saliese del puro manantial de una alma cual la de usted dos
sentimientos tan diversos, y que diese amores vulgares un corazón capaz de
sublime amistad.
Pero en todo esto no hay que deba irritarnos al uno contra el otro. Usted
es bastante generoso para perdonar la dureza de mi franqueza en atención a que
me inspira un interés vivísimo, y que con permitírmela con usted le doy una
prueba de cuán superior le creo a esos fatuos vanidosos, que no tienen bastante
razón para conocer, que no la han tenido siempre, y no pueden perdonar el que
se les hable el lenguaje algo áspero de la verdad. Yo tampoco debo ofenderme,
antes bien agradecer la confianza que usted me ha dispensado, sólo me irritó en
un primer momento el que no fuese usted tan grande, tan sin igual, tan sublime
como lo deseara mi corazón. ¿Pero por qué sería tan injusta que se lo
reprochase a usted como un crimen?
¡Cepeda!, tú eres lo que has sido, lo que serás siempre para mí, el más
amable de los hombres y el más querido de los amigos: esto eres todavía y esto
tienes que ser mientras yo viva: ¿por qué, pues, nos separaremos de este modo?
¿Te lo aconseja así tu corazón?, ¿podrás
no conocer el mío? En cuanto a mí, no puedo, ni quiero: es preciso que te diga
que te quiero aun más que a ningún hombre he querido, y que si el destino ha
ordenado no te vuelva a ver más, conservaré de ti una tierna e imborrable
memoria. Adiós, pues, tú que me inspiras una ternura fraternal; tú, por cuya
dicha daría una parte de mi sangre, recibe mi adiós, y ya que no me lo retornes
vierte sobre él una lágrima de reconciliación; tendría un placer en verte esta
noche, pero no lo exijo, adiós.
Amigo mío: he estado a punto de hacer un desatino sólo por haber soñado que
te habías marchado. Es preciso para sosegar mi corazón que te vea esta noche.
Creo que iremos esta tarde en casa de las Jurado, pero de todos modos, a las
ocho u ocho y cuarto, estaré en casa sin falta. No dejes de venir a verme.
Mándame la composicioncilla mía A la luna, que te di impresa(16), pues el ejemplar que tenía se me ha perdido, y quiero hacer una colección
de todas.
Adiós, hasta las ocho u ocho y media, lo más tarde. Además, si me es
posible hacer desistir a mamá de la visita, lo haré; pero repito que de todos
modos estaré en casa a las ocho.
Anoche, apenas una hora he dormido: estoy en pie desde las cinco.
1
Sevilla, 13 de julio de
1839. Como podrá comprobarse, esta carta, la número 1 del lote de 53, fue
escrita anterior a la Autobiografía que ya transcribimos la semana pasada. No
sabemos por qué razón el señor Lorenzo Cruz de Fuentes, la ubica en segundo
lugar.
2
La cuenta de sus años no
la llevó nunca bien la insigne Tula. Ya dejamos copiada en nota a la Autobiografía su partida de bautismo (Nota del Lorenzo
Cruz de Fuentes)
3
Las palabras subrayadas
son de la carta de don Ignacio a la Avellaneda, fecha 15 de julio de 1839, cuyo
borrador se conserva. (Nota del Lorenzo Cruz de Fuentes)
4
«Se me olvidaba decir a
usted que no he aplicado su sentencia al libro de
memorias, porque se me hace duro y no podré resolverme a ello; pero si usted insiste
se lo entregaré, que es el modo de que quede completamente satisfecha.» Por
fortuna, no fue aplicada tan cruel sentencia al libro de
memorias o cuadernillo, que es la autobiografía que precede a
esta colección de cartas, ni su autora volvió a insistir en la petición. (Nota
del Lorenzo Cruz de Fuentes)
5
La afirmación es
inexacta, puesto que de ella se deduce que don Ignacio contaba más edad que la
poetisa; cuando precisamente era todo lo contrario. (Nota del Lorenzo Cruz de
Fuentes)
6
7
8
Para fijar la fecha de
esta carta, que corresponde al 10 de agosto de 1839 (según se expresa en nota
del prólogo de la primera edición), se ha tenido a la vista el borrador de la
contestación dada por don Ignacio. Lo que se ha suprimido de la carta se indica
por puntos suspensivos. (Nota del Lorenzo Cruz de Fuentes)
Nosotros agregamos que
es una pena los suprimidos de las cartas, tachonados deliberadamente en los
originales por el señor Lorenzo Cruz de Fuentes (imperdonable)
9
Año 1839. En ésta, como
en todas las demás cartas de esa época que no expresan el lugar, deberá
entenderse que fueron escritas en Sevilla. (Nota del Lorenzo Cruz de Fuentes)
10
Alude la escritora a lo
que don Ignacio le decía en postdata de su carta del día anterior: «He detenido
la remisión de ésta hasta ahora, que son las nueve y media de la mañana,
dudando qué conducto elegiría como más seguro de que llegase a manos de usted,
pues temía que esta falta provocase a usted a mandar la criada por saber si me
había marchado (a Almonte); mas, ya que se me hace tarde, he preferido, quizás
imprudentemente, el correo, donde yo mismo voy a echarla.» (Nota del Lorenzo
Cruz de Fuentes)
11
12
Durante su breve
permanencia en aquella ciudad le hizo su retrato el notable miniaturista Moral,
del cual procede el que publicamos en esta edición.
Allí conoció al maestro
Lista, que regentaba el Colegio de San Felipe, y a los redactores de La Aureola, de quienes habla en carta de 28 de agosto de ese
año. (Nota del Lorenzo Cruz de Fuentes)
13
Se refiere a una escena
destemplada que tuvo con el señor Cepeda, a quien había acusado de vanos
amoríos. (Nota del Lorenzo Cruz de Fuentes)
Volvemos sobre lo mismo:
Lorenzo Cruz de Fuentes en sus ediciones ha dado por sentado que la Avellaneda
faltaba a la verdad, algo que nunca podremos saber con exactitud.
14
Lorenzo Cruz de Fuentes
ha escrito una vez más: “Se ha creído oportuno suprimir tres renglones
inspirados en los celos, que devoraban a la poetisa, y faltos, por tanto, de verdad”.
Esto viene a demostrar la manipulación de estas cartas que están llenas de
borrones y tachaduras, realizados probablemente por el propio señor Cruz de
Fuentes en gratitud por el gesto de la señora Govantes viuda de Cepeda. Nunca
podremos saber la verdad ¡Nunca! Cruz de Fuentes enaltece la figura de Cepeda y
rebaja la actitud de la poetisa, algo que nos parece injusto y hasta falto de
respeto.
15
Corresponde a los
primeros días de agosto de 1839, entre el 4 y el 15, fecha esta última en que
ya estaba don Ignacio en Almonte. El sobrescrito dice: «Sr. D. Ignacio Cepeda,
en S. M.» (Nota del Lorenzo Cruz de Fuentes)
16
Una de las primeras composiciones de la
Avellaneda, escrita en Sevilla en el propio año de 1839 y publicada por La
Aureola de Cádiz.
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