Amantine Lucile Aurore Dupin, baronesa Dudevant. George Sand. (El Byron francés, según la Avellaneda) |
Hoy 23 de marzo de 2020, hace 206 años nació en la ciudad
de Puerto Príncipe (hoy Camagüey) Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga, de
Sabater y Verdugo. Tula, como se le conoció en su ámbito más cercano, fue una
eminente intelectual de la España decimonónica, poetisa, novelista, dramaturga y periodista que vivió
entre 1814 y 1873. Hoy el blog La divina Tula rinde homenaje a esta eminente escritora por su
onomástica reproduciendo el siguiente artículo feminista, cuarto de una serie de cuatro.
A mediados del siglo XIX, Gertrudis Gómez de
Avellaneda escribió cuatro polémicos artículos, cargados de una inteligente
ironía, sobre La mujer en la sociedad de su tiempo. Aquellos reportajes
parecían estar dirigidos, especialmente, al público femenino, pero nada más lejos de la realidad. En los cuatro
artículos la Avellaneda arremetió contra los misóginos de su tiempo (y hasta contra
los del nuestro que aún perviven tras bambalinas y sillones de la Academia).
Por su gran interés y agitación social, por su humor, perspicacia y extrema mordacidad,
los escritos fueron reproducidos por varios periódicos de la época poniendo a
la autora en el punto de mira de los ascéticos
oficialistas de entonces que se burlaron de ella hasta la saciedad.
Los cuatro artículos que hemos reproducido en este
blog, inicialmente, fueron pensados y publicados por el semanario La Ilustración que dirigía la propia
autora. Las revolucionarias crónicas, trataban sobre La mujer considerada respecto al sentimiento que el hombre le había
asignado en los anales de la religión. En la segunda entrega, la
Avellaneda realizó un análisis respecto
a las grandes cualidades del carácter, el valor y el patriotismo femenino
demostrado a través de la historia de la humanidad. El
tercero versó sobre la capacidad de
las mujeres para el gobierno de los pueblos y la administración de los
intereses públicos (tema éste de gran actualidad) Y el cuarto y último
artículo, que ahora publicamos, felicitando el día de su nacimiento, hace exactamente
hoy 206 años —fue el 23 de marzo de
1814—, la eminente escritora trató, con especial clarividencia sobre la
mujer considerada particularmente en su tremenda capacidad científica,
artística y literaria, lugar en el que se encontraban entonces, Carolina
Coronado, Concepción Arenal y la propia Gertrudis Gómez de Avellaneda, así como
otras tantas mujeres de su tiempo (y del nuestro).
A todas ellas, a las que les tocó vivir antes, y a las
que vinieron después, hemos dedicado en La divina
Tula los
cuatro artículos feministas, rindiendo homenaje a la autora por su onomástica y
a la Mujer de todos los tiempos.
Manuel
Lorenzo Abdala
Nota:
El artículo que hoy publicamos, así como los tres anteriores, es fiel reproducción
del original que aparece en el tomo IV de las obras completas de la
Avellaneda, editadas por ella misma, en 1870.
LA MUJER IV
Considerada,
particularmente,
en su
capacidad científica, artística y literaria.
En las naciones en que es
honrada la mujer, en que su influencia domina en la sociedad, allí de seguro
hallaréis civilización, progreso, vida pública.
En los países en que la
mujer está envilecida, no vive nada que sea grande; la servidumbre, la
barbarie, la ruina moral es el destino inevitable a que se hallan condenados.
