Corte de caña. Victor Patricio Landaluze. Óleo, Museo Nacional de Cuba |
SAB
primera parte, capítulo VI
por Gertrudis Gómez de Avellaneda
No hay
mal para el amor correspondido,
No hay
bien que no sea mal para el ausente.
LISTA
A
la conclusión de una larga calle de Naranjos y Tamarindos, sentados muellemente
en un tronco de Palma estaban Carlota y su amante la tarde siguiente a aquella
en que llegó éste a Bellavista, y se entretenían en una conversación al parecer
muy viva.
-Te
repito -decía el joven- que negocios indispensables de mi comercio me precisan
a dejarte tan pronto, bien a pesar mío.
-¿Conque
veinte y cuatro horas solamente has querido permanecer en Bellavista? -contestó
la doncella con cierto aire de impaciencia-. Yo esperaba que fuesen más largas
tus visitas: de otro modo no hubiera consentido en venir. Pero no te marcharás
hoy, eso no puede ser. Cuatro días más, dos por lo menos.
-Ya
sabes que te dejé hace ocho para ir al Puerto de Guanaja, al cual acababa de
llegar un buque consignado a mi casa. El cargamento debe ser trasportado a
Puerto Príncipe y es indispensable hallarme yo allí: mi padre con su edad y sus
dolencias es ya poco apropósito para atender a tantos negocios con la actividad
necesaria. Pero escucha, Carlota, te ofrezco volver dentro de quince días.
-¡Quince
días! -exclamó Carlota con infantil impaciencia-. ¡Ah, no!, papá tiene
proyectado un paseo a Cubitas, con el doble objeto de visitar las estancias que
tiene allí, y que veamos Teresa y yo las
famosas cuevas que tú tampoco has visto. Este viaje está señalado para dentro
de ocho días y es preciso que vengas para acompañarnos.
Iba
Enrique a contestar cuando vieron venir hacia ellos al mulato que hemos
presentado al lector en el primer capítulo de esta historia.
-Es
hora de la merienda -dijo Carlota-, y sin duda papá envía a Sab para
advertírnoslo.
-¿Sabes
que me agrada ese esclavo? -repuso Enrique aprovechando con gusto la ocasión
que se le presentaba de dar otro giro a la conversación-. No tiene nada de la
abyección y grosería que es común en gentes de su especie, por el contrario,
tiene aire y modales muy finos y aun me atrevería a decir nobles.
-Sab
no ha estado nunca confundido con los otros esclavos -contestó Carlota-, se ha
criado conmigo como un hermano, tiene suma afición a la lectura y su talento
natural es admirable.
-Todo
eso no es un bien para él -repuso el inglés-, porque ¿para qué necesita del
talento y la educación un hombre destinado a ser esclavo?
-Sab
no lo será largo tiempo, Enrique: Creo que mi padre espera solamente a que
cumpla 25 años para darle libertad.
-Según
cierta relación que me hizo de su nacimiento -añadió el joven sonriéndose-,
sospecho que tiene ese mozo, con algún fundamento, la lisonjera presunción de
ser de la misma sangre que sus amos.
-Así
lo pienso yo también porque mi padre le ha tratado siempre con particular
distinción, y aun ha dejado traslucir a la familia que tiene motivos poderosos
para creerle hijo de su difunto hermano D. Luis. Pero ¡silencio!... ya llega.
El
mulato se inclinó profundamente delante de su joven señora y avisó que la
aguardaban para la merienda. Además, añadió:
-El
cielo se va obscureciendo demasiado y parece amenazar una tempestad.
Carlota
levantó los ojos y viendo la exactitud de esta observación mandó retirarse al
esclavo diciéndole que no tardarían en volver a la casa. Mientras Sab regresaba
a ella, internándose entre los árboles que formaban el paseo, volviose hacia su
amante y fijando en él una mirada suplicatoria:
-Y
bien -le dijo-, ¿vendrás pues para acompañarme a Cubitas?
-Vendré
dentro de quince días. ¿No son lo mismo quince que ocho?
-¡Lo
mismo! -repitió ella dando a sus bellos ojos una notable expresión de
sorpresa-: ¡pues qué!, ¿no hay siete días de diferencia? ¡Siete días, Enrique!
