abril 30, 2013

ESPATOLINO (XI)

 
¡El perdón a precio de sangre!
 
-XI-
 
Declinaba una de las más apacibles tardes del melancólico otoño. Los últimos rayos del crepúsculo, que esparcían una tinta purpúrea en las ondulantes nubes del ocaso, tornasolaban con los matices del ópalo las tranquilas aguas del lago de Nemi, y las frescas auras de la noche balanceaban murmurando las flotantes vides que decoraban sus pintorescas orillas. Espatolino y su esposa, sentados en el hueco de una de las ventanas que daban sobre el lago, respiraban en silencio aquel ambiente saludable que en los últimos días de octubre consuela a los habitantes de las cercanías de Roma de la mortífera influencia del aria cattiva, que durante los meses de verano ocasiona tantos males en el país (1).
 
Callaban, como hemos dicho, el bandolero y su mujer; ambos parecían profundamente preocupados. El semblante de Anunziata tenía una expresión indefinible de ansiedad, impaciencia y fatiga, y al observar la alteración de sus facciones, su palidez enfermiza interrumpida a intervalos por una llamarada de fuego febril que encendía momentáneamente su cutis, y sus ojos hundidos por una dolorosa vivacidad, fácil era conocer que su cuerpo y su espíritu padecían igualmente, y que uno y otro no estaban muy distantes de aquel momento supremo en que la calma del desaliento sucede a las devoradoras transiciones de una larga expectativa. Espatolino tenía fijas en ella sus miradas inquietas, y como un espejo de aumento reflejaba aquel rostro varonil, con acrecentamiento de energía, las penosas sensaciones que se pintaban en la expresiva fisonomía de la joven.
 
 

Rompió ella por último el largo silencio, y señalando con su mano trémula el astro diurno que iba a desaparecer, dijo con acento profundamente triste:
 
-¡Otro ha pasado ya!
 
-¡Sí -respondió Espatolino-, otro día de agonía para ti, esposa adorada! Tres has tenido de esta horrible inquietud, y te he visto padecer sin alcanzar un medio de consolarte.
 
-¡Dios mío! -exclamó ella cruzando sobre su pecho los brazos enflaquecidos-. ¡Cuán cruel es Rotoli al guardar un silencio cien veces peor que la declaración más amarga! ¡Qué sentimiento tan insufrible es la incertidumbre! ¡Qué espantosa la expectativa! ¡Estarse así, parado, inmóvil, en aparente sosiego, mientras se nos viene acercando la sentencia de vida o de muerte, y no poder apresurarla, ni adivinarla, ni huirla! ¡Esto es peor que el infierno, Espatolino! ¡El infierno no tiene un suplicio tan terrible como la duda!
 
-¿Por qué no has de ver en esa misma dilación de Rotoli un motivo de esperanza? -dijo el bandido-. Si mi proposición hubiese sido absolutamente desechada, ¿qué le alentaría a aguardar aún?
 
-Y si alguna esperanza tuviese -respondió la joven-, ¿por qué nos retardaría su participación? El pobre Rotoli tiene un buen corazón, por más que dudes de él, y erróneamente imaginando que nos haría más desgraciados la certeza que el temor de una repulsa invencible por parte del Gobierno, guarda este silencio que me asesina.
 
-Tus cavilaciones son tristes; ¿qué se han hecho aquellos faustos presentimientos de que me hablabas la noche primera de nuestra reunión? ¿Por qué concibes ahora tan negras inquietudes habiendo alimentado entonces una confianza tan completa? Yo era dichoso escuchándote hacer la elocuente pintura de nuestra suerte venidera, y deseo que vuelvas a recrearme con ella. Pero, ¡ay!, no te acuerdas ya del delicioso retiro que con tantos pormenores imaginabas y embellecías; de aquel rebaño de ovejas que tú misma apacentabas; de aquellos robustos búfalos que cargaba Pietro cada día con el abundante producto de nuestras viñas; de aquel jardín coronado por un pintoresco palomar, en donde jugaba nuestro hijo revolcándose entre las flores, mientras los pichones ensayando sus primeros vuelos iban a posarse sobre sus hombros, acariciando con sus picos de marfil los dorados cabellos del inocente ángel. Y luego aquella iglesia pintorescamente situada, en la que oíamos misa antes de emprender nuestras cotidianas faenas, y aquellas alamedas sombrías por donde paseábamos en las tardes del estío; y aquellas mañanas de primavera en que almorzábamos sobre la grama, oyendo el ruido de las aguas y los cánticos de las aves; y las largas noches de invierno pasadas junto al fuego, leyendo yo, cantando tú o contemplando ambos en silencio el apacible sueño de nuestro hijo, mientras la leña chirriaba, el viento azotaba los cristales de nuestras ventanas, y la nieve cubría con sus copos nuestro humilde techo. ¡Oh, esposa querida! ¡Cuán dulce era tu voz, cuán elocuentes tus palabras cuando me hacías el hechicero retrato de aquella nuestra vida futura! ¿Por qué callas ahora? ¿Qué se han hecho las imágenes deliciosas que creaba tu imaginación para seducir mi alma?
 
