Considerada
respecto al sentimiento que el hombre le ha asignado en los anales de la religión (1)
Tiziano. María Magdalena penitente.
I
Mucho se ha escrito sobre la mujer y
mucho resta que decir todavía, según observa con razón un elegante publicista
español, que recientemente ha enriquecido la historia del bello sexo con un
volumen precioso, dedicado exclusivamente a su estudio [se refiere al Sr. D. Severo Catilina]. No entra, sin
embargo, en nuestro ánimo la idea de acompañarle por el vasto campo de su
filosófica exploración, ni la de prestarle nuevos y desconocidos datos, para
ensanche y apoyo de sus teorías. Vamos principalmente, por ahora, a echar
rápida mirada sobre los antecedentes de la mujer respecto al sentimiento,
comenzando por el religioso; esto es, por el papel que le ha cabido representar
en el augusto drama de las relaciones de Dios con la humanidad caída y
regenerada.
II
Concedemos sin la menor repugnancia que
la dualidad que constituye nuestra especie, el hombre recibió de la naturaleza
la superioridad de fuerza física, y ni aún queremos disputarle en este breve
artículo la mayor potencia intelectual, que con poca modestia se adjudica. Nos
basta, lo declaramos sinceramente, nos basta la condición de que nadie puede,
de buena fe, negar a nuestro sexo la supremacía en los afectos, los títulos de
su soberanía en la inmensa esfera del sentimiento.
«Las almas grandes —ha dicho un poeta—
aspiran a descender, no por laxitud, sino por instinto de la verdadera
elevación, que consiste en el sacrificio» Tal es, precisamente, el carácter de
la mujer; ella posee aquella intuición de la verdadera grandeza, aquel instinto
del supremo heroísmo que hace se complazca descendiendo;
que hace se glorifique en el dolor; que hace, en fin, que consagre su corazón
al altar secreto de holocaustos continuos. Pero no temáis que ese gran corazón,
en que se aposentan los inmensos afectos de hija, de esposa, de madre,
exigiendo triple tributo de abnegaciones ignoradas, se postre o se rompa por no
ser bastante a contenerlos. Desbordan, es verdad, aquellos sentimientos, y se
derraman y se extienden por el mundo, pero es para servir de bálsamo a todas
las úlceras que lo corroen; es para formar esas instituciones de beneficencia,
que todas tienen a la mujer por fundadora o tutelar. ¡Oh! ella no es madre
solamente en el sentido material de la palabra; la maternidad de su alma
comprende al universo. La Providencia misma lo indicó así, al hacer que naciera
del seno virginal de María el divino representante del mundo regenerado.
III
La dolorosa maternidad, expiación de
Eva, triunfó en María (que fue, sin embargo, la más mártir de todas las
madres), ciñe las sienes de la mujer, penitente o santa con la aureola augusta
del sacrificio; la reviste del sacerdocio más sublime —porque es el que exige mayor
abnegación del sacerdocio del amor—. ¡Oh! ¡sí! Eva llorando la esclavitud de
sus hijos, echados al mundo con dolores de sus entrañas; María rescatándolos,
también con sus lágrimas, abriéndoles las puertas del cielo con la inmolación
de su alma, sintetizan —digámoslo así— toda la historia de su sexo. ¡Siempre el
sacrificio, hasta en el triunfo! De este modo la mujer se alza reina por derecho divino en los vastos dominios
del sentimiento; reina como primera en el dolor expiatorio; reina como primera
en el dolor glorioso de la lucha y la victoria.
Notadlo bien, vosotros los que recordáis
sin cesar la flaqueza de la primera madre; poniéndola como indeleble estigma
sobre la frente del sexo; notad que María fue saludada llena de gracia por el mensajero celeste, antes que la gracia se
hubiese encarnado en el hombre. Notad también que Adán delinquió con Eva, y con
ella produjo descendencia corrompida; pero María venció sola, y —sin intervención de ningún Adán— produjo
descendencia divina. La gloria de María borró y cubrió con resplandores eternos
la ignominia de Eva. La derrota de Adán necesitó de un hombre-Dios para ser
reparada.
