SAB
por Gertrudis Gómez de Avellaneda
(Primera
parte)
Capítulo III
Mujer
quiero con caudal.
CAÑIZARES
Sabido
es que las riquezas de Cuba atraen en todo tiempo innumerables extranjeros, que
con mediana industria y actividad no tardan en enriquecerse de una manera
asombrosa para los indolentes isleños, que satisfechos con la fertilidad de su
suelo, y con la facilidad con que se
vive en un país de abundancia, se adormecen por decirlo así, bajo su sol de
fuego, y abandonan a la codicia y actividad de los europeos todos los ramos de
agricultura, comercio, e industria, con los cuales se levantan en corto número
de años innumerables familias.
Jorge
Otway fue uno de los muchos hombres que se le elevan de la nada en poco tiempo
a favor de las riquezas en aquel país nuevo y fecundo. Era inglés: había sido
buhonero algunos años en los Estados Unidos de la América del norte, después en
la ciudad de La Habana, y últimamente llegó a Puerto Príncipe traficando con
lienzos, cuando contaba más de treinta años, trayendo consigo un hijo de seis,
único fruto que le quedara de su matrimonio.
Cinco
años después de su llegada a Puerto Príncipe, Jorge Otway en compañía de dos
catalanes tenía ya una tienda de lienzos, y su hijo despachaba con él detrás
del mostrador. Pasaron cinco años más y el inglés y sus socios abrieron un
soberbio almacén de toda clase de lencería. Pero ya no eran ellos los que se
presentaban detrás del mostrador: tenían dependientes y comisionistas, y
Enrique de edad de diez y seis años se hallaba en Londres enviado por su padre
con objeto de perfeccionar su educación, según decía. Otros cinco años transcurrieron
y Jorge Otway poseía ya una hermosa casa en una de las mejores calles de la
ciudad, y seguía por sí solo un vasto y lucrativo comercio. Entonces volvió su
hijo de Europa, adornado de una hermosa figura y de modales dulces y
agradables, con lo cual y el crédito que comenzaba a adquirir su casa no fue
desechado en las reuniones más distinguidas del país. Puede el lector dejar
transcurrir aún otros cinco años y verá a Jorge Otway, rico negociante,
alternando con la clase más pudiente, servido de esclavos, dueño de magníficos
carruajes y con todos los prestigios de la opulencia.
Enrique
no era ya únicamente uno de los más gallardos jóvenes del país, era también
considerado como uno de los más ventajosos partidos. Sin embargo, en esta misma
época, en que llegaba a su apogeo la rápida fortuna del buhonero inglés,
algunas pérdidas considerables dieron un golpe mortal a su vanidad y a su
codicia. Habíase comprometido en empresas de comercio demasiado peligrosas y
para disimular el mal éxito de ellas, y sostener el crédito de su casa, cometió
la nueva imprudencia de tomar gruesas sumas de plata a un rédito crecido. El
que antes fue usurero, viose compelido a castigarse a sí mismo siendo a su vez
víctima de la usura de otros. Conoció harto presto que el edificio de su
fortuna, con tanta prontitud levantado, amenazaba una ruidosa caída, y pensó
entonces que le convendría casar a su hijo antes que su decadencia fuese
evidente para el público.
Echó
la vista a las más ricas herederas del país y creyó ver en Carlota de B... la
mujer que convenía a sus cálculos. Don Carlos, padre de la joven, había
heredado como sus hermanos un caudal considerable, y aunque se casó con una
mujer de escasos bienes la suerte había favorecido a ésta últimamente, recayendo
en ella una herencia cuantiosa e inesperada, con la cual la casa ya algo
decaída de D. Carlos se hizo nuevamente una de las opulentas de Puerto
Príncipe. Verdad es que gozó poco tiempo en paz del aumento de su fortuna pues
con derechos quiméricos, o justos, suscitole un litigio cierto pariente del
testador que había favorecido a su esposa, tratando nada menos que anular dicho
testamento. Pero esta empresa pareció tan absurda, y el litigio se presentó con
aspecto tan favorable para D. Carlos que no se dudaba de su completo triunfo.
