"Te doy gracias por todo, pero no acepto tu buen deseo: es inútil. A Dios" |
“La sangre me hierve y el alma se me repliega...”
(Epílogo a la anterior carta)
Como en la otra, sin mayores comentarios (de momento). No son necesarios. El billete, escrito a la defensiva mujeril, lo dice absolutamente
todo. La Avellaneda, ultrajada, expulsa multitud de reproches, ¡tormentosos!, colmados de angustias y sinsabores varios… Al final se deshace de su amante con férreas verdades,
sin posibilidad de réplica:
Nosotros no nos comprendemos; no es posible
que nos comprendamos jamás. No sentimos del mismo modo; no vemos las cosas de
igual manera: falta entre nuestras almas simpatía; no se adivinan, no se
identifican ni un solo instante.
Después de esto, solo cabe recapitular y
cerrar la historia. Una leyenda de amor, como en los cuentos de hadas, que pudo
ser diferente y con un cierre mucho más acertado, al real deseo de los enamorados. Pero no, en la Avellaneda nunca
cupo el amor verdadero ni la plena
felicidad. Ese fue su karma, y el de su época.
Manuel Lorenzo Abdala
Carta
número 33
[27
de mayo de 1853]
Antonio: en el momento mismo en que
salía mi criada con la adjunta, encontró al cartero que traía la tuya. La he
leído, y añado estas líneas a lo que te digo en las otras.
Mi madre debe estar admirada de que sólo
cuando falta de casa vienes tú a ella. Yo te he dicho “no quiero que conozcan
en mi casa mi amor por ti, y me privo por esa causa de recibirte en ella todos
los días”: ¿pero es manera de ocultar el amor el prestarle un carácter indigno?
Después de haberte hallado mamá dos veces en casa, junto a mí, ¿qué debe pensar
que no hayas hecho una sola visita a presencia suya? ¿Qué debe pensar al ver
que no cumples conmigo ni los deberes de simple urbanidad? ¿Qué debe pensar,
sino piensa que eres un amante; pero un amante secreto; un amante meramente carnal; un amante de aquellos que no
tienen las mujeres como yo, y a cuyo papel despreciable no se avienen jamás
hombres que se estiman? Estoy mal a los ojos de mi familia; mal a los de
Eloísa, que por poco que me importe, es una mujer y debe comprender lo que es
un amor digno y decoroso: estoy mal a los míos, y tan mal que todo mi disimulo,
que todos mis pasmosos esfuerzos por sepultar en mi alma la cólera y el
disgusto que me siguen hace días a todas partes, no bastan ya a reprimir la
expresión de profundo descontento que se viene a mis labios, a pesar mío. En
fin, Antonio: acabemos. Nosotros no nos comprendemos; no es posible que nos
comprendamos jamás. No sentimos del mismo modo; no vemos las cosas de igual
manera: falta entre nuestras almas simpatía; no se adivinan, no se identifican
ni un solo instante. Nada que puede serme grato aciertas tú a hacerlo: aciertas
por el contrario, hasta en los momentos de mayor delirio, a hacer lo que me es
más incomprensible, más antipático, más repugnante. Chocas con todas mis ideas
sobre el sentimiento; y yo debo ser para ti, igualmente chocante. Lo repito:
nuestras inteligencias se entienden sin duda, porque ambos tenemos talento;
pero me convenzo más cada día de que hay un abismo entre nuestros corazones:
Que solo se han atraído para repelerse.
¡Y bien! ¿Qué quieres…? Yo no lo sé. La
sangre me hierve y el alma se me repliega con contracción dolorosa. Me harías
mucho bien en poner un término a esta situación extraña.
A Dios
Tula
P.D.-
No te tomes la molestia de hablar de La
Aventurera. Me importa un bledo que la censuren o la aplaudan. Ha pasado en
la escena felizmente que era lo que deseaba: ahora no me ocupo más de semejante
cosa. Te doy gracias por todo, pero no acepto tu buen deseo: es inútil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario