septiembre 29, 2015

LA GRAN DESDEÑADA (otra vez)

Después de tres meses de obligada inactividad por razones ajenas a nuestra voluntad, el blog dedicado a Gertrudis Gómez de Avellaneda reanuda sus publicaciones. Las cinco cartas pendientes de publicar, relativas a su epistolario de amor-desamor con Antonio Romero Ortiz, podrán ser solicitadas por los lectores interesados, escribiendo a la dirección electrónica del blog.
A partir de ahora publicaremos una serie de ensayos sobre la poetisa escritos por varias personalidades de los siglos XX y XXI.
Hoy comenzaremos por un tema que de alguna manera ya hemos tratado anteriormente, pero nunca como lo hacemos ahora.
En los inicios del blog, allá por noviembre de 2011, publicamos una entrada donde tratábamos sobre la polémica surgida con el nombre que debería llevar el Teatro Nacional de Cuba, que a día de hoy, aún, no lleva ninguno. En aquel momento hacíamos alusión a un extraordinario ensayo autoría de Dulce María Loynaz con una nota aclaratoria de Nydia Sarabia donde aclaraba la procedencia del escrito y otros ardides. Por entonces no publicamos el ensayo ni la nota aclaratoria, pero brindábamos la posibilidad a los lectores del blog, a través de un link, de consultar la fuente original de donde lo extrajimos:


Presagiando la posibilidad de que la página oficial de José Martí, excluyera el ensayo y la nota aclaratoria por todo lo que en él se exponía y lo que significaba, guardamos (a buen recaudo) en nuestros archivos el original que hoy hacemos público. La idea nos ha venido sugerida por varios lectores ya que, efectivamente, La gran desdeñada, ensayo de Dulce maría Loynaz no aparece por ningún lugar de la Internet (salvo en nuestro blog), mucho menos con la nota aclaratoria de Nydia Sarabia que pone al descubierto los raros métodos de cómo las autoridades cubanas han intentado, a través de los tiempos, hacerse con los restos mortales de varias personalidades, incluida la de Gertrudis Gómez de Avellaneda que descansa, junto a los de su esposo y hermano Manuel Gómez de Avellaneda en la Sacramental de San Fernando de Sevilla.


Manuel Lorenzo Abdala






GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA. LA GRAN DESDEÑADA

(Nota aclaratoria)