Otros tantos he estado sin verte en esta primera separación y me han parecido
una eternidad. ¿No has experimentado tú cuán triste cosa es ver salir el sol,
un día y otro, y otro... sin que pueda disipar las tinieblas del corazón, sin
traernos un rayo de esperanza... porque sabemos que no veremos con su luz el
semblante adorado? Y luego, cuando llega la noche, cuando la naturaleza se
adormece en medio de las sombras y las brisas, ¿no has sentido tu corazón
inundarse de una ternura dulce, indefinible como el aroma de las flores?... ¿No
has experimentado una necesidad de oír la voz querida en el silencio de la noche?
¿No te ha agobiado la ausencia, ese mal estar continuo, ese vacío inmenso, esa
agonía de un dolor que se reproduce bajo mil formas diversas, pero siempre
punzante, inagotable, insufrible?
Una
lágrima empañó los ojos de la apasionada criolla, y levantándose del tronco en
que se hallaba sentada entrose por entre los naranjos que formaban un
bosquecillo hacia la derecha, como si sintiese la necesidad de dominar un
exceso de sensibilidad que tanto le hacía sufrir. Siguiola Enrique paso a paso,
como si temiese dejar de verla sin desear alcanzarla, y pintábase en su blanca
frente y en sus ojos azules una expresión particular de duda e indecisión.
Hubiérase dicho que dos opuestos sentimientos, dos poderes enemigos dividían su
corazón. De repente detúvose, quedose inmóvil mirando de lejos a Carlota, y
escapose de sus labios una palabra... pero una palabra que revelaba un
pensamiento cuidadosamente disimulado hasta entonces. Espantado de su
imprudencia tendió la vista en derredor para cerciorarse de que estaba solo, y
agitó al mismo tiempo su cuerpo un ligero estremecimiento. Era que dos ojos,
como ascuas de fuego, habían brillado entre el verde obscuro de las hojas,
flechando en él una mirada espantosa. Precipitose hacia aquel paraje porque le
importaba conocer al espía misterioso que acababa de sorprender su secreto, y
era preciso castigarle u obligarle al silencio. Pero nada encontró. El espía
sin duda se deslizó por entre los árboles, aprovechando el primer momento de
sorpresa y turbación que su vista produjera.
Enrique
se apresuró entonces y logró reunirse a su querida, al tiempo que ésta
atravesaba el umbral de la casa, en donde les esperaba D. Carlos servida ya la
merienda.
La
noche se acercaba mientras tanto, pero no serena y hermosa como la anterior,
sino que todo anunciaba ser una de aquellas noches de tempestad que en el clima
de Cuba ofrecen un carácter tan terrible.
Hacía
un calor sofocante que ninguna brisa temperaba; la atmósfera cargada de
electricidad pesaba sobre los cuerpos como una capa de plomo: las nubes, tan
bajas que se confundían con las sombras de los bosques, eran de un pardo oscuro
con anchas bandas de color de fuego. Ninguna hoja se estremecía, ningún sonido
interrumpía el silencio pavoroso de la naturaleza. Bandadas de auras poblaban el aire,
oscureciendo la luz rojiza del sol poniente; y los perros baja y espeluznada la
cola, abierta la boca, y la lengua seca y encendida, se pegaban contra la
tierra; adivinando por instinto el sacudimiento espantoso que iba a sufrir la
naturaleza.
Estos
síntomas de tempestad, conocidos de todos los cubanos, fueron un motivo más
para instar a Otway dilatase su partida hasta el día siguiente por lo menos.
Pero todo fue inútil y se manifestó resuelto a partir en el momento, antes que
se declarase la tempestad. Dos esclavos recibieron la orden de traer su
caballo, y D. Carlos le ofreció a Sab para que le acompañase. Estaba
determinado con anterioridad que el mulato partiese al día siguiente a la
ciudad a ciertos asuntos de su amo, y haciéndole anticipar algunas horas su
salida proporcionaba éste a su futuro yerno un compañero práctico en aquellos
caminos. Agradeció Enrique esta atención y levantándose de la mesa, en la que
acababan de servirles la merienda, según costumbre del país en aquella época,
se acercó a Carlota, que con los ojos fijos en el cielo parecía examinar con
inquietud desde una ventana, los anuncios de la tempestad cada vez más próxima.
-A
Dios, Carlota -le dijo tomando con cariño una de sus manos-, no serán quince
los días de nuestra separación, vendré para acompañarte a Cubitas.
-Sí
-contestó ella-, te espero, Enrique... pero, ¡Dios mío! -añadió estremeciéndose
y volviendo a dirigir al cielo los hermosos ojos, que por un momento fijara en
su amante-. Enrique, la noche será horrorosa... la tempestad no tardará en
estallar... ¿por qué te obstinas en partir? Si tú no temes hazlo por mí, por
compasión de Carlota... Enrique, no te vayas.
