La sentencia de Roma
-XV-
(final)
Con
no pequeño disgusto comenzamos a escribir este último capítulo de nuestra
historia, pues creyendo firmemente que todos nuestros lectores están dotados de
una sensibilidad exquisita, de buena gana nos excusaríamos de presentar a su
vista el triste cuadro final de la vida del bandolero, si no nos retrajese del
cumplimiento de tan laudable deseo, el no infundado temor de que algún
aristarco nos echase en cara, como culpa de pereza o de imperdonable olvido, el
dejar sin conclusión nuestra obra.
No
detendremos, sin embargo, la atención de las amables personas que se dignan
prestárnosla, en los pormenores de un proceso criminal cuyo resultado nos sería
imposible representarles como dudoso; diremos solamente que transcurrieron
muchas semanas antes de que el sumario se diese por concluido, y que ya el
pueblo de Roma comenzaba a impacientarse de su larga expectativa, cuando supo
por fin que la causa pasaba al tribunal que debía fallarla, y que en la mañana
siguiente se abriría la audiencia.
Un
gentío inmenso se agolpó en el recinto destinado a los espectadores, dos horas
antes de que se presentasen los jueces y los reos. La funesta celebridad de Espatolino
y las circunstancias particulares de su captura, excitaban en el mayor grado la
curiosidad general.
El
horror que inspiraba aquel bandido famoso, cuyas criminales proezas coronó por
tanto tiempo la fortuna, y la alegría que todos debían experimentar al ver
libre al país de tan terrible azote, no eran obstáculo para que las almas
delicadas execrasen la alevosía de Rotoli compadeciendo a la víctima. Las
mujeres, especialmente, mostraban por el capitán de bandoleros un interés más
generoso que racional.
-Acaso
estaba arrepentido de veras -decían-; acaso hubiera sido un hombre de bien en
lo sucesivo; porque se asegura que está casado con una muchacha muy linda y
bondadosa, y que desde que realizó dicha unión hubo en su carácter una mudanza
tan rápida como loable.
Aquella
conversión, obrada por el amor, no podía menos de encontrar grandes simpatías
en el hermoso sexo. Se inventaron en su consecuencia mil causas extraordinarias
a los más atroces crímenes de Espatolino; se aglomeraron circunstancias
atenuantes, y se divulgaron innumerables novelas patéticas y absurdas, para
justificar el interés que les inspiraba; sin que tantos esfuerzos de la
imaginación alcanzasen, sin embargo, a forjar una historia tan triste y tan
terrible como la verdadera del bandido.
Exaltados
los cerebros femeniles con los lindos poemas que ellos mismos engendraban y
producían, divulgaban rápidamente sentimientos favorables al reo, y no sabemos
hasta qué punto hubiera influido la indulgencia fervorosa de las bellas romanas
sobre la opinión general, si algunos hombres reflexivos y severos no hubiesen
cuidado de oponer un antídoto haciendo cundir la natural observación de que
aquella deplorable víctima de la traición de Rotoli, era culpable de otra más
negra todavía; pues había intentado comprar su indulto a precio de la sangre de
sus compañeros.
Las
mujeres tienen un instinto prodigioso de rectitud, y saben distinguir
admirablemente los crímenes de las bajezas. Con los primeros son rara vez
severas, porque siempre encuentran en ellos algo de terrible y grandioso, que
enciende su imaginación y fascina su juicio; pero para las segundas no hay
jueces más inexorables.
Por
desgracia de Espatolino eran completamente ignoradas las circunstancias que
disculpaban su traición, y la noticia de aquella culpa pleveya y
repugnante, produjo una reacción instantánea en el espíritu de sus amables
protectoras.
El
proceso, no obstante, continuaba siendo el objeto de todas las conversaciones,
así de las que se suscitaban en los palacios, como de las que se entablaban en
las tabernas. Fija tenazmente la atención del público en el célebre forajido,
cuya sentencia iba a pronunciarse, no se admirará el lector de que fuese
numerosa la concurrencia en el salón del tribunal la mañana en que debía
verificarse el juicio.
La
premura con que acudieron los curiosos de ambos sexos a tomar localidades
cómodas les sujetó a dos horas de espera, y los sordos murmullos producidos por
diferentes diálogos a sotto voce, no fueron acallados hasta el instante
en que abriéndose las puertas de la sala, comparecieron al mismo tiempo los
jueces y los reos.
