La semilla plantada
Con
el estreno de Alfonso Munio Gertrudis
Gómez de Avellaneda se convirtió en la gran diva de Madrid. Si hasta ese
momento sus labores literarias le ocupaban las horas de todo el día, a partir
de entonces las noches fueron invadidas igualmente, cediendo parte de ellas
para dedicarlas a Don Gabriel García Tassara, su nuevo entretenimiento, escritor
y poeta por el que casi llega a enloquecer (absurdamente).
Durante
aquellos días, entre otras composiciones poéticas, concluyó un nuevo drama: El príncipe de Viana. Esta segunda obra
se estrenaría a finales del año, repitiendo el elenco de actores y actrices que
hicieron el Alfonso Munio.
De
esta época ha quedado el maravilloso retrato que encabeza este post, obra del conocido pintor Antonio María Esquivel. El cuadro, a día de hoy, puede apreciarse en una de las salas del Museo Nacional de
Bellas Artes de La Habana. Esta obra fue vendida a dicha institución a
principios del siglo XX por los herederos de la colección personal de Lázaro
Galdiano.
1844
fue el gran año de la Avellaneda, el despegue definitivo. Pero también fue el
año de dos sucesos inesperados en su vida, amargos por las circunstancias.
Paralelo
a sus creaciones dramáticas y poéticas que no dejaron de aparecer, escribió el
magnífico prólogo para Viaje a La Habana,
obra de su compatriota la condesa de Merlín. Curioso es leer en dicho prólogo
como la Avellaneda nos dice que aún no conoce a la condesa, cosa que no era
cierta pues se habían conocido en la casa de Carlos Manuel de Céspedes cuando
habitaba éste junto a su esposa Carmelita (María del Carmen Céspedes), en la Rue Jacob de París. Todo
parece indicar (y yo lo creo firmemente), que la Avellaneda trataba de desviar
la atención ante la opinión pública para intentar esconder el romance que su
hermano Manuel mantenía con la condesa, casi treinta años mayor que él. Por
cierto, ambos asistieron al estreno de Alfonso
Munio. La pareja de románticos enamorados se había venido desde Paris expresamente
para la ocasión.
Y
ya que mencionamos el tema amatorio, presente en la vida y obra de nuestra
protagonista, sería justo nos ocupáramos discretamente de su relación con el
poeta sevillano Gabriel García Tassara que tan hábilmente logró sembrar su
poder en ella. La Avellaneda se perdía con coqueterías y en eso García Tassara
era un experto (ella no se quedaba atrás). Durante los dos meses subsiguientes
no hubo noche después de cada función en el teatro que el poeta no pasara por
la alcoba de la escritora, tomando previamente las oportunas medidas para no
ser visto y señalado por nadie (La fiel criada de la Avellaneda se ocupaba de los
pormenores)
En
una de aquellas noches, casi a finales de agosto, la joven escritora comenzó a
sentirse indispuesta y a la mañana siguiente cayó enferma con calenturas y
fuertes dolores de cabeza. Doña Francisca, su madre (que era a la vez vecina
suya), achacó las molestias iniciales a las interminables jornadas de "trabajo”
a que se sometía la escritora de madrugada. Pero realmente la Avellaneda hacía
tiempo que venía quejándose de algunas fatigas y otros males. El médico de la
familia, el mejor de todo Madrid, le recetó lo más indicado de la época y
le prohibió, terminantemente, escribir durante las madrugadas.
Las
visitas de Tassara a medianoche debían de cesar de inmediato.
Informado
el amante de las nuevas (para nada gratas), y en vista de que no podría visitar
a su enamorada y ejercitar su poderío y pasión sobre ella, comenzó a visitar a
sus antiguas amigas, un grupo de divertidísimas bailarinas del teatro del Circo.
Al enterarse la Avellaneda de las correrías de su enamorado, gracias a los
informes de su fiel criada y espía personal, montó en cólera por los celos y se
pasó dos días y dos noches seguidas con incontrolables nauseas, calenturas y
dolores de cabeza. El doctor se vio obligado visitarle una vez más, y después
de un largo reconocimiento llegó a la conclusión que las continuas molestias
que padecía se debían al estado de buena esperanza en que se encontraba.
Doña
Francisca sufrió una lipotimia decimonónica (más bien dieciochesca) y hubo de
ser atendida por las criadas y por el propio médico, in situ.
Que
una mujer quedara embarazada antes de consumar el sagrado matrimonio en pleno
siglo XIX, no es que se considerara un pecado ¡Era el pecado!
Había
que tomar las medidas oportunas para esconder la delicada circunstancia creada
hasta que se tomara una decisión familiar, medida que podría pasar por cometer
otro pecado más, si bien fuera considerado por los falsos moralistas de aquella
época (y de hoy también) como de menor cuantía comparándolo con el ignominioso cometido ya.
La
Avellaneda había sido etiquetada en otros tiempos de salvaje, de loca, de
antinatural y hasta de atea. Los hechos actuales venían a corroborar las
sospechas de antaño. Ahora, además de señalarle como pecadora en el sentido más
literal de la palabra, intentaban obligarle a consentir los absurdos caprichos que se antojaba su entorno familiar. Al principio, y mientras tomaban una
decisión, le obligaron ocultar bajo dolorosas herrumbres, lo que cualquier
madre a día de hoy mostraría con inmenso orgullo: su embarazo. Después de
varias discusiones y malos ratos, la Avellaneda exigió, a cambio de llevar
incómodos herrajes, que nadie decidiera por ella y manifestó su firme deseo de seguir
adelante con su embarazo y tener el hijo que esperaba, costase lo que costase ¡Y casi que vuelve a arder Troya!
Algunos
de sus más allegados la consideraron como la vergüenza familiar aunque desde el
principio, tuvo el apoyo incondicional de amigos muy cercanos como Juan Nicasio
Gallego, Ramón María de Narváez y Manuel José Quintana que estaban al tanto de
los pormenores. A Dios gracias no todos los que la rodeaban entonces eran
falsos y viejos moralistas.
Ante
el asombro y estupor de su entorno por la decisión que ella tomó, el primer y
gran error lo comete (como había sucedido durante años) su propio padrastro que
por aquellos días visitaba a la familia. Primeramente vaticinó, con manifiesta
y malévola alegría, el fin de la carrera de la escritora. Acto seguido separó a
Pepita, la hermana menor, y la envió durante una larga temporada a casa de sus
familiares en Galicia para evitar la vergüenza por los pecaminosos actos. A
Manuel, que carecía de profesión y oficio fijo, lo enviaron a la lejana Cuba
con el absurdo pretexto de llevar las nuevas creaciones de su hermana.
Curiosamente nadie se fijó entonces en que el propio Manuel era padre de dos
hijos concebidos fuera del matrimonio.
Cuando
Gabriel García Tassara se enteró de que iba a ser padre, cosa que no creyó durante los primeros días, desapareció misteriosamente de Madrid durante algunas jornadas. Esa
mezquina actitud, lejos de amilanar a la escritora, le brindó mayores fuerzas,
aunque al principio le costó algo de trabajo. Un día llegó hasta
despedirse de la poesía al componer Adiós
a la lira. Pero finamente supo levantar el rostro y crecerse infinitamente.
La Avellaneda era un mujer de carácter muy fuerte (No por gusto había sido
comparada con hombres) El maléfico vaticinio de su padrastro como que no se iba
a cumplir.
Durante
aquellos nueve meses de embarazo, Gertrudis Gómez de Avellaneda se ganó el
respeto de todos sus amigos y hasta de sus enemigos que no se atrevieron a
comentar absolutamente nada al respecto. La escritora, sin ocultarse del todo,
se refugió en la creación, el arma que siempre utilizó para superar los golpes
bajos que le deparó la vida. Tradujo varios textos, compuso poemas (bellos
poemas) y mientras se ensayaba El
príncipe de Viana, escribió en tan solo unos días un nuevo drama titulado: Egilona. La obra fue dedicada a su gran
amiga y primerísima actriz Bárbara Lamadrid. En Egilona, la Avellaneda plasmó sus propias frustraciones, su odio,
cierta vehemencia, soledad y hasta alguna culpa.
En
los primeros días de octubre salió publicado Guatimozín, el último emperador de Méjico, novela anunciada con
anterioridad, y el día 7 del mismo mes se
estrenó El príncipe de Viana (tragedia
en cuatro actos y en verso) obra que la autora dedicó a D. Manuel José
Quintana, instructor de la joven reina Isabel II y de su augusta hermana. La
obra no gozó de igual éxito que Alfonso
Munio y estuvo muy pocos días en cartelera.
La
noche del estreno, y por pura casualidad, coincidieron en el teatro, varios
personajes que en el futuro estarían muy vinculados sentimentalmente a la
escritora: Antonio Romero Ortiz, Pedro Sabater y también Gabriel García
Tassara, aunque este lo hizo de alguna manera enmascarado para no ser descubierto. Unos días después la
dirección del teatro decidió reponer Alfonso
Munio.
Cuando
Manuel, el hermano de la Avellaneda, llego finalmente a La Habana, los
ejemplares de las obras que llevó fueron requisados por la Aduana de la isla.
Todas sus obras habían sido consideradas como subversivas y contrarias a la
moral de la santa iglesia católica. Mientras esto sucedía en La Habana, en
Madrid Tula subía de peso y no solo a causa del embarazo. El fin del año de
1844 le trajo nuevos y desagradables sinsabores: Su médico detectó que sufría
una diabetes crónica.
Continuará…
Manuel Lorenzo Abdala
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