Photo by Lady Clementina Hawarden. London 1855 |
¡No
soy ángel, pobre mí!
(Misterios inexplicables
en la naturaleza de Tula)
La
carta Nº 11 es una de las tantas en donde la Avellaneda se desprende de todo, aunque en ésta específicamente, creemos va mucho más allá. Pinta su propio retrato despojándose de las
vestiduras (que no ataduras) de su corazón y habla desde el más puro
sentimiento, de su pasado y desde su verdad. Es una carta tallada con cincel sobre metal o sobre
roca dura. Es a la par de sentimental, profunda, aguda e imperecedera… Ella misma nos
dice (le dice a Antonio) que «saldrá
desordenada y tumultuosa y rara; pero [que] será sincera» La carta es, sin lugar a dudas,
«la expresión
espontánea y sencilla de un corazón leal». El de Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Es
obvio que Romero Ortiz se enamoró profunda e igualmente de la poetisa. Esto determinó,
según nos dejó por escrito Rosario Rexach en su análisis de hace unos años, un
sentimiento posesivo muy intenso, demasiado quizás. Antonio Romero llegó a decirle a su
enamorada, por celos (y también por machismo decimonónico), que «la mataría si ella le fuese infiel» (esta expresión que hoy nos espantaría,
entonces era muy normal). La
Avellaneda, defensora de sus derechos (y de sus sentimientos) como ninguna otra mujer en su tiempo, no se amilanó ante la desafortunada expresión y le respondió con
sabia inteligencia: «Antonio, no es ese el riesgo que se corre con una
mujer como yo. La infidelidad y el engaño son cosas de almas flacas, de
organizaciones mezquinas». Ella estaba muy por encima de todo, y de todos.
Hay
momentos en esta correspondencia que no necesitan explicación supletoria. Por
ello es que no pensamos extendernos en su análisis. La carta está llena de
sentimientos, muy encontrados ciertamente, a veces positivos, a veces negativos,
y a veces hasta agresivos. Todo está dicho en ella ¡Todo! No hay recelo alguno
por parte de la Avellaneda (tampoco Romero Ortiz, al parecer los tuvo). Pero nos gustaría llamar la atención sobre uno
de sus párrafos finales, justo cuando la poetisa responde a los supuestos deseos
(temerosos y encontrados) de su amante.
Tú
puedes ser mi ángel, el esposo de mi alma;
y puedes ser mi amante, el esposo de mi
cuerpo. Tú escogerás, y yo te anuncio desde hoy el resultado final: es
este. –Tu completo triunfo sería la ruina de tu dominación en la región elevada
de mí ser (1). Tu renuncia de ciertos derechos te asegurará la
soberanía sobre mi alma; pero si la haces has de hacerla de veras, invariable,
completa. Completa, Antonio, porque a la naturaleza no se le debe dar algo
cuando no se le puede dar todo: porque nos mataríamos con estériles besos.
No
existe en la historia de la literatura epistolar, al menos nosotros no la conocemos,
declaración de principios o sentencia mujeril más categórica respecto al sentimiento del amor y al orgullo propio que los dictados por Gertrudis Gómez de Avellaneda a su amante de entonces.
Manuel Lorenzo Abdala
(1)
El subrayado es
nuestro.
Carta Nº 11.
[28
de abril de 1853, jueves]
No me ha enojado tu carta, Antonio, no;
pero me ha comunicado hondamente la tristeza de que estabas poseído al
escribirla. Ha hecho vibrar
“Aquella
cuerda que en el alma existe
Siempre al dolor
templada”
Y sin embargo te doy las gracias: hay
párrafos en aquella carta que te realzan mucho a mis ojos; que me harían
quererte desde hoy si mi cariño no existiera desde antes. Voy a contestarte por
escrito, puesto que no me das seguridad de poder hacerlo verbalmente esta
noche. Acaso esta carta saldrá desordenada y tumultuosa y rara; pero será
sincera, te lo juro: será la expresión espontánea y sencilla de un corazón
leal.
En primer lugar dudo mucho que seas
justo con este corazón. Si sus cuerdas estuvieran rotas ¿podría padecer tanto
como padece con frecuencia? Madama Staël ha dicho -Las almas poderosas no se agotan
jamás: renacen como el Fénix de sus propias cenizas: basta una chispa para
reanimar aquel fuego sagrado cuyo santuario es eterno.- Si no son estas las
mismas palabras de la escritora francesa creo que es esta su idea, y yo la
adopto. ¿Se rompen las cuerdas de los corazones fuertes por mucho que se las
maltrate? Una mano ruda puede destemplarlas y arrancar de ellas sonidos ásperos
y discordantes; pero al primer soplo de una brisa amorosa, aquellas arpas
eolias ¿no tornaran a vibrar por su propia fuerza, repitiendo melodías
deliciosas? ¿Crees tú que es posible agotar los tesoros de un alma infinita?
¿No son los ricos los que pueden dispendiar mucho sin arruinarse? ¿No es la
economía la virtud de los pobres y el vicio más odioso de los opulentos?
