Contienda de amor
(Con guiño y
coletilla)
Había prometido analizar las últimas cartas
en su conjunto y hacer un estudio general al final de la correspondencia. Pero
hay cartas y cartas. Las que reproducimos hoy, las números 34 y 35, son de esas
que no te dejan indiferente porque de alguna manera ponen de manifiesto un
desorden que parece no responder a
criterios racionales de comportamiento.
Quien haya amado alguna vez (amado de
verdad, quiero decir) y esa otra persona se instala en lo más profundo de la cabeza, o entre ella y el corazón (o en los dos lugares simultáneamente), sabe que
el amor se vuelve obsesivo y hasta compulsivo. En esa fase de enamoramiento, y
siguientes (hasta el día mismo en que todo, de repente, se derrumba), se persigue
de forma obsesiva a la pareja, alterando el comportamiento habitual, sufriendo
insomnio, fiebres, taquicardias y otros males menores y/o mayores. Durante esta
etapa, es común la falta de apetito o la gula, la dificultad para mantener la
concentración o el exceso de ella, y lo más peligroso: la total idealización de
la persona amada que lleva a tener una representación de la misma, totalmente
distorsionada.
Eso aconteció con Gertrudis Gómez de
Avellaneda o entre ella y Antonio Romero Ortiz. Solo que en esta historia de
amor, en particular, habría que añadir las características propias de la época
y el romanticismo extremo que la poetisa ejercía de manera militante. Tampoco Romero Ortiz se quedaba atrás porque aunque
no sobrevivieron sus cartas, sabemos más o menos lo que escribía y en los
términos en que lo hacía para atrapar el corazón de su amada y atormentarla con
sus insinuaciones, dudas, celos y otras manipulaciones varias. Nada, amores del
siglo XIX y de todas las épocas de la humanidad.
Manuel Lorenzo Abdala
Carta
número 34
[28
de mayo de 1853]
Antonio: no tiene que ver el encargo que
yo te hice de no frecuentar mi casa con carácter de amante, con el visitarme
con las atenciones de amigo. Tus disculpas en este punto son flojas y erradas.
No solamente no pudiste suponer que yo no quería que me visitases, sino que te
dije más de una vez terminantemente que era conveniente el que vinieses algunas
veces, para que pudieras más tarde visitarme en Carabanchel, como uno de
tantos. No solamente no te cerré mis puertas, sino que después de haberte
hallado mamá dos veces en casa, he indicado claramente que era indispensable quitar toda malicia,
viniendo otras veces a horas en que mamá se hallase en casa. Y no solamente te
lo indiqué, sino que hasta te llamé una noche, y no viniste, con pretexto de
que te habías dado un golpe. En fin, Antonio, mucho pudiera decirte respecto a
esto y a todo lo demás que quieres disculpar en tu carta de hoy; pero no lo
haré porque volvería a enojarme, y habría de llenar muchos pliegos. Me limitaré
a asegurarte que me ha herido tu conducta y que le ha hecho mucho daño a mi
amor por ti. Impresionable hasta el exceso, sin que pueda remediarlo, todas
esas pequeñeces van pesando poco a poco sobre mi alma hasta adquirir la
gravedad de montañas, y cuando quiero sacudirlas me encuentro con que han
dejado una huella difícil de borrar.
Después del mal que produjo en ambos
nuestro rompimiento repentino de los días pasados, era menester dar reposo y
vida al corazón: era menester tanto amor, tanta fe, tanta unión, que se
disipase en poco tiempo el rastro funesto de aquel fatal precedente. En vez de
hacerlo así, te he visto frío de alma, capaz de calma y razón hasta en los
momentos en que más debía dominar el corazón; te he visto despoetizar a la pasión en todas sus fases, enfriarla de mil
maneras; y, con voluntad o sin ella, hacer hasta desatenciones con la mujer que
ya que no amada, debía serte siempre respetada y atendida. Dices que soy
injusta: acaso tienes razón: pero yo te había dicho cien veces antes de ahora,
que desde el momento en que probase demasiado mi cariño; que desde el momento
en que pospusiese mi orgullo a mi amor, desde aquel mismo no habría felicidad
posible, porque aquel orgullo sacrificado una vez se vengaría incesantemente
con exigencias despóticas. Yo te había dicho lentamente que las naturalezas del
temple de la mía no se avienen con ciertas posiciones: que a mí no me ligaba
nada que me era humillante: que en los secretos de mi organización había un
misterio indescifrable, y que… en fin: yo no puedo ni sé si quiero hablar de
estas cosas. Sincera he sido, y lo soy hoy. Antes te anuncié la desgracia que
hoy siento ¡Antonio! Esta es la verdad. Yo sufro y no puedo dejar de sufrir. Te
amo, y sin embargo, ese amor ha cesado de ser una esperanza para mi alma. Yo
veo nuestros destinos separados por aquello que debía unirlos más: yo siento
que tarde, o pronto, nos alejaremos uno del otro para no volver a encontrarnos.