-¡No lo sé! -respondió con desfallecida voz la sobrina de Angelo-; pero no ha sido culpa mía su fuga. ¡Infeliz!, ¿por qué me contaste tantas veces que un búho siniestro respondía a tus acentos, cuando me llamabas?, ¿por qué te he visto incrédulo y sombrío cuando te comunicaba mis halagüeños delirios, como si un espíritu infernal, posesionado de tu espíritu, le hubiese cerrado a toda emoción inocente y a toda esperanza lisonjera? ¡Y bien! -añadió estremeciéndose-, la profunda desesperación de tu alma se ha comunicado a la mía; ¡escucha!, yo también he tenido funestos agüeros y presentimientos lúgubres. Anoche me dormí un momento... un solo momento, porque bien sabes que me ha abandonado el sueño, y en aquel breve instante tuve una angustiosa pesadilla. Soñé que te arrastraba a pesar tuyo hacia un horizonte azul, que se me presentaba en lontananza despejado y sin límites. «Ven -te decía-, ven, que allí están el perdón, la virtud, la felicidad». Y continuaba andando y tú me seguías; pero también el pájaro funesto iba con nosotros, cerniéndose sobre nuestras cabezas, cobijándonos con sus alas, respondiéndonos con sus graznidos. ¡Yo caminaba sin cesar, impaciente, presurosa, ávida... y el horizonte, cada vez más próximo, en vez de aparecer más claro, se iba oscureciendo, estrechando! Bien pronto sólo se presentó como una gran masa de vapores oscuros; luego me pareció que cobraba formas que iban por instantes distinguiéndose mejor. Yo corría llevándote de la mano, y el pájaro seguía también tenazmente sobre nuestras cabezas. ¡La sombra de sus alas era tan fría, que la frente de ambos iba cubriéndose de la rigidez y blancura del mármol, y la sentíamos pesada, muy pesada! ¡Cada vez que aquel pájaro fatal batía las alas balanceándose en la atmósfera, nos salpicaba con un licor caliente, que al caer en nuestras frentes se helaba con prontitud y colgaba en témpanos sobre nuestros ojos... ¡mirelos y eran de sangre! ¡Pero andábamos, andábamos sin parar... la vaga forma de aquella mole aérea era ya más distinta! ¡Tú temblaste! «¡No temas -te dije-, es el perdón, la virtud, la dicha!...». El pájaro dejó oír un último y prolongado grito, y la masa de vapores nos presentó súbitamente una forma clara, pronunciada, horrible: ¡el patíbulo!
 
 
 
Calló la joven; su frente estaba humedecida por un sudor helado, y sus labios trémulos habían perdido el color; su nariz apareció perfilada y casi trasparente, y una aureola de un azul violado se señaló con distinción al rededor de sus ojos, que se cerraron con desfallecimiento.
 
Espatolino, tan conmovido como ella, la ciñó con sus brazos estrechándola contra su seno.
 
-Desecha tan pueriles supersticiones, ángel de mi vida -la dijo-, débil, calenturienta, preocupada con pensamientos tristes, te rendiste un instante al sueño, y nada más natural que esa pesadilla, que indica sólo el estado lastimoso de tu salud y de tu espíritu. Tú, que crees en una Providencia sabia y benéfica, ¿cómo puedes abrigar las cavilaciones tenebrosas de un impío fatalismo? ¿No eres inocente y pura? ¿No he jurado abandonar la carrera del crimen? ¿No has implorado al Dios a quien adoras, y no es él la suma bondad y la omnipotencia infinita? ¡Hija del cielo!, ¡deja a mi alma árida y descreída agitarse en el caos de la duda, y temblar por los absurdos delirios de la imaginación!, ¡tú tienes un Dios!, ¿por qué desconfías?
 
