El último banquete
-XIV-
Los
bandidos se prestaron a celebrar el banquete mandado por Espatolino, no
ciertamente porque tuviesen la esperanza de divertirse a costa de su víctima,
sino por efecto más bien de un hábito de obediencia a sus órdenes.
Por
encallecidos que estuvieran aquellos corazones, la idea de aceptar un obsequio
del mismo a quien vendían les causaba cierta repugnancia que sólo pudo ser
sofocada por los vapores del vino.
Los
nómadas selváticos tenían esta notable desventaja respecto a los hombres de la
sociedad. Salteadores de los caminos públicos, gente sin ley ni vínculos
convencionales, conservaban sin embargo un instinto natural que rechazaba la
perfidia. Capaces de todos los crímenes crueles, no podían aceptar la bajeza de
la mentira; y sus manos, que se lavaban diariamente en sangre, temblaban al
recibir un beneficio espontáneo, de la de un hombre engañado.
En
este punto estaban los forajidos, como ya hemos dicho, mucho más atrasados que
los hombres de bien. Los vagabundos sin ley hubieran podido tomar
lecciones de aquellos individuos civilizados, que para todo tienen una; que
profesan principios y proclaman máximas. Ellos les hubieran enseñado a sonreír
con halago al amigo a quien se vende, a beber en su copa, a comer en su mesa.
Ellos les hubieran mostrado cuánto más seguro es el golpe de la mano cuando
fascina un rostro traidor a la desprevenida víctima.
Los
hijos de las selvas llamaban cobardía y mentira lo que entre las gentes cultas
se determina más decorosamente con el nombre de habilidad y disimulo,
porque la ferocidad bien puede ser fruto de instintos brutales que no han
recibido ningún género de modificación, y por eso no es extraña entre los
hombres incultos; pero sólo en la sociedad se encuentra aclimatada la perfidia.
-¡Qué
lástima! -decía Roberto llenando por la vigésima vez su ancha copa de plata-,
¡qué lástima que no esté aquí Baleno, para que nos cantase alguna de sus
barquerolas sicilianas!... ¿Sabéis, compañeros, que ya tarda demasiado el pobre
mozo? ¿Si le habrá echado el guante la justicia?...
-Baleno
es un poco ligero de cascos; se habrá encontrado por el camino con alguna
chicuela de ojos negros, y a Dios, comisión.
-Esa
hipótesis es absurda. El negocio es demasiado importante para que ni todas las
chicas del mundo lograsen hacérselo olvidar a Baleno.
-Su
tardanza me parece a mí muy natural; la justicia estará tomando sus medidas.
¡Pues qué!, ¿no hay más que llegar y besar el santo?
-¡Y
qué bueno es, camaradas! Otra copa; llenad todos... tú también, melancólico Irta
chioma. ¿Qué te parece el vinillo?... Esto es de lo bueno; de lo más
escogido de monte Giove.
-¡Ni
nadie, voto al diablo!... ¿Qué necesidad tenemos de acordarnos ahora de este
negocio? Lo hecho, hecho; pero que no se mencione aquí.
-¡Bien
dicho, Fulmine!, sería una infamia hacer con el vino de Espatolino un
brindis por su sangre. ¡Pobre capitán!
-¡Ea!,
cuidado con nombrar así al criminal. Nosotros no somos capaces de entregar a
nuestro capitán; antes de proceder a esa... a esa... justicia, le habremos
degradado de su rango.
-¡Es
verdad!, bien a pesar mío se sigue tan mal sistema. Valía más haberle dicho
claramente: «Has delinquido y vamos a castigarte».
-¡Cadenas
y grillos!... ¡A Espatolino! Que haga eso la justicia; lo que es yo jamás me
hubiera atrevido a poner las manos sobre él.
-Tiene
razón Irta chioma. ¿Quién había de tener alma para aprisionar a
Espatolino? ¡Camaradas!, yo fui de los primeros que voté en su contra; pero no
puedo menos de confesar que ha sido un valiente.
-¡Eso
quién lo niega, voto a Judas!, yo, Roberto il Fulmine, arrancaría la
lengua que tanto se atreviese.
-Que
era valiente es indudable; pero... no quisiera aventurar una acusación, aunque
tengo datos en que apoyarla.
-Oyes,
tú, el de la cabecera de la mesa, dame ese plato de ternera. Pues bien, decía
que no cabe duda respecto al valor del que ha sido nuestro jefe; pero que es
reo de un delito que merece cien veces la muerte.
-¡Quién
lo duda!, ¿pues no ha de ser delito tenernos días y días mano sobre mano;
anunciarnos grandes empresas, y venir a parar tanta bambolla en hacernos correr
tras una mozuela?
-¡Amigos!,
tengo por tan cierto que Espatolino no cree en Dios ni en la Madonna,
como dos y dos son cuatro.
