Después de tres meses de obligada inactividad por razones ajenas a nuestra voluntad, el blog dedicado a Gertrudis Gómez de Avellaneda reanuda
sus publicaciones. Las cinco cartas pendientes de publicar, relativas a su epistolario
de amor-desamor con Antonio Romero Ortiz, podrán ser solicitadas por los lectores interesados,
escribiendo a la dirección electrónica del blog.
A partir de ahora
publicaremos una serie de ensayos sobre la poetisa escritos por varias
personalidades de los siglos XX y XXI.
Hoy comenzaremos por un tema
que de alguna manera ya hemos tratado anteriormente, pero nunca como lo hacemos
ahora.
En los inicios del blog,
allá por noviembre de 2011, publicamos una entrada donde tratábamos sobre la
polémica surgida con el nombre que debería llevar el Teatro Nacional de Cuba,
que a día de hoy, aún, no lleva ninguno. En aquel momento hacíamos alusión a un
extraordinario ensayo autoría de Dulce María Loynaz con una nota aclaratoria de
Nydia Sarabia donde aclaraba la procedencia del escrito y otros ardides. Por
entonces no publicamos el ensayo ni la nota aclaratoria, pero brindábamos la
posibilidad a los lectores del blog, a través de un link, de consultar la fuente
original de donde lo extrajimos:
Presagiando la posibilidad de que la página oficial de José Martí, excluyera
el ensayo y la nota aclaratoria por todo lo que en él se exponía y lo que significaba, guardamos (a
buen recaudo) en nuestros archivos el original que hoy hacemos público. La
idea nos ha venido sugerida por varios lectores ya que, efectivamente, La gran desdeñada, ensayo de Dulce maría Loynaz no aparece por
ningún lugar de la Internet (salvo en nuestro blog), mucho menos con la nota aclaratoria de Nydia Sarabia que
pone al descubierto los raros métodos de cómo las autoridades cubanas han intentado,
a través de los tiempos, hacerse con los restos mortales de varias
personalidades, incluida la de Gertrudis Gómez de Avellaneda que descansa, junto
a los de su esposo y hermano Manuel Gómez de Avellaneda en la Sacramental de
San Fernando de Sevilla.
Manuel Lorenzo Abdala
GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA. LA GRAN
DESDEÑADA
(Nota aclaratoria)
Este trabajo de la
poeta y novelista cubana Dulce María Loynaz, Premio Miguel de Cervantes de
Literatura 1992, que ella tituló: “Gertrudis Gómez de Avellaneda, la gran
desdeñada”, parece ser inédito, pero su contexto recobra ahora una gran
actualidad porque en el mismo expone la escritora su interés acerca del nombre
que debe llevar el teatro que se construía entre 1950 a 1952 en la Plaza Cívica
(hoy Plaza de la Revolución José Martí), en La Habana.
Después del triunfo de
la Revolución (1959) fue terminado dicho teatro y se bautizó como Teatro
Nacional. Si bien es cierto que este teatro tiene una Sala llamada Avellaneda,
en homenaje a la magna poetisa y dramaturga camagüeyana.
Todavía aquel ardiente
y justo deseo de Dulce María Loynaz no ha sido satisfecho para que el Teatro
Nacional lleve el nombre de aquella “indiana” del Camagüey que tanto brillo y
esplendor le dio a la cultura de su Isla durante el siglo XIX.
Aquella “Tula”
Avellaneda de quien José Martí expresó sobre “los literatos de enaguas la
gloria cubana que le querían quitar a la Avellaneda…”
Este es un excelente
ensayo de la autora de Jardín
que hay que tener en cuenta. Ella me obsequió
una copia de ocho cuartillas mecanografiadas, y de su puño y letra, en tinta
azul, escribió al final: “La Habana, febrero 10 de 1961. Dulce María Loynaz”.