Todo esto tuvo presente Jorge Otway cuando eligió a Carlota para esposa de su
hijo. Había muerto ya la señora de B... dejando a su esposo seis hijos:
Carlota, primer fruto de su unión, era la más querida según la opinión general,
y debía esperar de su padre considerables mejoras. Eugenio, hijo segundo y
único varón, que se educaba en un colegio de La Habana, había nacido con una
constitución débil y enfermiza y acaso Jorge no dejó de especular con ella,
presagiando de la delicada salud del niño un heredero menos a D. Carlos.
Además, don Agustín, su hermano mayor, era un célibe poderoso y Carlota su
sobrina predilecta. No vaciló pues Jorge Otway y manifestó a su hijo su
determinación. Dotado el joven de un carácter flexible, y acostumbrado a ceder
siempre ante la enérgica voluntad de su padre, prestose fácilmente a sus
deseos, y no con repugnancia esta vez, pues además de los atractivos personales
de Carlota no era Enrique indiferente a las riquezas, y estaba demasiado
adoctrinado en el espíritu mercantil y especulador de su padre.
Declarose,
pues, amante de la señorita de B... y no tardó en ser amado. Se hallaba Carlota
en aquella edad peligrosa en que el corazón siente con mayor viveza la
necesidad de amar, y era además naturalmente tierna e impresionable. Mucha
sensibilidad, una imaginación muy viva, y gran actividad de espíritu, eran
dotes, que, unidas a un carácter más entusiasta que prudente debían hacer temer
en ella los efectos de una primera pasión. Era fácil prever que aquella alma
poética no amaría largo tiempo a un hombre vulgar, pero se adivinaba también
que tenía tesoros en su imaginación bastantes a enriquecer a cualquier objeto a
quien quisiera prodigarlos. El sueño presentaba, hacía algún tiempo, a Carlota
la imagen de un ser noble y bello formado expresamente para unirse a ella y
poetizar la vida en un deliquio de amor. ¿Y cuál es la mujer, aunque haya
nacido bajo un cielo menos ardiente, que no busque al entrar con paso tímido en
los áridos campos de la vida la creación sublime de su virginal imaginación?
¿Cuál es aquella que no ha entrevisto en sus éxtasis solitarios un ser
protector, que debe sostener su debilidad, defender su inocencia, y recibir el
culto de su veneración?... Ese ser no tiene nombre, no tiene casi una forma positiva,
pero se le halla en todo lo que presenta grande y bello la naturaleza. Cuando
la joven ve un hombre busca en él los rasgos del Ángel de sus ilusiones... ¡oh,
qué difícil es encontrarlos! ¡Y desgraciada de aquella que es seducida por una
engañosa semejanza!... Nada debe ser tan doloroso como ver destruido un error
tan dulce, y por desgracia se destruye harto presto. Las ilusiones de un
corazón ardiente son como las flores del estío: su perfume es más penetrante
pero su existencia más pasajera.
Carlota
amó a Enrique, o mejor diremos amó en Enrique el objeto ideal que la pintaba su
imaginación, cuando vagando por los bosques, o a las orillas del Tínima, se
embriagaba de perfumes, de luz brillante, de dulces brisas: de todos aquellos
bienes reales, tan próximos al idealismo, que la naturaleza joven, y
superabundante de vida, prodiga al hombre bajo aquel ardiente cielo. Enrique
era hermoso e insinuante: Carlota descendió a su alma para adornarla con los
más brillantes colores de su fantasía: ¿qué más necesitaba?