-¡Es verdad! -dijo ella-. Dios es tan piadoso que no puede ensordecer a los gemidos de mi corazón; Jesucristo derramó su sangre para lavar los pecados del mundo, y por culpable que seas tú, también fuiste redimido; tú también tienes aquel augusto derecho al perdón, que legó con su muerte el Salvador a los hijos de Adán. Pero hay felicidades tan grandes que no pueden concederse al arrepentimiento mismo; sólo la inocencia las alcanza.
 
-¡Y quién más inocente que tú, ángel del paraíso! -exclamó con pasión Espatolino-. ¿Pesarán más en la balanza de la justicia divina mis crímenes que tus virtudes?
 
-Si tu corazón estuviese verdaderamente convertido -dijo ella-, yo desconfiaría menos de nuestra dicha. ¡Si Dios leyendo en tu alma la encontrase llena de amor, de pesar y de arrepentimiento!... pero tus rodillas no se han doblado para adorarle; tus labios no se han abierto para bendecirle ni una vez siquiera. ¡Por eso padezco!, ¡por eso dudo!, ¡por eso pierdo la esperanza! ¡Espatolino! Dios es misericordioso pero también es justo. ¿Pudiera perdonarte mientras tú le desconoces? ¿Pudiera llamarte mientras tú le huyes?
 
Espatolino inclinó la frente con aire pensativo.
 
-Prométele que serás bueno si te perdona -añadió ella-; júrale con verdad y con amor que no volverás a apartarte de la senda de la virtud, y entonces podré esperar. Dile, ¡Dios mío!, ¡creo en Vos y en Vos espero, y sólo deseo vivir para reparar los errores de mi vida pasada; para expiar mis crímenes con la penitencia y ser un buen cristiano, un buen esposo y un buen padre!
 
-¡Sí! -dijo el bandido levantando la cabeza-. Juro todo eso, y creo en quien creas, y amo a quien ames, y espero en quien esperes. ¡Sí! -añadió poniéndose de rodillas-, hay un Dios que te hizo tan hermosa y tan pura, y yo le adoro en su obra.
 
La puerta de la estancia se abrió en aquel momento y Pietro entró presuroso agitando un papel en la mano.
 
-¡Albricias! -exclamó corriendo hacia donde estaban los dos esposos-, ¡albricias, mi capitán!, ¡albricias, mi capitana! Un mozo del Paradiso me ha entregado esta carta que acaba de llegar de Roma, y la letra del sobre es del señor Angelo; ¡bien la conozco!
 
Anunziata se apodera con ansia del inspirado papel, pero un temblor convulsivo invade todos sus miembros, su vista se ofusca y se fija inútilmente en aquellas líneas de vida o de muerte; ¡no puede leerlas!, ¡las letras le parecen cubiertas de un velo espeso! «¡Luz!, ¡luz!», exclama con agonía. Pietro aproxima una bujía; pero los ojos de Anunziata no distinguen mejor los importantes caracteres que se afana por comprender. Siéntese trastornada, teme desmayarse, no puede reprimir aquella agitación que la asesina, y sin embargo defiende con tenacidad el papel que quiere quitarla Espatolino.
 
«¡No!, ¡no!», grita; y vuelve a acercarle a los ojos, pasando por ellos su mano, como si creyese poder despejarlos del velo que los cubría. Su cuerpo está trémulo, sus facciones desencajadas, una indescribible ansiedad se retrata en ellas, mientras que su mirada, fija en el papel, parece devorarlo. Espatolino la contempla con no menor agitación; sus ojos observan atentamente los de Anunziata; los latidos de su corazón se escuchan distintamente en aquel momento de angustioso silencio. A la ansiedad que revelaba el rostro de la joven cuando se afanaba en balde por distinguir las letras de la carta, sucede la inmovilidad de una atención profunda: ¡conoce Espatolino que ya ha pasado la ofuscación de su vista, que ya lee! No respira, no hace un gesto, toda su alma está en sus ojos, que recorren aquellas líneas. Espatolino no aparta de ella su mirada; lee en su fisonomía lo mismo que ella en la carta. Ve colorarse ligeramente su tez casi lívida; reanimarse el brillo de sus ojos; entreabrirse sus labios exhalando fuertes respiraciones, como un asfixiado cuyo pulmón comienza a dilatarse; luego todo su semblante se despeja, se ilumina, brilla con una inefable expresión, y cae de rodillas exclamando:
 
-¡Ya puedo morir, Dios mío!
 
-¡Y bien!, ¡y bien! -dice con alterado acento Espatolino.
 
