Retrato de Antonio Romero Ortiz en 1854 cuando era Gobernador de Toledo. Un año antes le hacía la corte a Gertrudis Gómez de Avellaneda. (ver biografía ampliada al final del post)
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Estudio preliminar sobre el último epistolario, conocido y encontrado, de la Avellaneda.
El artículo que reproducimos a continuación fue publicado en 1989 por la
Asociación Internacional de Hispanistas (Actas X, 1989), y vuelto a publicar años
más tarde, por el Centro Virtual Cervantes. Es un estudio preliminar, realizado por la prestigiosa hispanista Rosario Rexach, sobre un
lote de cartas inéditas encontradas en el año 1975 por el coronel José Priego Fernández del
Campo en el Museo del Ejército.
Todas las cartas de amor que pertenecen al epistolario celosamente guardado por Antonio Romero Ortiz, así como las que conservó su otro gran amor, Ignacio de Cepeda y Alcalde, serán publicadas por el blog de La divina Tula a partir de la primavera del próximo año 2013 como antesala a los diferentes actos por el bicentenario del natalicio de Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Todas las cartas de amor que pertenecen al epistolario celosamente guardado por Antonio Romero Ortiz, así como las que conservó su otro gran amor, Ignacio de Cepeda y Alcalde, serán publicadas por el blog de La divina Tula a partir de la primavera del próximo año 2013 como antesala a los diferentes actos por el bicentenario del natalicio de Gertrudis Gómez de Avellaneda.
UN NUEVO EPISTOLARIO AMOROSO DE LA AVELLANEDA (a)
Por: ROSARIO REXACH (b)
En 1975 la Fundación Universitaria Española publicó en Madrid el segundo de
sus Documentos Históricos. Se titula la publicación Cartas inéditas
existentes en el Museo del Ejército. La autora de dichas cartas es
Gertrudis Gómez de Avellaneda. El pequeño opúsculo tiene unas palabras de
introducción debidas a don José Priego Fernández del Campo (c). La aparición de este
epistolario del que nadie había dado noticias antes llamó inmediatamente la
atención de los estudiosos de la obra de la poetisa —admitiendo la opinión
autorizada de Dámaso Alonso.1 Y en mi caso determinó que hiciese un estudio de dicho
documento. Fruto de ello es este pequeño trabajo.
Debe comenzarse por decir que la historia de cómo dichas cartas llegaron a
ser conocidas parece casi una novela. El principal destinatario de ellas fue un
español de convicciones liberales que participó activamente en la llamada
Revolución de Septiembre y que llegó a ser ministro de Gracia y Justicia (d). Había nacido en Santiago de Compostela en 1822. Era,
por tanto, menor que la Avellaneda, quien había nacido en 1814. Cómo fueron a parar esas cartas al museo es
sobremanera curioso. El recipiendario, don Antonio Romero Ortiz, al parecer
nunca se casó y todo lo que reunió en su casa que era un verdadero museo de
antigüedades lo legó al morir a una sobrina, la que a su vez lo cedió, a su
debido tiempo, a la Academia de Infantería de Toledo de donde en definitiva
pasaron al Museo del Ejército. Al hacer un inventario de lo recibido se
encontró una «carpeta reservada» que contenía cincuenta cartas de amor. Además
en otra titulada Autógrafos se encontraron cinco más. Todas firmadas por
Gertrudis Gómez de Avellaneda, con los diferentes nombres con que solía firmar:
Tula, T., Gertrudis o con su nombre completo. Las cartas de amor dirigidas a
Romero Ortiz son todas de la primavera de 1853. Hay otras destinadas a la misma
persona que ya no tienen contenido amoroso, sino amistoso y, en alguna ocasión,
sólo de carácter formal. Estas últimas están fechadas posteriormente, entre 1854
y 1871. Ya se aludirá a ellas.
Este estudio se contrae únicamente a las cartas dirigidas a Romero Ortiz.
Las otras merecen estudio aparte y una investigación cuidadosa para darse
cuenta de sus contextos. Vamos pues, sólo a la parte del epistolario a que me
he referido.
Dicho epistolario tiene dos vertientes. Por un lado hay una anécdota que
ilustra muy bien lo que era la vida en la época en que el hecho se produce,
pero que —como tal anécdota— carecería de valor si en el contenido de las
cartas no hubiese algo más que es lo que las hace interesantes para una reunión
como la que aquí se congrega. Se basará este trabajo, pues, en los dos
aspectos. Lo primero la anécdota.
Es sumamente interesante. En febrero de 1853, viuda ya de su primer marido,
la Avellaneda fue derrotada en sus aspiraciones de entrar como miembro de la
Academia. Esto produjo en los medios literarios de la época de Madrid no poco
revuelo. Los que habían propiciado su candidatura como el duque de Rivas o el
marqués de la Pezuela —entre otros— se sintieron defraudados. Y muchos de sus
admiradores, algunos desconocidos, lamentaron el incidente. En la poetisa hubo
un profundo sentimiento de frustración y posiblemente de cólera.