Este trabajo de la poeta y novelista cubana Dulce María Loynaz, Premio Miguel de Cervantes de Literatura 1992, que ella tituló: “Gertrudis Gómez de Avellaneda, la gran desdeñada”, parece ser inédito, pero su contexto recobra ahora una gran actualidad porque en el mismo expone la escritora su interés acerca del nombre que debe llevar el teatro que se construía entre 1950 a 1952 en la Plaza Cívica (hoy Plaza de la Revolución José Martí), en La Habana.
Después del triunfo de la Revolución (1959) fue terminado dicho teatro y se bautizó como Teatro Nacional. Si bien es cierto que este teatro tiene una Sala llamada Avellaneda, en homenaje a la magna poetisa y dramaturga camagüeyana.
Todavía aquel ardiente y justo deseo de Dulce María Loynaz no ha sido satisfecho para que el Teatro Nacional lleve el nombre de aquella “indiana” del Camagüey que tanto brillo y esplendor le dio a la cultura de su Isla durante el siglo XIX.
Aquella “Tula” Avellaneda de quien José Martí expresó sobre “los literatos de enaguas la gloria cubana que le querían quitar a la Avellaneda…”
Este es un excelente ensayo de la autora de Jardín que hay que tener en cuenta. Ella me obsequió una copia de ocho cuartillas mecanografiadas, y de su puño y letra, en tinta azul, escribió al final: “La Habana, febrero 10 de 1961. Dulce María Loynaz”.
Ese magnífico obsequio me hizo plantearle en 1968 a nuestra querida e inolvidable amiga Celia Sánchez Manduley, entonces Secretaria de la Presidencia de la República de Cuba, la posibilidad de traer para Cuba los restos de la patriota camagüeyana Ana Betancourt de Mora. Ella nos indicó escribir al cónsul cubano en Madrid, el compañero Horacio Fuentes, para que hiciera las gestiones pertinentes, pero como si la patriota fuese un familiar de él. Eran los tiempos del general Franco y Horacio (ya fallecido) cumplió a cabalidad su misión. Logró traer de forma discreta e inteligente aquellos huesos sagrados a la patria y que hoy descansan en un mausoleo en Guáimaro, donde la voz de Anita se alzó durante la asamblea de Guáimaro para solicitar a los legisladores cubanos la emancipación de la mujer.
Lograda esta misión, volvimos a sugerirle a Celia el poder hacer gestiones para realizar lo mismo o parecido con los restos de “Tula” Avellaneda enterrada en un cementerio de Sevilla, España. Ella me autorizó de nuevo a escribirle a Horacio Fuentes y éste pasó el asunto al amigo Luis Felipe Pacheco Silva, a la sazón el cónsul cubano en Sevilla. Intercambiamos por carta esta misión y él nos envió hasta una fotografía de la bóveda donde reposan aún las cenizas de La Peregrina y la forma de devolverlas a su patria.
Celia me indicó le comunicara a nuestro poeta Nicolás Guillén, entonces presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), él se ocupara en persona de las exequias de la Avellaneda cuando arribaran a La Habana, y que había el proyecto de erigirle un mausoleo en el cementerio de Camagüey. Guillén estuvo muy entusiasmado y envió a una persona para recibir las orientaciones en caso de que se lograra ese propósito.
Pacheco Silva (ya fallecido) hizo las primeras gestiones en un momento difícil, porque se alegaba que la poetisa tenía descendientes o familiares en España y no aparecían. También eran los tiempos del franquismo. Al enfermarse Celia, todo quedó en el aire y no se pudo conseguir ese noble y justo deseo de tantos años, y en especial, de Dulce María Loynaz.
Es por eso que ahora damos a conocer este maravilloso ensayo de Dulce María Loynaz, donde ella patentiza su amor por la cultura cubana a través de aquella que José Martí analizó en un paralelismo irrepetible al decir que “…la Avellaneda no sintió el dolor humano; era más alta y potente que él; su pesar era una roca…”


Nydia Sarabia




GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA. LA GRAN DESDEÑADA

(Ensayo original)