Noticioso
Jorge del feliz éxito de las pretensiones de su hijo pidió osadamente la mano
de Carlota, pero su vanidad y la de Enrique sufrieron la humillación de una
repulsa. La familia de B... era de las más nobles del país y no pudo recibir
sin indignación la demanda del rico negociante, porque aún se acordaba del
buhonero. Por otra parte, aunque el viejo Otway se hubiese declarado desde su
establecimiento en Puerto Príncipe un verdadero católico, apostólico, romano, y
educado a su hijo en los ritos de la misma iglesia, su apostasía no le había
salvado del nombre de hereje con que solían designarle las viejas del país; y
si toda la familia de B... no conservaba en este punto las mismas
preocupaciones, no faltaban en ella individuos que oponiéndose al enlace de
Carlota con Enrique fuesen menos inspirados por el desprecio al buhonero que
por el horror al hereje. La mano de la señorita de B... fue pues rehusada al
joven inglés y se la ordenó severamente no pensar más en su amante. ¡Es tan
fácil dar estas órdenes! La experiencia parece que no ha probado bastante
todavía su inutilidad. Carlota amó más desde que se le prohibió amar, y aunque
no había ciertamente en su carácter una gran energía, y mucho menos una fría
perseverancia, la exaltación de su amor contrariado, y el pesar de una niña que
por primera vez encuentra oposición a sus deseos, eran más que suficientes para
producir un efecto contrario al que se esperaba. Todos los esfuerzos empleados
por la familia de B... para apartarla de Enrique fueron inútiles, y su amante
desgraciado fue para ella mucho más interesante. Después de repetidas y
dolorosas escenas, en que manifestó constantemente una firmeza que admiró a sus
parientes, el amor y la melancolía la originaron una enfermedad peligrosa que
fue la que determinó su triunfo. Un padre idólatra no pudo sostener por más
tiempo los sufrimientos de tan hermosa criatura, y cedió a pesar de toda su
parentela.
D.
Carlos era uno de aquellos hombres apacibles y perezosos que no saben hacer
mal, ni tomarse grandes fatigas para ejecutar el bien. Había seguido los
consejos de su familia al oponerse a la unión de Carlota con Enrique, pues él
por su parte era indiferente en cierto modo, a las preocupaciones del
nacimiento, y acostumbrado a los goces de la abundancia, sin conocer su precio,
tampoco tenía ambición ni de poder ni de riquezas. Jamás había ambicionado para
su hija un marido de alta posición social o de inmensos caudales: limitábase a
desearle uno que la hiciese feliz, y no se ocupó mucho, sin embargo, en estudiar
a Enrique para conocer si era capaz de lograrlo.
Inactivo
por temperamento, dócil por carácter y por el convencimiento de su inercia, se
opuso al amor de su hija sólo por contemporizar con sus hermanos, y cedió luego
a los deseos de aquélla, menos por la persuasión de que tal enlace labraría su
dicha que por falta de fuerzas para sostener por más tiempo el papel de que se
había encargado. Carlota empero supo aprovechar aquella debilidad en su favor,
y antes de que su familia tuviese tiempo de influir nuevamente en el ánimo de
D. Carlos su casamiento fue convenido por ambos padres y fijado para el día
primero de septiembre de aquel año, por cumplir en él la joven los 18 de su
edad.
Era
a fines de febrero cuando se hizo este convenio, y desde entonces hasta
principios de junio en que comienza nuestra narración, los dos amantes habían
tenido para verse y hablarse toda la lícita libertad que podían desear. Pero la
fortuna, burlándose de los cálculos del codicioso inglés, había trastornado en
este corto tiempo todas sus esperanzas y especulaciones. La familia del señor
de B..., altamente ofendida con la resolución de éste, y no haciendo misterio
del desprecio con que miraba al futuro esposo de Carlota, había roto
públicamente toda relación amistosa con D. Carlos, y su hermano D. Agustín hizo
un testamento a favor de los hijos de otro hermano para quitar a Carlota toda
esperanza de su sucesión. Mas esto era poco: otro golpe más sensible se siguió
a éste y acabó de desesperar a Jorge. Contra todas las probabilidades y
esperanzas fallose el pleito por fin en contra de don Carlos. El testamento que
constituía heredera a su esposa fue anulado justa o injustamente, y el
desgraciado caballero hubo de entregar al nuevo poseedor las grandes fincas que
mirara como suyas hacía seis años. No faltaron personas que, juzgando parcial e
injusta esta sentencia, invitasen al agraviado a apelar al tribunal supremo de
la nación: mas el carácter de D. Carlos no era apropósito para ello, y
sometiéndose a su suerte casi pareció indiferente a una desgracia que le
despojaba de una parte considerable de sus bienes. Un estoicismo de esta clase,
tan noble desprendimiento de las riquezas debían merecerle al parecer generales
elogios, mas no fue así. Su indiferencia se creyó más bien efecto de egoísmo
que de desinterés. «Es bastante rico aún -decían en el pueblo- para poder gozar
mientras viva de todas las comodidades imaginables, y no le importa nada una
pérdida que sólo perjudicará a sus hijos».