Gertrudis Gómez de Avellaneda
I
Si aún necesitásemos nuevas demostraciones de que la fuerza moral e
intelectual de la mujer se iguala, cuando menos, con la del hombre, no
tendríamos más que buscarlas —con sólo otra mirada rapidísima— en el vasto
campo de la literatura y las artes. No decimos también de la ciencia, porque
estando ésta basada únicamente en el conocimiento que las realidades
—conocimiento que los mayores genios no pueden poseer por intuición— sería
absurdo pretender hallar gran número de celebridades científicas en esa mitad
de la especie racional, para la que están cerradas todas las puertas de los
graves institutos, reputándose hasta ridícula la aspiración de su alma a los
estudios profundos. La capacidad de la mujer para la ciencia no es admitida a
prueba por los que deciden soberanamente su negación, y causa sumo asombro
—aun, así y todo— no falten ejemplos gloriosos de perseverantes talentos
femeninos, que han logrado forzar de vez en cuando la entrada del santuario,
para arrancar a la misteriosa deidad algunos de sus secretos. Dígalo Areta
(hija de Aristipo) autora de cuarenta libros científicos, maestra de ciento
diez filósofos distinguidos, heredera (según decían los atenienses) del alma de
Sócrates y de la facundia de Homero, Díganlo Aspacia —de quien aprendían
retórica Pericles y Alcibiades, y a la que debió Atenas una escuela de
elocuencia—; y a Laura Bassi, no menos celebrada por sus contemporáneos como
instruida en la física, el álgebra y la geometría, que como inspirada en la
poética; y la princesa de Piombino, teóloga y filósofa; y madame Chatelet,
reconocida como astrónoma, etc., etc.
Si la mujer —a pesar de estos y otros brillantes indicios de
su capacidad científica— aún sigue proscrita del templo de los conocimientos
profundos, no se crea tampoco que data de muchos siglos su aceptación en el
campo literario y artístico: ¡ah! ¡no! también ese terreno le ha sido disputado
palmo a palmo por el exclusivismo varonil, y aún hoy día [mediados del siglo
XIX] se la mira en él como intrusa y usurpadora, tratándosela en consecuencia,
con cierta ojeriza y desconfianza, que se echa de ver en el alejamiento en que
se la mantiene de las academias barbudas.
Pasadnos este adjetivo, queridas lectoras, porque se nos ha venido naturalmente
a la pluma al mencionar esas ilustres corporaciones de gentes de letras, cuyo
primero y más importante título es el de tener
barbas. Como desgraciadamente la mayor potencia intelectual no alcanza a
hacer brotar en la parte inferior del rostro humano esa exuberancia animal que
requiere el filo de la navaja, ella ha venido a ser la única e insuperable
distinción de los literatos varones, quienes —viéndose despojados cada día de
otras prerrogativas que reputaban exclusivas— se aferran a aquella con todas
sus fuerzas del sexo fuerte, haciéndola
prudentísimamente el sine qua non de
las académicas glorias.
Pero ¡admirad la audacia y la astucia del sexo débil! Hay ellas que, no sé cómo, se alzaron súbitamente con borlas de
doctores (1). Otras que, cubriendo sus lampiñas caras con máscara varonil, se
entraron, sin más ni más, tan adentro del templo de la fama, que cuando vino a
conocerse que carecían de barbas y no
podían, por consiguiente, ser admitidas entre las capacidades académicas, ya no
había medio hábil de negarles que poseían justos títulos para figurar
eternamente entre las capacidades europeas (2).
II
Aún es mayor, ¡espantaos!, aún es mayor el número de
temerarias que a cara descubierta se han hecho inscribir sans façon en los fastos gloriosos de la inteligencia. ¿A qué citar
ejemplos, siendo tan públicos y palpables los hechos?
Desde la más remota antigüedad vemos a la mujer dando
muestras de que nació dotada del instinto artístico, que había de salvar al
cabo cuantas murallas se le opusieran. Las musas mitológicas eran,
probablemente, apoteosis de mujeres ilustres de los primeros tiempos,
iniciadoras de las artes; pero sin necesidad de recurrir a la hipótesis, sabido
es que —según respetables opiniones— se debe a la mujer la invención de la
pintura; que otra ha puesto las bases de la primera sociedad de bellas artes,
estableciendo los juegos florales… (3). Y ¿quién ignora que Safo fue célebre
entre los más célebres poetas griegos de su época, que Corinna venció a Píndaro;
que Tesálida infunda —con los mágicos sones de su lira— el heroísmo del
guerrero en los juveniles corazones de las doncellas argivas?
No intentaremos descender a los tiempos modernos: la Europa
sola nos abrumaría con el inmenso número de sus glorias femeniles; y la América
—ese mundo tan nuevo en el que he nacido— la América misma llovería sobre
nosotras multitud de nombres de distinguidas hembras, que sostienen en ella el
movimiento intelectual amenazado de sofocación, en unas partes por la preponderancia
de los intereses materiales, y en otras por las disensiones civiles.
