Composición de Fernando Brambilla de la serie 'Vistas de los Sitios Reales y de Madrid' (hacia 1830), con la Puerta del Labrador en el centro. |
¡Embriágame de amor y de placer!
-XXI-
Era el 6 de julio. La
mañana había sido calurosa y la tarde no lo era menos. Por consiguiente,
apresurábanse las personas elegantes de Madrid a ir a tomar el polvo del Prado,
diciendo que tomaban el fresco. Los coches formaban una larga hilera y en el
salón lucíanse las perfumadas cabezas, cubiertas de trasparentes velos y los
ligeros talles y los pulidos pies, pues entonces, era el año 1819, aún no
habíamos adoptado la exótica moda de los vestidos arrastrando. En un ligero
carruaje, de forma no común en España en aquella época, aparecieron ya cerca de
anochecer la condesa de S.*** y su amiga Elvira de Sotomayor. Más de dos meses
hacía que no se las veía en ningún paraje público.
-¿Quiénes son ésas? -preguntaba una
marquesa a otra gran señora que iba con ella en su coche.
Diálogos parecidos a
éste se suscitaron varios al ver a la condesa; pero ella no parecía cuidarse
mucho del efecto que causaba su presencia, y en su rostro se veía una vivacidad
triste y extraña, como la que produce la fiebre. Hablaba con Elvira sin echar
una mirada en torno suyo.
-Sí, amiga mía, ésa es
la causa de haber venido al Prado, y mañana daré un baile, y pasado mañana y
siempre... ¡Quiero volver a la vida!
-¿Quieres volver a la
vida? -observó con tristeza Elvira-, ¿y te estás dejando morir? ¡Si vieras qué
pálida, qué desemblantada estás! Catalina, me das lástima.
-¡Lástima!...
Y sus labios hallaron
todavía aquella su antigua sonrisa, desdeñosa e irónica; pero enseguida
llenáronse de lágrimas sus ojos, y añadió con profunda amargura:
-Sí, que su madre, es
decir, la madre de... de esa mujer con quien le han casado, está muy enferma;
que su padre le manda imperiosamente salir de Madrid... En fin, que se va y que
yo... ¡Yo no debo acompañarle!
-¡Y bien!, ¿qué me
importa?... ¿No le dije ayer que le aborrecía, que estaban rotos nuestros vínculos,
que le iba a olvidar?
-¡Y qué!, ¿lo
desapruebas?... ¿No sabes que me había arrodillado delante de él, bañada en
llanto, rogándole no me abandonase?, ¿no sabes que dos veces me he desmayado a
sus pies? Y el ingrato, ¡ah!, el ingrato me repetía: «¡No puedo!».
-No. Desde que no vive en mi casa no le
veo con frecuencia.
-Acaso se ha ido ya...
¡Elvira! Es preciso saberlo... para... ¡para morir! Porque esto es imposible.
La condesa sufría una
terrible congoja. Elvira la apretaba las manos y el coche corría con dirección
a su casa. Pero antes de llegar a ésta era preciso pasar por delante de aquélla
en que vivía Carlos, y a pesar de su conturbación notólo Elvira y dijo:
Oyolo la condesa y
animose su rostro de una expresión extraña. Tiró del cordón mandando al mismo
tiempo con imperio que parase el coche, y apenas lo hizo arrojose rápidamente sin
que Elvira tuviese valor ni tiempo para detenerla. En tal caso, todo lo que
pudo hacer fue seguirla.
Entró en la casa que
habitaba Carlos y subió precipitadamente la escalera, más al llegar a la puerta
de su cuarto detúvose fatigada y pálida, y hubiera caído a no llegar Elvira que
la sostuvo en sus brazos.
Dos o tres minutos
transcurrieron sin que Catalina pudiese o quisiese tirar del cordón de la
campanilla, y acaso cediendo a las súplicas de su amiga hubiera consentido, por
fin, en volverse al coche sin entrar, cuando la puerta se abrió de pronto y el
criado de Carlos apareció en el umbral. Al conocer a la condesa exclamó:
-Señora, no lo lleve
Vuestra Señoría a mal; es que, como estaba solo y el amo está tan malo que no
me conoce, ni hace más que hablar disparates, y...
Elvira quiso en vano
contener a la condesa, que se precipitó en la sala llamando a gritos a su
amante. Cuando pudo alcanzarla hallola ya de rodillas junto a la cama de
Carlos. Una fiebre violenta le tenía postrado, y el delirio se veía pintado en
sus desencajadas facciones y en sus encendidos ojos. La condesa le besaba las
manos y le llamaba con los más tiernos nombres. A su voz pareció calmarse la
agitación del doliente, y su mirada buscó a Catalina, que le sostuvo en sus
brazos.