-¡Estás perdonado! -responde ella, y pierde el sentido.
 
Por violentas que puedan ser las emociones de la alegría, es muy raro, por desgracia, que causen la muerte. Cruel el destino hasta cuando halaga, avaro hasta cuando prodiga placeres, no renuncia al derecho de cobrarse con usura, ni nos permite salir del mundo cargados con la deuda del reconocimiento. Gran favor le deberíamos si hiciese la vida tan breve como la felicidad, ya que no es posible hacer la felicidad tan larga como la vida; pero, lo repetimos, rara vez llega la muerte en aquellos momentos supremos en que acabamos de gozar toda la plenitud de la vida, y cuando dilatándose y engrandeciéndose el alma, anhela por salirse del cuerpo y lanzarse con todo su vigor a la eternidad.
 
El primer movimiento de Anunziata, al recobrar los sentidos, fue arrodillarse por segunda vez para dar gracias al cielo por aquella inmensa felicidad. Su esposo la contemplaba en silencio.
 
-¡Póstrate! -le dijo ella con acento dulcemente imperioso-, ¡humilla tu alma rebelde ante el Dios de las piedades! ¡Estás perdonado!... ¿No lo has oído? Estás perdonado por los hombres, porque Dios ha hablado a sus corazones. ¡Y qué!, ¿el tuyo sólo desoirá su voz, cuando te llama, cuando te redime?
 
-¡No! -exclamó el bandolero-. Si la injusticia y el infortunio me hicieron desconocerle, no negaré a la clemencia y a la felicidad el poder de revelármele. Dios existe y tú eres el ángel de su misericordia, enviado a la tierra para salvar las almas extraviadas por la crueldad de los hombres.
 
-¡Póstrate! -repitió ella con exaltación-, póstrate y llora, y ruega y bendice conmigo.
 
¡Oh, poder milagroso del amor!, el impío Espatolino se arrodilla junto a su amada: su frente rebelde se humilla confusa; sus labios blasfemos murmuran una oración. La joven esposa, inclinada hacia él, puestas entrambas manos sobre sus espaldas, los ojos levantados al cielo con expresión sublime, la frente iluminada por el sentimiento de una alegría profunda, derrama abundantes lágrimas sobre la cabeza de aquel criminal querido. ¡Bautismo regenerador, que preside la luna con sus melancólicos fulgores, como si fuesen mensajeros del perdón celeste!
 
Ella se levanta luego pálida, sí, pero radiante, divina. Tenía en aquellos momentos una belleza sobrehumana.
 
-Pietro -dijo-, busca flores: las más hermosas, las más puras; quiero adornar con ellas el altar de la Madonna y que pasemos la noche rezando de rodillas delante de él.
 
Pietro salió dando saltos, batiendo las manos, y húmedas todavía sus mejillas con las lágrimas que le arrancara la escena de que había sido testigo.
 
 
 
La joven se acercó a un nicho cubierto por una cortina de tafetán verde; la descorrió dejando patente una pequeña, pero primorosa estatua de mármol blanco, que representaba a la Virgen pisando la cabeza del dragón. Encendió y puso sobre la meseta del altar algunas bujías, y postrándose en el pavimento, dijo a su marido:
 
-Ven; voy a leerte la carta bendita del generoso Angelo, aquí de hinojos ante la santa imagen de la Madre del Redentor; escúchame como se escucha la absolución de un ministro de Dios, levantando tus ojos y tu corazón a la efigie veneranda de la castísima Virgen.
 
Obedeció el bandido con la docilidad de un niño, y ella leyó en alta voz aquella carta que el exceso de su regocijo le había impedido terminar. Su voz era dulce, vibrante, impregnada, por decirlo así, de todos los sentimientos deliciosos que rebosaban en su alma. Espatolino la escuchaba atentamente y en actitud respetuosa. La carta estaba concebida en estos términos:
 
«Mucho siento, hija mía, haberte tenido tantas horas (que te habrán parecido siglos) sin noticias de nuestro asunto; pero no ha consistido en mí. La cosa presentaba grandes dificultades, y he tenido que hacer uso de toda mi sagacidad, de toda mi pertinacia y de toda mi paciencia para conseguir el hacerme escuchar; lo que no hubiera alcanzado, sin embargo, sin el auxilio de un amigo que goza la más justa consideración. ¡Qué excelente caballero es el coronel Dainville! ¡Qué corazón has despreciado! ¡Esa locura tienes que expiarla severamente, Anunziata! Qué felices hubiéramos sido todos, si en vez de encapricharte por... En fin, ya no hay remedio y puesto que estás casada y que serás madre en breve, sólo debo pensar en evitarte la desgracia y la vergüenza de ver perecer en un suplicio a tu marido, a quien he perdonado de todo corazón.
 