Ese magnífico obsequio
me hizo plantearle en 1968 a nuestra querida e inolvidable amiga Celia Sánchez
Manduley, entonces Secretaria de la Presidencia de la República de Cuba, la
posibilidad de traer para Cuba los restos de la patriota camagüeyana Ana
Betancourt de Mora. Ella nos indicó escribir al cónsul cubano en Madrid, el
compañero Horacio Fuentes, para que hiciera las gestiones pertinentes, pero
como si la patriota fuese un familiar de él. Eran los tiempos del general
Franco y Horacio (ya fallecido) cumplió a cabalidad su misión. Logró traer de
forma discreta e inteligente aquellos huesos sagrados a la patria y que hoy
descansan en un mausoleo en Guáimaro, donde la voz de Anita se alzó durante la
asamblea de Guáimaro para solicitar a los legisladores cubanos la emancipación
de la mujer.
Lograda esta misión,
volvimos a sugerirle a Celia el poder hacer gestiones para realizar lo mismo o
parecido con los restos de “Tula” Avellaneda enterrada en un cementerio de
Sevilla, España. Ella me autorizó de nuevo a escribirle a Horacio Fuentes y
éste pasó el asunto al amigo Luis Felipe Pacheco Silva, a la sazón el cónsul
cubano en Sevilla. Intercambiamos por carta esta misión y él nos envió hasta
una fotografía de la bóveda donde reposan aún las cenizas de La Peregrina y la
forma de devolverlas a su patria.
Celia me indicó le comunicara
a nuestro poeta Nicolás Guillén, entonces presidente de la Unión de Escritores
y Artistas de Cuba (UNEAC), él se ocupara en persona de las exequias de la
Avellaneda cuando arribaran a La Habana, y que había el proyecto de erigirle un
mausoleo en el cementerio de Camagüey. Guillén estuvo muy entusiasmado y envió
a una persona para recibir las orientaciones en caso de que se lograra ese
propósito.
Pacheco Silva (ya
fallecido) hizo las primeras gestiones en un momento difícil, porque se alegaba
que la poetisa tenía descendientes o familiares en España y no aparecían.
También eran los tiempos del franquismo. Al enfermarse Celia, todo quedó en el
aire y no se pudo conseguir ese noble y justo deseo de tantos años, y en
especial, de Dulce María Loynaz.
Es por eso que ahora
damos a conocer este maravilloso ensayo de Dulce María Loynaz, donde ella
patentiza su amor por la cultura cubana a través de aquella que José Martí
analizó en un paralelismo irrepetible al decir que “…la Avellaneda no sintió el
dolor humano; era más alta y potente que él; su pesar era una roca…”
Nydia
Sarabia
GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA. LA GRAN DESDEÑADA
(Ensayo original)
¿Cómo podríamos llamar
en buen castellano a una criatura cuyo destino fuera padecer el repudio de todo
cuanto amase en el mundo?
¿Y qué pensar de ese
repudio, de ese sordo volver la espalda a su presencia cuando quien sufre tal
maltrato es justamente una mujer ungida por las gracias?
He aquí un fenómeno
curioso, digno de concienzudo análisis no realizado todavía; Gertrudis Gómez de
Avellaneda, poetisa cubana, escritora famosa en el pasado siglo, no es solo un
caso en la Literatura, lo es también en la Psicología, y hasta en la
idiosincrasia de los pueblos.
Y digo esto porque el
injusto, inexplicable, reiterado desprecio que ella encuentra en los elegidos
de su corazón, parece contagiarse de uno a otro, parece incluso arraigar por
momentos en una colectividad determinada, y hasta transmitirse como triste
herencia de generación a generación.
Gertrudis era, como
todos saben, una mujer de talento: quizás de demasiado talento para el gusto de
su época. Pero era también mujer de nobles sentimientos y espléndida hermosura.
Brillante, amena, culta, rodeada de prestigio, cabe añadir, como si tales
prendas fueran pocas, otra a la que hoy no se da mucha importancia, pero que
entonces sí pesaba su procedencia de honorable casa, si bien no recargada de
blasones, de todos modos vinculada al patriciado criollo.
En ningún campo pues,
se la podía tener por una advenediza ni era lógico mirarla con recelo como si
se tratara de una improvisada o una aventurera. En donde quiera que pisara
tenía derechos naturales que ostentar, derechos que además nadie le negaba.
