Heridas que jamás sanarán.
Desolladuras, ultraje, golpes bajos y crueles. Antonio ha escrito
una epístola que enfurece a su amada, más que por la estirpe de los celos que él demuestra, por la bajeza de sus pensamientos (acciones), absolutamente inmerecidas. Principalmente es por eso que la Avellaneda desata la fuerza brutal de su corazón y su
verbo irrumpe en escena, in crescendo, como en el mejor de sus dramas. En la carta, la poetisa -en realidad la Mujer-, nos muestra su lado más silvestre y a la vez refinado, culto.
La carta Nº 20, a
la que hemos llamado Heridas que jamás sanarán -para estar a tono
con la época y con su autora-, fue escrita con un absoluto
dominio del lenguaje. Posiblemente este poderío en el idioma haya sido igualado pocas veces por sus antecesoras y jamás superado por
ninguna de sus contemporáneas. El Romanticismo en su estado más puro, salvaje y
culto, el de Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Manuel Lorenzo Abdala
Carta Nº 20*
[Madrid, 10 de mayo de 1853]
Casada con un
hombre de cierto carácter, sería capaz de asesinarlo si no hallaba otro medio
de romper un vínculo humillante. Mi alma no acepta por caricias las desolladuras.
GGA.
Antonio: no sé qué contestarte: soy
naturalmente sincera y franca, y temo aumentar tu disgusto si lo soy hoy ¿Qué
decirte, si debo no mentir y si quiero no lastimarte…? En fin, saldrá lo que
salga: de todos modos lo peor sería guardar silencio, dándote lugar a
interpretaciones tan singulares como algunas de las que he hecho ya.
No estoy enojada, ¡ojalá fuese enojo lo
que siento…! Pero no estoy enojada. Si tuve anoche un momento de indignación,
pasó pronto: es muy diferente a la cólera la impresión que estas cosas han
dejado en mi espíritu. Como soy celosa yo misma, disto mucho de condenar los
celos: no solamente no me alejaría de un amante por la circunstancia de ser
celoso, sino que acaso lo estimaría más solo porque lo era. Pero hay diferentes
linajes de celos, como hay diferentes linajes de caracteres. Una misma pasión
varía mucho según el temple del alma en que se alberga, y los celos son, a mi
ver, una piedra de toque para conocer aquel. Que hayas visto fantasmas; que
dudaras de mi lealtad no es lo que me ha hecho daño: la pasión es injusta y yo
soy indulgente con la pasión. Pero hay cosas que no agravian solamente, sino
que enfrían, que repugnan: estos efectos son fatales.
Si en un arrebato de furiosas sospechas
hubieras llegado a mí para decirme dicterios, te hubiera compadecido, Antonio,
perdonándote: y si hubieras llegado a mí para decirme noblemente -“He
sospechado de ti; disipa mis dudas; te creo incapaz de perfidia, pero soy
celoso a despecho de mi razón”;- si hubieras llegado a mí con ese lenguaje, te
hubiera respetado más que nunca; te hubiera amado más. Si ni me hubieras
ultrajado con palabras duras, ni me hubieras mostrado tu injusticia con
palabras nobles, sino guardando silencio y dándome en su corazón un adiós
eterno, mostrases de tal modo que renunciabas para siempre a la mujer que
habías cesado de estimar… en ese caso, Antonio, me hubiera hecho infeliz la
certeza de que no habías sabido comprenderme, pero tu conducta me parecería tan
digna del carácter que aprecio en un hombre, tan lógica, tan racional, que
llorando el verme desconocida no podía menos de desear el hacerme comprender mejor
de un alma que, aun injusta, se me mostraba tan noble y tan capaz de estimar la
grandeza de la mía, cuando la conociese.
Pero nada de eso he visto en tus celos:
nada que los constituya del linaje de los celos
de buena índole. Me has puesto en gacetillas; has inventado un cuento
ridículo y has querido regalárselo al público: has querido divertir, con lo que
llamas penas de tu corazón, a los
mozos del café y a las costureras de guantes. Has mentido diciendo que Eloísa
pronunció palabras que no han salido de sus labios; has tomado hablando conmigo
un tono impropio; has dicho que yo te pongo en ridículo… ¡yo que creo que no
hay nada más despreciable que la mujer que rebaja al hombre a quien dice amar!