Fue en esta circunstancia que alguien sin razón suficiente, o con muchas
—quién sabe— se decidiese a escribir una carta de la que sólo podemos inferir
su contenido por la respuesta que recibió el corresponsal. Dicha carta parece
haber sido escrita el 19 de marzo de 1853 y estaba firmada por Armand Carrel,
un seudónimo, como lo decía firmemente el que la había escrito. La Avellaneda,
intrigada y divertida dio respuesta a la misiva recibida con la que aparece
como la carta número 1, en el epistolario que se estudia. Por su texto sabemos
que en la carta recibida se le ofrecía «desengaños provechosos y consejos
leales» lo que la mujer está dispuesta a aceptar. Es en esa frase «desengaños
provechosos» en la que apoyo la tesis de que la negativa de la Academia fue el
motivo impulsor de la carta. Parece también que en la carta recibida se le
advierte que no intente descubrir la identidad del que escribe a lo que la
poetisa responde, posiblemente con poca verdad, esto: «Sólo me resta decirle
que tendré más complacencia en leer sus escritos que curiosidad para averiguar
el nombre del autor.2 De este modo se inicia una correspondencia muy frecuente que en menos de
tres meses acumula unas 45 cartas cuyo nivel de intimidad va paulatinamente
creciendo y que determina en un momento dado la identificación del escribiente
de las cartas. Esto, sin embargo, no va a ocurrir sino pasadas ocho misivas.
El modo cómo se conocen personalmente es sumamente romántico, casi que
adolescente, pese a ser los protagonistas bien adultos. Todo surge porque en su
segunda misiva el pretendiente le dice que está en manos de ella el pedirle
cualquier favor porque lo tendría a sus órdenes. A lo que la corresponsal le
responde, muy sabiamente, esto: «Antes de obligarse a tanto, repito, reflexione
V. que un ser extravagante (sic), como lo soy yo, puede atrapar muy bien
aquellas palabras...» Y continúa unas líneas adelante: «Suponga V. que yo, rara
como soy, quisiera poner a prueba la veracidad de mi corresponsal... Suponga V.
que animada por aquella idea... ponga a prueba su habilidad de V. y su
lealtad». Y continúa: «Y bien, ¿qué haría V. si tal caso llegase...? Para
finalizar diciéndole:
«Piense V. en esto y comprenderá que es importante el
consejo que le doy de no obligarse mucho» (C. 2, p. 13).
Por supuesto, el corresponsal no cede y persiste. Pero se escuda en su
seudónimo para decir que quien se obliga no es él, sino Armand Carrel, nombre
que ha adoptado. La Avellaneda en su tercera carta le responde:
Al leer en su última de V. estas palabras: «Jamás me arrepiento ni me echo
atrás: haga V. sonar la campanilla y sea para lo que sea, y suceda lo que
sucediere me hallará pronto...» Al leer tales palabras, repito, me entusiasmé
tan de veras que, a semejanza de Arquímedes, estuve a punto de salir gritando
por esas calles —lo he hallado. Pero mi gozo se desvaneció como el humo cuando
vi a renglón seguido esta maldita frase: «Yo no me obligo a nada, quien se
obliga es Armand Carrel» (C. 3, p. 14).
El resto de la misiva está destinada a provocar en el corresponsal una
definición más certera de su intención. Y en el resto de lo escrito le advierte
que ella es «poeta de veras» y, además esto que define muy bien su carácter:
«Tenga V. entendido desde ahora para siempre que soy todo lo contrario de
susceptible; que no poseo en manera alguna aquella vanidad lustrosa que se cree
empeñada por el más leve soplo». Y termina dándole permiso, como él lo
solicita, para tratarla de «tú», pero que no lo espere de ellas porque «en mi
concepto es el pronombre del amor y debe consagrársele» (C. 3, pp. 15-16).
No se piense, sin embargo, que la petición de un gran favor que la
Avellaneda pretendía era mera fraseología. No. Estaba la mujer interesada en
saber algo de Tassara con quien ya había tenido un romance del que hubo una
hija que murió prontamente. Pero aún no se atreve la escritora a ponerlo por
escrito.
En tanto, la correspondencia continúa y la poetisa trata de adivinar muy
sutilmente quién pueda ser su corresponsal. Poco a poco va desechando sus
sospechas de que fuese Patricio de la Escosura o alguna otra persona. Pero como
él insiste en su promesa al fin ella se decide a pedirle el favor que quiere
pero ha de ser de viva voz. Para lograrlo traman una entrevista secreta en los
jardines del Palacio de Oriente que tiene todo el carácter de una novela como
refiriéndose a sus relaciones comentó la poetisa precisamente en la carta
número 5 en que da cuenta de esta entrevista y en la que dice: «En una novela
lo que está ocurriendo entre nosotros no carecería de cierto mérito» (p. 18).