Y para no dejar resto
de duda, voy a aclarar también, aunque no sea necesario, que nadie debe sospechar
en ella la encarnación de un Amiel con faldas: bien lejos
de su temperamento toda timidez, toda parsimonia, toda reserva que no fuese la
que el buen gusto y una delicadeza innata cultivan siempre en la real señora.
¿Cuál era entonces el
valladar sutil alzado una y otra vez entre ella y los seres de su elección?
Recalco lo de la
elección, porque el fenómeno a que nos estamos refiriendo se hacía más patente
entre aquellos que su alma prefería, que su mano seleccionaba para sí.
Sin duda tuvo Tula
hombres que la amaran, amigos que la defendieran, multitudes que la aclamaran;
pero no sé hasta qué punto podían éstos compensarlas de lo perdido o de lo
nunca hallado que podía tener cualquier mujer, ni sé siquiera si ese fondo
brillante se lo puso el destino para hacerla sentir más hondamente la tiniebla
interior.
Casada dos veces, pero
ninguna con el hombre amado; una reina la tiene por amiga, pero antes su amiga
de la infancia la traiciona; y aunque en lejanas tierras le sea dado cosechar
laureles, el pueblo suyo la negará tres veces.
Rafael Marquina, el
notable polígrafo español, recientemente fallecido, nos cuenta en vivas páginas
la historia de la poetisa fracasada en su amor primero; rechazada más tarde con
una hija moribunda en brazos; rehecha apenas y tornada viuda en su viaje de
bodas. Y así vamos siguiéndola en su peregrinar de cuesta en llano, reina
mendiga de ternura, musa implorante ante un galán esquivo, ella, la altiva Tula
hecha a domar las tempestades.
Altiva sí, a pesar de
todo, porque tuvo siempre conciencia de su estatura interna, de su abolengo
espiritual. La pertinacia de sus fracasos amorosos, la frustración de su
maternidad y la conjura de la envidia ajena no alcanzan a fermentar en su pecho
eso que hoy llaman un complejo de inferioridad. Otra mujer puesta en su caso
pronto hubiera acabado por rendirse, se hubiera recluido en un convento o en
una clínica psiquiátrica, según los tiempos que corriesen, y no habría llegado
como ella, a cumplir su misión en este mundo.
Esta coincidencia
inconmovible de su alto destino, aun mantenida en sus flaquezas femeninas, esta
seguridad de sí misma que no la abandonará ni siquiera en sus días tristes, le
prestan en verdad un singular aire de realeza, de una realeza un tanto exótica
e inquietante.
En la corte de España
con baldaquines y reposteros, debió parecer una auténtica Nusta desterrada, una hija de Inca traída en rehenes, a la que los hidalgos no se
atreven a enamorar.
Y esta alteza
extranjera quien se lo juega todo a una carta insignificante, Gabriel García
Tassara. Y a los ojos de todos como las reinas mismas, trae al mundo una hija.
Semejante paso no se
hubiera atrevido a darlo una mujer soltera y famosa, consciente y respetada, ni
aun en nuestro siglo. Y mucho menos como ella podría darlo y quedar luego tan
respetada, afamada y soltera como antes.
Soltera ha de estar
por algún tiempo; sola ha de estar siempre. El seductor asustado de su hazaña
hace mutis por el telón de fondo como el personaje más incoloro, menos real de
sus dramas. Menguado de naturaleza a la par que de espíritu y de ingenio, le da
hija sin sangre que sólo vive siete meses.
Siete meses que pasará
ella sola, doblada sobre una cuna que se iba haciendo féretro, y siete meses
llamándolo con todas las voces de la selva, desde el quejido de la tórtola
hasta el rugir de la leona herida. Plasmada en cartas inmortales quedó esta
doble agonía: Gabriel García Tassara no contestó jamás.
