Tomiris (Tahm-Rayiš), reina de los masagetas, pueblo escita formado por una confederación de tribus de Asia Central. |
La mujer considerada
respecto
a su capacidad para el gobierno de los pueblos y la administración de los
intereses públicos.
Por Gertrudis Gómez de Avellaneda
Aunque somos deudoras al Cristianismo de
la proclamación solemne de la dignidad de la mujer, cuyos derechos de compañera
del hombre y su cohabitante del cielo quedaron para siempre consignados; y
aunque sea cierto también que a pesar de ello —y en deplorable muestra de la
resistencia que opusieron las tinieblas de la razón humana al luminoso espíritu
del Evangelio— todavía fue objeto de risibles debates la singular cuestión de
si debía ser considerado nuestro sexo como parte integrante de la especia racional
(1), es hecho no menos evidente que desde muy antiguo —y a despecho de todas
las egoístas teorías del sexo dominador— cedía éste en la práctica la
influencia poderosa del avasallado, y hasta reconocía en él, como por instinto,
cierta grandeza, que no acertaba a explicar sino atribuyéndole inspiraciones
divinas. La historia de los francos, los celtas y los germanos, nos muestra a
cada paso la veneración que alcanzaban entre aquellos pueblos las mujeres, en
cuyas manos depositaban muchas veces —al ocurrir circunstancias graves— toda la
autoridad civil y política. Los francos podían censurar libremente la conducta
de sus magistrados, pero no les era permitido poner en duda la sabiduría de los
consejos femeniles, porque eran reputados oráculos del cielo.
En las Galias se instituyó un tribunal
de damas, que fue por largo tiempo el más ilustre y respetable de la nación: el
alto concepto de que gozaba, aún entre los extranjeros, resplandece en el hecho
de que al concluir Aníbal un tratado de paz con los galos, estipuló
solemnemente que, si alguno de estos cometía ofensa contra un cartaginés, sería
sometido al fallo del senado de damas, y no a ningún otro.
¡Cosa notable! Cuando decayó la
influencia de la mujer en las Galias, y la administración del país quedó exclusivamente
en manos de los Druidas, aquel pueblo —independiente y vencedor hasta entonces—
no tardó mucho en verse tributario de Roma (2).
II
En ningún tiempo la mujer —no obstante,
su pasada degradación— ha dejado de empuñar algunas veces el cetro del poder, y
¡cosa también notable! Casi siempre lo ha empuñado con gloria.
Tomiris, a la vez que reina, fue
legisladora de los escitas. Dido [o Elisa de Tiro] fundó la nación que llegó a
ser con el tiempo rival temible de la dominadora del mundo [Roma]. Semíramis [fundadora
del reino babilónico, identificada también como reina asiria] brilla entre los
monarcas caldeos con un resplandor que —traspasando sombra de los tiempos— ha
llegado a nuestros días. Débora —a quién ya citamos como belicosa heroína— no
se hizo notar menos por su acierto en la administración de justicia. Las dos
Artemisas merecieron que aún vivan sus nombres. Zenobia [reina del imperio de
Palmira] no les probó a los romanos que era un gran capitán, sino después de
ser venerada por sus súbditos como una grande reina, y así alcanzó de sus
mismos enemigos el glorioso título de Augusta.
Si cesando de remontarnos a tan lejanas
edades, nos fijamos un momento en las del Cristianismo, preséntansenos en
tropel una Amalasunta [reina de los ostrogodos], que se conquista el nombre de Salomón de su sexo; una Alix de Champaña
[Alice o Adela de Champaña], regenteando con singular acierto la turbulenta
Francia durante la minoría de su hijo Felipe Augusto; una Margarita de
Valdemar, que une en sus sienes las coronas de Noruega, Dinamarca y Suecia,
oyéndose aclamar la Semíramis del Norte; una Sancha de León,
mereciéndose el dictado de heroína
leonesa; una Berenguela de Castilla, a quien da la historia el sobrenombre
de Grande; una madre de san Luis,
digna de este título y del de hermana de la gran Berenguela; una María Teresa,
cuya figura histórica no tiene rival entre los monarcas austriacos; una Isabel
de Inglaterra, maestra en la ciencia política; una María de Molina, que
empuñando el timón del Estado en circunstancias difíciles, hace proverbial su
prudencia… Volved la vista, en fin, hacia esas ilustres princesas de la Rusia,
continuadoras de la asombrosa revolución iniciada por Pedro el Grande, y
durante su gobierno femenil mirad abolir suplicios, promover reformas, cultivas
las ciencias y las artes, llevar a cabo colosales empresas que ensanchan los
límites y la preponderancia del Estado, poblándose el Mediterráneo como el océano de buques construidos a las
orillas del Báltico y del Mar Negro.