Carlos la conoció, pero
sus palabras eran tan incoherentes que la condesa, traspasada de dolor, estuvo
próxima a desmayarse.
Elvira, que en esta
ocasión desplegó una presencia de ánimo de que no parecía capaz, logró hacer
comprender a su amiga que el estado del enfermo requería cuidados y no
lágrimas, y cuando la vio más dispuesta a proceder con prudencia mandó
inmediatamente el coche de la condesa en busca de su médico, y procuró tomar
informes del criado de Carlos relativos a la enfermedad de éste.
El criado dijo que hacía
dos días que su amo había recibido de Sevilla una carta, que al parecer no le
había sido grata: que le notó preocupado y pensativo desde entonces, y que la
noche última había salido como loco olvidándose hasta el sombrero; que él
corrió a llevársele, y que no le había alcanzado hasta cerca de la casa de la
condesa de S.*** Que su amo volvió muy tarde, y que desde que le vio conoció
que no venía bueno. Que toda la noche le oyó levantado, paseándose por su
cuarto con extrema agitación y hablando solo algunas veces, hasta que por la
madrugada le llamó quejándose de frío, y le vio tan demudado que le rogó se
metiese en la cama, lo que ejecutó al momento.
Desde entonces, añadió
el criado, la calentura se ha ido aumentando y me ha parecido que empeoraba
rápidamente, por lo cual determiné avisar a la señora condesa, de quien mi amo
hablaba sin cesar en su desvarío.
De rodillas junto al
lecho de Carlos la condesa escuchaba estas palabras con una dolorosa expresión
de placer.
-¡Me ama! -repetía
besando delirante sus cabellos y sus manos ardientes con la fiebre-. ¡Me ama, a
mí sola!, ¡solamente a mí!, ¡por mí padece!, ¡por mí muere!... Pues bien, ¡el
sepulcro nos unirá con lazos más eternos que aquellos que los hombres
tiránicamente nos imponen! ¡Carlos, Carlos! -añadía con exaltado amor-. La
muerte sola podía hacerte mío, libertándote del yugo que en el mundo te
esclaviza. Pues bien, venga en buena hora. Ambos debemos saludarla como un
ángel libertador.
Elvira logró nuevamente
calmarla, y la llegada del médico la obligó a disimular lo mejor que le era posible
el exceso de su emoción.
Carlos comenzó a mejorar
desde aquel instante, como si la presencia de su querida tuviese una influencia
física sobre él, y después de una copiosa sangría, que se le hizo por mandato
del médico, su cabeza pareció completamente despejada y su pulso perdió el
vigor febril que había tenido durante el día.
Ella por única
contestación le dio una de aquellas miradas que dejan sin armas a la razón y
sin fuerzas a la resistencia.
En toda la noche las dos amigas no se
apartaron ni un minuto de junto al lecho del doliente. Éste no les decía nada.
Adormecíase a intervalos y, entonces, se le oían pronunciar alternativamente
los nombres de Luisa y Catalina, pero cuando estaba despierto guardaba un
silencio triste y parecía preocupado de algún pensamiento doloroso.
Al amanecer del día
siguiente hallándose un momento solo con la condesa la dijo, asiéndola una
mano:
-Me vuelves con la vida
el sentimiento de mis deberes. Creía morir y estaba en paz en aquel momento con
mi conciencia y con el mundo. Pero tú me lanzas de nuevo a esta lucha
espantosa, de la cual saldrá mi corazón despedazado. Toma esta carta, léela,
amiga mía, y dime si puedo olvidarla sin ser despreciable a tus propios ojos.
«Carlos: mi hermana se
halla a las puertas del sepulcro. Cuando recibas ésta tu esposa será huérfana.
La infeliz niña, sucumbiendo a los pesares que devora en silencio, desde el
momento en que pudiendo estar a su lado permaneces voluntariamente lejos de
ella, y a las fatigas y desvelos que sufre con la asistencia de su madre, se halla
casi en tanto peligro como ésta. Padece hace días cruelmente, y hay momentos en
que tiemblo por su razón, que parece a las veces próxima a abandonarla.
»La desolación ha
entrado en esta casa, antes tan tranquila y tan dichosa, y a nombre de las
lágrimas de tu esposa y con la autoridad de padre te mando salir de Madrid en
el instante que recibas esta triste carta. Tu deber y mi voluntad te llaman a
Sevilla, y si eres sordo al uno y a la otra... Pero no, ¡es imposible! Ven,
hijo mío, ven si no quieres obligarme a maldecir el derecho que tengo para
darte este nombre».