-¡Escuchadme!,
por más que procurase fascinarnos reservando lo mejor del botín para nuestra divina
Protectora, le he visto reírse con disimulo de nuestra devoción, y en
cierto día... no sé cómo decirlo, camaradas.
-Es
que la cosa es horrible. En fin, lo diré pidiendo perdón a la Santísima Madre
de Dios por las palabras que voy a proferir. Un día en que se enojó conmigo me
tiró una imagen de la divina Señora, y cuando se la devolví haciéndole observar
su desacato, dijo... ¡es un judío, camaradas!... dijo una cosa impía contra
aquella efigie sagrada.
-¡Es
un sacrílego!... Amigos, hacemos un bien a su alma en proporcionarle morir
ahorcado. Esa muerte atroz le servirá de expiación y podrá entrar en el cielo.
-¡Haber
tenido por jefe a un impío!... Amigos, ahora me admiro de que hayamos salido
con bien de nuestras empresas.
-Eso
porque la Madonna procuraba por tales medios atraerle al buen camino. La
fortuna que le concedía era un llamamiento a su corazón.
-Pues
lo que es yo, tengo para mí que su fortuna no venía de arriba. Que me asen en
unas parrillas como a San Lorenzo, si el diablo no tenía su parte en ella.
-Giacomo,
no hables más de esas cosas. Mira qué pernil tan apetitoso. ¡Comamos y bebamos,
camaradas!
-Brindemos.
-Deja
en paz a los muertos. Bebamos por Occhio linceo, que enfermó anoche y
salió esta mañana para consultar un médico.
-Señores,
ahora que me acuerdo, ¿no brindaremos por la persona en cuyo obsequio se
celebra la fiesta?
-¿Qué
inconveniente hay? ¡Bebamos! Basta con castigar al marido de las faltas en que
ha incurrido por amor a ella.
-¿Y
por quién mejor pudiéramos vaciar una copa? -dijo Irta chioma-. Es
hermosa como una tarde de otoño.
-Es
exacta, Roberto, por más que te burles. La mujer del pobre Espatolino estaba en
su balcón ayer tarde, y me chocó la semejanza que noté entre aquellas dos cosas
tan diferentes en la apariencia: ¡la tarde y la mujer! Pero ambas eran bellas,
pálidas y tristes. La hermosura de la joven parecía tan marchita como la
vegetación del otoño; y su mirada tibia, dulce y melancólica, como la luz de la
tarde.
-Es
que está enamorado como un tonto.
-Lo
mismo da; pero escucha, pastor fido; tú, más que ninguno, puedes sacar
utilidad de lo que llamas traición. Anunziata quedará viuda... ya me entiendes.
-¡Y
qué! Se me antoja que esa chica es del número de aquéllas que cuando se
encaprichan por uno no hay que pensar en sacar partido de ellas. ¡Además, lo
que yo siento es una cosa tan particular!... Algunas veces cuando la veo me dan
tentaciones de ponerme de rodillas y besar sus pies; pero... ¡cosa rara!, no sé
si tendría placer en darla un beso en los labios.
El
diálogo de los bandidos giró desde aquel momento sobre cosas de tal naturaleza,
que no nos permite la decencia repetir ni imitar su lenguaje; los vapores del
vino exaltaban más y más sus cerebros, y la francachela iba tomando un carácter
verdaderamente bacanal, cuando un silbido agudo y prolongado se dejó oír del
otro lado de la puerta, que estaba cerrada por dentro.
-Ea,
señores -dijo Giacomo-, no hay que hacer adulaciones: es un igual; sentémonos y
que uno sólo vaya a abrirle.
-¡Yo!
-exclamó Irta chioma, que era el menos borracho, y encaminándose a la
puerta volvieron los otros a sentarse.
Entró
Espatolino; su rostro estaba extremadamente pálido; nada indicaba en su aspecto
que aquel hombre de pasiones implacables, se saborease con el triunfo de su
venganza.
-¡He
aquí tu copa, camarada!, propón el brindis que quieras, con tal que no sea uno
de los que me anunciaste esta mañana. Querías beber por tus amigos leales;
pero nadie puede saber si los tiene... piensa otro brindis y te haremos
la razón.
-¡Bien!
-dijo Espatolino con acento lúgubre-, bebo por los traidores, porque creo que
hay aquí más de los que vuestra conciencia delata.
En el
mismo instante llenose la sala de gendarmes, que cayeron sobre los bandidos
antes de que hubieran tenido tiempo para moverse.
Al
verlos Espatolino como buitres encima de su presa, al oír los furiosos clamores
de sus camaradas, una sensación dolorosa le obligó a apartar los ojos de aquel
espectáculo, y quiso alejarse algunos pasos. ¡En vano!, sintiose al punto asido
fuertemente por entrambos brazos, y viéndose desarmado conoció que era inútil
la resistencia.
