Estrategias para una traición
-XII-
La
convulsión y el síncope que padeció sucesivamente Anunziata fueron precursores
de una fiebre violenta, que la rindió completamente cerca de las nueve de la
noche. El letargo inseparable de aquel género de calentura era interrumpido a
intervalos por accesos de delirio; entonces hablaba de traiciones, de cadalsos,
de lagos de sangre en que se sumergía. Rechazaba con esfuerzos vehementes no sé
qué fantasma que, según podía inferirse de sus inconexas palabras, se le
presentaba amenazador y terrible. En algunos momentos parecía prestar la mayor
atención como si alguno le hablase en voz muy baja, o se afanase por comprender
el origen de algún rumor vago que llegase a sus oídos; pero enseguida lanzaba
estremeciéndose agudísimos gritos, y repetía despavorida:
Otras
veces se figuraba estar en presencia de su tío, y le reconvenía por no querer
salvar del patíbulo a su esposo, o bien, convirtiendo de súbito en el mismo rey
a su imaginario interlocutor, le dirigía con patético acento las más humildes
súplicas, implorándole a nombre de su hijo, cuya voz (decía) escuchaba resonar
en sus entrañas.
La
fiebre parecía cobrar mayor violencia por instantes; un ligero y lustroso sudor
humedecía sus facciones desencajadas; su respiración se hacía más difícil
progresivamente; su pulso era duro y desigual, y se quejaba de que le apretaban
la cabeza con un círculo de hierro. Espatolino estaba desesperado. Quiso enviar
a llamar con uno de los suyos algún médico del pueblo; pero il Silenzioso
le advirtió que sólo había uno en la actualidad, y que se aseguraba
generalmente que podían aplicársele aquellos versos:
Quando il becchin sentiva che chiamato
Era el medico tal per una cura,
Senza stare a informarsi del malato
Facea la fossa
per la sepoltura. (1)
-Pero
conozco un hombre muy hábil que aunque no esté recibido de médico pasa por
profundamente instruido, y ha hecho curas maravillosas -añadió il Silenzioso-.
Vive a una milla de aquí, en el camino de la Riccia, en una casita aislada,
pues es un sabio que sólo se ocupa de la Física y de la Astronomía. Mi hijo le
conoce, y si el capitán lo permite saldrá al punto en su busca.
-Pues
bien, que parta al punto vuestro hijo, y en anticipada muestra de mi gratitud,
haced que le lleve este anillo de brillantes.
El
Silencioso salió con prisa a cumplir la orden, y Espatolino se puso de rodillas
a la cabecera de la enferma, que entonces parecía aletargada. Contemplola largo
rato con dolorosa atención: el rostro de la joven se desfiguraba más y más;
ligeros estremecimientos recorrían sus miembros rígidos; y aunque permanecía
inmóvil, notábase la opresión de su seno por la dificultad con que respiraba.
Pietro, creyéndola moribunda, lloraba tendido junto a los pies de la cama; sus
sollozos atormentaban de tal manera el corazón de Espatolino, sin ellos ya
demasiado afligido, que le mandó salir de la estancia. Solo con su mujer,
abandonose a toda la amargura de su dolor; lágrimas silenciosas corrieron
entonces por sus mejillas, y sus manos apretadas contra su pecho señalaron en
él sus uñas:
-¡Anunziata!,
¡vida mía! -la dijo-, ¿qué sientes?, ¿por qué no me diriges una palabra?,
¿ignoras que está aquí tu Espatolino?
Entreabrió
ella sus ojos secos y ardientes, y los clavó en él, pero sin conocerle,
murmurando enseguida algunas confusas frases, de las cuales sólo éstas,
entendió su esposo:
-El
perdón... ¡si no, morir!... vale más morir que soportar esta existencia. ¡Él no
quiere!... mi hijo está agonizando en mi seno, porque no quiere nacer para ser
un ladrón como su padre. Su padre ha declarado la guerra a Dios y a los
hombres... Dios tiene un infierno, los hombres un patíbulo... mi hijo no quiere
ni el infierno ni el patíbulo... ¡quiere el perdón!, ¡el perdón es la vida!
-¡Oh!,
¡esto es demasiado! -exclamó con desesperación Espatolino-. No hay crimen que
no sea expiado por tan atroces padecimientos. Yo pudiera darle la vida -añadió
después-, pudiera darle la felicidad... ¡pero a qué precio! ¡La traición!...