¿Cómo podríamos llamar en buen castellano a una criatura cuyo destino fuera padecer el repudio de todo cuanto amase en el mundo?
¿Y qué pensar de ese repudio, de ese sordo volver la espalda a su presencia cuando quien sufre tal maltrato es justamente una mujer ungida por las gracias?
He aquí un fenómeno curioso, digno de concienzudo análisis no realizado todavía; Gertrudis Gómez de Avellaneda, poetisa cubana, escritora famosa en el pasado siglo, no es solo un caso en la Literatura, lo es también en la Psicología, y hasta en la idiosincrasia de los pueblos.
Y digo esto porque el injusto, inexplicable, reiterado desprecio que ella encuentra en los elegidos de su corazón, parece contagiarse de uno a otro, parece incluso arraigar por momentos en una colectividad determinada, y hasta transmitirse como triste herencia de generación a generación.
Gertrudis era, como todos saben, una mujer de talento: quizás de demasiado talento para el gusto de su época. Pero era también mujer de nobles sentimientos y espléndida hermosura. Brillante, amena, culta, rodeada de prestigio, cabe añadir, como si tales prendas fueran pocas, otra a la que hoy no se da mucha importancia, pero que entonces sí pesaba su procedencia de honorable casa, si bien no recargada de blasones, de todos modos vinculada al patriciado criollo.
En ningún campo pues, se la podía tener por una advenediza ni era lógico mirarla con recelo como si se tratara de una improvisada o una aventurera. En donde quiera que pisara tenía derechos naturales que ostentar, derechos que además nadie le negaba.
Y para no dejar resto de duda, voy a aclarar también, aunque no sea necesario, que nadie debe sospechar en ella la encarnación de un Amiel con faldas: bien lejos de su temperamento toda timidez, toda parsimonia, toda reserva que no fuese la que el buen gusto y una delicadeza innata cultivan siempre en la real señora.
¿Cuál era entonces el valladar sutil alzado una y otra vez entre ella y los seres de su elección?
Recalco lo de la elección, porque el fenómeno a que nos estamos refiriendo se hacía más patente entre aquellos que su alma prefería, que su mano seleccionaba para sí.
Sin duda tuvo Tula hombres que la amaran, amigos que la defendieran, multitudes que la aclamaran; pero no sé hasta qué punto podían éstos compensarlas de lo perdido o de lo nunca hallado que podía tener cualquier mujer, ni sé siquiera si ese fondo brillante se lo puso el destino para hacerla sentir más hondamente la tiniebla interior.
Casada dos veces, pero ninguna con el hombre amado; una reina la tiene por amiga, pero antes su amiga de la infancia la traiciona; y aunque en lejanas tierras le sea dado cosechar laureles, el pueblo suyo la negará tres veces.
Rafael Marquina, el notable polígrafo español, recientemente fallecido, nos cuenta en vivas páginas la historia de la poetisa fracasada en su amor primero; rechazada más tarde con una hija moribunda en brazos; rehecha apenas y tornada viuda en su viaje de bodas. Y así vamos siguiéndola en su peregrinar de cuesta en llano, reina mendiga de ternura, musa implorante ante un galán esquivo, ella, la altiva Tula hecha a domar las tempestades.
Altiva sí, a pesar de todo, porque tuvo siempre conciencia de su estatura interna, de su abolengo espiritual. La pertinacia de sus fracasos amorosos, la frustración de su maternidad y la conjura de la envidia ajena no alcanzan a fermentar en su pecho eso que hoy llaman un complejo de inferioridad. Otra mujer puesta en su caso pronto hubiera acabado por rendirse, se hubiera recluido en un convento o en una clínica psiquiátrica, según los tiempos que corriesen, y no habría llegado como ella, a cumplir su misión en este mundo.
Esta coincidencia inconmovible de su alto destino, aun mantenida en sus flaquezas femeninas, esta seguridad de sí misma que no la abandonará ni siquiera en sus días tristes, le prestan en verdad un singular aire de realeza, de una realeza un tanto exótica e inquietante.
En la corte de España con baldaquines y reposteros, debió parecer una auténtica Nusta desterrada, una hija de Inca traída en rehenes, a la que los hidalgos no se atreven a enamorar.
Y esta alteza extranjera quien se lo juega todo a una carta insignificante, Gabriel García Tassara. Y a los ojos de todos como las reinas mismas, trae al mundo una hija.
