¡Adiós Madrid!
-xv-
Carlos volvió a su casa
ya muy próxima la noche. Estaba serio y tranquilo. Venía de tomar un asiento en
la diligencia -muy recientemente establecida en España en aquella época-, que
debía salir al amanecer para Sevilla.
-No está en casa, señor,
ha comido con la señora condesa y ahora mismo acaba de venir y de llevarse su
doncella y uno de sus mejores trajes, pues creo se vestirá en casa de la señora
condesa para ir juntas a un baile.
-Bien, es decir, que no
volverá hasta mañana: tanto mejor. Baldomero, un acontecimiento imprevisto me
obliga a marcharme al amanecer para Sevilla, y como mi prima se afectaría con
esta noticia, conviene que no se sepa nada hasta que vuelva del baile.
Ruégote que me arregles
esa maleta mientras yo escribo dos cartas de despedida. La una se la darás
mañana a tu señora, la otra la llevarás después a casa de la señora condesa.
Sentose y escribió rápidamente algunas
líneas en la que, pretextando una carta de su padre que le llamaba con
precipitación a Sevilla, se excusaba con su prima de no poder esperar su vuelta
para despedirse verbalmente, y concluía con los cumplimientos de costumbre en
tales casos.
Después tomó otro pliego
de papel y meditó largo rato antes de comenzar a escribir. La serenidad de su
frente se turbó algún tanto, y su mano no parecía muy segura cuando principió a
trazar las primeras líneas. Varias veces suspendió su tarea y se paseó agitado
por el cuarto; varias veces también se acercó a una ventana como si necesitase
respirar el ambiente fresco de la noche. Por fin, el reloj sonaba las doce
cuando concluía esta carta, que dirá mejor que todas nuestras observaciones el
estado de su alma durante aquellas horas:
«Voy a partir, Catalina,
voy a dejar Madrid, sin despedirme de Ud. sin manifestarla toda la gratitud que
sus bondades me inspiran.
»Si la viese a Ud. otra
vez no tendría valor para consumar un sacrificio que me imponen imperiosamente
el honor y el deber.
»¡Catalina! Cuando
vínculos santos, que respeto, me unen para siempre a una joven inocente, buena,
digna de ser adorada, sólo siendo un malvado pudiera permanecer por más tiempo
cerca de Ud., la más seductora, la más irresistible, la más superior de las
mujeres que existen. No sé si es compasión, capricho o una desgracia simpatía,
el impulso que ha obligado a Ud. a pronunciar palabras que me han vuelto loco,
palabras que me hubieran dado orgullo, gloria... Palabras que me hubieran
elevado a la cumbre de la ventura humana si fuese libre y digno de Ud., pero
que me han hecho profundamente culpable y desventurado cuando he traído a la
memoria mi estado, mis deberes, la muralla de hierro que nos separa. ¡Catalina!
Hasta esta mañana no he conocido la naturaleza del sentimiento que Ud. me
inspira. ¡Insensato! No me parecía posible amar más de una vez en la vida.
Creía que un corazón otorgado a un objeto digno a la faz del cielo quedaba
defendido por la protección de ese mismo cielo que autorizaba su juramento...
¡Catalina! Yo era un ignorante y no me conocía a mí mismo. ¡No, no sospechaba
que pudiese mi corazón ser ingrato, perjuro, mudable!... ¿Y lo es acaso? ¡Ah!
No, no lo crea Ud., señora, no me desprecie Ud. como a un miserable. Yo amo y
venero a la angélica mujer cuya posesión me ha hecho, durante más de un año, el
hombre más feliz de la tierra. Yo he jurado hacer su dicha y antes sabré morir
que faltar a esta sagrada promesa.
»Pero es fuerza huir de
Ud..., y huyo de Ud. porque su presencia me ha llegado a ser una necesidad de
mi vida. Porque si Ud. no viese en mí más que un amigo, el menos brillante de
los muchos que la rodean, padecería cruelmente sin tener el derecho de
quejarme, y si Ud. me amase... ¡amarme Ud.! Catalina, ¿qué insensato
renunciaría a semejante ventura...? Perdone Ud., no sé lo que la digo. Si Ud.
me amase huiría de Ud. con más fuerte motivo. Si ese amor es para Ud. un
pasajero capricho, yo sólo sería desgraciado; si era una pasión como la mía,
ambos seríamos tan criminales como infelices. De todos modos, es fuerza
separarnos, y ¡ojalá que nunca nos hubiésemos visto!
»Si esta resolución la
causa a Ud. alguna pena, perdónemela Ud., Catalina; pero no será así, no. En
este momento, en que yo me despido de Ud. para siempre con agonías de mi
corazón, Ud. baila, Ud. recoge adoraciones, Ud. es bella y amable para todo el
mundo..., y todo el mundo vale mucho más que un pobre joven como yo, sin más
tesoro que un corazón que ya le han quitado, que ya no puede ofrecer a nadie.
»¡Catalina! Todo debe
ser pasajero en quien vive en esa agitada atmósfera de placeres. Pronto, muy
pronto, borrará de la memoria de Ud. el débil recuerdo de su infeliz amigo.
Pero yo, ¡ah!, plegue al cielo que encuentre en la satisfacción de haber
llenado un deber sagrado la compensación de haber sacrificado una felicidad
inmensa.