¡Yo, cuyo inmenso orgullo aspiraría a levantar sobre el trono del Sol a un
gusano que sacase mi mano del fango de la tierra…! Atribuirme una coquetería
vulgar y estúpida no te pareció bastante, y le diste una expresión y unos
accesorios que ni aun concibo yo como han podido caber en la cabeza de un
hombre de tu edad ¡Oh si! Te lo confieso: hay en todo esto algo de tan
repugnante para un carácter como el mío, algo que da tan triste idea del tuyo
que sin poder remediarlo siento un hielo de muerte en mi corazón. Las ternezas
de tus líneas de hoy no me son menos incomprensibles que tus reconversiones de
las líneas de anoche. No entiendo nada de eso, Antonio; no concibo como puedes
amarme y agraviarme en una misma carta; como pasas del concepto más ventajoso
que puede concebirse de una mujer, al entusiasmo de amor que te hace prorrumpir
en palabras como estas –¡Esposa mía! ¡Ángel mío! ¡Ma femme…! No, Antonio, no te comprendo: no sé que es esa alma;
que es ese carácter; y como el mío, mi carácter, es muy serio, y muy grave, y
muy reflexivo, me pregunto ¿qué confianza debe merecerme aquel corazón que no
comprendo? ¿Qué debo esperar en lo sucesivo de un amor que ha comenzado con
tales escenas? – Yo no puedo amar sino estimando mucho: no puedo amar sin
querer unir toda mi vida a la del ser amado: ¿y qué porvenir me puedo prometer
con un hombre que a la menor sombra que pasa por su mente me ridiculiza
acusándome de ridiculizarlo; me pone en berlina; me lleva a las gacetillas,
forjando novelas absurdas; me insulta para quejarse después de que yo me he
enojado; me reconviene como de un delito porque no dejé que un hombre que
apenas me es conocido, me sorprendiera con mi puerta abierta, en plática
sospechosa con otro hombre, que acababa de injuriarme? ¿Qué puedo prometerme de
un amante que me exige descortesías;
que me manda con tono de marido? ¡Ah! Si tal hombre llegase a ser
marido realmente, sería capaz de darme bofetadas: sería capaz de querer que yo
besase los labios con los que acababa de pronunciar dicterios contra mi
corazón. Soy muy altiva, Antonio, soy además muy delicada: se me domina fácilmente
con el poder del amor y de la razón; pero soy de hierro contra la fuerza brutal.
Casada con un hombre de cierto carácter, sería capaz de asesinarlo si no
hallaba otro medio de romper un vínculo humillante. No casada, claro está que
no habría nada que me hiciese sufrir dos días la tiranía grosera de un carácter
semejante. Mi alma no acepta por caricias las desolladuras.
Dices que quieres verme a solas, y me
hablas de que hay casas donde puedes
llevarme. Antonio, creo que has perdido completamente el juicio; lo creo porque
es lo mejor que puedo creer ¿Me supones mujer que se deje conducir ni por ti ni
por nadie a casas que no conoce? ¿Le
he dado a nadie el derecho de despreciarme? No por cierto, ni se lo daré jamás.
Gracias al cielo no ha llegado mi amor
por ti hasta el extremo de darte derechos que repruebe el honor. Gracias al cielo,
Antonio, solo mi corazón, no mi orgullo, he empeñado en este juego. Si eres un
infame puedes calumniarme, puedes comprometerme a los ojos del mundo; pero a
los míos me quedo en mi lugar: sé, y sabes, que no he hecho nada de que deba
avergonzarme, y eso debía preservarme de proposiciones que siempre hubieran
sido poco dignas, pero que en las circunstancias presentes son además
ultrajantes.
Yo no sé si debemos volver a vernos: me
parece que sería más conveniente para ambos cerrar con esta página la historia
de nuestro conocimiento. Sin embargo, Antonio, no me niego a escucharte si así
lo exiges, y si puedo prometerme que no resulten de tal conferencia nuevas
ofensas para mí. Por mi propio decoro te debo explicaciones que había creído
innecesarias hasta ahora; que ahora creo convenientes. Si persistes en que nos
veamos, y puedes asegurarme que nuestra conversación será digna de seres
racionales, y no la renovación de escenas absurdas, en ese caso te veré esta
noche en los jardines: espérame a pie si es buena la noche; en carruaje si el
tiempo es desapacible. Aunque no lo echarás de ver tengo un gran catarro que me
hace toser mucho.
Bajaré a las 9 sino recibo aviso en
contra. Adiós, Antonio, en nombre del cielo te suplico que no me digas nada
verbal ni por escrito que pueda aumentar la desagradable displicencia en que se
halla mi alma.
Tula
P.D.-
Ni aun tengo con quien mandarte esta carta. La cocinera está enferma y la
doncella en la cocina. Si no la recibes hoy, será mañana cuando nos veamos en
los jardines: si quieres.
Hoy
10. Martes.
3
de la tarde.
(*) La Carta Nº 20, con algunas correcciones, es transcripción de lo publicado en Cartas inéditas existentes en el Museo del Ejército por José Priego Fernández del Campo.
...continuará el 20 de abril de 2015
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