Semejante paso no se hubiera atrevido a darlo una mujer soltera y famosa, consciente y respetada, ni aun en nuestro siglo. Y mucho menos como ella podría darlo y quedar luego tan respetada, afamada y soltera como antes.
Soltera ha de estar por algún tiempo; sola ha de estar siempre. El seductor asustado de su hazaña hace mutis por el telón de fondo como el personaje más incoloro, menos real de sus dramas. Menguado de naturaleza a la par que de espíritu y de ingenio, le da hija sin sangre que sólo vive siete meses.
Siete meses que pasará ella sola, doblada sobre una cuna que se iba haciendo féretro, y siete meses llamándolo con todas las voces de la selva, desde el quejido de la tórtola hasta el rugir de la leona herida. Plasmada en cartas inmortales quedó esta doble agonía: Gabriel García Tassara no contestó jamás.
La Peregrina sigue su camino. Sabemos que era joven y era hermosa; nuevos amores entran y salen en el escenario de su vida. Todos vacilan ante esta Minerva apasionada, procelosa, para emplear una palabra muy a gusto de la poetisa. Hay momento en que parece haber hallado al fin el alma digna de su alma; ella lo cree así y por mucho tiempo no querrá despertar de ese sueño pese a la cruda, áspera luz que se le mete por los ojos. Así entre amores huidizos, aquel que pudo ser definitivo, aquel que por cuyos besos hubiera ella cambiado todos sus triunfos, se va, se va también como los otros, como la hija, como el hogar sin ilusión pero con paz y con decoro que una y otra vez le deshace la muerte.
Es ella la que vivirá bastante para ver irse hasta la gloria; la gloria que una lejana noche primaveral le ciñera corona como reina.
Los últimos años de Tula tienen también mucho de fuga, pero una fuga sorda, lenta. Su entrada en la sombra va a pasar casi inadvertida y Juan Valera cuenta que apenas ocho o diez acompañantes seguían el cortejo a la Sacramental de San Isidro. Y como era Febrero y azotaba la lluvia y la ventisca, no hubo nadie que despidiera el duelo.
Preciso es, sin embargo, que antes de llegar a esta última fuga esta gran desdeñada pruebe acaso el más amargo de los menosprecios: el que va a hacerle su propia patria, sus mismos coterráneos apartando su nombre fríamente a la hora de hacer un homenaje a los bardos del país.
Pues como dice ella con sobria dignidad, “si se me hubiera excluido de su número por no juzgarme acreedora a semejante honor, no sería yo ciertamente quien de ello se quejara”. Y se queja en efecto de que la hayan postergado, no por falta de méritos, sino de cubana.
Dos largas cartas escribirá a los diarios de la Isla en protesta de lo que considera una injusticia, una mentira intolerable, y mientras viva no hará otra cosa que debatirse contra el error. Empero inútilmente; su voz como la de Agar, se perdería siempre en el desierto.
Fueron los jóvenes de entonces los que acercaron a los labios de la poetisa –pálidas rosas que pronto deshojaría el viento– esta nueva amargura, la única que todavía no conocían. Fueron ellos, los jóvenes de entonces, los que se encargaron de que en la gama del acíbar, este último trago no le fuese ahorrado.
No los culpo del todo: pienso que ellos también como la gran mujer que no querían por hermana, habían cumplido su destino.
La juventud es siempre iconoclasta; y hasta sería cosa de aplaudírselo si no fuera porque en la mayoría de las veces nos rompen ídolos de oro para traérnoslo de barro.
Todo pues, quedó así, y Gertrudis murió y los jóvenes se hicieron viejos y murieron también y vinieron otros jóvenes y Gertrudis no vino más, ni vino otra como ella, porque en las trojes del Señor, la juventud es simiente que a su tiempo llega a todos los surcos, pero el talento solo a pocos.
Más, sucedió que aun después de muerta la persiguió el menosprecio de los suyos. Para que su destino se cumpliese más allá de la tumba, la especie propalada una centuria atrás siguió rodando, reptando por cenáculos y opúsculos como si la agraviada no la hubiese desmentido públicamente, –y de la misma España, ya con la Guerra Grande encima en cívica y valiente actitud que no sabemos si en igualdad de circunstancias cualquiera de sus detractores se hubiera atrevido a asumir.
