Grabado número 75 de la serie: Los Caprichos de Goya. Museo del Padro.
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¡Exceso de amor!
Amémonos en silencio, lejos de la
maledicencia.
Catalina, condesa de S.***.
La malignidad y la
envidia que persiguen con preferencia a las personas elevadas y brillantes, así
como, según observaba un poeta, el rayo busca siempre las torres; debían
aplaudirse de la imprudencia de la condesa, que, justificando en cierto modo
los juicios desventajosos que de ella se formaban, parecía renunciar a todo
miedo de defensa y entregarse como una víctima resignada. Sin embargo, como
nunca había sido más prodiga de sus riquezas, más franca y alegre que entonces,
los mismos que destrozaban sin piedad su reputación, buscaban ansiosamente sus
placeres, y, aunque se aumentaba cada día el número de sus enemigos, crecía
también el de sus aduladores. La maledicencia es como un perro cobarde, que
ladra de lejos al que se le acerca en ademán de desprecio y que se arroja y
ensaña sobre el que le huye temeroso.
Elvira, a cuyos oídos
llegaban cada día las hablillas que circulaban en descrédito de su amiga, no
era mujer de un temple de alma bastante fuerte para poner un dique a la
murmuración: su cobarde, aunque sincera amistad, se contentaba con herir por la
espalda a los detractores, sin atreverse jamás a desmentirlos cara a cara. No
olvidaba, empero, el informar a Carlos de todo lo que se decía, y aún a la
misma Catalina se vio algunas veces a reprender tímidamente por el poco cuidado
que se tomaba por el buen nombre: mas había en aquella mujer un no sé qué que
intimidaba a Elvira, y era tan poderosa la influencia que ejercía sobre un
frívolo y débil carácter, que aun los mismos extravíos de la condesa tenían algo
de respetable a los ojos de su amiga. Parecía tan superior a la opinión pública
que temía Elvira ridiculizarse si mostraba temerla, y concluyó por decirse a sí
misma, que no debía tomarse la menor molestia por defender a la condesa contra
un juez que ella declaraba incompetente.
No sucedía lo mismo a
Carlos: padecía cruelmente al saber que el amor de la condesa por él daba
nuevas armas contra ella, y su violenta indignación apenas podía ser reprimida
por el temor de causarla un daño mayor, tomando a su cargo el vengarla. La loca
embriaguez con que durante dos meses se había entregado a los placeres del
mundo, en que veía brillar a su amada, iba disipándose rápidamente. Cuando la
acompañaba a una reunión, érale imposible participar de la alegría y confianza
con que ella se presentaba. Espiaba las miradas de cada uno de los que le
cercaban, prestaba el oído con sobresalto a cualquiera conversación que se
tenía junto a él, siempre receloso de descubrir en alguno la intención de
injuriar a Catalina, y siempre interpretando siniestramente la menor
demostración. Sin ser en manera alguna desconfiado sentíase cada día más
suspicaz en cuanto podía tener relación con la condesa, y su amor y su orgullo
se alarmaban igualmente a la idea de que no fuese por todos respetada la mujer
que era ya señora de su vida.
Catalina veía declinar
de día en día la alegría de Carlos. En vano prodigaba fiestas para distraerle,
y en vano agotaba la magia de su elocuencia para infundirle el desprecio de la
sociedad de que ella hacía ostentación. Carlos no podía participar de sus
opiniones en este punto, y cuanto más la amaba, más sensible era al concepto
que el mundo podía formar de ella. Pero si Catalina no logró inspirarle su
indiferencia hacia la opinión, él sin pretenderlo la comunicó su tristeza.
-Carlos -le dijo una
noche en que ambos iban a salir para un baile, y en el momento en que el
disgusto de su amante se pintaba enérgicamente en su semblante-, creo que haremos
bien en no asistir al baile.
Y arrancando de sus
cabellos su rica diadema de perlas, arrojola lejos de sí y dejose caer llorando
sobre un sofá.
-¡Catalina! -la dijo
luego-, yo soy un desventurado que sólo ha aparecido en medio de tu florido
camino para sembrarle espinas. Esa tu vida de triunfos era bien hermosa, sin
duda, pero a pesar mío no puedo seguirte en ella.
-¡Carlos!... -exclamó
ella fijándole con una mirada ansiosa-, ¿tendrás por ventura celos?... ¡Ah! Si
es así dímelo, dímelo por tu vida, y quitarás de mi corazón un terrible peso.