Y ¿cómo no ser así, cuando —al descubrir Colón una parte de
esas regiones vírgenes— pudo notar con asombro que la naciente civilización de
aquel pueblo y el genio de su poesía estaban encarnados en el hermoso cuerpo de
una mujer? Anacaona era sibila inspirada de una de nuestras ricas islas
tropicales. A su voz —resonando entre las armonías de los bosques— se
suavizaron las costumbres de aquellas tribus bárbaras, se reveló a sus entendimientos
la soberanía de la inteligencia, y obedecieron como a reina a la que veneraban
como oráculo.
III
En cuanto a capacidades
femeniles contemporáneas, solo añadiremos, por conclusión, que acaban de ver la
luz pública en Francia dos obras notables por más de un concepto. La una,
debida a la pluma de Mlle. Marchet Girard, lleva por título Las mujeres, su pasado, su presente, su
porvenir. La otra, de que es autora la ya célebre condesa Dora d’Istria,
tiene por epígrafe: Las mujeres en
oriente. Aún no hemos tenido el gusto de leer ninguna de dichas
producciones; pero —a juzgar por los juicios de la prensa periódica parisiense—
ambas son interesantísimas por su esencia y bellas en su forma. Los documentos
esparcidos de la gran causa de una de las mitades de la especie humana, esto es
todo cuanto prueba algo a favor de la emancipación de la mujer, parece que ha
sido reunido y puesto en orden por la primera de las dos nombradas escritoras,
y apoyado aquel importante interés social con argumentos de una lógica
irrebatible. El libro de la condesa Dora d’Istria es —según palabras de un
periódico acreditado— corroborante enérgico del de mademioselle Marchet Girard,
viniendo (dice) «a prestarle el testimonio de una parte del globo, después de
compulsar archivos vivientes; esto es, viajeros, historiadores, costumbres,
vida íntima».
«Las mujeres —dice también el citado periódico— parecen
decididas, por fin, a tomar en manos sus propios intereses, y preciso es
confesar que —aparte de la fuerza que puedan tener los argumentos contenidos en
los dos libros mencionados— ellos por sí mismos son dos argumentos irrefutables
en favor de la igualdad de ambos sexos.»
La humilde persona que suscribe estos artículos [cuarto
cuatro], queridas lectoras, no aspira en manera alguna a presentarse a vosotras
como digno campeón de nuestro común derecho; pero séale permitido —al
enorgullecerse de los triunfos del sexo— haceros notar, por término final de
estas breves observaciones, un hecho evidente, que quizá prueba más que todos
los argumentos.
En las naciones en que es honrada la mujer, en que su
influencia domina en la sociedad, allí de seguro hallaréis civilización,
progreso, vida pública.
En los países en que la mujer está envilecida, no vive nada
que sea grande; la servidumbre, la barbarie, la ruina moral es el destino
inevitable a que se hallan condenados.
(1)
Recordamos, entre otras, a la célebre doña María isidra de Guzmán,
conocida con el nombre de Doctora de Alcalá.
(2)
Nos contentaremos con citar a Jorge Sand, jefe de todas esas lampiñas disfrazadas. El nombre varonil
que supo ilustrar con sus escritos, figuraría indudablemente entre los más
notables de la academia francesa; pero ¡oh dolor! se supo demasiado pronto que
eran postizas las barbas de aquel
gran talento verdadero, y he aquí que la falta del apéndice precioso jamás
podrá ser subsanada por toda la gloria del Byron francés. [ver foto de portada]
(3)
Clementina Isaura, cuyo hermoso retrato hemos tenido el gusto de ver
conservado con veneración en una de los salones de la Academia de Ciencias y
Letras de Tolosa, Francia.
Una vez más, el Genio de un Alma Cumbre de Las Letras pone sobre la mesa verdades como capiteles, esclareciendo con ejemplos y abundantes búsquedas y acervo cultural y literario, lo que precisa ser promulgado en todo el orbe. ¡BRAVA, TULA!
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