Al
acrecentamiento de ruido que produjo por de pronto el simultáneo movimiento del
concurso, siguió inmediatamente un silencio profundo, y todas las miradas se
dirigieron hacia los delincuentes, que se presentaban por primera vez en
espectáculo a la curiosidad pública.
Ocupaban
el triste banco los bandidos, resto de la fracción que mantenía el capitán a
sus órdenes inmediatas, y estaban además il Silenzioso, su mujer y
Pietro; Rotoli había conseguido eximir por entonces a su sobrina, alegando su
grave dolencia. Espatolino se había sentado en un extremo del banco y Roberto
en el otro, mostrándose ambos serenos, imperturbables, bien diferentes de los
demás reos, notablemente abatidos y flacos por algunos meses de
encarcelamiento.
Los
que habían conocido a Espatolino antes de aquel triste período de su vida,
echaron de ver que los surcos de su rostro eran más numerosos y profundos, y
que algunas hebras de plata matizaban su negra cabellera; pero no alteraba
ninguna nube la grave serenidad de su frente, y su mirada tenía, como de
costumbre, una tristeza desdeñosa y fiera.
Al
recorrer con la vista la inmensa reunión descubrió a Rotoli, que había sido
elevado al rango de comisario de policía en premio de sus últimos servicios, y
que escuchaba en aquel momento las felicitaciones de algunos de sus amigos. Un
ligero temblor contrajo los labios del bandido; pero supo dominar rápidamente
su emoción, y despejando sus sienes de algunos bucles que se habían deslizado
hasta sus mejillas, volvió su atrevida mirada hacia el tribunal que acababa de
constituirse.
Leído
que fue el sumario púsose en pie con ademán imperioso, y dijo encarándose a los
jueces:
-Señores,
sé muy bien que todo está probado y que ninguna esperanza me resta. Tuve la
imbecilidad de fiarme de la palabra de honor de un esbirro, y es justo que
sufra las consecuencias. Deseo únicamente ilustrar al tribunal evitándole
involuntarias injusticias, porque aquí somos varios acusados; pero no todos en
igual grado delincuentes.
Volvió
a sentarse concluido este breve discurso, y habiendo comparecido algunos
testigos que depusieron contra él, los escuchó con admirable calma,
rectificando las inexactitudes en que incurrían.
Confesó
plenamente sus delitos, que especificó con horribles detalles, notándose que
ponía particular empeño en disminuir la culpabilidad de algunos de sus
camaradas, e interesándose mayormente por Pietro, cuya inocencia proclamó con
esfuerzo.
Su
serenidad y atrevimiento tenían absorto al auditorio; sus frecuentes arengas,
rápidas, vivas y enérgicas, eran oídas con sorpresa por los mismos jueces; pero
sólo cuando llegó la oportunidad de hablar en favor de su desgraciada esposa,
comprendida injustamente en el proceso, sólo entonces fue cuando desplegó en
toda su extensión y fuerza aquel género de elocuencia brusca y fulminante, cuyo
recuerdo conservaron por mucho tiempo todos los que entonces la admiraron.
Su
rostro, su voz y su ademán adquirieron de súbito una gravedad imponente, y las
reglas oratorias se quedaron muy inferiores a aquella peroración improvisada,
incorrecta, áspera, pero fascinadora por el entusiasmo de una convicción
irresistible.
Suspendiose
la sesión, ya muy adelantada la tarde, sin que el curioso auditorio hubiese
alcanzado a comprender el resultado que producirían los alegatos del reo
principal; pero la siguiente y seis más, que se emplearon en la vista de la
causa, dieron suficiente alimento a la novelería de la multitud.
En
todas aquellas largas sesiones sostuvo Espatolino la misma tranquilidad y
osadía que en la primera había manifestado, constante también en el decidido
empeño de salvar a su mujer y a algunos de sus camaradas.
Faltaba
únicamente, para que el drama representado ante el público llegase al mayor
grado de interés, que hiciese compañía a los salteadores en el ignominioso
banco una mujer joven y casi moribunda, aquel complemento del cuadro no se
esperó en balde, pues todos los esfuerzos de Rotoli no bastaron para impedir
que se hiciese comparecer a Anunziata en la última sesión.
