Ingenio La Flor de Cuba. E. Laplante, El libro de los ingenios, Siglo XIX |
SAB
(primera parte, capítulo V)
por Gertrudis Gómez de Avelllaneda
La
tormenta umbría
en los
aires resuelve un Océano
que todo
lo sepulta
HEREDIA
La
noche más profunda enlutaba ya el suelo. Aún no caía una gota de lluvia, ni la
más ligera corriente de aire refrigeraba a la tierra abrasada. Reinaba un
silencio temeroso en la naturaleza que parecía contemplar con profundo
desaliento la cólera del cielo, y esperar con triste resignación el
cumplimiento de sus amenazas.
Sin
embargo, en tan horrible noche dos hombres atrevidos atravesaban a galope
aquellas sabanas abrasadas, sin el menor indicio de temor. Estos dos hombres ya
los conoce el lector: eran Enrique y Sab, montado el uno en su fogoso alazán, y
el otro en un jaco negro como el ébano, más ligero que vigoroso. El inglés
llevaba ceñido un sable corto de puño de plata cincelada, y dos pistolas en el
arzón delantero de su silla; el mulato no llevaba más arma que su machete.
Ni
uno ni otro proferían una palabra ni parecía que echasen de ver los relámpagos,
más frecuentes por momentos, porque cada uno de ellos estaba dominado por un
pensamiento que absorbía cualquier otro. Es indudable que Enrique Otway amaba a
Carlota de B... ¿y cómo no amar una criatura tan bella y apasionada?
Cualesquiera que fuesen las facultades del alma del inglés, la altura o bajeza
de sus sentimientos, y el mayor o menor grado de su sensibilidad; no cabe duda
en que su amor a la hija de don Carlos era una de las pasiones más fuertes que
había experimentado en su vida. Pero esta pasión no siendo única era
contrastada evidentemente por otra pasión rival y a veces victoriosa: la
codicia.
Pensaba,
pues, alejándose de su querida, en la felicidad de poseerla, y pesada esta
dicha con la de ser más rico, casándose con una mujer menos bella acaso, menos
tierna, pero cuya dote pudiera restablecer el crédito de su casa decaída, y
satisfacer la codicia de su padre. Agitado e indeciso en esta elección se
reconvenía a sí mismo de no ser bastante codicioso para sacrificar su amor a su
interés, o bastante generoso para posponer su conveniencia a su amor.
Diversos
pensamientos más sombríos, más terribles, eran sin duda los que ocupaban el
alma del esclavo. ¿Pero quién se atrevería a querer penetrarlos? A la luz
repercutida de los relámpagos veíanse sus ojos fijos, siempre fijos en su
compañero, como si quisiera registrar con ellos los senos más recónditos de su
corazón; y por un inconcebible prodigio pareció por fin haberlo conseguido pues
desvió de repente su mirada, y una sonrisa amarga, desdeñosa, inexplicable,
contrajo momentáneamente sus labios. «¡Miserable!», murmuró con voz
inteligible; pero esta exclamación fue sofocada por la detonación del rayo.
La
tempestad estalla por fin súbitamente. Al soplo impetuoso de los vientos
desencadenados el polvo de los campos se levanta en sofocantes torbellinos: el
cielo se abre vomitando fuego por innumerables bocas: el relámpago describe mil
ángulos encendidos: el rayo troncha los más corpulentos árboles y la atmósfera
encendida semeja una vasta hoguera.
El
joven inglés se vuelve con un movimiento de terror hacia su compañero:
-Es
imposible continuar -le dice-, absolutamente imposible.
-No
lejos de aquí -responde tranquilamente el esclavo- está la estancia de un
conocido mío.
-Vamos
a ella al momento -dijo Enrique, que conocía la imposibilidad de tomar otro
partido-.