Lo singular de la situación estuvo en que él se presentaría personalmente pero,
al parecer, encubierto de tal modo que ella no pudiese identificarlo. De ahí
que al referirse a la plática que tuvieron, en la carta ya dicha, escriba:
...ahora que
sé que no es Armando quien yo sospechaba; que sé que no es ninguna de las
personas que trato, pues no conozco su voz y probablemente tampoco su semblante;
ahora que me cerca una oscuridad profunda... ahora hallaría ridícula mi
situación si no la hallase temible...
Y añade más adelante: «En fin, lo hecho hecho: no quiero ni sé
arrepentirme.
De todos modos es indudable que yo me aburría grandemente y que Armando me
ha sacado durante un mes de aquel marasmo del alma» (C. 5, p. 19). Ni una
palabra más del secreto que quería saber aparecerá en el epistolario. Sin duda,
era sólo un pretexto para forzar la entrevista.
Pero todavía otros datos de interés para conocer a la autora hay en la
carta que se comenta, pues en ella puede leerse esto:
Si Armand
Carrel es un editor, lo acepto por mío desde este instante. Si es un hombre
político, le advierto que soy nula en la materia, que no sabré escribir de nada
que se roce con ella... No soy más que un poeta, uno de esos oisseaux de
passage, como dice Lamartine (p. 20).
En la carta número 6 ya lo trata de tú lo que es un indicio importante pues
ya sabemos lo que le había dicho de este tratamiento. Y en la carta número 7, como
aún se mantiene la incógnita del corresponsal, ella astutamente inquiere sobre
quién no es para ver si logra descubrir la identidad. Pero ya en la carta 8 parece
haberla descubierto porque en ella dice:
Sí, creo lo que he creído, creo que eres él... pero
aun cuando no lo fueras me sería difícil, muy difícil ya mirarte nunca con
indiferencia. Armando ha adquirido sobrada vida en mi corazón para que nada lo
destruya. Con todo, no te he mentido al decirte que existe un hombre que me es
muy simpático, que me agrada mucho, un hombre que he creído adivinar bajo tu
carrera...
Y añade algo
más adelante:
Es cierto,
amigo mío, que Armando comenzó a interesarme no sólo por su talento sino
también por la persuasión que abrigaba mi alma de que bajo aquel nombre se
ocultaba una persona que me es conocida y estimada; una persona, a quien deseaba
y temía tratar... (C. 8, p. 24).
Dicha carta consigna sólo el día de la semana, miércoles, y parece ser del
día 20 de abril. A partir de esta fecha se intensifica la relación sentimental
que llega a las visitas y aun a unas muy fugaces relaciones íntimas que parecen
haber tenido lugar en el mes de mayo. Y la pasión se adueña de los dos
personajes. Pero hay dificultades de todo tipo para que todo adquiera el
carácter debido. La Avellaneda, aunque libre, como ella misma atestigua en la
carta 10 al escribir:
Viuda, poeta,
independiente por carácter, sin necesitar de nadie, ni nadie de mí... y con
edad bastante para que no pueda pensar el mundo que me hacen falta tutores, es
evidente que estoy en la posición más propia para hacer cuanto me dé la gana,
sin más responsabilidad que la de dar cuenta a Dios y a mi conciencia: pero a
pesar de todo sucede que no hay en la tierra persona que se encuentre más comprimida
que yo, y en un círculo más estrecho (C. 10, p. 31).
Lo que pasa es que vive con su madre y su hermano a quienes no quiere
disgustar por lo que se ve obligada a cubrir las apariencias. Por otra parte,
el caballero que la ronda no parece en modo alguno querer un compromiso real
—sabe Dios por qué— pese a lo mucho que aparentemente le atraen la mujer y la
escritora.
Esto determina una relación tempestuosa y llena de altibajos que desesperan
a la poetisa y la hacen reflexionar continuamente sobre el amor, sobre su
concepto de él y sobre sus relaciones. Y esto es lo importante, porque como se
ve la anécdota fue muy fugaz, pese a tener gran intensidad tal cual se revela
en las cartas que se cruzaron hasta que el romance terminó en los primeros días
de junio.
Para entonces había escrito la Avellaneda unas cuarenta cartas a su amante.
Las diez restantes ya no tienen contenido amoroso. En un principio aún
mantienen cierto tono íntimo, pero su frecuencia disminuye. Y la mayoría se
espacian entre las fechas de 1854 y la de 1871 y tienen un carácter amistoso
que a veces raya en lo meramente formal, volviéndose en las últimas al
tratamiento de usted.
