agosto 20, 2014

AMOR Y PASIÓN (carta Nº 8)

(L'amour...!) Photo by Lady Clementina Hawarden. London 1860

Disgusto e imprudencia
(Torpezas de dominio público)

         La carta que publicamos hoy fue escrita el sábado 23 de abril de 1853. Tenemos la certeza porque al final del mensaje ella le dice: “Te escribo de prisa (…) porque quiero que sepas que nos veremos mañana domingo (el subrayado es nuestro) a la misma hora y en el mismo sitio”. O sea, en los jardines del Palacio de Oriente y a una hora prudencial, agazapados entra la tupida floresta para evitar enemigos y gacetas parlantes… Ella, según sus propias palabras, necesita oírle y castigar la mano que escribió la "impía y calumniadora" carta anterior (Tretas amatorias).
A estas alturas la relación entre la Avellaneda y Armand Carrel ya es de dominio público. Un descuido del criado que trajo la carta (no la imprudencia cometida por la ella en el Teatro, que es cosa bien distinta) fue la causa de que Manuel, el hermano calavera de Tula se enterara del nuevo amorío que rondaba el corazón de su amada hermanita. Pero no es el único, casi todo Madrid sospecha que algo se cuece en el corazón de la poetisa.
Las cosas comienzan a enredarse y Tula está a punto de abrir la caja de Pandora. De momento ya sabe quién se esconde bajo el disfraz de Armand Carrel, pero aún no lo hace saber. La posdata es muy esclarecedora al respecto.
La próxima carta promete ser muy, pero que muy digestiva. "Adiós hasta entonces".


Manuel Lorenzo Abdala




Carta Nº 8.
[Sábado 23 de abril. Sin fechar en el original]

El que trajo tu carta ha cometido una torpeza: yo estaba todavía en cama cuando vino, por consiguiente le dio la carta a mi hermano, y le exigió que la abriese y le devolviese el sobre. Lo hizo así Manuel, por manera que he tenido el disgusto de saber al levantarme que otros ojos que los míos han podido leer lo que a mí me escribes: he tenido el disgusto de que Armand, al renacer para mí, se haya generalizado en cierto modo en mi casa. A pesar de eso mi corazón respira en este instante como si sacudiera un peso enorme. He tenido ayer un día de los más negros de mi vida. Fastidiada, llena de espleen (sic) [estado de melancolía sin causa definida o de angustia vital] y de misantropía, estuve en el teatro del Príncipe, como sin duda sabes, y también yo cometí imprudencias: imprudencias de que me arrepiento, pero con las cuales me vengaba en cierto modo anoche de las amarguras que habías vertido en mi alma. Las reparé hábilmente; no te inquietes por ellas. Anoche, cuando creía que Armando era un ser despreciable y no el que mi corazón creyó adivinar, anoche hubiera querido a cualquier precio saber quién era realmente para cubrirlo de afrenta. Hoy que vuelvo a verlo tal cual lo he visto antes, hoy vuelvo a creer lo que creía, y no necesito quitarte el antifaz para contemplar tu figura. Si; creo lo que he creído; creo que eres él; pero aun cuando no lo fueras me sería difícil, muy difícil ya mirarte nunca con indiferencia. Armando ha adquirido sobrada vida en mi corazón para que nada le destruya. Con todo no he mentido al decirte que existe un hombre que me es muy simpático, que me agrada mucho, aunque lo he tratado poco, un hombre que he creído adivinar bajo tu careta: no te he mentido, no: en el primer ímpetu de mi enojo y mi dolor al leer tu maldecida carta, se me escapó de mi corazón aquella revelación y no quiero recogerla. Es cierto, amigo mío, que Armando comenzó a interesarme no solo por su talento sino también por la persuasión que abrigaba mi alma de que bajo aquel nombre se ocultaba una persona que me es conocida y estimada: una persona a quién deseaba y temía tratar: pero al confirmar aquella verdad debo asegurarte, del mismo modo, que si sucediera que me hubiese engañado, si te viese otro del que creo, no por eso valdrías poco a mis ojos: por ti mismo, por tus cartas, por la última sobretodo, te has conquistado lugar en la región de mis afectos, y espero que no volverás a tener el odioso capricho de querer derrocarte. Te escribo de prisa, con gentes en casa, con ruido infernal en derredor, pero va esta, no obstante sus borrones y su desaliño, porque quiero que sepas que nos veremos mañana domingo a la misma hora y en el mismo sitio. Necesito oírte y castigar la mano que escribió aquella carta impía y calumniadora. No faltes a la cita. Te espero.

Adiós hasta entonces.



P.D.- ¿Por qué no me escribes de tu letra, embustero? ¿Crees que me has engañado haciéndome creer que realmente es tu mano la que traza esos renglones? No; tu artificio ha sido inútil.

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