Pero
apenas había pronunciado estas palabras una nube se rasgó sobre su cabeza: el
árbol bajo el cual se hallaba cayó abrasado por el rayo, y su caballo
lanzándose por entre los árboles, que el viento sacudía y desgajaba, rompió el
freno con que el aturdido jinete se esforzaba en vano a contenerle. Chocando su
cabeza contra las ramas y vigorosamente sacudido por el espantado animal,
Enrique perdió la silla y fue a caer ensangrentado y sin sentido en lo más
espeso del bosque.
Un
gemido doliente y largo designó al mulato el paraje en que había caído, y
bajándose de su caballo se adelantó presuroso y con admirable tino, a pesar de
la profunda oscuridad. Encontró al pobre Otway pálido, sin sentido, magullado
el rostro y cubierto de sangre, y quedose de pie delante de él, inmóvil y como
petrificado. Sin embargo, sombrío y siniestro, como los fuegos de la tempestad,
era el brillo que despedían en aquel momento sus pupilas de azabache, y sin el
ruido de los vientos y de los truenos hubiéranse oído los latidos de su
corazón.
-¡Aquí
está! -exclamó por fin con su horrible sonrisa-. ¡Aquí está! -repitió con
acento sordo y profundo, que armonizaba de un modo horrendo con los bramidos
del huracán-. ¡Sin sentido! ¡Moribundo!... mañana llorarían a Enrique Otway
muerto de una caída, víctima de su imprudencia... nadie podría decir si esta
cabeza había sido despedazada por el golpe o si una mano enemiga había
terminado la obra. Nadie adivinaría si el decreto del cielo había sido
auxiliado por la mano de un mortal... la oscuridad es profunda y estamos
solos... ¡solos él y yo en medio de la noche y de la tempestad!... Helo aquí a
mis pies, sin voz, sin conocimiento, a este hombre aborrecido. Una voluntad le
reduciría a la nada, y esa voluntad es la mía... ¡la mía, pobre esclavo de
quien él no sospecha que tenga un alma superior a la suya... capaz de amar,
capaz de aborrecer... un alma que supiera ser grande y virtuosa y que ahora
puede ser criminal!
¡He
aquí tendido a ese hombre que no debe levantarse más!
Crujieron
sus dientes y con brazo vigoroso levantó en el aire, como a una ligera paja, el
cuerpo esbelto y delicado del joven inglés.
Pero
una súbita e incomprensible mudanza se verifica en aquel momento en su alma, pues
se queda inmóvil y sin respiración cual si lo subyugase el poder de algún
misterioso conjuro. Sin duda un genio invisible, protector de Enrique, acaba de
murmurar en sus oídos las últimas palabras de Carlota:
-Sab,
yo te recomiendo mi Enrique.
-¡Su
Enrique! -exclamó con triste y sardónica sonrisa-. ¡Él! ¡Este hombre sin
corazón! ¡Y ella llorará su muerte! ¡Y él se llevará al sepulcro sus amores y
sus ilusiones...! Porque muriendo él no conocerá nunca Carlota cuán indigno era
de su amor entusiasta, de su amor de mujer y de virgen... muriendo vivirá por
más tiempo en su memoria, porque le animará el alma de Carlota, aquella alma
que el miserable no podrá comprender jamás. ¿Pero debo yo dejarle la vida? ¿Le
permitiré que profane a ese ángel de inocencia y de amor? ¿Le arrancaré de los
brazos de la muerte para ponerle en los suyos?
Un
débil gemido que exhaló Otway hizo estremecer al esclavo. Dejó caer su cabeza
que sostenía, retrocedió algunos pasos, cruzó los brazos sobre su pecho,
agitado de una tempestad más horrible que la de la naturaleza, miró al cielo
que semejaba un mar de fuego, miró a Otway en silencio y sacudió con violencia
su cabeza empapada por la lluvia, rechinando unos contra otros sus dientes de
marfil. Luego se acercó precipitadamente al herido y era evidente que
terminaban sus vacilaciones y que había tomado una resolución decidida.