Las cartas amorosas —como ya dije— expresan el concepto del amor que tenía
la escritora. Este concepto está muy influido por ideas muy fijas al respecto que
ella tenía y que son compartidas por otros románticos y aún posrománticos como
Bécquer. La idea primordial es que el amor es una gran fuerza espiritual que,
en cierto modo, se desnaturaliza cuando se lleva al plano físico. En suma, como
fue típico del Romanticismo, es el renacimiento de la idea medieval de la dama
o el caballero como pura inspiración. Por supuesto, el auténtico amor —como
todo lo vital— no admite esta cuadrícula y siempre falla esa concepción por
ello mismo. Pero eso no obsta para que se parta de esa idea para juzgar y aun
para actuar. Y es curioso que esto le pase a dicha escritora porque hablando en
una de sus cartas de la política —también un hecho humano y vital— había dicho
«Comprendo que la ambición se haga un instrumento de ciertas ideas, de ciertos
nombres: no comprendo que la inteligencia, que el corazón se hagan un culto de
aquellas ideas...» En definitiva no concibe que la vida humana se rija por las
ideas. Sin embargo, lo acepta para el hecho sustancial que es el amor y
pretende mantenerlo en un plano exclusivamente espiritual como se prueba, entre
otras citas posibles, por ésta que copio:
Sé muy
espiritual, amigo mío, te lo pido a nombre de nuestra felicidad futura: no me
ponderes tanto los encantos de un beso: un beso hace sentir lo mismo que a ti,
al aguador que abastece tu casa... Dejaría de verte si creyese que después de
todo lo que me has hecho soñar no quisieras ser para mí sino un hombre. No lo
seas, no por tu vida, no lo seas nunca (C. 9, p. 29).
No obstante, esto se contradice en su propia intimidad, porque en la misma carta
había escrito:
Es cosa
horrible que el alma esté asociada a este cuerpo miserable. Que para espresar (sic)
las mas altas aspiraciones de aquella tengamos que valemos del lenguaje de
los hombres mas comunes: que no alcance el amor mas puro y mas espiritual otras
satisfacciones que aquellas que están a la disposición del mas rudo patán.
Esto se me
ocurre a propósito de ciertas líneas de tu carta, en las que me dices cosas muy
bellas y muy ardientes, pero que revelan y escitan (sic) sensaciones
muy vulgares, muy corporales, contra cuyo poder me irrito en vano (C. 9,
p. 29).
No sorprenda su actitud. Mujer y católica por convicción cree que sólo lo que
se aviene con sus creencias es permisible y cuando se siente en falta se irrita
con ella misma porque se siente incapaz de ajustarse a la norma. Esto explica por
qué en una carta posterior, convencida ya de que no puede luchar contra su pasión
física pero ansiosa aún de poderlo lograr, diga, posiblemente después de haberse
consumado su entrega, esto:
¿Me harás
feliz? No lo sé. ¿Lo soy ahora? No; estoy muy disgustada conmigo misma, y de
rechazo contigo también. ¿Está en tu mano terminar mis disgustos?
Creo que no,
por ahora al menos: ¿estará después? Es muy probable. ¿De qué modo...?
Casi no lo alcanzo.
Lo único que veo claro es que te quiero, que si sabes no escitar (sic) en
mí estas luchas, mi amor puede hacerme mucho bien; que si te gozas en matar mi
idealismo, acaso luego quieras en balde hacerlo renacer. Sí; tengo un poder
terrible sobre mi corazón; es mi orgullo: respétalo siempre, Antonio: no me
digas jamás una sola palabra que me haga sospechar que me crees flaca y esclava
de mis pasiones... (C. 15, p. 44).
Este texto está fechado el 5 de mayo. Y ya se ve que ella se siente en otra
atmósfera espiritual. Y son claras las razones. Se siente en falta, experimenta
lo que un psiquiatra de hoy llamaría un «complejo de culpa». Por eso, a partir
de esta fecha las relaciones hasta entonces estimulantes y llenas de esperanza
se van complicando en una red de sentimientos a veces positivos, pero muy
frecuentemente negativos y aun agresivos en cierta manera. Y el problema se
agrava porque él también —al parecer— se enamoró, lo que determinó un
sentimiento posesivo muy intenso. Así en una carta le dijo —según copia ella—
«te mataría si me fueses infiel». A lo que la aludida respondió: «Antonio, no
es ese el riesgo que se corre con una mujer como yo. La infidelidad y el engaño
son cosas de almas flacas, de organizaciones mezquinas» (C. 11, p. 36). Pero
obviamente, por lo que ya se ha explicado, tenían muchas dificultades para
verse y conversar libremente. Debían verse usualmente ante testigos, y en
visitas simultáneas a algunas casas. Esto favorecía ciertos malentendidos. Una
vez parece que ella —para disimular— aceptó ciertas galanterías verbales de uno
de los visitantes de la casa en que estaban. Él montó en cólera y desarrolló
una crisis de celos que lo impulsó a escribir una carta insultante. Y lo que es
peor, a escribir en un periodiquillo «un cuento ridículo» como lo llama ella.
La autora se hace eco del incidente en una carta sumamente compleja. Pues es
obvio que aún no lo quiere perder, pero evidente también que quiere sentar
claramente sus premisas.
Así dice:
¿Qué decirte,
si debo no mentir y quiero no lastimarte...? Como soy celosa yo misma, disto
mucho de condenar los celos... Pero hay diferentes linajes de celos, como hay
diferentes linajes de caracteres... Que hayas visto fantasmas, que dudaras de
mi lealtad no es lo que me ha hecho daño... Pero nada de eso he visto en tus
celos: nada que los constituya del linaje de los celos de buena índole. Me
has puesto en gacetillas; has inventado un cuento ridículo y has querido
regalárselo al público; has querido divertir...