El
inglés observó un instante el firmamento y repitió la orden de traerle su
caballo. No dejaba de conocer la proximidad de la tormenta, pero convenía a sus
intereses comerciales hallarse aquella noche en Puerto Príncipe, y cuando
mediaban consideraciones de esta clase ni los rayos del cielo, ni los ruegos de
su amada podían hacerle vacilar: porque educado según las reglas de codicia y
especulación, rodeado desde su infancia por una atmósfera mercantil, por
decirlo así, era exacto y rígido en el cumplimiento de aquellos deberes que el
interés de su comercio le imponía.
Dos
relámpagos brillaron con cortísimo intervalo seguidos por la detonación de dos
truenos espantosos, y una palidez mortal se extendió sobre el rostro de
Carlota, que miró a su amante con indecible ansiedad. D. Carlos se acercó a
ellos haciendo al joven mayores instancias para que difiriese su partida, y aun
las niñas hermanas de Carlota se agruparon en torno suyo y abrazaban
cariñosamente sus rodillas rogándole que no partiese. Un solo individuo de los
que en aquel momento encerraba la sala permanecía indiferente a la tempestad, y
a cuanto le rodeaba. Este individuo era Teresa que apoyada en el antepecho de
una ventana, inmóvil e impasible, parecía sumergida en profunda distracción.
Cuando
Enrique sustrayéndose a las instancias del dueño de la casa, a las
importunidades de las niñas y a las mudas súplicas de su querida, se acercó a
Teresa para decirla a Dios, volviose con un movimiento convulsivo hacia él,
asustada con el sonido de su voz.
Enrique
al tomarla la mano notó que estaba fría y temblorosa, y aun creyó percibir un
leve suspiro ahogado con esfuerzo entre sus labios. Fijó en ella los ojos con
alguna sorpresa, pero había vuelto a colocarse en su primera postura, y su
rostro frío, y su mirada fija y seca, como la de un cadáver, no revelaban nada
de cuanto entonces ocupaba su pensamiento y agitaba su alma.
Enrique
montó a caballo: sólo aguardaba a Sab para partir, pero Sab estaba detenido por
Carlota que llena de inquietud le recomendaba su amante:
-Sab
-le decía con penetrante acento-, si la tempestad es tan terrible como
presagian estas negras nubes y esta calma espantosa, tú, que conoces a palmo
este país, sabrás en dónde refugiarte con Enrique. Porque por solitarios que
sean estos campos no faltará un bohío
en que poneros al abrigo de la tormenta. ¡Sab!, yo te recomiendo
mi Enrique.
Un
relámpago más vivo que los anteriores, y casi al mismo tiempo el estampido de
un trueno, arrancaron un débil grito a la tímida doncella, que por un
movimiento involuntario cubrió sus ojos con ambas manos. Cuando los descubrió y
tendió una mirada en derredor vio cerca de sí a sus hermanitas, agrupadas en
silencio unas contra otras y temblando de miedo, mientras que Teresa permanecía
de pie, tranquila y silenciosa en la misma ventana en que había recibido la
despedida de Enrique. Sab no estaba ya en la sala. Carlota se levantó de la
butaca en que se había arrojado casi desmayada al estampido del trueno, e
intentó correr al patio en que había visto a Enrique montar a caballo un
momento antes, y en el cual le suponía aún: pero en el mismo instante oyó la
voz de su padre que deseaba a los que partían un buen viaje, y el galope
acompasado de dos caballos que se alejaban. Entonces volvió a sentarse
lentamente y exclamó con dolorido acento:
-¡Dios
mío! ¿Se padece tanto siempre que se ama? ¿Aman y padecen del mismo modo todos
los corazones o has depositado en el mío un germen más fecundo de afectos y
dolores?... ¡Ah!, si no es general esta terrible facultad de amar y padecer,
¡cuán cruel privilegio me has concedido!... porque es una desgracia, es una
gran desgracia sentir de esta manera.
Cubrió
sus ojos llenos de lágrimas y gimió: porque levantándose de improviso allá en
lo más íntimo de su corazón no sé qué instinto revelador y terrible, acababa de
declararle la verdad, que hasta entonces no había claramente comprendido: que
hay almas superiores sobre la tierra, privilegiadas para el sentimiento y
desconocidas de las almas vulgares: almas ricas de afectos, ricas de
emociones... para las cuales están reservadas las pasiones terribles, las
grandes virtudes, los inmensos pesares... y que el alma de Enrique no era una
de ellas.
Continuará en el
capítulo V
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