La Peregrina sigue su
camino. Sabemos que era joven y era hermosa; nuevos amores entran y salen en el
escenario de su vida. Todos vacilan ante esta Minerva apasionada, procelosa,
para emplear una palabra muy a gusto de la poetisa. Hay momento en que parece
haber hallado al fin el alma digna de su alma; ella lo cree así y por mucho
tiempo no querrá despertar de ese sueño pese a la cruda, áspera luz que se le
mete por los ojos. Así entre amores huidizos, aquel que pudo ser definitivo,
aquel que por cuyos besos hubiera ella cambiado todos sus triunfos, se va, se
va también como los otros, como la hija, como el hogar sin ilusión pero con paz
y con decoro que una y otra vez le deshace la muerte.
Es ella la que vivirá
bastante para ver irse hasta la gloria; la gloria que una lejana noche
primaveral le ciñera corona como reina.
Los últimos años de
Tula tienen también mucho de fuga, pero una fuga sorda, lenta. Su entrada en la
sombra va a pasar casi inadvertida y Juan Valera cuenta que apenas ocho o diez
acompañantes seguían el cortejo a la Sacramental de San Isidro. Y como era
Febrero y azotaba la lluvia y la ventisca, no hubo nadie que despidiera el
duelo.
Preciso es, sin
embargo, que antes de llegar a esta última fuga esta gran desdeñada pruebe
acaso el más amargo de los menosprecios: el que va a hacerle su propia patria,
sus mismos coterráneos apartando su nombre fríamente a la hora de hacer un
homenaje a los bardos del país.
Pues como dice ella
con sobria dignidad, “si se me hubiera excluido de su número por no juzgarme
acreedora a semejante honor, no sería yo ciertamente quien de ello se quejara”.
Y se queja en efecto de que la hayan postergado, no por falta de méritos, sino
de cubana.
Dos largas cartas
escribirá a los diarios de la Isla en protesta de lo que considera una
injusticia, una mentira intolerable, y mientras viva no hará otra cosa que
debatirse contra el error. Empero inútilmente; su voz como la de Agar, se perdería siempre en el desierto.
Fueron los jóvenes de
entonces los que acercaron a los labios de la poetisa –pálidas rosas que pronto
deshojaría el viento– esta nueva amargura, la única que todavía no conocían.
Fueron ellos, los jóvenes de entonces, los que se encargaron de que en la gama
del acíbar, este último trago no le fuese ahorrado.
No los culpo del todo:
pienso que ellos también como la gran mujer que no querían por hermana, habían
cumplido su destino.
La juventud es siempre
iconoclasta; y hasta sería cosa de aplaudírselo si no fuera porque en la
mayoría de las veces nos rompen ídolos de oro para traérnoslo de barro.
Todo pues, quedó así,
y Gertrudis murió y los jóvenes se hicieron viejos y murieron también y
vinieron otros jóvenes y Gertrudis no vino más, ni vino otra como ella, porque
en las trojes del Señor, la juventud es simiente que a su tiempo llega a todos
los surcos, pero el talento solo a pocos.
Más, sucedió que aun
después de muerta la persiguió el menosprecio de los suyos. Para que su destino
se cumpliese más allá de la tumba, la especie propalada una centuria atrás
siguió rodando, reptando por cenáculos y opúsculos como si la agraviada no la
hubiese desmentido públicamente, –y de la misma España, ya con la Guerra Grande
encima en cívica y valiente actitud que no sabemos si en igualdad de
circunstancias cualquiera de sus detractores se hubiera atrevido a asumir.
Y como la malicia
recorre siempre largos caminos, los hijos repitieron las frases insidiosas de
los padres, y los nietos las de los hijos. Y luego las repetían sin doblez, sin
detenerse a meditarlas; unas tras otras en un estribillo.
De esta manera nos
llegó el día de edificar teatro propio; hacía mucho tiempo que la tierra de
Tula se había independizado y las guerrillas con la madre patria eran ya solo
páginas de Historia.
Había que pensar que
el nombre de la Avellaneda era precisamente el nombre exacto que le
correspondía a aquel teatro; a los grandes méritos de la escritora cubana se
unía la significativa cuanto singular condición de ser ella la única mujer que
con repercusión en las Letras Castellanas se ha dedicado al género dramático.