-No es ahora tiempo
-respondió ella-, tu estado hace imposible la obediencia a esa orden paternal.
Luego que estés bueno... entonces... Entonces partirás, si puedes, si
quieres... Si es preciso.
Enseguida hizo venir a
Elvira que con la aprobación de Carlos escribió las siguientes líneas a don
Francisco de Silva:
«Primo mío: Por orden de
Carlos participo a Ud. que no puede obedecer inmediatamente la orden de Ud. por
hallarse enfermo, pero que saldrá para ésa tan pronto como se halle en estado
de poderlo hacer sin peligro.
»Participamos del vivo
dolor que experimenta por la situación desesperada en que Ud. le dice hallarse
nuestra amada Leonor. Pido al cielo conceda a Uds. La resignación cristiana que
en tal caso puede únicamente servirles de consuelo, y tengo el honor de
repetirme, etc., etc.».
Esta carta fue
despachada al correo y Carlos continuó mejorando rápidamente, aunque se notaba
que con la salud parecía aumentarse su tristeza.
La condesa no se
apartaba de junto a él, pero, ¡ah!, ¡cuánto más padecía ella misma que aquél
por quien se inquietaba!... Las dos más terribles pasiones devoraban su alma de
fuego: el amor y los celos.
Allí, a la cabecera de
aquel lecho junto al cual ella velaba sin cesar prodigando ternura, allí sobre
la cabeza del hombre que amaba, del hombre a cuyo amor inmolaría con placer su
vida, allí estaba como un severo juez, como un dueño celoso, como un testigo
eterno, el retrato de la otra. Catalina hubiera adivinado quién era el
original, aun cuando hubiese visto aquel retrato en otra parte. Su corazón la
decía que tan celestial imagen era la única que podía resistir por tanto tiempo
al poder de su pasión. Miraba sin cesar aquel retrato que la causaba una
emoción indecible, y la hermosura de Luisa, exagerada por su imaginación, le
parecía tan irresistible que todo su orgullo, toda su pasión, toda su confianza
en su propio mérito vacilaban y sucumbían al inquieto y temerosos sentimiento
de los celos.
-¡Y qué! -pensaba ella-.
¡Habré de devolverlo a sus brazos!... ¡Consentiré en restituírselo a esa rival
dichosa después de haber sacrificado a un loco amor el porvenir de mi vida!
Y al fijar de nuevo sus
ojos en la angélica imagen, la expresión de una inocente sonrisa que aparecía
en su boca la pareció un sarcasmo.
-¡Ella ríe! -se dijo
apretando sus dientes de marfil sobre su labio inferior que quedó ensangrentado-.
¡Ella es feliz! ¡Es virtuosa!, ¡es pura!... Para ella el honor y la dicha, y
para mí la vergüenza y la desesperación. ¡Ah!, ¡no! -añadió levantándose con
ímpetu de ira-. ¡No! Guarde ella la gloria de la virtud, yo acepto la infamia,
pero quiero la dicha y la quiero a cualquier precio.
La condesa se puso
pálida y seguidamente encendida como la grana. Acércose al lecho y sentándose
junto a Carlos le miró con una expresión desusada. El terrible sentimiento que
la animaba en aquel momento prestaba a su fisonomía un carácter de hermosura
particular. Carlos la contempló un instante y se estremeció como si hubiese
leído en su rostro la resolución desesperada que acababa de tomar en silencio.
¡Pero estaba tan bella!... Ciñola con sus brazos y la dijo:
-No, no tendré fuerzas
para dejarte jamás si tú misma no me las das, Catalina. Si no me ocultas esa
agitación, ese enérgico dolor que revelan tus facciones. Ten, pues, lástima de
mi corazón...
-Esta separación que le
destroza era ya necesaria, forzosa. La pasión que me consume la hace tan
precisa como el deber que me llama a otra parte. Al menos, amiga mía, parto
digno de ti; parto sin la vergüenza de haber maldecido como una cruel tiranía
la virtud que te ha hecho superior a una pasión delirante. Pero esta lucha no
podía prolongarse. El destino me aparta de ti en el momento en que mi extenuado
valor daba el último aliento. ¡Oh, amada mía! Nuestro amor, que los hombres
llamarán culpable, ha sido puro y santo como el de los ángeles..., pero yo no
soy más que hombre y mi corazón hubiera pedido más al tuyo.
-¡Y bien! -le dijo-,
¿temerías acaso ligarte a mí con más estrechos vínculos?... ¿La felicidad que
te diese no bastaría a tu corazón?
