Disgusto e
imprudencia
(Torpezas de dominio público)
La carta que publicamos hoy fue escrita
el sábado 23 de abril de 1853. Tenemos la certeza porque al final del mensaje ella
le dice: “Te escribo de prisa (…) porque quiero que sepas que nos veremos mañana
domingo (el subrayado es nuestro) a la misma hora y en el mismo sitio”. O
sea, en los jardines del Palacio de Oriente y a una hora prudencial, agazapados entra
la tupida floresta para evitar enemigos y gacetas parlantes… Ella, según sus
propias palabras, necesita oírle y castigar la mano que escribió la "impía y
calumniadora" carta anterior (Tretas amatorias).
A estas alturas la relación entre la
Avellaneda y Armand Carrel ya es de
dominio público. Un descuido del criado que trajo la carta (no la imprudencia
cometida por la ella en el Teatro, que es cosa bien distinta) fue la causa de
que Manuel, el hermano calavera de
Tula se enterara del nuevo amorío que rondaba el corazón de su amada hermanita. Pero no es el único, casi todo Madrid sospecha que algo se cuece en el corazón de la poetisa.
Las cosas comienzan a enredarse y Tula está
a punto de abrir la caja de Pandora. De momento ya sabe quién se esconde bajo el disfraz
de Armand Carrel, pero aún no lo hace saber. La posdata es muy esclarecedora al respecto.
La próxima carta promete ser muy, pero que muy digestiva. "Adiós hasta entonces".
Manuel
Lorenzo Abdala
Carta Nº 8.
[Sábado 23 de abril. Sin
fechar en el original]
El que trajo tu carta ha cometido una
torpeza: yo estaba todavía en cama cuando vino, por consiguiente le dio la
carta a mi hermano, y le exigió que la abriese y le devolviese el sobre. Lo
hizo así Manuel, por manera que he tenido el disgusto de saber al levantarme
que otros ojos que los míos han podido leer lo que a mí me escribes: he tenido
el disgusto de que Armand, al renacer para mí, se haya generalizado en cierto modo
en mi casa. A pesar de eso mi corazón respira en este instante como si
sacudiera un peso enorme. He tenido ayer un día de los más negros de mi vida.
Fastidiada, llena de espleen (sic) [estado de melancolía sin causa definida o de
angustia vital] y de misantropía, estuve en el teatro del Príncipe, como sin
duda sabes, y también yo cometí imprudencias: imprudencias de que me
arrepiento, pero con las cuales me vengaba en cierto modo anoche de las
amarguras que habías vertido en mi alma. Las reparé hábilmente; no te inquietes
por ellas. Anoche, cuando creía que Armando era un ser despreciable y no el que
mi corazón creyó adivinar, anoche hubiera querido a cualquier precio saber
quién era realmente para cubrirlo de afrenta. Hoy que vuelvo a verlo tal cual
lo he visto antes, hoy vuelvo a creer lo que creía, y no necesito quitarte el
antifaz para contemplar tu figura. Si; creo lo que he creído; creo que eres él; pero aun cuando no lo fueras me
sería difícil, muy difícil ya mirarte nunca con indiferencia. Armando ha
adquirido sobrada vida en mi corazón para que nada le destruya. Con todo no he
mentido al decirte que existe un hombre que me es muy simpático, que me agrada
mucho, aunque lo he tratado poco, un hombre que he creído adivinar bajo tu
careta: no te he mentido, no: en el primer ímpetu de mi enojo y mi dolor al
leer tu maldecida carta, se me escapó de mi corazón aquella revelación y no
quiero recogerla. Es cierto, amigo mío, que Armando comenzó a interesarme no
solo por su talento sino también por la persuasión que abrigaba mi alma de que
bajo aquel nombre se ocultaba una persona que me es conocida y estimada: una
persona a quién deseaba y temía tratar: pero al confirmar aquella verdad debo
asegurarte, del mismo modo, que si sucediera que me hubiese engañado, si te
viese otro del que creo, no por eso valdrías poco a mis ojos: por ti mismo, por
tus cartas, por la última sobretodo, te has conquistado lugar en la región de
mis afectos, y espero que no volverás a tener el odioso capricho de querer
derrocarte. Te escribo de prisa, con gentes en casa, con ruido infernal en
derredor, pero va esta, no obstante sus borrones y su desaliño, porque quiero
que sepas que nos veremos mañana domingo
a la misma hora y en el mismo sitio. Necesito oírte y castigar la mano que
escribió aquella carta impía y calumniadora. No faltes a la cita. Te espero.
Adiós hasta entonces.
P.D.- ¿Por qué no me
escribes de tu letra, embustero? ¿Crees que me has engañado haciéndome creer
que realmente es tu mano la que traza esos renglones? No; tu artificio ha sido
inútil.
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