-¡Celos!... ¡Sí, los
tengo, los tendré sin duda! Celos de tu talento, de tu hermosura, de esa
felicidad que no me debes a mí. Celos tengo sí, hasta del viento que agita tus
cabellos, hasta del objeto inanimado en que fijes casualmente los ojos. Pero no
es eso lo que me martiriza, lo que me hace aborrecer a los hombres y desear
arrancarte de una sociedad que maldigo.
-¡Habla! ¡Habla, pues! -exclamó ella,
extendiendo hacia él los brazos en ademán de súplica.
-¡Qué hermosa eres! -la
dijo-, ¿cómo pudieras no excitar la envidia? ¡Oh! Si me fuese dado tomarte en
mis brazos, apoyarte sobre mi corazón y presentarte diciendo: «Hela aquí, ¡es
mi esposa, es la mujer adorada por mi corazón!»; entonces desafiaría al mundo,
entonces sería feliz, porque tendría el derecho de adornarme con tu amor, de
enorgullecerme con mi dicha. Pero, ¡desventurado! Mi estéril amor nada puede
hacer por ti, y estoy condenado a no darte en cambio de tu ternura sino la
persecución del mundo, acaso el descrédito y la vergüenza. ¡Oh, amada de mi
corazón!, ¿puedes tú pedirme que sea feliz?
Al concluir estas
palabras habíase sentado junto a ella, y ocultaba su rostro con las manos para
que no viese dos lágrimas, que, a pesar suyo, habían corrido de sus ojos. Mas
era tarde: ella las había ya devorado con su mirada. Era la primera vez que
veía llorar a Carlos. ¿Y qué mujer desconoce el poder del llanto de un hombre
cuando es amado? Se dice que las lágrimas de la mujer son omnipotentes, pero
¡cuánto más cierta es la omnipotencia del llanto del hombre! El llanto de la
debilidad puede conmover, pero en la debilidad el llanto es natural, es fácil,
es frecuente. Mas cuando una lágrima humedece un rostro varonil, cuando la
fuerza y el orgullo pagan un momento de tributo a la sensibilidad y a la
ternura, entonces la emoción que se experimenta es profunda, inexplicable. Hay
en ella una mezcla de dolor y de placer, de temor y de confianza. El
sentimiento que hace llorar a un hombre, es un sentimiento cuya grandeza
intimida a la mujer que le contempla, pero su orgullo se goza del poder que
tiene para producirle.
La condesa. Subyugada
por esta emoción, estuvo próxima a echarse a los pies de su amante. Tomola él
en sus brazos y la oprimió contra su corazón.
-Catalina -la dijo-
fuerza es imponernos ambos un terrible sacrificio. Presentándome contigo en
todas partes no hago más que dar pábulo a la malignidad que se enfurece contra ti.
El disimulo, según empiezo a conocer, es el arte más necesario al que vive en
el mundo, y sólo las apariencias son las que constituyen en la sociedad la
virtud o el crimen.
-¿Y qué me importa?
-exclamó ella con impetuosidad-, ¿qué me importa la estimación o el desprecio
de una sociedad, cuya inmensa mayoría la forman los tontos y los malvados? ¡Y
qué!, ¿será preciso revestirse de una máscara hipócrita, degradar su carácter,
envilecer sus sentimientos para merecer una mirada de ese mundo que
despreciamos?
-¡Catalina!...
-Sí, es preciso. Desde
hoy quiero emanciparme de él, quiero vivir una vida oscura y retirada. No
ambiciono otros homenajes que los tuyos; no aprecio otro placer que el de
mirarte; no concibo felicidad sino en ser amada de ti. ¡Carlos! Mientras esa
felicidad me anime el mundo todo no tiene bastante poder para darme un solo
instante de pena, y si la pierdo...
-¡Ah, calla! La
felicidad no puedo dártela, ¡no! Y eso me atormenta aun en los momentos más
dulces de mi vida. Pero mi amor tuyo es, tuyo mientras yo exista, tuyo si le
aceptas, tuyo si le desprecias: ¡Tuyo siempre, amiga mía!
Y el insensato solemnizó
con juramentos su perjurio, y más [...] la apasionada Catalina levantaba el
edificio de su futura dicha sobre aquel carcomido cimiento.
Desde aquel día cesaron
las reuniones en casa de la condesa. Su sociedad quedó reducida a un corto
número de amigos, y ella y su amante estaban solos la mayor parte del día.
Aquella nueva situación les encantaba en un principio. ¡Cuán largas e íntimas
conversaciones!, ¡cuántas horas de deliciosa soledad! Eran el uno para el otro
únicamente. No tenían un pensamiento que no fuera común. Adquirían aquella
dulce confianza, que es el lazo más fuerte del amor, cuando no le asesina.