Y casi al final de la misma carta le dirá: «Mi alma no acepta por caricias
las desolladuras» (C. 20, pp. 52-53).
Luego —según parece— él se disculpó como pudo. Y la relación siguió pero ya
ella no lo veía a la misma luz. Poco a poco, y por incidentes de tipo
anecdótico que nada añadirían a lo que se viene discutiendo, se van alejando
aquellos dos seres. Las oscilaciones de sentimientos positivos y negativos se suceden.
Y así a partir del 10 de mayo que es la fecha de la carta anteriormente citada,
la correspondencia adquiere un tono de continua disensión con avenencias y
reconciliaciones fugaces. Uno y otra han perdido la confianza ya establecida y
poco a poco se hieren, tal vez sin percatarse. Ella, más decidida, afronta la
situación claramente y casi que sugiere el rompimiento. Así, en la carta
fechada el 27 de mayo le escribe: «Soy, no lo olvides, tan delicada como
impresionable; tan apasionada como soberbia. Has logrado en pocos días
entumecer mi entusiasmo a fuerza de rasgos incalificables (C. 32, p.
64).
Pero el amante no cede y sigue requiriéndola y excusándose. Y ella —aun interesada—
lo sigue admitiendo. Pero en carta posterior le escribe: «...te he visto despoetizar
a la pasión en todas sus fases, enfriarla de mil maneras; y, con voluntad o
sin ella hacer desatenciones». Y más adelante en el mismo documento escribirá:
Desde el
fatal momento en que el amor dejó de ser esperanza se ha hecho doloroso como
el recuerdo... La desconfianza, los celos, el orgullo, mil pasiones bastardas
se han desarrollado en el campo que llenaban las ilusiones de aquella esperanza
naciente. La reserva ha reemplazado a la espansion (sic); la timidez del
corazón prueba la insuficiencia de los vínculos.
Y más adelante dirá: «El hecho es que todos nuestros disgustos traen su
origen en una sola locura». Se refiere probablemente a la locura de su entrega
(C.34, pp. 66-67).
A pesar de todo aún continúa la relación. Pero el amor se muere, quizá más para
ella que para él, y ya en la carta del 4 de junio se ve clara la distancia y mucho
más cuando en la carta 40 del 28 de ese mes, veraneando la escritora en Carabanchel,
le dice que espera que la visite y le lleve lo que hace tiempo le viene
pidiendo, sus cartas. Y le argumenta: «Tan poco estimas mis ruegos que prefieres
tu capricho a mi satisfacción y a mi sosiego?» Por supuesto, la visita no se
produjo y tampoco la devolución de las cartas, como ya sabemos (C. 40, p. 90).
Y ésa es la razón de que podamos leer ese epistolario y comentarlo.
Después de esto sólo quedan las cartas amistosas y formales que carecen de interés.
Pero se impone una pregunta: ¿Por qué no devolvió Romero Ortiz dichas misivas?
Lo más obvio es decir que por vanidad. Es cierto. Pero sólo en alguna medida.
Se apunta, sin embargo, otra posibilidad. Que ella llegase muy profundamente al
alma de él. Pues no debe olvidarse que Romero tenía a la sazón sólo 31 años. Y
que nunca se casó. Además, aparecen en dicho epistolario otras cartas de la
Avellaneda a otros individuos, alguna amorosas, que no sabemos cómo llegaron a
manos del que las guardó. ¿Le interesaba ella tanto como para esto? Hay que
preguntárselo. Pero aún hay otro dato que inclina a creer en el enamoramiento.
Y es que en diciembre de 1855 se estrena en el teatro Variedades de Madrid y se
publica el mismo mes una pieza teatral en un acto debida la pluma de don Antonio
Romero. Todo parece indicar un tono autobiográfico.
Se titula la pieza Amores a Nieve. En ella los dos personajes
principales se llaman don Lucas y doña Mariquita. La extensión de este estudio
no permite que se entre en detalles. Pero es obvio que en ella doña Mariquita
aparece como una mujer de excepcional atractivo, inteligente y muy coqueta que
hace sufrir a don Lucas. Y su criado Trifón, que es el mensajero de la
correspondencia, advierte continuamente a su amo en contra de aquellos amores.
Pero don Lucas insiste y alguna vez le dice: «Pero hombre... si es tan
hermosa...» Y la sospecha del tono autobiográfico se acentúa cuando se
comprueba como uno de los personajes secundarios tiene que hacer un viaje a La
Habana. También se hace evidente porque en la obra doña Mariquita dirá —como ya
lo había dicho en carta la Avellaneda— esto: «Seré pérfida, perjura... / seré
lo que quiera Dios... / pero, amigo, entre los dos / ni hubo trato ni
escritura». Y continúa así: «El empezar a querernos / fue una cosa así, por
juego /… 3
Quede lo aquí expuesto a modo de estímulo para los estudiosos que pueden profundizar
en muchos otros aspectos de este epistolario así como en un enriquecimiento de
las biografías de ambos personajes.