Los
gendarmes le aseguraron sin demora con gruesas cuerdas, y buscando con los ojos
a Rotoli viole Espatolino frente a frente de él, con aquella sonrisa satánica,
única expresión de su odio satisfecho.
-¡He
aquí lo que significa la palabra de honor de un esbirro! -dijo lanzándole una
mirada de profundo desprecio.
Desapareció
apenas pronunció estas palabras, y los gendarmes comenzaron a sacar a sus
víctimas, obligándolas a andar con brutales empellones.
Para
evitar igual ultraje, apresurose Espatolino a dejar la estancia, acompañado de
los numerosos gendarmes que le cercaban, y a los que rogó cortésmente
procurasen no causar mucho ruido para que su mujer ignorase, si era posible,
aquel infausto acontecimiento.
-No
os inquietéis por vuestra esposa, señor Espatolino, que ya he dado mis
disposiciones respecto a ella.
-Creo,
señor Angelo, que con ella no seréis inhumano: está enferma y es vuestra
sobrina... tened piedad de la desgraciada y... os perdonaré vuestra traición.
-Ni
con ella ni con vos haré otra cosa que lo que mi conciencia me dicte- respondió
sonriendo el esbirro.
Algunos
gemidos lamentables llegaron al punto mismo a los oídos de Espatolino, y
dirigiendo su mirada ansiosa hacia el paraje de donde salían, distinguió a
Anunziata medio desnuda, desmelenada, en medio de seis gendarmes. ¡Aquél fue
sin duda su dolor supremo!
Rugidos
que en nada se asemejaban al humano acento salieron entonces de su pecho, y
haciendo desesperados esfuerzos intentó romper sus ligaduras ¡pero fue en
balde!, sólo consiguió ensangrentar sus brazos y agotar sus fuerzas. Cansado de
insultar a Rotoli y a los gendarmes, de prodigar blasfemias y maldiciones, de
pedir la muerte y de revolverse furioso entre las cuerdas que le sujetaban,
recurrió por último a las súplicas. Aquella alma soberbia era capaz hasta de
humildad, por amor a Anunziata.
-¡Señor
Angelo! -dijo-, bastante tenéis con mi muerte; compadeced a esa débil criatura.
¡Es madre!, yo os imploro a favor de un inocente que comienza a vivir en su
seno. Saciad en mí vuestro odio: hacedme sufrir los martirios más horrorosos...
¡todo lo merezco!, ¡pero ella!... ¡ella no es culpable!... yo la seduje... yo
la arranqué violentamente de vuestra casa... ¡es vuestra sangre! Tened lástima
de ella en memoria de su madre: ¡de vuestra hermana!
Mientras
esto decía presentaron a Pietro, al Silencioso y a su mujer; el hijo tuvo la
fortuna de evadirse.
-Aseguradlos
bien -dijo Angelo-, sobre todo a ese perillán, que ya una vez ha dado chasco al
verdugo; pero ahora no se escapará.
Tomadas
las necesarias disposiciones para la seguridad de los presos, pusiéronse todos
en marcha. Subió Angelo a la grupa del caballo en que colocaron a su sobrina, y
tomó la delantera a galope.
Los
bandoleros exhalaban mil denuestos contra la justicia, a la que acusaban de
traidora, pues semiborrachos y atolondrados por la violencia de la agresión, no
habían comprendido la parte que tenía en ella Espatolino.
Éste
era el único que parecía tranquilo; a sus pasados furores había sucedido la
triste calma de la desesperación.
Comprendiendo
que ninguna esperanza le quedaba; que eran inútiles todos los esfuerzos humanos
para alcanzar merced ninguna del corazón de hiena del esbirro, resolvió
soportar con valor su destino. Poco le hubiera costado encontrar firmeza en su
alma si sólo la necesitase para sufrir la muerte; otro era el dolor contra el
cual tenía que armarse de todo su esfuerzo; los padecimientos de su esposa, y
no su suerte propia, le atormentaban, y reunía toda su constancia para
sobrellevar sin debilidad aquella terrible prueba.
Los
presos y sus guardias entraron en Roma la tarde del siguiente día, y aquella
misma noche fue nombrada la comisión que debía instruir el sumario.
Todos
los bandidos, incluso el Silencioso y su mujer, fueron asegurados en estrechos
calabozos, doblando el número de las acostumbradas guardias (tanto temía la
justicia que pudiera escapársele su presa); solamente Anunziata se libró de la
cárcel, por haber hecho valer Angelo el estado delicado de su salud, y saliendo
por fiador obtuvo la gracia de que la señalasen por prisión su propia casa. Por
duro que fuese el corazón del esbirro, el lastimoso estado en que se hallaba la
desgraciada criatura consiguió despertar en él sentimientos de compasión, y
empleó todos los medios posibles para proporcionarle algún alivio.
Continuará…
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