¡no!, ¡nunca!, ¡nunca! -prosiguió tendiendo las manos, como si rechazase a
alguien-. ¡Déjame, demonio tentador!... ¡que muera ella, que muera mi hijo!,
¡perezcan cien veces antes que Espatolino rescate sus vidas a precio de una
infame alevosía! ¡Ellos!... ¡mis compañeros!, ¡mis leales amigos!, ¡ellos,
infelices como yo!, ¡ellos, que darían su sangre por una gota de la mía!...
¡Infamia!, ¡maldito sea el hombre infernal que osó proponérsela a Espatolino!
-Ese
pájaro negro me está picoteando los ojos -murmuró con acento de dolor la
enferma-, está graznando en mis oídos... el frío de sus alas hiela mi frente...
¡me pesa como si fuera de mármol!... no puedo más... esto es... ¡la muerte!
Cerráronse
nuevamente sus ojos y volvió a aletargarse. Espatolino apoyó la cabeza en el
borde del lecho, y apretó entrambas manos sobre sus labios para ahogar los
gemidos que pugnaban por salir de su angustiado pecho.
Era
la hora solemne de la medianoche; la lámpara que ardía sobre una mesa estaba
cubierta con una gasa oscura, al través de la cual derramaba en la estancia una
claridad débil y fúnebre. Todo estaba en silencio, sólo se oían la penosa
respiración de Anunziata y los desordenados latidos del corazón de Espatolino.
De
repente aquélla se estremece y exclama con acento profundo:
-¡Ella
va a estallar sobre tu cabeza! -pronunció una voz clara y varonil, aunque
modificada por la cautela.
Volviose
Espatolino y vio de pie a sus espaldas a un joven robusto, de semblante
expresivo y ojos perspicaces.
-¡La
verdad!, esa niña en un sueño o en un delirio, acaba de anunciártela también.
La traición vela junto a ti, Espatolino; ¡huye, o estás perdido!
-No
hables tan alto, por amor a tu vida; he expuesto la mía por darte este aviso;
he logrado, con no pocos trabajos y astucias, escaparme de mi estancia sin ser
visto y llegar a la tuya, pero desconfían y me acechan. Ambos estamos en este
instante en inminente peligro y es preciso abreviar la conferencia.
-Bien
larga, a fe mía -respondió Occhio linceo, con amarga sonrisa-; pues hace
muchas horas que estoy padeciendo una penosa angustia, temeroso de poder llegar
hasta aquí sin ser notado, en cuyo caso estábamos perdidos.
Espatolino
se aproximó más a su interlocutor; una expresión indefinible se veía en su
rostro y dijo:
-¡El
infierno entero se ha entrado en mi alma! Explícate, Gennaro, porque creo que
va estallar mi cabeza y quiero saber antes lo que significan tus palabras.
-No
las has comprendido, ¡corpo di Dio! ¡Capitán!, te repito que los
momentos son preciosos y no hay que perderlos. ¡Escucha!, tus camaradas y los
míos se han convenido en comprar su indulto a precio de tu cabeza. Muchos días
hace que el pérfido Giacomo se atrevió a hacernos tan odiosa proposición; pero
entonces fue desechada. Ya sabes que Braccio di ferro y cuatro de sus
amigos rehusaron obedecerte y fueron a reunirse con Lappo; pero ignoras que los
mismos que cumplieron entonces tus mandatos participaban del descontento de los
rebeldes. Cuando Baleno intentó expresarte, a nombre de todos, el
disgusto con que veían la mudanza de tu carácter y el descuido con que ejercías
tus funciones de capitán tuviste la imprudencia de amenazarle...
-Y tu
soberbia le pareció a él digna de su venganza -respondió Occhio linceo-.
Desde aquel momento fue tu enemigo, porque te hubiera creído justo si le mandabas
ahorcar por la menor infracción de la disciplina; pero te juzgó tirano cuando
rehusaste escucharle como a un camarada celoso de tu gloria. Giacomo tuvo ya un
auxiliar, y un auxiliar temible, porque Baleno goza de influencia entre
los nuestros. El huracán que se formaba sobre tu cabeza estalló sordamente
cuando nos mandaste correr las cercanías en busca de tu mujer, mientras que
todos estaban impacientes por ir a la expedición propuesta por ti mismo, y de
la que se prometían tan considerables ventajas. Tu pérdida fue resuelta, y si
volvieron aquí sólo fue para asegurarla. Esta tarde nos hemos reunido cerca de
la Madonna di Gallora (2), para convenir
definitivamente en los medios de librarnos de ti. Giacomo repitió su
proposición, porque anhela su indulto, y Baleno, que en otra ocasión le
había llamado infame, la apoyó ahora, porque quiere vengarse. Su dictamen
conquistó el de otros; solamente Roberto, Irta chioma y yo rechazamos la
traición; pero estábamos en minoría. Roberto cedió por fin; Irta chioma
resistió por mucho tiempo; pero notó señales de inteligencia entre los otros,
temió que le asesinasen allí mismo, y como es un mozo que aunque sabe cumplir
con su obligación cuando llega el caso, no está dotado de una gran fortaleza de
espíritu, se intimidó al ver que era el único que se oponía a una resolución ya
irrevocable tomada, y suscribió a todo obligándose con juramento. He dicho que Irta
chioma era el único que resistía, y de eso inferirás que yo, luego que me
convencí de que era inútil trabajo el tratar de disuadir a aquellos malvados,
fingí participar de su opinión y no hablé ni una palabra más. Pero todos
conocían mi adhesión a ti y lo mucho que te debo, capitán, y desconfiaron con
razón de mi sinceridad; por eso me espían, y por eso sólo a fuerza de sutileza
y disimulo he podido burlar su vigilancia y llegar hasta ti para advertirte lo
que pasa.