1. «Diario de
las Américas», Miami, domingo 26 de febrero de 1989. Transcripción de una
declaración de Don Dámaso Alonso que dice: «La única forma castellana verdadera
es poeta, masculino; poetisa, femenino». Ver Sección B, p.5.
2. Gertrudis
GÓMEZ DE AVELLANEDA. Cartas inéditas existentes en el Museo del Ejército.
Introducción de José Priego Fernández del Campo. Fundación Universitaria
Española, Madrid, 1975, Carta 1, p. 11. Se advierte que en lo adelante sólo se
consignará a renglón seguido del texto el número de la carta y la página, así:
C. p.
3. Don
Antonio ROMERO, Amores a Nieve. Pieza cómica (en un acto y en
verso), Madrid, diciembre de 1855, p. 32.
Notas del blog:
a. Artículo publicado en 1989 (Actas X) por la Asociación Internacional
de Hispanistas. La AIH es una organización sin ánimo de lucro fundada en Oxford
en 1962, cuyo objetivo es promover el estudio y la enseñanza de las lenguas y
de las literaturas hispánicas.
b. A Rosario Rexach se le considera una de las intelectuales hispanas más
destacadas de su generación. Nació en Cuba en 1912 y falleció en los Estados
Unidos en 2003. Su obra, creada en un lapso de más de 60 años, se compone
fundamentalmente de ensayos que hoy resultan de consulta obligatoria en el
campo de los estudios cubanos. De su ahondar en la identidad nacional cubana y
los fundamentos de su cultura dan prueba las colecciones El pensamiento de
Varela y la formación de la conciencia cubana (1950), El carácter de Martí y
otros ensayos (1954), Estudios sobre Martí (1985), Dos figuras cubanas y una
sola actitud (1991) , Estudios sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda. (1996) y
Nuevos estudios sobre Martí (2002). También publicó una novela: Rumbo al punto
cierto (1979). Fue asidua colaboradora de las más importantes publicaciones
periódicas académicas y literarias de su época, tanto de España como de
América.
Su labor de
activismo cultural más allá de la página escrita fue igualmente destacada. En
Cuba fue profesora (“por oposición”, como solía siempre aclarar) de la
Universidad de La Habana, donde se convirtió en una estrecha colaboradora de
Jorge Mañach. Fue, además, fundadora de la Sociedad Cubana de Filosofía, y por dos
veces Presidenta de la Sociedad Lyceum, una importante organización privada
dedicada al fomento de la cultura. En el exilio ostentó la Presidencia del
Círculo de Cultura Panamericano y fue elegida Miembro de Número de la Academia
Norteamericana de la Lengua Española.
c.
José Priego Fernández del Campo, Coronel del ejército español,
gran investigador e historiador, autor de numerosas obras como la monumental Historia de la Guerra de Independencia
entre otras.
d. Biografía ampliada de Antonio
Romero Ortiz:
Antonio
Carmen José Romero García (el apellido Ortiz lo usará muchos años después)
nació en Santiago de Compostela el 24 de marzo de 1822, hijo del procurador y
notario Domingo Manuel Romero y de Rita Antonia García Mariño. A los 13 años
aparece estudiando Lógica y Matemáticas en Santiago, obteniendo en 1837 el
título de Bachiller en Filosofía por la Universidad. Poco tiempo después inició
sus estudios en la Facultad de Derecho de Santiago, acabándolos en la
Universidad Central de Madrid. Con 16 años conoce, fugazmente, en la biblioteca
de la Casa del Real Consulado de La Coruña a Gertrudis Gómez a la cual no
vuelve a ver hasta 1853 cuando inicia su ya conocida correspondencia.
A principios
de 1838 y hasta 1840 fue movilizado por la Milicia Nacional de Santiago y tuvo
que hacer frecuentes salidas en persecución de las partidas carlistas. Fue un
gran activista del movimiento cultural compostelano, participando en la
fundación de varios periódicos.
En el Levantamiento
de 1846 es nombrado secretario de la Junta de Santiago, día en el que arengó en
una aula a los universitarios para que se alistasen en el ejército comandado por
Miguel Solís. Tras el fracaso de sus propósitos, huye a Portugal. Estando en Lisboa,
una revuelta en ese país hará que el gobierno portugués, con otros exiliados,
lo deporte a la isla de Peniche, de la que consigue huir luego de grandes
penalidades y entrar en España. Es amnistiado en abril de 1847, pero volverá a
ser encarcelado en 1848 por mandato de Narváez, encerrado en el castillo de San
Antón en A Coruña y juzgado en Consejo de Guerra. La causa pasó a la Audiencia de
Madrid y fue absuelto. Luego fue desterrado a Filipinas por Narváez, aunque al
final intercedieron por él y no tuvo que marchar; estuvo en libertad vigilada
hasta primeros de 1849, cuando obtiene la amnistía.