Y aún más podía
decirse; era acaso la única que así, con resonancia ultramontana lo había hecho
en el mundo, o al menos la primera en hacerlo, que ya sería grande gloria.
Por no se sabe qué
extraña razón las escritoras nunca han gustado de este género: poetisas,
novelistas, muchas hay, pero entre ellas ha sido solo nuestra tula quien, a más
de regalarnos versos y novelas, alcanzara a crear obras teatrales.
Búsquense nombres
femeninos en los vastos dominios de Talia y se verá cuan ardua
es la labor. Espigar alguno significa un verdadero hallazgo de eruditos, como
el de la monja Rosvita allá en el Medio Evo, y algunos pocos de factura
nórdica.
Parecía por tanto,
lógico, sencillo, que un teatro de Cuba y para Cuba se llamara como ella. Era
lo natural, lo que caía por su peso.
¿Lo natural? No hay
nada natural. El hombre se complace en complicarlo todo: de pronto aquí, allí,
detrás, enfrente comenzó a repetirse la vieja cantinela.
¿Y qué era a fin de
cuentas lo hecho por la insigne dramaturga para justificar estos escrúpulos de
fariseos?
¿Vivir fuera de sus
lares por largos años? ¿Escribir en Madrid y hacerse de fama?
Pues bien, dando por
cierto que no estuviera Cuba unida a España aun antes de que decidiera
desunírsele es lo corriente que el talento busque ensanchar sus horizontes.
Ella era un águila de altura y a las águilas se las deja volar libremente.
Si criterio tan
estrecho y falaz prevaleciera, menos habría de considerarse inglés a Lord Byron
que no se distinguía precisamente por su ternura hacia Inglaterra y murió
peleando por un país que no era el suyo.
Habría que tener por
igualmente apátridas al Dante y a Petrarca, a Sargent y a Gauguin. Y dos de los
más grandes poetas de América, Rubén Darío y César Vallejo no pertenecerían a
ella sino a los cafés de París en cuyas mesas escribían.
Todos hemos podido ver
a la gran Gabriela Mistral andar errante por extranjero suelo casi su vida
entera por razones que nunca dio a su patria. Y sin embargo, cuando al fin los
pies se le agrietaron para siempre, Chile tuvo a bien recibir como a Reina
difunta, su poetisa.
Sólo nosotros los
cubanos hemos querido renunciar a una gloria legítima: hemos querido regalarla
o arrojarla al río en gesto semejante al de aquel duque que echara al Neva su vajilla de oro.
¿Y al fin,
–preguntarán los lectores– que nombre se le puso al teatro?
Pues el teatro, amigos
míos, casi puede decirse que se quedó sin bautizar, que por no darle el nombre
de ella, no se le dio ninguno.
Lo digo así porque
aunque oficialmente, y nada menos que ante el testimonio irrecusable de José
Martí, citado y exhumado en la ocasión, se falló el viejo pleito a su favor, lo
cierto es que sus paisanos prefieren ignorarla, desconocer a Tula.
Tal vez no quieran ya
contradecir abiertamente al Apóstol, pero de todos modos han seguido oponiendo
a su clamor patético el mismo silencio de García Tassara, de Ignacio de Cepeda,
de furtivo entierro bajo el frío y el granizo. Silencio de la muerte… De la
vida.
Dulce
María Loynaz
La Habana febrero 10 de 1961
Nota: Nos cuentan desde Canadá que
este escrito (el ensayo) es anterior a la fecha que nos ofrece Nydia Sarabia (febrero
10 de 1961). Al parecer fue publicado en 1957, cuatro años antes, en el libro
de Dulce María Loynaz, La palabra en el
aire editado por Eds. Hnos. Loynaz de Pinar del Río, aunque no hemos tenido
la ocasión de comprobarlo. Lo haremos en breve porque la curiosidad es máxima, especialmente
por saber si el cambio de fecha fue un error, desconocimiento o manipulación de Nydia Sarabia. (¿?)
No hay comentarios:
Publicar un comentario