Notable
efecto causó en el concurso la aparición de aquella infeliz, flaca, decaída,
azorada; pero interesante por el estado ya bastante evidente en que se hallaba,
y por un aire de bondad de que no acertaron a privarla todos sus padecimientos.
Pero ¿quién intentará la pintura de aquella escena muda y dolorosa de que fue
testigo una multitud ávida de sensaciones y actores lamentables Espatolino y su
esposa?
Por
primera vez después de cinco meses de separación volvieron a verse aquellos dos
desdichados: ¡y en qué sitio y en qué circunstancias!; fue la más difícil
prueba de que salió triunfante la entereza del bandido; mas ella, la débil
criatura, abatida por una larga enfermedad, sucumbió a su pesar, y estuvo por
algunos minutos desmayada.
Mientras
se le prestaban los necesarios auxilios, lívido y desencajado Espatolino
clavábase las uñas en el pecho, con una crispatura nerviosa que en breve se
hizo sentir en todo su cuerpo... pero apartó los ojos de la interesante víctima
y sin proferir una palabra, sin hacer un gesto, devoró en silencio aquella
suprema angustia.
Cuando
recobró Anunziata los sentidos y se tomó su declaración, que fue inconexa y
contradictoria, se la permitió retirarse, lo que ejecutó apresurada y casi
despavorida, lanzando sobre su marido una mirada delirante.
Sofocando
con trabajo tantas emociones crueles pidió éste por última vez la palabra, y
después de repetir la más vehemente defensa a favor de su esposa, reclamó como
única gracia se le concediese una hora de secreta conversación con aquella
desgraciada.
El
tribunal estuvo acorde en prometérsela, y procediendo enseguida al fallo de la
causa se pronunció la sentencia definitiva. La expectación del público no podía
ser dudosa respecto a Espatolino, y todo el interés se fijó en Anunziata, cuya
suerte se anhelaba conocer. La ansiedad no fue por cierto larga, pues en la
misma tarde a cada uno de los comprendidos en el proceso le fue notificada su
sentencia, y una hoja volante satisfizo completamente, algunas horas después, la
curiosidad general.
Espatolino
y diez de sus compañeros fueron condenados a muerte. Irta chioma,
Pietro, il Silenzioso, y otros dos bandidos a presidio, los unos por
diez los otros por veinte años; la mujer de Silenzioso y Anunziata a
cuatro de reclusión.
Luego
que entró en capilla nuestro protagonista mandó recordar a los jueces la
promesa que le habían hecho, reclamando su cumplimiento. En efecto, la noche
postrera de su vida vio abrirse la puerta del calabozo para dar entrada a su
esposa.
Su
largo vestido negro contrastaba con la blancura mate de su semblante, que a la
escasa luz del opaco farolillo, único alumbrado de aquel lúgubre recinto,
presentaba un cierto brillo frío e inalterable como el del mármol. Sus pasos
eran rápidos a pesar de la flaqueza que se advertía en su ademán; y sus grandes
ojos pardos tenían una expresión extraordinaria.
-¡Y
bien! -dijo sentándose en las pajas que servían de lecho al reo-. ¡Heme aquí!,
dicen que me llamas y he venido.
Espatolino
se puso de rodillas, y antes de que pudiese articular un acento desahogose su
oprimido pecho con un diluvio de lágrimas.
-¿Por
qué lloras? -le dijo su mujer sonriendo con melancólica dulzura-. ¿Desconfías
de mi perdón?, ¿dudas de mis promesas?
Procurando
calmar su dolor hablola entonces Espatolino de las grandes riquezas que tenía
enterradas en determinados sitios; diole gracias con efusión por los días de
felicidad que le había proporcionado con su ternura, y la pidió perdón por los
pesares que la había ocasionado, animándola al mismo tiempo a soportar con
resignación aquél más terrible, aunque postrero, que le causaría su ignominiosa
muerte. En nada empero se extendió con tan dolorosa complacencia como en las
instrucciones que quiso dejarla para la educación de su hijo: nombre que jamás
pudo proferir sin acompañarle con lágrimas.
Escuchole
Anunziata con atento silencio y sin dar la menor muestra de flaqueza. Aquella
calma inesperada comenzó a inquietar a Espatolino.
-¡Háblame!
-le dijo fijando en los de la joven sus ojos solícitos-, háblame, Anunziata,
pues es la última vez que podré escucharte.