-¡Baja
la voz en nombre del cielo! -dijo Occhio linceo-, y escúchame. Está
decidido que al romper el alba parta Baleno a Roma; sabes bien que se
publicó un bando en que se ofrecían por tu cabeza diez mil escudos, y además el
perdón absoluto de los culpables, si eran de los tuyos los que prestaban este
servicio al Gobierno. Baleno, fiado en este bando, va a entablar las
negociaciones, ofreciendo tu vida por el indulto suyo y de los otros catorce.
Pastores en el camino que conduce a Roma -la ciudad eterna-, cuya vista se presenta al fondo. |
-Aun
contando con el hijo del Silencioso -prosiguió Gennaro-, pues el padre es un
viejo que no sirve para maldita la cosa, y con Pietro, que es un gallina que no
sabe disparar un fusil, sólo somos cuatro; sería locura el pensar en
acometerles durante esta noche, en que sin duda no dormirán muy tranquilos. Lo
más seguro es que aproveches estas horas para salir furtivamente con tu mujer y
con Pietro, y que andéis deprisa hasta llegar a un paraje que os parezca
seguro. Yo, si me necesitas, no tengo reparo en acompañarte, pero como estoy
espiado pudiera comprometer tu fuga, y quedándome aquí algunas horas más
facilitaría los medios de escaparme, antes que se advirtiese tu ausencia, y
correría a buscar a Estéfano y a Lappo, que no dudo se conserven leales, para
que acudiesen con su gente al sitio que escojas para tu retiro.
-No
es tiempo de hacer lamentaciones -dijo Gennaro-, sino de huir; acuérdate que al
rayar el alba partirá Baleno a Roma; que su proposición será aceptada, y
que Roma sólo dista de aquí seis leguas, es decir, que mañana por la noche ya
puedes haber entablado conocimiento con los gendarmes, y algunos días después
con el verdugo. Yo no puedo detenerme más; ¡adiós!, dispón tu fuga y buen
viaje.
-¡Aguarda!
-dijo levantándose Espatolino-. Mira; mi mujer está agonizando; es imposible la
fuga. ¡Oh!, ingratos -añadió golpeándose la frente con sus puños-, yo la dejaba
morir... ¡a ella!... ¡la dejaba morir cuando ellos me vendían!
-¡Y
bien!, ¿qué piensas hacer? -preguntó impaciente Occhio linceo-. ¡Pero
silencio!... ¡He sentido rumor!... ¡Sangue dell’ostia!, ¡estamos descubiertos!,
¡somos perdidos!
-No
hay cuidado -respondió una voz sumisa-; soy yo, Pietro, y el pobre Rotolini,
que no sabe qué hacer sin la capitana, que le tiene acostumbrado a dormir a sus
pies.
-Calla,
pues, y retírate -dijo bruscamente Espatolino-; ¡desgraciado de ti si ocasionas
el rumor de una mosca que vuele!
Espatolino
se acercó a Gennaro, y asiéndole del brazo derecho con su mano férrea, le dijo
en voz muy baja y profundamente rencorosa:
-Escucha:
me has dado una prueba de lealtad, y tengo muchas de tu valor. Sé que tu ojo es
certero y tu mano segura.
-Ya
son las cuatro o cerca de ellas; a las cinco poco más o menos se pondrá en
camino, y como llevará un caballo de los mejores, bien se puede asegurar que
estará en Roma a las nueve.
-Te
llaman Occhio linceo: tu ojo es certero y tu mano segura; el camino de
Gensano a Roma es, a trechos por lo menos, bastante solitario.
-¡Y
diez más, corpo della Madonna! ¿Pero qué conseguirás con eso? Cuando
vean que no vuelve Baleno mandarán a otro, y... a menos que creas
posible irlos despachando de igual modo uno a uno... pero eso es difícil porque
sospecharán.