Aquella costumbre de verse, de decírselo todo, que a veces sobrevive al amor, y
que cuando se pierde deja un vacío más grande en el corazón que el del amor
mismo.
Para Carlos era nueva aquella situación.
Con la dulce y sencilla Luisa la vida íntima tenía más suavidad que encantos.
La condesa poseía aquel
raro talento de dar variedad a la vida uniforme. Su conversación era más amena
y seductora cuanto más franca y espontánea. Conocía el secreto de evitar el
fastidio poniendo siempre en juego el talento o el corazón, y Carlos casi se
impacientaba de que tuviese para aprisionarle tantos atractivos cuando él creía
no tener otros recursos que su amor.
Y, sin embargo,
engañábale su modestia. La condesa se apasionaba más y más cada día, y el
exceso de su amor la espantaba. Carlos era un hombre que no se parecía a
ninguno de cuantos la habían amado. No era ciertamente a los de corazón
desgastado y teorías mezquinas, a quienes podía pedirles la pasión ardiente y
entusiasta de aquella joven alma; ni tampoco había ninguna semejanza entre los
insulsos galanteos de los héroes de salón y aquel homenaje continuo,
aunque a veces silencioso, de un amor reprimido abundan.
No era ciertamente
Carlos uno de tantos fatuos que abundan en todas partes, siempre gloriosos y
confiados, ansiosos de triunfos de galanteos como único lauro a que pueden
aspirar, ni era del número de aquellos enamorados infelices que se cuidan más
de ostentarse amantes que amables, y que fastidian demasiado al presentarse
para que sea posible sufrirles hasta que puedan darse a conocer.
Siempre sincero y digno, ora cediendo al
sentimiento que le dominaba, ora combatiéndole con todo el poder de su razón,
Carlos, sin estudio, era lo que debía ser para cautivar a la condesa.
Era irresistible en su
delirio y respetable en su resistencia. Dejaba conocer todo el poder de su
pasión, inspirando al mismo tiempo tan alta idea de su virtud que impedía una
entera confianza en aquélla.
Amábale con delirio
Catalina, amábale porque era digno y acaso también porque no debía amarle.
Considerábase desgraciada en que su caprichoso destino le presentase ligado ya
con otra por los más estrechos vínculos, al único hombre a quien había
verdaderamente querido. La imposibilidad de ser feliz perteneciéndole legítimamente,
envenenaba de continuo su corazón y se quejaba de su suerte. Pero engañábase a
sí mismo atribuyendo a una fatal casualidad su desgracia. Si pudiera cada
individuo juzgarse imparcialmente muchas veces se evitaría el trabajo de buscar
fuera de sí mismo las causas de su infortunio.
Estaba en la naturaleza
del carácter de Catalina que no pudiese gozar con entusiasmo de una dicha
fácilmente adquirida, y que no se apegase sino a aquellos bienes de cuyo logro
no pudiese tener una certeza, ni aun acaso una esperanza.
Una insaciable necesidad
de emociones devoraba de continuo su alma de fuego. En los primeros años con
sueños febriles de un amor que no conocía. Luego con los desengaños de un mundo
y de una vida que nada le daban de cuanto ella las pedía, pero que la ofrecían
en cambio las punzantes sensaciones de las esperanzas frustradas y de las
ilusiones desvanecidas. Más tarde, los triunfos del amor propio, los planes de
la coquetería, erigida en sistema y en necesidad, el orgullo de saber engañar a
un mundo de quien había sido víctima, persuadiéndole de quien era feliz a pesar
suyo; los beneficios que repartía como un perfume que sólo ella respiraba; todo
esto aún la dieron emociones que cada día, es verdad, se iban haciendo menos
vivas y menos capaces de satisfacerla, pero que la preservaban de la calma de
la inacción que era la muerte para aquella naturaleza eminentemente movible y
tempestuosa.
La pasión, y la pasión
desgraciada, vino, en fin, a darla nueva vida, y semejante pasión que la hacía
profundamente infeliz, era sin embargo la que debía colocar a aquella mujer en
su natural elemento, y contemplar por decir así su existencia. Aquella pasión
siempre igual en su esencia, tenía todas las variadas faces que necesitaba una
sensibilidad activa en demasía y propensa al cansancio. Las grandes pasiones
son, como todo lo verdaderamente grande, inmutables en su naturaleza y
variables en sus aspectos. Así como el cielo, ora azul y espléndido, ora
cubierto de nubes; así como el mar, que a veces parece un monótono llano, a
veces una escarpada montaña; la pasión tiene en sí misma su propia antítesis, y
si su duración es larga, débelo, sin duda, a su continua variedad.
Continuará…
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