-¡Ah!, sí -exclamó-. ¡Un
momento de suprema ventura y en cambio una vida entera de expiación! Yo lo
hubiera aceptado, Catalina: llamarte mía un momento y luego: ¡el infierno!,
¿qué me importa? No -prosiguió-, no sabes cuánto he padecido, porque no sabes
que en este mismo instante tu mirada me abrasa, tu aliento me enloquece y el contacto
de tu mano me devora... ¡Catalina!, ¿por qué nos separamos sin haber conocido la
felicidad?...
-¿Quieres que sea tuya?,
¿quieres que te consagre mi vida entera?, ¿quieres que olvidemos ambos, en
brazos de la felicidad, al cielo, al mundo y a sus leyes?, ¿quieres...?
-Pues la dicha para
ambos -dijo ella- ¡la dicha! Mañana dejaremos para siempre este país y
cualquier rincón del nuevo mundo nos dará un asilo. Soy rica, y los amantes
dichosos muy poco necesitan. ¡Bien! Huyamos de esta sociedad que hace un crimen
de los sentimientos que ella no autoriza, que ella no mide con su compás de
hielo. Bajo el cielo de la joven América seremos libres, seremos virtuosos...,
¡viviremos oscuros e ignorados, pero viviremos! ¡Ah! No es vivir la eterna
lucha de la naturaleza con las leyes humanas, Carlos, amigo mío, no hay, no
puede haber crimen para el corazón sino en la falsedad y en la perfidia, no
puede ser virtud la hipocresía. Arrojemos su máscara cobarde, y pues no hemos podido
ser ángeles, sepamos al menos ser hombres. Amarnos es una desgracia, pero
engañar sería una infamia. Tengo bastante amor para seguirte a donde quieras, a
donde pueda vivir como tu esposa.
Carlos la escuchaba
inmóvil. Su exaltación había cedido a la sorpresa, al espanto que tan
inesperada proposición le causaba. La impresión que le dominaba no se escapó a
la penetrante perspicacia de la condesa, y el movimiento de indignación y de
celos que entonces sintió en su corazón contribuyó a hacer más ardiente y
vigorosa su elocuencia.
-¡Y qué!...,
¿vacilas?... -exclamó con un gesto enérgico de dolor-. ¿Vacilas?... Temes acaso
-añadió con amarga ironía- comprometer mi reputación, ¿que está perdida? ¿Temes
parecer egoísta aceptando por compañera de tu vida a la mujer que es llamada
públicamente tu querida? ¿O es acaso que vale para ti más que esa mujer, y más
que tu propia dicha, un nombre y una posición cuyo sacrificio ella te pide?:
¡ella que no se esperó a que le pidieses igual sacrificio para hacerlo con
placer, con orgullo!
-¡Basta, por Dios!
-exclamó Carlos a quien estas últimas palabras habían profundamente conmovido-.
¡Oh! No me pidas lo que sólo podría ejecutar convirtiéndome en un monstruo. No,
no puedo violar un juramento solemne que Dios y los hombres han oído y
sancionado. No puedo inmolar al ángel que me ha sido confiado... ¡Harto
culpable soy con no amarle como merece!... No puedo arrojar los dolores del
infierno en aquella alma inocente formada para la beatitud del cielo...
-Acaba, ¡bárbaro!
-exclamó con desesperación la condesa-. Acaba de pisotear a la desgraciada a
quien su amor por ti ha encubierto de vergüenza.
-¡Catalina! -la decía-.
Yo te amo, te adoro..., pero ¿qué quieres de mí? ¿Serías tú dichosa perdiéndote
para siempre en la opinión del mundo?... Este amor infeliz que nos extravía,
¿bastaría siempre a tu corazón?...
-Para mí -dijo-, no hay
más que esta alternativa. ¡Tu amor o la muerte! El uno o la otra te pido. Pero
tu amor, mío, mío exclusivamente, ¡mío todo!... ¿Quieres que acabe de
humillarme ante ti?, ¿quieres que descubra a tus ojos toda la flaqueza de mi
corazón? ¡Pues bien! ¡Sábelo! ¡Tengo celos!, celos que me matan, que me vuelven
loca. ¡Carlos, Carlos! ¡A qué estado me has reducido!
-¡Ya es demasiado!
-gritó él apretándola en sus brazos-. ¡Catalina! ¡Tuyo soy! ¡Dispón de mí! Te
seguiré donde quieras, cometeré mil crímenes si tu voz omnipotente en mi
corazón me los dicta. ¡Ven! ¡Todo lo olvido! Dios, el mundo, el honor... ¡Ven!
Y embriágame de amor y de placer, y seamos tan felices como somos culpables.
Continuará…
noooooo carlos no lo hagass piensa en luisssa :/!!
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