Y como la malicia recorre siempre largos caminos, los hijos repitieron las frases insidiosas de los padres, y los nietos las de los hijos. Y luego las repetían sin doblez, sin detenerse a meditarlas; unas tras otras en un estribillo.
De esta manera nos llegó el día de edificar teatro propio; hacía mucho tiempo que la tierra de Tula se había independizado y las guerrillas con la madre patria eran ya solo páginas de Historia.
Había que pensar que el nombre de la Avellaneda era precisamente el nombre exacto que le correspondía a aquel teatro; a los grandes méritos de la escritora cubana se unía la significativa cuanto singular condición de ser ella la única mujer que con repercusión en las Letras Castellanas se ha dedicado al género dramático.
Y aún más podía decirse; era acaso la única que así, con resonancia ultramontana lo había hecho en el mundo, o al menos la primera en hacerlo, que ya sería grande gloria.
Por no se sabe qué extraña razón las escritoras nunca han gustado de este género: poetisas, novelistas, muchas hay, pero entre ellas ha sido solo nuestra tula quien, a más de regalarnos versos y novelas, alcanzara a crear obras teatrales.
Búsquense nombres femeninos en los vastos dominios de Talia y se verá cuan ardua es la labor. Espigar alguno significa un verdadero hallazgo de eruditos, como el de la monja Rosvita allá en el Medio Evo, y algunos pocos de factura nórdica.
Parecía por tanto, lógico, sencillo, que un teatro de Cuba y para Cuba se llamara como ella. Era lo natural, lo que caía por su peso.
¿Lo natural? No hay nada natural. El hombre se complace en complicarlo todo: de pronto aquí, allí, detrás, enfrente comenzó a repetirse la vieja cantinela.
¿Y qué era a fin de cuentas lo hecho por la insigne dramaturga para justificar estos escrúpulos de fariseos?
¿Vivir fuera de sus lares por largos años? ¿Escribir en Madrid y hacerse de fama?
Pues bien, dando por cierto que no estuviera Cuba unida a España aun antes de que decidiera desunírsele es lo corriente que el talento busque ensanchar sus horizontes. Ella era un águila de altura y a las águilas se las deja volar libremente.
Si criterio tan estrecho y falaz prevaleciera, menos habría de considerarse inglés a Lord Byron que no se distinguía precisamente por su ternura hacia Inglaterra y murió peleando por un país que no era el suyo.
Habría que tener por igualmente apátridas al Dante y a Petrarca, a Sargent y a Gauguin. Y dos de los más grandes poetas de América, Rubén Darío y César Vallejo no pertenecerían a ella sino a los cafés de París en cuyas mesas escribían.
Todos hemos podido ver a la gran Gabriela Mistral andar errante por extranjero suelo casi su vida entera por razones que nunca dio a su patria. Y sin embargo, cuando al fin los pies se le agrietaron para siempre, Chile tuvo a bien recibir como a Reina difunta, su poetisa.
Sólo nosotros los cubanos hemos querido renunciar a una gloria legítima: hemos querido regalarla o arrojarla al río en gesto semejante al de aquel duque que echara al Neva su vajilla de oro.
¿Y al fin, –preguntarán los lectores– que nombre se le puso al teatro?
Pues el teatro, amigos míos, casi puede decirse que se quedó sin bautizar, que por no darle el nombre de ella, no se le dio ninguno.
Lo digo así porque aunque oficialmente, y nada menos que ante el testimonio irrecusable de José Martí, citado y exhumado en la ocasión, se falló el viejo pleito a su favor, lo cierto es que sus paisanos prefieren ignorarla, desconocer a Tula.
Tal vez no quieran ya contradecir abiertamente al Apóstol, pero de todos modos han seguido oponiendo a su clamor patético el mismo silencio de García Tassara, de Ignacio de Cepeda, de furtivo entierro bajo el frío y el granizo. Silencio de la muerte… De la vida.


Dulce María Loynaz
La Habana febrero 10 de 1961


Nota: Nos cuentan desde Canadá que este escrito (el ensayo) es anterior a la fecha que nos ofrece Nydia Sarabia (febrero 10 de 1961). Al parecer fue publicado en 1957, cuatro años antes, en el libro de Dulce María Loynaz, La palabra en el aire editado por Eds. Hnos. Loynaz de Pinar del Río, aunque no hemos tenido la ocasión de comprobarlo. Lo haremos en breve porque la curiosidad es máxima, especialmente por saber si el cambio de fecha fue un error, desconocimiento o manipulación de Nydia Sarabia. (¿?)

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