Escucha: muchas veces he deseado matar
en mí este vigor interno que me fatiga, y no lo he conseguido ¿Qué es pues
aquel vigor si no existe en mi alma la facultad de emplearlo…? Sé que cuando me
parecía imposible amar en la tierra, entonces se remontaba al cielo mi ardiente
aspiración; entonces amaba a Dios con exaltado entusiasmo ¡Ay! Acaso solo
entonces obraba bien y cumplía mi destino. ¿Por qué he vuelto a caer en este
suelo mísero, vacio otra vez el abismo de mi alma…? Somos imperfectos y
miserables.
He tenido largos períodos de desaliento
y de hastío: tengo con frecuencia horas amarguísimas, de esas que pintas con
pinceladas enérgicas: pero dime, Antonio ¿indican ellas la extinción de la
fuerza, o su temible concentración? ¿hay marasmo o plétora en el alma cuando se
postra así?
Por mi parte solo te diré que una sola
vez he creído amar. El amor, tal cual yo lo concibo y lo he menester, no he
hallado quien me lo inspire, ni quien lo sienta por mí. Pero abrigué largo
tiempo un sentimiento enérgico, único de su especie que he sentido. No fui
víctima de un abandono vulgar: mi desgracia consistió en que me dejé subyugar
por las cualidades de la inteligencia sin cuidarme de las del corazón. No
concebía entonces que pudiese un hombre comprenderlo todo y no sentir nada: me
parecía imposible la amalgama de un pobre corazón con una rica cabeza.
Alucinada por la simpatía de las ideas no eché de ver, sino tarde, que había en
otras regiones de nuestras almas una divergencia absoluta; una inarmonía eterna.
Cuando lo conocí mi orgullo me empeñó en un imposible: quise asimilar lo que
era heterogéneo. La lucha comenzó, fue larga, fue terrible; y acabó por cansar
a la parte más débil, que no era yo. No cesó él de amarme; fue que comencé yo a comprender que no podía haberme
amado nunca. Murió mi amor por último; pero murió no al golpe de un abandono
común; murió porque pude exclamar como Santa Teresa al hablar del Diablo. “Compadezco a aquel infortunado que no puede
amar”.
Tres meses después me casé. Esto explica
el por qué no me inspiró amor mi marido. Hallaba en él todo lo que buscaba en el
otro, pero había perdido la fe. Me había maleado en la pasada lucha. Si pasado
aquel período tristísimo de desaliento y desconfianza, me hubiera presentado el
cielo al hombre excelente que me unió a su destino, estoy cierta de que todo lo
que me daba y me pedía lo hubiera recibido de mi alma. Mi corazón no estaba
muerto sino ulcerado. Pero cuando empezaba a curarse, cuando brillaba para él
la aurora apacible de un nuevo día, entonces fue cuando perdí a mí médico, a mi
amigo, a mi buen ángel: entonces el dolor se entronizó en donde antes el tedio.
Así he llegado a esta época de mi vida sin más recuerdos hondos que los de dos
grandes infortunios: el de un amor mal colocado, y el de una felicidad
pasajera, que ni aun supe apreciar sino después de haberla perdido. Objeto de
un grande amor que me fue arrebatado cuando empezaba a conocerlo; víctima de un
amor loco que supe sentir conociendo su locura, jamás he sido feliz ni he hecho
feliz a nadie. Ahora eres tú, no yo, quien debe juzgarme ¿Debo amar todavía?
¿Merezco ser amada? ¿Me es permitida la esperanza de una ventura tal como la
que tú me ofreces…? En cuanto a mi propia opinión solo podré decirte que el
amor que sentí, aquel amor que me hizo padecer tanto en mi orgullo y en mi
corazón, aquel amor que hoy me parece un sueño doloroso, me ha dejado en el
alma mucho miedo y mucha desconfianza. Donde me atrae el talento allí mismo
creo entrever un vacio inmenso: allí sospecho un corazón seco. Recuerdo haber
equivocado la imaginación con el sentimiento; haber medido la profundidad por
la superficie, y retrocedo espantada. Podré decirte, que como también me engañé
otra vez, que como cuando fui amada con un amor digno de mí, no supe conocerlo
a tiempo, y desconfié sin razón, y me quedé fría a fuerza de ver demasiado
fuego que lo tomé por pintado y no por real; como también sé que puedo
desconocer la verdad en mi triste escepticismo, me guardaré bien de desechar la
apariencia de una dicha por el recelo de que no sea nunca otra cosa que apariencia.
No estoy segura de que me ames; no te conozco bastante; no oso fiarme ni de la
simpatía que me acerca a ti, ni de la desconfianza que me aleja. Temo
igualmente creerte cándidamente y dudar suspicaz de todo. Quisiera ser prudente
y me enojo contra mí misma cuando siento que no lo soy. Quisiera estar segura
de que mereces mi fe, y tiemblo de indagarlo. Estoy combatida, estoy vacilante,
estoy medrosa; esta es la verdad. Me agradas, te amo, pero no sé todavía si es
justo y racional que te ame: no oso tener confianza ni en mi propio corazón que
tanto se ha engañado antes, ni en el corazón tuyo que es todavía para mí una
región nueva apenas entrevista.