Desde el fatal momento en que el amor dejó de ser esperanza se ha hecho doloroso como el recuerdo. La desconfianza,
los celos, el orgullo, mil pasiones bastardas se han desarrollado en el campo
que llenaban las ilusiones de aquella esperanza naciente. La reserva ha
reemplazado a la expansión; la timidez del corazón prueba la insuficiencia de
sus vínculos. Seré tal vez injusta: ¿Que mucho, si soy desgraciada? Te haré un
crimen de cosas que antes no me hubieran llamado la atención: ¿Que mucho, si
antes nuestra posición era digna, igual, desembarazada, y ahora es difícil, desigual,
incierta y falsa? ¿Qué mucho, si antes
deseaba yo lo que ya no puedo desear; me dirigía a un término al que ya no me
dirijo; soñaba un porvenir al que renuncié locamente? ¡Antonio! El hombre que
era el esposo de mi alma se convirtió en el amante de un día… no te ofendas: yo
no quiero decir con esto que valgas menos a mis ojos, no: pero es cierto que yo
no podré jamás pertenecer eternamente a ningún hombre a quién haya pertenecido
pasajeramente. En mi alma rara hay una impotencia fatal de conciliar ciertas
cosas: esto es inexplicable. El hecho es que todos nuestros disgustos traen su
origen de una sola locura. Que después de ella todo parece haber conspirado
contra nuestra dicha, y que esta ha cesado de ser posible ¡Y bien! Si el amor
te basta; si no me has de pedir cuenta de mis irremediables disgustos, de mis
irritabilidades, de mis aparentes caprichos; si te hallas con fuerzas para
sobrellevar mis desigualdades y para ocultarme tus forzosas tibiezas; Antonio, yo no romperé tampoco el lazo que nos
une, sea bueno o malo, duro o ligero: pero no me pidas felicidad ni intentes
dármela: eso no está ya en poder nuestro. Acaso ha habido recientemente un
momento único, que pudo decidir
nuestro destino de una manera próspera. Pasó, ¡…fue decisivo, y pasó…! Desde
aquel día todo ha tomado un giro invariable. No me preguntes más: sería en
vano. Te amo, Antonio; eres mi amante; no sé nada más, ni pido ni prometo más.
Adiós:
T.
Adición
Si quieres el manuscrito de La Aventurera,
puedes pedirlo al teatro. –Si quieres que yo lo pida, lo haré. En tomarlo para
sacar una copia se emplearía tanto o más tiempo que el que tú necesites para
leerlo diez veces.
No fueron los contertulios de Eloísa los únicos que me favorecieron la noche del
veinticinco. Estuvieron Hernández de Ariza, Tassara, Hartzenbusch, León,
Escosura, Navarro, Martínez de la Rosa, y otros muchos de los cueles la mayor
parte no tratan a Teodora Lamadrid, pero saben que es costumbre ver al autor de
la obra esté donde estuviere, cuando está en el teatro.
Si escribes
algo sobre La Aventurera, te
ruego que no olvides hacer notar que el pensamiento filosófico que resalta en
mi obra, bueno o malo, es mío: que el original francés no inicia, no
desenvuelve, al menos, aquel pensamiento de doble tendencia, que se destaca en
la aventurera española; y que la escena más dramática y aplaudida, la del final
del 3º acto, es, en su forma teatral, en su contextura dramática, es mía casi
exclusivamente. En cuanto a otras muchas diferencias de formas ya las verás
cotejando. Digo esto porque dicen que pregonan algunos que mi obra es un mera traducción.
No me importa mucho, pero los editores son
unos bárbaros y con ellos pueden perjudicar las tonterías de otros bárbaros
como ellos.
Carta
número 35
Por la tarde
Hoy 28. [Mayo, 1853]
Llegaron visitas en el momento en que te
escribía mi adición, y fue esta con
la carta sin decirte, como pensaba, que anoche no he salido de casa, ni lo haré
tampoco esta noche porque tengo un fuerte catarro, de los que son tan
frecuentes en mí. –Si quieres verme, puedes hacerlo; pero esto no te compromete
a nada.
Tuya
T.
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