Ella
habló en efecto... ¡habló mucho!, ¡habló demasiado! Desde sus primeras palabras
descubrió Espatolino una verdad bien amarga. ¡Desdichado pecador!, ¡¡¡aquel
momento era bastante expiación de toda una existencia!!!
A las
once de la mañana del día que siguió a aquella noche de inconcebibles
sufrimientos para Espatolino, el coronel Arturo de Dainville se hallaba solo,
pensativo, en un elegante gabinete de su espaciosa habitación. Muchos minutos
había permanecido inmóvil y sin dar otras señales de vida que algunos suspiros
sofocados, cuando una puerta se entreabrió lentamente, y vio asomar por ella la
zalamera cara del nuevo comisario.
-No
se enfade su excelencia -dijo con melosa voz Angelo Rotoli-. No vengo más que a
deciros cómo ya queda felizmente terminado el negocio. Los perillanes
han muerto como verdaderos cristianos; pero él como un
hereje consumado. No ha querido confesarse, ni aun siquiera ver al sacerdote, y
en el mismo lugar del suplicio, de donde vengo, dijo que sólo se arrepentía de
salir del mundo sin haberse bebido mi sangre. ¿Qué le parece a vuestra
excelencia la contrición del maldito?... Pero murió con valor... ¡eso sí!, es
menester ser justos.
-¡Basta!
-dijo con desabrimiento el coronel-. La Italia queda libre de algunos de los
malvados que infestaban su suelo; pero aún restan muchos, y vos sois el mayor
de ellos.
-Vuestra
excelencia se chancea -repuso Angelo sonriendo con desvergüenza-. En fin, lo
que ahora deseo es que os dignéis darme vuestras órdenes respecto a la chica.
-¡Miserable!
-exclamó el joven mirándole con desprecio-. ¿Entraba en vuestros cálculos
infernales que fuese yo consolador de la viuda del bandido?
-No
lo digo por tanto, ilustre caballero, sino que como sois tan compasivo y
generoso, espero que interpongáis vuestro crédito a fin de que se exima de la
reclusión a la pobre muchacha, y se la conceda una plaza en el establecimiento
que le corresponde.
-Y es
una dicha para ella, carísimo coronel, pues le ha dado la manía de creerse
reina. Está muy satisfecha por haber podido con sus augustos derechos firmar el
indulto de Espatolino, al cual supone ya muy dichoso en un pintoresco retiro
con su esposa y su hijo. ¡Es una demencia bien extraordinaria! ¿Creeréis que
anoche estuvo en el calabozo del reo, que le vio, le oyó, y sin embargo no se
le vino al pensamiento la sospecha de ser su mujer? Hablole como reina a cuya
benignidad debía el perdón, y le encargó que hiciese feliz a su esposa, por la
cual, dijo, se interesaba mucho su real ánimo. Ha trasformado en palacio de
mármol mi humilde morada, y desde allí dicta leyes de clemencia a todo el
universo, firma decretos, prodiga indultos, y declara a sus ministros que ha
venido a reinar sobre la tierra por providencia del cielo, encargada de la alta
misión de reformar a los hombres. Sólo un momento malo ha tenido esta mañana,
porque se encaprichó en que un pájaro negro le picoteaba los ojos, y le
graznaba en los oídos; pero espero que pasará bien el resto del día, pues
cuando salí de casa la dejé muy entretenida en discutir con sus consejeros,
sobre las ventajas e inconvenientes que ofrecía la abolición de la pena de
muerte.
-¡Desdichada!
-exclamó enternecido Arturo, y despidiendo con un gesto imperioso al comisario,
añadió rápidamente-. Esa pobre demente corre por mi cuenta; pero guardaos de
volver a presentaros delante de mí.
Angelo
se alejó haciendo humildes reverencias, y al atravesar el umbral de la última
puerta lanzó hacia el gabinete en que quedaba el coronel una mirada indescribible,
y murmuró entre dientes:
-¡Mentecato
orgulloso!, si por algún capricho de la suerte cayeses en mis manos...
¡entonces sí que sería Rotoli completamente dichoso!
fin
Nota:
La edición está basada, principalmente, en los capítulos originales publicados por el periódico El laberinto entre 1843 y 1844 y la segunda edición de la novela de 1858.
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