Otro experimento fotográfico de Lady Clementina Hawarden. En la foto su hija Isabela "sueña"... (Londres, 1858) |
Ambición de peligro (amatorio)
Una cita a ciegas,
decimonónica
Ocho días han mediado entre ésta y la
tercera carta, tiempo en el que Armand Carrel ha vuelto a escribir respondiendo
a su interlocutora. Todo parece indicar -al menos eso intuimos por lo que ella nos
hace saber-, que el enmascarado señor Carrel (nombre usurpado de otro real que trataremos posteriormente) vuelve a
llamar “excéntrica” en diversos aspectos, a la mujer que, igualmente, ha atrapado su
corazón. Y lo hace para provocar en ella –a estas alturas ya la conoce suficientemente-
una explosión de vanidad que consigue sin mayores contratiempos.
La Avellaneda se considera excepcional en
su sexo y en su siglo. Y realmente lo fue. No por gusto ha pasado a la historia
de la literatura del siglo XIX como la primera poetisa (la primera, repito) y
la más importante dramaturga de toda hispanoamérica. “Voy a probarle que hay en
mí una sencillez y una sinceridad, una audacia y una decisión, que me
constituyen verdaderamente excepcional…” le dice a Carrel y a lo largo de su soberbia
misiva lo demuestra creciéndose infinitamente. Se ha
propuesto llevar las riendas de la curiosa relación y está a punto de conseguirlo. A partir de aquí comienza
a trazar un plan, para a toda costa, desenmascararle sutilmente sin que él lo
note (la intriga quebranta sus entrañas).
Utilizando sus múltiples herramientas,
comportándose como una infalible amante
perfecta, propone un encuentro a ciegas –muro a través si fuera menester-
desde donde ella pueda dictar sus deseos sin que alcance adivinar el semblante
de su interlocutor (Ovidio en su Ars
amatoria empequeñece a su lado). Ella no puede más -la posdata de su carta
la delata-. Necesita estar cerca de él, sentir su presencia, oler su perfume y
quién sabe si hasta su sudor (esto último se me antoja más creíble). Hoy día
esto sería equiparable al morboso encuentro que algunas parejas disfrutan en
los llamados dark room de algunas
discotecas.
La temperatura, muy en breve, sobrepasará
los mil doscientos grados. Los metales, inevitablemente, comenzarán a licuarse. Pero mejor será que leamos la
carta, y que como ya hemos apuntado en otro momento: que cada cual deduzca conclusiones.
Manuel Lorenzo Abdala
Carta
Nº 4
12
de abril de 1853.
No soy excéntrica en las acepciones que V.
señala, pero voy a probarle que lo soy altamente en otra más noble y más rara.
Voy a probarle que hay en mí una sencillez y una sinceridad, una audacia y una
decisión, que me constituyen verdaderamente excepcional en mi siglo y en mi
sexo. Sentiré no poder probarlo en pocas líneas porque el escribir de este modo
y con esta pluma es un ímprobo y fatigante trabajo. Escuche V.
No tengo ningún indicio racional de
quien sea el hombre que me escribe con el seudónimo de Armand Carrel, pero si
no abrigase la íntima convicción de conocerle es positivo que no existiría esta
graciosa correspondencia. Cuando recibí su primera carta de V. había motivos
para sospechar que fuese autor de ella el ex-pollo cuyo bosquejo envié a V.