Me halaga que quieras ser mi amigo, mi
hermano, el esposo de mi alma; pero a través de las bellas cosas que me dices y
con las que me encantas, se me presenta de súbito como un fantasma amenazador,
el recelo de que todo eso no me lleve a otro terreno que al de un amor vulgar:
no ambiciones otro triunfo que el de un goce de vanidad o de los sentidos. Me
pregunto con miedo si valgo yo bastante para que se me ame cual necesito; y si
vales tu tanto que deba yo hacer la prueba a riesgo de salir desengañada.
No es que cesando el misterio y la
curiosidad me haya yo enfriado: es que al cesar el misterio y la curiosidad es
que he podido ver que aun quedaba algo,
y ese algo es lo que me da miedo a la par que placer.
Me preguntas si admito tu corazón ¡Oh
Antonio! Demasiado has comprendido que yo deseo poseerlo. Pero te pregunto yo a
ti -¿Me lo das con confianza entera de que yo lo merezco, y de que él es digno
de la alta estima que yo puedo darle? ¿Estás seguro de que no obras de ligero
al ofrecérmelo, ni yo al aceptarlo…?
Te
mataría, me dices si me fueras infiel.
Antonio, no es ese el riesgo que se corre con una mujer como yo. La infidelidad
y el engaño son cosas de almas flacas, de organizaciones mezquinas. Mi marido
me comprendía mejor que tú: el me decía algunas veces -Te creo capaz de romper
con desdén los vínculos más santos a los ojos del mundo: te creo capaz de
decirme =aléjate de mí porque no te amo y a mí no me liga otro lazo que el que
yo me impongo- pero sé que eres demasiado orgullosa y fuerte para sujetar tus
instintos: sé que no me engañarás nunca; que no cabe en tu alma la infidelidad
pérfida, que vende al esposo en cuyos brazos se duerme. Sé que jamás
prostituirás tu alma partiéndola; ni tu cuerpo dándolo sin tu alma.-
Esto me decía mi pobre amigo y decía
bien. Puedes temer en mi la inconstancia, la exigencia, diez mil defectos que
tengo; pero nunca la vil perfidia, nunca la baja astucia. Soy muy altiva para
poder engañar: no creo que vale nada ni nadie lo bastante para que yo me infame
mintiendo.
Antonio te he escrito larga y
desordenadamente. Te he dicho cuanto leo en mi pecho por ahora. Solo añadiré
otra cosa, aunque no quisiera tocar más ese punto. -¡No soy ángel, pobre mí! No soy ni tan poderoso como tú te pintas
sobre tus sentidos. Ninguna mujer te diría lo que yo voy a decirte; pero yo sí.
Escucha: creo, siento que más tarde o más temprano llegará un momento en que
toda la pureza de mi amor no sea bastante a hacer insensible a mi cuerpo: que
habrá un momento en que ni sepa ni quiera negar nada a mi corazón ni al tuyo:
un momento fatal en que solo quiera unirme a ti de todos modos, sin pensar en
más: pero es verdad también que aquel momento sería el último de mi dicha: que
desde aquel momento, Antonio, no podría amarte como deseo amarte. No creas que
exagero: hay misterios inexplicables en ciertas naturalezas. Yo soy una de
ellas. Yo sé que no podría amar al hombre que podría creer que yo me
avergonzaba a sus ojos. Yo sé que no podría amar al hombre que podría pensar
que mi flaqueza me ponía en el caso de reputar a honra el que me diese algún
día un título más legítimo, si llegase el caso de que fuera menester. Yo sé que
la sola idea de que me colocaba respecto a mi amante en posición desventajosa,
era bastante para sublevar mi orgullo y aniquilar mi amor. Sería capaz de
entregarme al hombre que no me inspirase sino un capricho pasajero, antes que
al que me hiciese sentir un amor profundo: porque cuando amo necesito ser
estimada, muy estimada. Necesito saber que estoy muy alta delante de aquel que
me he escogido por dueño.
Ahora bien, de ti dependerá todo. Tú
puedes ser mi ángel, el esposo de mi alma;
y puedes ser mi amante, el esposo de mi
cuerpo. Tú escogerás, y yo te anuncio desde hoy el resultado final: es
este. –Tu completo triunfo sería la ruina de tu dominación en la región elevada
de mí ser. Tu renuncia de ciertos derechos te asegurará la soberanía sobre mi
alma; pero si la haces has de hacerla de veras, invariable, completa. Completa,
Antonio, porque a la naturaleza no se le debe dar algo cuando no se le puede dar
todo: porque nos mataríamos con estériles besos.
¡Oh Dios! ¡Qué sosas te digo…! ¿Qué
mujer se atrevería a firmar esta carta…? Yo, Antonio, yo que soy siempre tu
leal y franca
Gertrudis
Hoy
28 jueves por la tarde.
¡Desgarradora, única!
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