Al
día siguiente hacía una mañana hermosa como lo es por lo regular en las
Antillas la que sucede a una noche de tormenta. La atmósfera purificada, el
cielo azul y espléndido, el sol vertiendo torrentes de luz sobre la naturaleza
regocijada. Solamente algunos árboles desgajados atestiguaban todavía la
reciente tempestad.
Carlota
de B... veía comenzar aquel deseado día apoyada en la ventana de su dormitorio,
la misma en que la hemos presentado por primera vez a nuestros lectores. El
encarnado de sus ojos, y la palidez de sus mejillas, revelaban las agitaciones
y el llanto de la noche, y sus miradas se tendían por el camino de la ciudad
con una expresión de melancolía y fatiga.
Repentinamente
en su fisonomía se pintó un espanto indescribible y sus ojos, sin variar de
dirección, tomaron una expresión más notable de zozobra y agonía. Lanzó un
grito y hubiera caído en tierra si acudiendo Teresa no la recibiera en sus
brazos. Pero como si fuese tocada de una conmoción eléctrica, Teresa, en el
momento de llegar a la fatal ventana, quedó tan pálida y demudada como la misma
Carlota. Sus rodillas se doblaron bajo el peso de su cuerpo, y un grito igual
al que la había atraído a aquel sitio se exhaló de su oprimido pecho.
Pero
nadie acude a socorrerlas: la alarma es general en la casa, y el Sr. de B...
está demasiado aturdido para poder atender a su hija.
El
objeto que causa tal consternación no es más que un caballo con silla inglesa,
y las bridas despedazadas, que acaba de llegar conducido por su instinto al
sitio de que partiera la noche anterior. ¡Es el caballo de Enrique! Carlota
vuelta en su acuerdo prorrumpe en gritos desesperados. En vano Teresa la
aprieta entre sus brazos con su usada ternura, conjurándola a que se
tranquilice y esforzándose a darle esperanzas: en vano su excelente padre pone
en movimiento a todos sus esclavos para que salgan en busca de Enrique. Carlota
a nada atiende, nada oye, nada ve sino a aquel fatal caballo mensajero de la
muerte de su amante. A él interroga con agudos gritos y en un rapto de
desesperación precipítase fuera de la casa y corre desatinada hacia los campos,
diciendo con enajenamiento de dolor:
-Yo
misma, yo le buscaré... yo quiero descubrir su cadáver y espirar sobre él.
Parte
veloz como una flecha y al atravesar la taranquela se encuentra frente a frente
con el mulato. Sus vestidos y sus cabellos aún están empapados por el agua de
la noche, mientras que corren de su frente ardientes gotas de sudor que prueban
la fatiga de una marcha precipitada.
Carlota
al verle arroja un grito y tiene que apoyarse en la taranquela para no caer.
Sin fuerzas para interrogarle fija en él los ojos con indecible ansiedad, y el
mulato la entiende pues saca de su cinturón un papel que le presenta.
Igualmente tiembla la mano que le da y la que le recibe... Carlota devora ya
aquel escrito con sus ansiosas miradas, pero el exceso de su conmoción no le
permite terminarlo, y alargándoselo a su padre, que con Teresa llegaba a aquel
sitio, cae en tierra desmayada.
Mientras
don Carlos la toma en sus brazos cubriéndola de besos y lágrimas, Teresa lee en
alta voz la carta. Decía así:
«Amada
Carlota: salgo para la ciudad en un carruaje que me envía mi padre, y estoy
libre al presente de todo riesgo. Una caída del caballo me ha obligado a
detenerme en la estancia de un labrador conocido de Sab, de la cual te escribo
para tranquilizarte y prevenir el susto que podrá causarte el ver llegar mi
caballo, si como Sab presume lo hace así. He debido a este joven los más
activos cuidados. Él es quien andando cuatro leguas de ida y vuelta, en menos
de dos horas, acaba de traerme el carruaje en el que pienso llegar con
comodidad a Puerto Príncipe. A Dios & c.»
Carlota
vuelta apenas en su conocimiento hizo acercar al esclavo y, en un exabrupto de
alegría y agradecimiento, ciñó su cuello con sus hermosos brazos.
-¡Amigo
mío! ¡mi ángel de consolación! -exclamaba- ¡bendígate el cielo!... ya eres
libre, yo lo quiero.
Sab
se inclinó profundamente a los pies de la doncella y besó la delicada mano que
se había colocado voluntariamente junto a sus labios. Pero la mano huyó al
momento y Carlota sintió un ligero estremecimiento: porque los labios del
esclavo habían caído en su mano como un ascua de fuego.
-Eres
libre -repitió ella fijando en él su mirada sorprendida como si quisiera leer
en su rostro la causa de una emoción que no podía atribuir al gozo de una
libertad largo tiempo ofrecida y repetidas veces rehusada: pero Sab se había
dominado y su mirada era triste y tranquila, y serio y melancólico su aspecto.
Interrogado
por su amo refirió en pocas palabras los pormenores de la noche, y acabó
asegurando a Carlota que no corría ningún peligro su amante y que la herida que
recibiera en la cabeza era tan leve que no debía causar la menor inquietud. Quiso
en seguida volver a marchar a la ciudad a desempeñar los encargos de su amo,
pero éste considerándole fatigado le ordenó descansar aquel día y partir al
siguiente con el fresco de la madrugada. El esclavo obedeció retirándose
inmediatamente.
Las
diversas y vivas emociones que Carlota había experimentado en pocas horas,
agitáronla de tal modo que se sintió indispuesta y tuvo necesidad de recogerse
en su estancia. Teresa la hizo acostar y colocose ella a la cabecera del lecho
mientras el señor de B... fumando cigarros y columpiándose en su hamaca,
pensaba en la extremada sensibilidad de su hija, tratando de tranquilizar su
corazón paternal de la inquietud que esta sensibilidad tan viva le causaba,
repitiéndose a sí mismo: «Pronto será la esposa del hombre que ama: Enrique es
bueno y cariñoso, y la hará feliz. Feliz como yo hice a su madre cuya hermosura
y ternura ha heredado».
Mientras
él discurría así sus cuatro hijas pequeñas jugaban alrededor de la hamaca. De
rato en rato llegábanse a columpiarle y don Carlos las besaba reteniéndolas en
sus brazos.
-Hechizos
de mi vida -las decía-, un sentimiento más vivo que el afecto filial domina ya
el corazón de Carlota, pero vosotras nada conocéis todavía más dulce que las
caricias paternales. Cuando un esposo reclame toda su ternura y sus cuidados
vosotras consagraréis los vuestros a hermosear los últimos días de vuestro
anciano padre.
Carlota,
reclinada su linda cabeza en el seno de Teresa, hablábale también de los
objetos de su cariño: de su excelente padre, de Enrique a quien amaba más en
aquel momento: porque, ¿quién ignora cuánto más caro se hace el objeto amado,
cuando le recobramos después de haber temido perderle?
Teresa
la escuchaba en silencio: disipados los temores había recobrado su glacial
continente, y en los cuidados que prodigaba a su amiga había más bondad que
ternura.
Rendida
por último a tantas agitaciones como sufriera desde el día anterior durmiose
Carlota sobre el pecho de Teresa, cerca del mediodía y cuando el calor era más
sensible. Teresa contempló largo rato aquella cabeza tan hermosa, y aquellos
soberbios ojos dulcemente cerrados, cuyas largas pestañas sombreaban las más
puras mejillas. Luego colocó suavemente sobre la almohada la cabeza de la bella
dormida y brotó de sus párpados una lágrima largo tiempo comprimida.
-¡Cuán
hermosa es! -murmuró entre dientes-. ¿Cómo pudiera dejar de ser amada? Luego
mirose en un espejo que estaba al frente y una sonrisa amarga osciló sobre sus
labios.
[Continúa en el capítulo
VI]
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