En 1848 marchó a
Madrid –probablemente llamado por José Rúa Figueroa- e inicia su etapa como
redactor del periódico La Nación.
En febrero de 1853,
tras el fallido intento de Gertrudis Gómez de Avellaneda por entrar a la Real
Academia de la Lengua, reaparece en la vida de la escritora, con la cual
mantendrá una tórrida historia de amor en la que medió Ramón de La Sagra. El 29
de diciembre de ese mismo año, Rúa Figueroa y Romero Ortiz, en nombre de La
Nación, y otros periodistas, firman un manifiesto denunciando las ayudas que
recibían los periódicos gubernamentales y los obstáculos que se les ponían a
los periódicos de oposición; son momentos de conspiración. (Pérez Galdós
recogerá, en su libro La Revolución de julio, alguna de estas escenas, en las
que aparece Romero Ortiz)
La llamada
revolución progresista de 1854 lo hace secretario del gobernador civil de Madrid.
Luego será gobernador de Oviedo, Alicante y Toledo.
Por la ayuda que
prestó durante una epidemia de cólera que asoló Asturias, Isabel II le impuso
la condecoración de la Orden de Carlos III y, un año más tarde, la de Isabel la
Católica.
Con la caída del
régimen tiene que exiliarse a Francia. Vuelve al poco tiempo, en 1858, tras el
triunfo de la Unión Liberal de O’Donell, integrándose, ya más moderado en la
misma. Fue fundador del periódico La Península, portavoz de la citada Unión
Liberal. Su nueva adscripción política suscitaría un tenso debate con Sagasta.
Este político, el 31 de diciembre de 1858, en una sesión de las Cortes,
denunció el comportamiento de los que acababan de abandonar las filas del
progresismo para pasar a la Unión Liberal.
A finales de abril
de 1859 pronunció un discurso en el que se proyectaba la idea de una Unión
Ibérica. En este año fue nombrado jefe de la sección de Estadística Criminal
del Ministerio de Gracia y Justicia, realizando trabajos para formar una
estadística civil y criminal.
En 1862 es nombrado
director general de Hipotecas (organizando el Registro de la Propiedad), en 1864
director general de Registros, y en 1865 subsecretario del Ministerio de Gracia
y Justicia.
Un año después es
uno de los 121 diputados que firman una petición a Isabel II manifestándole su
queja porque no se respetaba la Constitución. Participa en la conjura para
derrocar a la reina y tiene que huir de nuevo a Portugal. Allí mantiene
contactos con los otros exiliados y participa en la preparación del pronunciamiento
de 1868.
Al constituirse el primer
Gobierno revolucionario, presidido por Serrano, en 1868, es nombrado ministro
de Gracia y Justicia, ocupando la cartera ministerial hasta el 18 de junio de
1869. Es precisamente en ese año que retoma la relación con Gertrudis Gómez de
Avellaneda, pero ya sólo como amigos.
Antonio Romero
Ortiz promovió una política secularizadora: extinción de las comunidades religiosas,
disolución de la Compañía de Jesús, disolución de las conferencias de San
Vicente de Paúl, suspensión de ayuda económica a los Seminarios, incautación de
los bienes eclesiásticos, supresión de los fueros especiales, entre ellos el
eclesiástico. Por ello no es de extrañar que ciertos clérigos lo llamasen
"Lutero Ortiz”, los mismos que promovieron contra él una campaña terrible
en prensa, libros y folletos. Antonio Romero Ortiz fue un conocido Francmasón,
miembro de la Orden desde que era Ministro de Gracia y Justicia, aunque algunos
historiadores piensan que debió ingresar durante alguno de sus exilios en
Portugal. El nombre simbólico que utilizaba era “Fraternidad”. Tenía el grado
33, el más alto del Rito Escocés Antiguo y Aceptado.
El papel jugado por
Antonio Romero Ortiz será decisivo en la confección de la Constitución de 1869,
especialmente en lo tocante a temas como la libertad religiosa, las relaciones
entre la Iglesia y el Estado. Destacaron sus discursos en Cortes sobre el
matrimonio civil, sobre el proyecto constitucional, a favor de la libertad
religiosa, separación de la Iglesia y el Estado...
Con la llegada de
la I República, la Asamblea Nacional lo nombra miembro de la Comisión
permanente que, en unión de la Mesa, representaría a la Cámara hasta la reunión
de las próximas Cortes Constituyentes. Poco después forma parte de la Junta
Superior del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Madrid y en la comisión
encargada del proyecto de sus Estatutos.
Es nombrado
posteriormente presidente de las comisiones para el estudio de la Ley de Expropiación
Forzosa, y para la reforma del Código Penal. Más tarde será vicepresidente de
la Diputación de Madrid.
Famoso fue el
discurso que pronunció en las Cortes a primeros de octubre de 1872, pocos días
después de que Amadeo de Saboya presentara una panorámica irreal del país.