IV
El mundo —a pesar de las vulgaridades
que circulan por su seno en detracción del sexo femenino— no ha podido
rehusar los dictados de bello, tierno y
piadoso, si bien desquitándose de este homenaje con llamarlo también débil. Apurado se vería, sin embargo, si
le exigiésemos nos probase la justicia de esta última calificación con la
minoría vergonzosa en que apareciese el sexo en las páginas sangrientas del
heroísmo religioso. ¡Y eso que las mujeres no aprenden a ser fuertes y a
despreciar la vida!
Mucho
también habría de costarle el encontrar en la historia de las naciones un
pueblo, un siglo, que no le suministrasen ejemplos admirables de mujeres
magnánimas, ilustradas por hechos extraordinarios de patriotismo, que les han
merecido de la posteridad el asombro y el aplauso.
¡Y eso que la mujer no está admitida a
tomar parte en los intereses públicos, ni ha tenido jamás un Capitolio!
No es allí tampoco donde en este momento
nos proponemos buscarla, porque no están allí los títulos más bellos de su
gloria.
Volved, volved los ojos a aquellos días
señalados por el más grande de todos los sucesos del orbe; a aquellos días en
que brilló la luz en los que yacían a la
sombra de la muerte.
V
El redentor recorre la Judea dando voz a
los mudos, movimiento a las paralíticos, vista a los ciegos, salud a los
enfermos, y anunciando el Evangelio a los
pobres, según sus mismas palabras.
Los doctores de la ley le persiguen,
acusándolo de perturbador del orden público.
Las mujeres ignorantes se van en pos
suya, bendiciendo el vientre donde fue concebido.
El fariseo preciado de justo, que le
recibe en su casa, no le ofrece agua para la ablución prescrita por el uso.
La mujer pecadora llega a lavarle los
pies con sus lágrimas y a enjugárselos con sus cabellos.
Pilato, débil ante el ciego furor de los
ancianos y sacerdotes, que le piden sangre inocente, la hace saltar bajo los
golpes del látigo y abandona el Mesías al escarnio de sus soldados.
La mujer del gobernador romano salta de
su lecho, perturbada por misteriosos presentimientos, y despacha mensajeros que
le supliquen vivamente no permita sea derramada la sangre de aquel justo.
Y Pilato, y los doctores, y los
sacerdotes, y los ancianos, y el pueblo, todos, condenan al Hijo de Dios, todos
le envían al suplicio, cargado con la cruz.
Las hijas de Jerusalén le siguen
gimiendo y regando con sus lágrimas las últimas huellas del Mártir divino.
VI
¡Oh! Mirad levantada la cruz entre el
cielo y la tierra, que une con sus brazos sangrientos. La Victima santa, enclavada
en aquel madero (que de instrumento de muerte queda convertido —a su contacto—
en símbolo de vida), tiende las moribundas miradas en torno de aquel duro lecho
de agonía… ¿Qué se ha hecho tantos discípulos honrados con su amor, ilustrados
con su doctrina? ¿Dónde están los hombres privilegiados, escogidos por él para
ministerio augusto, revestidos por él de potestad contra el infierno? ¡Uno sólo
está allí! ¡uno sólo! Pero en cambio hay
tres mujeres. Ninguna de ellas se halló presente a la gloria de Tabor;
todas acuden a participar de la ignominia del Gólgota.
Luego, cuando la noche extiende su
lúgubre manto sobre la ciudad deicida, ¿quiénes velan en medio del silencio,
preparando perfumes para embalsamar con piadosas manos los sacrosantos restos? ¡Mirad!
Mujeres también. Por eso merecen que una de ellas escuche antes que nadie aquel
anuncio solemne de felicidad para todas las generaciones humanas «¡Mujer! no
está aquí el que buscas; ha resucitado, como dijo».
Y no es esto sólo; otro júbilo. Otra gracia
nos estaba reservada. La mujer —que fue la primera en recibir la noticia del
triunfo— fue también la primera que contempló con sus ojos al Primogénito de entre los muertos.
Era justo; ella le había acompañado en
el suplicio y le buscaba en la tumba.