algunos días después; pero aunque fuese aquello lo verosímil y probable,
sucedió sin embargo, no sé por qué, que era otro
el Armando que me presentaba mi imaginación; otro que no podía designar con fundamento explicable. Aquí viene también como de molde el repetir aquellas
palabras “el corazón tiene sus razones
que la razón no se explica”, pero toda vez que V. no está muy conforme con
Pascal, me contentaré con decir que un instinto singular me advertía que no era
Armando la persona a quién indicaban las apariencias, sino aquella otra de
quién racionalmente no podía nadie sospecharlo. V. ha creído quizás que al
pintar al ex-pollo deseaba yo que V. se reconociera por original del retrato, y
mi franqueza llega al extremo de confesarle sin embozo, que se ha engañado
completamente; que me animaba precisamente la esperanza contraria, y que solo
desde que leí su contestación de V. y adquirí otras pruebas de que no era
Armando el que parecía ser, solo desde entonces se hizo muy interesante para mí
esta correspondencia, y Armando muy
conocido. El final de mi carta anterior, de que V. se desentiende
hábilmente, le indicaba bastante la verdad que hoy declaro. Si, amable
corresponsal, creo saber a quién escribo,
y estoy muy distante de desear adquirir evidencia absoluta de que acierto o de
que me engaño. La incertidumbre, en la dosis que la tengo, es lo mejor que
puedo tener, toda vez que, por inexplicable contradicción, el ver que Armando
es real e indudablemente el hombre que yo
creo, me causaría más disgusto que placer, y acaso me obligaría a romper
esta correspondencia que me agrada; al paso que si sucediera hallar bajo el
antifaz de Armando otro rostro que aquel que le atribuyo, es muy probable que
me enojara de veras, y que las cartas que leo ahora con particular interés
perdiesen de repente su encanto. Lo que estoy diciendo es cosa bastante rara y
poco comprensible, pero es no obstante verdad. Puedo afirmarle a V. que por
cuanto hay en el mundo no quisiera que fuese Armando el hombre que yo creo adivinar en él, pero es indudable también que
porque creo que es aquel hombre me
interesa en tanto grado el fantástico ser nacido para mí el 19 de marzo. Tal es
fenómeno: explique otro las causas, si a tanto alcanza.
Ahora bien, no queriendo yo en manera
alguna saber con certeza si es V. o no es la persona que desde el principio me
está indicando mi instinto, pero deseando muy de veras confiarle la misión de
que le hablé, que si bien no es cosa tan grave como le indiqué entonces para
probar su decisión, es por lo menos de tal naturaleza que no puedo expresarla
por escrito sin dejar consignado mi nombre más todavía que si pusiera mi firma
al pie de la carta, resulta que me encuentro en este momento sumamente perpleja
y vacilante. Busco y no hallo algún arbitrio para que oiga Armando de mis labios el delicado encargo que me
interesa confiarle a él solo, sin que
por oírme él, tenga yo que ver su semblante, y ni la sombra de su cuerpo si es
posible. V. que tiene tan sutil ingenio invente algún medio, mi buen amigo
incorpóreo, invente un modo de que yo pueda hablarle a Armando Carrel;
entiéndalo V. bien; a Armando Carrel;
y dígale en mi nombre que acepto aquel arbitrio sea el que fuere, y que empeño solemnemente mi palabra a la que
jamás he faltado, de que no intentaré de manera alguna ver un rasgo de su
semblante ni escuchar un acento de sus labios. Le diré, al través de un muro si
es preciso, lo que tengo que decirle y que no puedo fiar al papel, y después de
aquello desearé, más que él mismo quizás, olvidar para siempre que mi leal
caballero, que mi obediente súbdito, que mi querido ángel de guardia, tiene un
nombre y un cuerpo semejantes a los nombres y a los cuerpos que abundan por ese
mundo.
V. dirá ahora si es posible o no que le
instruyan mis labios de lo que espero
de V. Adiós.
P.D.-
He ido a pasear varias tardes por la montaña del Príncipe Pío; he ido también,
contra mi costumbre, a sufrir las apreturas del Prado; y tanto el Príncipe como
el Circo y Variedades, me han visto en sus lunetas en las últimas noches. Pero
no he visto a V. en ninguna parte. V. que posee la virtud de traspasar un
cristal sin romperlo, y de oír el sonido de la campanilla a cualquier
distancia, ¿cómo es que no ha adivinado que su reina deseaba encontrarlo? ¿Cómo es que no ha sabido traspasar
oportunamente las puertas de un teatro o de un paseo, para felicitarme por mi
mejoría con una mirada invisible…?
我喜歡這個博客。我不知道有問題的詩人。我搜索庫和尋找什麼。由於谷歌,我可以知道誰是這個偉大的女人。
ResponderEliminar非常感謝。
李工
(Gustame blog. No conocía poetisa en cuestión. Busco información en bibliotecas y no encuentro. Gracias google yo conocer quién fue.
Muchas gracias.
Li Gong)