Después, por conclusión (pues de seguro
no nos pediréis más), deteneos algunos minutos contemplando con legítimo orgullo
nacional la magnífica figura de Isabel la Católica. Miradla —recibiendo de un
rey impotente una nación arrastrada a los bordes de su ruina— empuñar con mano
vigorosa el cetro por tanto tiempo juguete de facciones, y —acallando
exigencias de un marido que se juzga desairado dejando a su exclusivo cargo las
riendas del gobierno— plantear sin descanso larga serie de sabias
disposiciones, por medio de las cuales pone freno a ciegas parcialidades; ahoga
ambiciones locas de una oligarquía turbulenta; anula el anárquico poder de las
órdenes militares, cuya grandes maestranzas reasume el trono; echa por tierra
los privilegios rodados; reforma el clero; instituye hermandades que purguen la
tierra de malhechores; restablece y asegura las tranquilidad de los pueblos, y
—fomentando el comercio, la navegación, la industria, la agricultura y las
ciencias— abre los caminos de los honores y de la riqueza, al talento creador y
a la virtud laboriosa… Miradla sacar al Erario —con auxilio de las Cortes —de
la profunda extenuación a que lo redujeron pésimas administraciones; ordenar la
forma y los atributos de superiores tribunales; tirar las primeras líneas para
la magna obra de una legislación armónica, común a todos sus dominios; asentar,
en fin, la monarquía sobre sólidas bases, y —cuando logra alzarla vivificada
por el nuevo espíritu que la infunde— llamarla a las armas, ceñirse el casco
guerrero, blandir la espada de Pelayo, y conducirla —bajo la enseña de la cruz—
a arrojar a los ismaelitas, que aún mancillan el hermoso suelo de Granada, a
los desiertos arenales del África.
La Europa entonces saluda con asombro
tan excelsa gloria femenil —que hace ya presentir los próximos laureles de
España en el Rosellón y en Italia— y la Providencia le abre un nuevo mundo
donde se extienda triunfante, para constituir aquel imperio grandioso, del que
pudo decirse que nunca el sol cesaba de alumbrarlo.
Después de esto, ¡quién se atreverá a
poner en duda la capacidad privilegiada de la mujer para los arduos deberes del
gobierno? Privilegiada he dicho
—¡notadlo bien!— porque los individuos de nuestro sexo que han regido naciones
están en exigua minoría comparativamente a los del otro, y atendida esa
diferencia, son más los nombres regios femeninos que consagra la historia, que
los nombres regios varoniles.
Podemos tirar el guante al sexo fuerte,
provocándole a esta decisiva prueba. Nosotras sentamos sin vacilar que, de cada
diez reinas por derecho propio, señalaremos cinco, cuando menos, dignas del
respeto de la posteridad; ¿se atreverá él a presentarnos, de cada cien reyes,
cincuenta que merezcan igual honra?
(1)
Dicha
discusión fue seriamente discutida en un concilio (no ecuménico), que sólo
después de muchas dificultades pronunció la afirmativa. Véase la Historia de Gregorio de Tours, libro
VIII, y los Ensayos de Saint Foix.
(2)
Historia de las Galias, por el benedictino D. Martín, tomo I.
¡Gracias, Querido Manuel Lorenzo Abdala, por dejarnos acceder a tan preciadas reflexiones de esa Alma Grandiosa, Gertrudis Gómez de Avellaneda, en una época en que su pluma se levantó, incesante, contra viento y marea! ¡Honor a quien honor merece! ¡Gracias!
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