»He trabajado mucho, mucho por conseguir su indulto; pero hasta este instante era dudoso el resultado, y por eso no quise darte una esperanza que pudiera salir fallida. Gracias a Dios y a los buenos oficios del señor Arturo de Dainville (a quien nunca podremos agradecer debidamente tantos favores inmerecidos), acabo de saber con grandísima alegría que el Gobierno se digna aceptar el arrepentimiento de tu esposo, y le promete solemnemente un generoso y completo indulto».
 
Hasta aquí había leído la primera vez Anunziata, y aquí volvió a interrumpirse para bendecir nuevamente al cielo. Luego continuó con voz conmovida, que fue embargándose más y más a medida que se acercaba a la conclusión del escrito:
 
«Sí, hija mía; Espatolino puede contar por seguro su perdón y se le permitirá, además, la tranquila posesión y el libre uso de sus riquezas, de las cuales nada debe ni quiere admitir el Gobierno. Otra es la condición que le impone; dura a la verdad, dolorosa, lo conozco, y temo que tu marido caiga en la tontería de rehusarla».
 
-¡No!, ¡no! -exclamó el bandolero-, ¡yo la acepto, cualquiera que sea! Escríbeselo así, Anunziata; dile que al instante la he aceptado; que quiero mi indulto, que quiero tu felicidad a cualquier precio. Bien conozco que debo sufrir algún castigo... ¿Querrán cortarme las manos?, ¡estoy pronto!, somos ricos; no las necesito. ¿Creen que deben dejarme ciego?... ¡No poder verte! ¡No poder conocer las facciones de mi hijo!... Es horrible; pero no importa, oiré tu voz y la suya que me repetirán: «Somos felices».
 
Anunziata, que había continuado en silencio su lectura mientras él hablaba, dejó caer súbitamente la carta lanzando un grito penetrante y profundo. Espatolino comenzó a temblar y la preguntó azorado:
 
-¿Cuál es esa condición terrible?... ¡Por qué leo en tu rostro que es terrible! ¡Cuál es, dila! Excepto la de separarme de ti, ninguna pueden imponerme que no esté dispuesto a aceptar. ¡Habla! ¿Qué exigen de mí?
 
-¡Oh! -dijo ella con un rechinamiento de dientes que causaba frío-, ¡no la aceptarás, estoy segura! ¡Somos perdidos, perdidos para siempre! ¡No hay perdón, no hay felicidad!
 
-¡Habla! -repitió el bandido con ahogada voz e imperioso acento-. ¿Qué exige de mí el Gobierno?
 
-Que entregues a tus compañeros para que sirvan de escarmiento público -respondió desfallecida la joven.
 
Saltó Espatolino como si le hubiese picado una víbora; fue espantosa la expresión de su rostro en aquel momento, y nada nos parece comparable al ademán y al acento con que dijo:
 
-La traición... ¡el perdón a precio de sangre!... ¡Oh viles!
 
Arrancose los cabellos con sus manos convulsas, rugió como un tigre en la agonía, y añadió con gesto amenazador y con acento temible:
 
-¡Guarden su infame dádiva!, ¡guárdenla como yo mi odio! Nada quiero ni de Dios ni de los hombres; ¡soy el bandido!, ¡lo seré siempre!, guerra eterna a la humanidad, y si fuese posible, ¡guerra también al cielo!
 
-¡Ya lo sabía yo! -articuló débilmente Anunziata.
 
No dijo más; una violenta convulsión la acometió al punto, y un velo cárdeno cubrió su semblante, espejo un momento antes de las más vivas emociones e imagen entonces de la muerte.
 
Espatolino acudió a socorrerla; pero al verla creyó imposible remediar los funestos efectos de aquel último golpe, capaz de quebrantar el corazón más fuerte, y apretándola entonces con una especie de frenesí contra su seno agitado:
 
-¡Muere! -exclamó-, ¡muere, desventurada!, el mundo no es digno de poseerte, y yo sólo te he atraído para destrozarte el alma!
 
 
 
 
 
Continuará…
 
Nota de la Autora:
(1) El aire insalubre, llamado aria cattiva, comienza en Roma cuando el sol entra en el signo del león, a fines del mes de julio, y concluye con las primeras lluvias del otoño.


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