CUARTO CUADERNILLO
La Catedral de Sevilla (final)
El órgano mayor
de la catedral es también una cosa que no puedo pasar en silencio: él solo
produce la armonía que una numerosa y bien ordenada orquesta. Hallábame un día
de gran fiesta en la catedral: el órgano dejaba oír y llenaba todo el ámbito de
aquella vasta iglesia con su melodía celestial; una vaporosa y balsámica nube
de incienso, vagando junto al altar, parecía rodearlo de diáfanos y cándidos
celajes, y el silencio que reinaba en aquel grandioso edificio nada tenía de
triste: era, sí, grave y solemne. Mi cabeza, tan propensa a exaltarse, se perdía
ya en aquel conjunto de sublime armonía y alta majestad; la catedral
desapareció a mi vista; se animaban las estatuas; los ángeles tomaban voz, una
voz musical, poética, divina, inexplicable... ¡Eran los sonidos del órgano!...
Yo me creí por un momento fuera del valle de lágrima; figúreme abiertas las
puertas del cielo y me pareció comprender en aquel breve, pero férvido
entusiasmo, los goces misteriosos de las almas bienaventuradas y los secretos
de la misericordia divina.
Cuando salí de
la iglesia, mi paso era tardo y me sentía melancólica. Casi se me figuraba que
después de elevarme a una región superior, llena de armonía, de paz y luz
eterna, volvía a caer en una tierra de fango y oscuridad. Me parecía entonces que
hubiera sido muy dulce morir en aquel momento en que soñaba un cielo, y dar mis
últimos adioses al mundo con la música melancólica y divina de aquel órgano. Me
acordaba, y me acuerdo aún, de unos versos del tierno Lamartine, y los repetía
yo:
«Si notre
ame n'est rien
q'amour et
qu' (sic) harmonie,
qu'un
chant divin soit ses adieux.»
Dejemos ya,
hermosa amiga, la catedral de Sevilla, y para terminar este cuadernillo y
comenzar el quinto y último (1), permíteme una palabra sobre el cementerio, que
visité hace pocos días, para poder hablarte de él... ¡Iglesias y cementerio!...
El asunto de este cuaderno no es, a la verdad, nada alegre y divertido; sin
embargo, te he hablado de fiestas y de placeres, muchas veces en momentos en
que me hallaba tristísima, y hoy te hablaré de cementerios, aunque mi alma se
halla más animada y propensa al contento de lo que regularmente se halla.
Fui una mañana del mes pasado a ver el cementerio de
Sevilla, y recordé, al entrar, estos versos de no sé qué autor:
«Tal vez
en este sitio, abandonados,
hay pechos
donde ardió celestial pira,
manos
capaces de regir Estados
o de
estaciar con la animada lira.»
El cementerio
de Sevilla dista mucho del aspecto romántico del de Bordeaux, pero es vasto y
aseado. Consta de cuatro grandes cuadros, en derredor de los cuales están los
nichos o sepulcros: son cinco o seis hileras de estos nichos, que sólo tienen
la capacidad necesaria para un ataúd, y en la pequeña entrada de cada uno de
ellos se coloca la piedra con el nombre del difunto. Pero es que todos los
patios o cuadros presentan una igualdad monótona y uniforme, y ningún sepulcro
sobresale más que otro, si no es por la mejor o peor calidad de la piedra y ser
las letras de oro o blancas.
Hay al final del último cuadro o patio una bonita
ermita, dedicada a San Sebastián, y luego otro gran patio, para sepulturas de
pobres, en el cual no hay nichos, sino en la tierra zanjas enladrilladas. A los
extremos de este patio hay varios osarios.
Saliendo del
cementerio al hermoso campo que le cerca, se ve a Sevilla, blanca y animada; se
ve la Giralda, dominando como un gigante aéreo la vasta ciudad de los vivos, y,
si se vuelve la cabeza hacia atrás, se mira la ciudad de los muertos, blanca
también, pero de un blanco sin color... Ninguna soberbia torre la domina; sólo
sobresalen por encima de sus anchas paredes cuatro cipreses inmóviles, que
adornan la entrada de la ermita.
Mi último
cuadernillo será consagrado a las ruinas de Itálica, querida Eloísa, las cuales
visité hace algunas semanas con muchos amigos. Luego te transportaré a la
áspera Sierra Morena, a Constantina, cuna de mi familia, y volveremos a
Sevilla, para echar una última ojeada sobre sus grandiosos edificios: el palacio
arzobispal, el Hospital de la Sangre, el cuartel de Artillería, las bellísimas
iglesias... ¡Tantas cosas hay que admirar en Sevilla!... Pero, ¿cómo hablar de
todo? Yo me intimido, amiga mía, y me vienen tentaciones de doblar la hoja,
como suele decirse, y terminar mis Memorias asegurándote que es Sevilla una ciudad
histórica, grande, clásica, rica de monumentos y recuerdos, que parece mejor y
más bella cuanto más se la mira y examina.
Adiós.
Adiós.
(1) Este quinto y último
cuadernillo-, no ha podido ser hallado: no sabemos si se ha perdido o si no
llegó a escribirse nunca. (Proemio Memorias
inéditas de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Habana. Imprenta «El Siglo XX».
1914.).
Nota de la
redacción:
En cuanto al quinto cuadernillo nunca encontrado, la redacción de La divina Tula piensa que el mismo si fue escrito, pero posiblemente haya sido destruído o silenciado por sus familiares debido a lo que en el mismo pudo haber contado la Avellaneda sobre su estancia en la casa familiar en Constantina de la Sierra... (Intentaron casarle con un viejo y rico hacendado andaluz a la fuerza. No lo lograron)
Todo
lo que se reproduce en este post -salvo acotaciones y notas-,se ha tomado del
original, ortografía y puntuación incluidos: Gertrudis Gómez de Avellaneda: Biografía,
bibliografía e iconografía, incluyendo muchas cartas, inéditas o publicadas,
escritas por la gran poetisa o dirigidas a ella y sus memorias (páginas
290-292) Domingo Figarola Caneda, notas ordenadas o publicadas por Emilia
Boxhorn, SGLE, Madrid 1929.
Doblemos pues, pasemos la hoja quedándonos con la inmensa satisfacción, el tremendo disfrute que nos ha sido regalado con la lectura de estas Memorias de la Avellaneda. Gracias Manuel Lorenzo Abdala por tu trabajo constante -tu investigar sobre la vida y la obra de esta magnífica mujer-, por lograr el cómo hacérnosla llegar de un modo tan actual, compartir tu propio conocimiento. Eso te honra, amigo.
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