VII
Hemos visto antes a Eva y a María —a la
madre culpable y a la Madre Santísima— ofreciendo igualmente al cielo abundante
tributo de maternales dolores. Vemos ahora a María y a Magdalena —a la Virgen
sin mancha y a la cortesana arrepentida— ofreciendo igualmente a la admiración
del mundo el sublime ejemplo de la fortaleza del amor.
Las dos se nos presentan al pie de la
cruz, y allí la una, y junto al sepulcro la otra, oyen de labios divinos y de
labios angélicos aquel vocativo, ¡mujer!, que tiene en ambos casos
significación gloriosa.
¡Mujer!
he ahí a tu hijo, le dice el redentor a María, simbolizando en san Juan a
todos los hombres, Notadlo; no la llama madre suya, porque la Reina de los
mártires no representa allí solamente a la augusta Madre del Mesías; representa
a la mujer… a la mujer rehabilitada,
a la mujer santificada, a la mujer corredentora, cuyo grande corazón puede
contener la maternidad del universo.
¡Mujer!
dice también el ángel a Magdalena, el que
buscas no está aquí; ha resucitado, como dijo.
Tampoco la amante penitente es llamada
por su nombre; el vocativo que se sirve el nuncio celeste es el mismo empleado
por el Redentor al dirigir a María sus últimas palabras: ¡Mujer! Lo mismo que la Virgen sin mancha, la pecadora absuelta
porque amó mucho, personifica allí a todo el sexo… a ese sexo que acompañó a
Jesús hasta el Calvario, que le bendijo cuando le maldecían los hombres, que le
buscó en el sepulcro cuando le olvidaba en él un pueblo entero colmado de sus
beneficios, y que —conquistándose para siempre las calificaciones de piadoso y amante— mereció la dicha de
ser el primero en saber que la muerte había sido vencida por el amor, y
abiertas para el amor las eternas puertas de la gloria.
VIII
María y Magdalena, la pureza y la
penitencia, se ciñen a la par, en la divina epopeya del cristianismo, la corona
inmarcesible del sentimiento, sintetizando a su sexo, grande siempre el
corazón.
Leed las sagradas páginas del Evangelio
y en ellas hallaréis cuán noble, cuán bello, cuán augusto es el papel que le ha
tocado representar en la historia de la humanidad.
María llena de gracia, Magdalena llena
de amor; María, madre y modelo de todas las generaciones redimidas, Magdalena
hermana y ejemplo de todas las almas penitentes; ambas amantes, ambas
doloridas, ambas al pie de la cruz, simbolizan igualmente al sexo magnánimo, al
que concedió el Eterno la soberanía en todos los afectos, y —por los
merecimientos de todos los sacrificios— las primicias de todos los triunfos.
(1) Este artículo, el primero de cuatro, apareció publicado inicialmente por el periódico semanal La Ilustración, bajo la dirección de «la distinguida poetisa y aventajada escritora» Gertrudis Gómez de Avellaneda en septiembre de 1845 y el cuarto artículo, el último de ellos, según el diario EL CLAMOR PÚBLICO, se publicó a principios de noviembre de ese mismo año. Nosotros publicaremos durante el mes de marzo (2, 8, 15 y 23) los cuatro artículos dedicados a la mujer de hoy, escritos hace ciento setenta y cinco años por la adelantada feminista Gertrudis Gómez de Avellaneda.
(1) Este artículo, el primero de cuatro, apareció publicado inicialmente por el periódico semanal La Ilustración, bajo la dirección de «la distinguida poetisa y aventajada escritora» Gertrudis Gómez de Avellaneda en septiembre de 1845 y el cuarto artículo, el último de ellos, según el diario EL CLAMOR PÚBLICO, se publicó a principios de noviembre de ese mismo año. Nosotros publicaremos durante el mes de marzo (2, 8, 15 y 23) los cuatro artículos dedicados a la mujer de hoy, escritos hace ciento setenta y cinco años por la adelantada feminista Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Maravillosa y preclara, gozando de una genialidad innata, este artículo constituye una muestra fehaciente de asombrosa valentía y profundización en una temática que para la época que vivió la poeta era impensable; sobre todo, tratándose de una mujer. ¡Enhorabuena, TULA!
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