Tras la muerte de
Gertrudis Gómez de Avellaneda, volverá a ser ministro, en concreto de Ultramar,
tomando posesión el día 13 de mayo de 1874.
En 1881 fue
nombrado gobernador del Banco de España.
Ramón de la Sagra,
que tuvo una profunda amistad con él, lo sitúa como unos de los fundadores del “socialismo”
en España. Fue republicano, progresista,
y conspirador (aunque con el tiempo, moderó un poco su ideología, nunca dejó de
ser un hombre librepensador y un profundo amante de la libertad). Fue uno de
los políticos gallegos con más peso político en la Galicia y España del siglo XIX.
Se dice de él que era una persona
sensible, afable y condescendiente, con una sonrisa permanente en los labios.
Como escritor, cabe
mencionar la traducción de Ricardo III,
de William Shakespeare, realizada a partir de la versión francesa de 1852 de Víctor
Séjour.
En 1855 cuando
Gertrudis Gómez de Avellaneda se casa con Domingo Verdugo, escribe Amores a Nieve, pieza cómica (en un acto
y en verso), estrenada en Madrid en diciembre de ese año. Una obrita que, en
buena medida, evocaba sus antiguas relaciones amorosas con la conocida poetisa.
En el año 1869 ven
la luz sus libros La literatura
portuguesa en el siglo XIX (Madrid), y también su Memoria presentada a las
Cortes Constituyentes el 12 de junio de 1869.
En 1879 preside la
Asociación de Escritores y Artistas Españoles, ocupando el cargo hasta 1881.
El 12 de marzo de
1880 es elegido miembro de la Real Academia de la Historia, tomando posesión el
30 de enero de 1881.
En cuanto al famoso
museo de antigüedades, este empezó a formarlo en 1868, inaugurándolo en 1870.
Estaba en su casa madrileña, en la calle Serrano nº 2. Ya en 1880 Fernández de
los Ríos escribe un artículo sobre él y poco después el Congreso Internacional
de Americanistas le pidió su colaboración para realizar una exposición de
antigüedades. A su muerte, lo heredó su sobrina coruñesa Josefa Sobrido Romero,
casada con Juan Ruíz López. Estos lo tuvieron en La Coruña, en el 2º piso de la
casa nº 1 de la Plaza de Mina. Estaba dividido en cinco secciones: “Armas en
general”, “Objetos históricos de todas clases”, “Objetos curiosos, antiguos y
de arte”, “Curiosidades de Historia Natural” y “Álbumes y papeles, en general”.
Tenía además una biblioteca muy selecta.
Lamentablemente,
Galicia perdió por desidia este Museo, que se trasladaría al Alcázar de Toledo
inaugurándose oficialmente el 12 de julio de 1922. Durante la Guerra Civil, la
zona del Alcázar en la que estaba el Museo fue la más castigada, perdiéndose
muchas piezas y quedando otras inservibles. Lo que quedó se trasladó al Museo
del Ejército. En los años 70 se emplazó en el Salón de Reinos del Palacio del
Buen Retiro, para trasladarse más tarde de nuevo al Alcázar de Toledo.
Dentro de las
piezas curiosas, destacan espadas o sables de los generales Castaños, Álvarez
de Castro, Polarea, Castañeda, Narváez, Cevallos, El Empecinado,
Zumalacárregui, o el cura Merino, el infante Enrique de Borbón, Villalaín;
armas de Garibaldi, Santana, Bembeta, pistolas de muchos ilustres militares del
siglo XIX; colecciones de armas prehistóricas o de la Edad Antigua, colecciones
de espadas de los siglos XV y XVI; armas de Oriente y Oceanía (varios
centenares); banderas, estandartes; piezas que pertenecieron a Napoleón,
Maximiliano de México, Amadeo de Saboya, Norodón (rey de Camboya), el cardenal
Cisneros, O’Donell, Espoz y Mina, Prim, el papa Pío IX; y fósiles, minerales,
cerámicas, monedas, sellos, medallas, animales disecados, conchas, maderas de
todas las partes del mundo, billetes de banco y diplomas.
Poseía varios álbumes con autógrafos de
personalidades de la historia: Cervantes, Santa Teresa, Jaime I, Enrique IV,
los Reyes Católicos, Felipe II, el papa Alexandre IV, Víctor Hugo, Garibaldi,
Chateaubriand, Lafayette, Napoleón I, Luis Felipe, el duque de Wellington, y
artículos personales de Gertrudis Gómez de Avellaneda, su único y gran amor...
Bibliografía sobre Antonio Romero Ortiz
· Pereira Martínez, Carlos: Antonio Romero Ortiz, Datos biográficos y políticos. (Artículo publicado por el Instituto DEMER)
· ANÓNIMO: Voz "Romero Ortiz, Antonio",
Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo- Americana Espasa Calpe, tomo LII,
1926, pp. 215-216.
· COUCEIRO FREIJOMIL, ANTONIO: Diccionario
bio-bibliográfico de escritores, 3 vols., Bibliófilos Gallegos, Santiago, 1953,
vol. III, págs. 247-248.
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