-¡No!,
me basta con Baleno; si se logra que no llegue a Roma, al otro día nada
tendré que temer: ¡estaré salvo y vengado!
-Eres
muy sabio, capitán, y no dudo que será como dices. ¡Dios lo quiera! Conque yo
sólo tengo que hacer...
-¡No
volverá de él, te lo juro! Pero luego, ¿qué haré?
-¡No,
amigo mío!, olvídame, y pues eres rico, sal de Italia y proporciónate una
existencia tranquila en cualquier país extranjero.
-La
tranquilidad no me parece gran cosa, que digamos, porque fui soldado en otro
tiempo, y a no ser por un bofetón inmerecido que me dio mi teniente... El hombre
no siempre es dueño de sí mismo; aquella afrenta me causó coraje... tenía el
sable al lado, y no sé cómo diablos me lo encontré en la mano. ¡Dios haya
perdonado al bruto del oficial! Buen bofetón me dio, y tristes consecuencias ha
tenido. ¡Desde entonces soy bandolero!
-Si
dejas de serlo -repuso con alterada voz el capitán-, si te cansas de una
profesión sangrienta, procura noticias de Espatolino; será entonces un
laborioso labrador, oscuro, pero dichoso; poseedor de una mujer angélica y de
uno o más hijos preciosos. Su puerta siempre estará abierta para ti; su corazón
también... ¡ah!, ¡su corazón está despedazado, es verdad!, pero he conocido un
hombre leal: ¡tú!; dos mujeres santas: ¡mi madre y mi esposa!, por eso no te
digo que la humanidad es perversa, aunque ellos también hayan sido
infames y traidores: ¡ellos que eran mi última fe!
-Si
lo veo posible ahora mismo, si no algunos minutos antes que él; diré que tengo
un cólico, y que voy a consultar a un médico de Genzano; acaso creerán que
trato de escaparme, pero no importa; no sospecharán la verdad y eso basta. Pero
si por desgracia llegasen a sospechar y me impidiesen salir...
Los
dos bandidos se abrazaron estrechamente y se separaron: el uno volvió
cautelosamente a su habitación, el otro a la cabecera de su esposa, a la que
halló bañada en sudor.
-¡Dios
sea loado! -exclamó; era la primera vez en veinte años que aquellas palabras
salían de su boca-. Este sudor indica una crisis: el pulso está mejor... la
respiración más libre.
-He
tenido un sueño espantoso... soñé que... ¡no me acuerdo!, pero tengo ideas
confusas... ¡sí!, te había perdonado el rey, pero luego retiró su palabra, y,
dijo... ¡que te matasen, o que matases tú a tus compañeros!, ¡no dejó otra
alternativa el cruel!... Todo eso ha sido un sueño, ¿no es verdad?
-¡Crees
en Dios!... ¡ah!, ¿será que estoy soñando todavía?, ¡que no despierte jamás!,
¡que muera soñando!
Espatolino
velaba su sueño, besando sus cabellos esparcidos sobre la almohada; pero
cualquiera que le hubiese observado habría conocido que a pesar de la dicha que
era para él contemplar el alivio de su esposa, un dolor profundo desgarraba su
corazón, y escucharía salir de su boca contraída esta frecuente exclamación: «¡Traditori!».
-¿Vuelve
el hijo del Silencioso que fue a buscar al médico? -preguntó Espatolino a
Pietro, que había vuelto a situarse a los pies del lecho de la enferma.
El
mancebo abrió un balcón cautelosamente y observó por él. Luego volvió de
puntillas y dijo muy bajito:
-¡Bien!
-dijo Espatolino-, llama al Silencioso, pues tiene que llevar una carta a Roma
apenas despunte el día. Dile que quiero traer para la asistencia de mi esposa
un famoso médico residente en aquella corte; ¿entiendes?, el médico se llama
Angelo Rotoli.
El
mozo salió, y Espatolino escribió sobre sus rodillas este billete:
«He
leído vuestra carta y os creo sincero. En este concepto quiero conferenciar con
vos sin testigos, y os espero solo junto a las minas de las tumbas que están a
la derecha en la vereda del camino que conduce a Roma, a tres millas y media de
Genzano. Mañana martes a las siete de la noche estaré allí. ESPATOLINO».
Continuará…
Notas de la Autora:
(1) Sabiendo el sacristán que era llamado
Aquel sabio doctor para una cura,
Sin preguntar quién fuese el desgraciado
Se daba prisa a abrir la sepultura
(2)
La
Madonna di Gallora es una iglesita aislada a media milla de Genzano.
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