El perdón del gemido acerbo
(Sin hiel en el alma)
La carta anterior, que titulamos
Heridas
que jamás sanarán, debió doler y hasta agraviar a Romero Ortiz, no cabe lugar a dudas. Y como suele acontecer en estos casos el amante ofendido responde “falseando
el sentido de las palabras” para prestar a las suyas una comprensión lógica. Pero
lejos de volver a contrariar, la Avellaneda se despide, aparentemente, cual romántica
al uso (Nótese en las instrucciones, casi órdenes teatrales de la posdata, el verdadero sentir contrario). No creo tengamos mucho más
que añadir.
Hemos querido ilustrar la entrada con una
hermosa estampa, igualmente al uso, de Teodora Lamadrid, la gran actriz que en
aquellos momentos se preparaba para interpretar el papel protagónico en La Aventurera, el drama que la
Avellaneda ensayaba en el teatro Variedades y que se estrenó con gran éxito, dos semanas después el 25 de mayo de 1853. La imponente imagen apareció publicada en el periódico La Ilustración días antes de ser escrita
la carta siguiente y que hemos querido titular El
perdón del gemido acerbo, considerando el sentimiento "romántico" de la gran y única protagonista de esta correspondencia: Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Manuel Lorenzo Abdala
"¡Cállate! -le decía cierta vez una mujer a J.J. Rousseau: Cállate
pobre Juan Jacobo porque eres extranjero para los que te escuchan.-"
Carta
número 21
[11 de mayo de 1853]
Acabo de leer tu carta: poco tengo que
responder a ella. No nos comprendemos: es lo único que puedo decir con certeza.
No nos comprendemos: ¿Qué mucho que me acuses de haber faltado a las
consideraciones que exige la delicadeza? ¿Qué mucho que hayas visto en mi carta
de ayer palabras que manchan, que envilecen, y que no te parezcan tales muchas
de las que usabas en la tuya anterior, y hasta en la última en la que te jactas
de generoso; incapaz de devolver las ofensas que supones recibidas? ¿Qué mucho
que no veas en mi corazón sino un corazón
de mujer, como estos otros que dices haber conocido, y que han sido puñales
para ti…? ¿Qué mucho, en fin, que hasta pierdas el talento que debes a Dios, y
lo pierdas de tal modo que no aciertes a despedirte de mí sino falseando el
sentido de mis palabras para prestar a las tuyas una apariencia de razón…? No nos comprendemos: esto lo explica todo. Sería en balde que yo quisiera
convencerte de injusticia y de locura. –Cállate, le decía una mujer cierta vez
a J. J. Rousseau: cállate pobre Juan Jacobo porque eres extranjero para los que
te escuchan.-
Y bien, Antonio, yo no trataré de
probarte que has entendido mal mi intención, ni me quejaré de que me agravias
en esta carta en que blasonas de no ser capaz de ofender nunca a la persona que
has amado: yo no quiero prestar más amargura a nuestra despedida recordándote
de qué modo has lastimado mi corazón y mi delicadeza antes de que saliese de él
ese gemido doloroso y acerbo, que recibiste ayer en forma de carta. Todo eso es
inútil. Hago lo contrario: lo perdono todo, y te pido perdón, si realmente te
ha lastimado con alguna de mis acciones o de mis palabras. Sí, te pido perdón,
sin temer que eso me humille.
Ahora, después de mostrarte que ninguna
hiel conservo en mi alma; que ningún deseo de ofenderte ha cabido nunca en
ella; ahora que recibo tu adiós y te envío el mío dignamente, con tristeza pero
sin amargura; con hondo desaliento pero sin vergüenza de lo pasado. Te he
amado; creí que podíamos comprendernos: osé esperar felicidad… ¡fue un sueño!
Pero un sueño que no debe, que no puede dejarme en el alma ni humillación de
arrepentimiento. Ha sido la última ilusión de mi vida y la más bella, aunque
breve.
Te devuelvo tus cartas: para olvidarte,
como deseas, como me aconsejas, no debo conservar esas cartas que me han sido
queridas. Ten la bondad de mandarme las mías para rasgarlas por mi mano. Ese
favor te pido.
Adiós, Antonio; sé feliz. Dentro de ocho
días, acaso antes dejaré a Madrid. Estos sucesos me deciden y apresuran mi
marcha. Renuncio mi plan de vida campestre, y a todo: me voy; no sé si por
mucho o poco tiempo. En cualquier parte en que esté dispón de mí, como una
amiga
Tula
Las cartas todas, incluso esta, bajo una
sola cubierta. Quisiera que la mandases con la dadora de esta, y no con criados
de la redacción [Se refiere al periódico La Nación]. Mejor sería aún que te tomases la molestia, si quieres, si
puedes, de traérmelas tu mismo, y dármelas en propia mano. Si te parece
conveniente hacerlo dejo a tu elección el que sea de uno de los modos
siguientes.
Llamas a la puerta de mi cuarto esta
noche, o mañana por la noche: si es hoy cuando quieras, pues no salgo; si es
mañana antes de las 9, pues saldré a dicha hora. Te abrirá Mariana, y le dirás
que me pase recado. Yo en persona acudiré y recibiré el paquete de tus propias
manos, dándote mil gracias.
El otro modo es: vienes a visitarme con
pretexto de recoger unos versos que me has pedido para la Nación; aunque esté
mamá delante me das el paquete desembarazadamente diciendo que son dos números
del periódico.
Si no quieres tomarte la molestia de
entregarme en propias manos y por ti mismo esos papeles, dime día y a qué hora
quieres que vaya por ellos mi doncella.
Hoy [miércoles] 11
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