Engañábanse
empero los que juzgaban de este modo a D. Carlos. Ciertamente la pereza de su
carácter, y el desaliento que en él producía cualquier golpe inesperado
influían no poco en la aparente fortaleza con que se sometía desde luego a la
desgracia, sin hacer un enérgico esfuerzo para contrarrestarla, pero amaba a
sus hijos y había amado a su esposa con todo el calor y la ternura de un alma
sensible aunque apática. Hubiera dado su vida por cada uno de aquellos objetos
queridos, pero por la utilidad de estos mismos no hubiera podido imponerse el deber
de una vida activa y agitada: oponíanse a ella su temperamento, su carácter y
sus hábitos invencibles. Desprendiéndose con resignación y filosofía de un
caudal, con el cual contaba para asegurar a sus hijos una fortuna brillante, no
fue sin embargo insensible a este golpe. No se quejó a nadie, acaso por pereza,
acaso por cierto orgullo compatible con la más perfecta bondad: pero el golpe
hirió de lleno su corazón paternal. Alegrose entonces interiormente de tener
asegurada la suerte de Carlota, y no vio en Enrique al hijo del buhonero sino
al único heredero de una casa fuerte del país.
Todo
lo contrario sucedió a Jorge. Carlota privada de la herencia de su tío, y de
los bienes de su madre que la pérdida del pleito le había quitado, Carlota con
cinco hermanos que debían partir con ella el desmembrado caudal que pudiera
heredar de su padre, (joven todavía y prometiendo una larga vida), no era ya la
mujer que deseaba Jorge para su hijo. El codicioso inglés hubiera muerto de
dolor y rabia si las desgracias de la casa de B... hubieran sido posteriores al
casamiento de Enrique, mas por fortuna suya aún no se había verificado, y Jorge
estaba resuelto a que no se verificara jamás. Demasiado bajo para tener
vergüenza de su conducta acaso hubiera roto inmediatamente, sin ningún pudor ni
cortesía, un compromiso que ya detestaba, si su hijo a fuerza de dulzura y de
paciencia no hubiese logrado hacerle adoptar un sistema más racional y menos
grosero.
Lo
que pasó en el alma de Enrique cuando vio destruidas en un momento las
brillantes esperanzas de fortuna que fundaba en su novia, fue un secreto para
todos, pues aunque fuese el joven tan codicioso como su padre era por lo menos
mucho más disimulado. Su conducta no varió en lo más mínimo, ni se advirtió la
más leve frialdad en sus amores. El público, si bien persuadido de que sólo la
conveniencia le había impulsado a solicitar la mano de Carlota, creyó entonces
que un sentimiento más noble y generoso le decidía a no renunciarla. Carlota
era acaso la única persona que ni agradecía ni notaba el aparente desinterés de
su amante. No sospechando que al solicitar su mano tuviese un motivo ajeno del
amor, apenas pensaba en la mudanza desventajosa de su propia fortuna, no podía
admirarse de que no influyese en la conducta de Enrique. ¡Ay de mí! Solamente
la fría y aterradora experiencia enseña a conocer a las almas nobles y
generosas el mérito de las virtudes que ellas mismas poseen... ¡Feliz aquel que
muere sin haberlo conocido!
Continuará en el capítulo IV
No hay comentarios:
Publicar un comentario