»¿Una felicidad?... ¡Yo
deliro!... ¿Cuál es, ¿dónde está esa felicidad? ¿Puede existir en el crimen?
¡El crimen asociado a Ud., Catalina! ¡El crimen en su amor! ¡Oh! Esto es
imposible.
»Pero vuelan las
horas... Aún hablo a Ud., aún tengo la esperanza de que Ud. se ocupe de mí un
momento. Dentro de algunas horas todo habrá concluido.
»Compadezca Ud. a su
amigo, Catalina, pero sea Ud. feliz... Sí, sea Ud. feliz, y permítame por
primera, por última vez, decirla que la amo, que quisiera ser libre... ¡que soy
muy infeliz!».
Cerrada esta carta y
entregadas ambas a Baldomero, Carlos, concluyó sus preparativos de marcha y
esperó la hora con ansiedad dolorosa.
Eran apenas las dos
cuando oyó parar a la puerta un coche, y poco después oyó subir a Elvira.
Prestó atención temiendo que su criado la dijese algo respecto a su marcha,
pero se sosegó oyendo decir a su prima:
-Mariana, no me esperaba
Ud. tan pronto, ¿no es verdad? Catalina, que ha bailado como una loca, se
sintió mala y se retiró, y cuando ella no está en una función ya no me
divierto. Pero venga Ud. conmigo a mi alcoba, quiero acostarme al momento
porque vengo con un sueño irresistible. Es natural porque no he dormido anoche
y hoy me levanté muy temprano: ¡a las doce!
Elvira continuó a su
aposento hablando con su doncella, y poco después el silencio profundo que
reinaba en la casa advirtió Carlos que todos dormían.
-¡Ha bailado como una
loca! -repitió varias veces, mientras que apoyado en su balcón seguía con los
ojos algunas nubecillas que el viento arrebataba, y que interceptaban a
intervalos la pálida claridad de la luna.
-¡Todo pasa!...
-añadía-, todo pasa rápidamente en ese corazón insaciable, tan rico de
emociones, tan pobre de afectos. ¡Vale más que así sea! ¡Oh, Luisa! Tú no
sabrás nunca decir tan bellas cosas del sentimiento, pero lo conocerás mejor.
Tú no sabrás deslumbrar con el cuadro de una felicidad imposible, pero se lo
harás gozar al hombre que amas. ¡Oh! Muy culpable he sido algunos momentos
pensando que ella era más capaz que tú de una pasión delirante y
profunda. Yo expiaré este error a fuerza de amor, de veneración, de culto.
Apartose de la ventana y
se echó vestido en su cama, donde sólo pudo permanecer algunos minutos. La
quietud le era imposible. Volvió a levantarse, se paseó, se sentó, tomó un
libro, le dejó para volver al balcón, y en esta continua agitación estuvo hasta
que comenzó a aclarar un poco y Baldomero llegó a advertirle que iba a amanecer.
Hízole cargar con su maleta, dio una larga y triste mirada hacia el aposento de
su prima, que tantos recuerdos encerraba para él, y salió sin hacer ruido, con
aquella emoción que siempre sentimos al dejar un sitio al cual no esperamos
volver jamás.
Cuando llegó estaba ya
la diligencia en disposición de partir. Su asiento era en la berlina y el
mayoral le dijo que sólo por él se aguardaba. Subió inmediatamente, embozose
perfectamente en su capa, porque la madrugada era fría, como lo son
regularmente en Madrid las del mes de abril, y se sepultó en su asiento sin
decir una palabra a la única persona que tenía por vecina, y que a la escasa
luz de la aurora naciente pudo distinguir era una señora.
La diligencia partió y
Carlos respiró como aliviado de un peso enorme. La fatiga de varias noches de
insomnio y agitación, el movimiento del carruaje, el monótono son de las
campanillas, y la soñolienta humedad de la madrugada, le aletargaron muy pronto
y quedose adormecido. Otro tanto debió suceder a su vecina, pues envuelta en un
gran mantón de merino y cubierta la cabeza por una gorra de terciopelo, que
sustituyó al sombrero para mayor comodidad, se dobló hacia delante, apoyó sus
codos en sus rodillas y su cabeza en sus manos, y bien pronto pareció tan
adormilada como Carlos.
El sol estaba ya muy
alto cuando despertó éste. Su vecina había mudado de posición y estaba casi
caída en su hombro. Carlos no la rehusó el apoyo. Acercose para que la cabeza
de la viajera descansase más fácilmente sobre su hombro, y como en esto no
había más que un movimiento natural de la protección y piedad que todo hombre
joven dispensa al sexo desvalido, enseguida inclinó él la cabeza hacia el otro
lado, y entregose a sus cavilaciones. La diligencia se detuvo a mudar los
caballos sin que se despertase su vecina, y para no molestarla no bajó él, como
hicieron todos los viajeros.
Estaban ya muy próximos
a Ocaña donde debían comer, y Carlos empezaba a sentirse molestado de la
posición en que se encontraba y pensaba en el modo de libertarse del peso de la
cabeza de su compañera de viaje, cuando ésta se agitó un poco como si empezase
a despertar, y su voz murmuró algunas palabras entre las cuales creyó Carlos
distinguir su nombre.
Despertó, en efecto, la
señora. Incorporose y por un movimiento natural volvió los ojos hacia a aquél
de cuyo hombro levantaba la cabeza.
Continuará…
Misael Perdomo ha escrito en Facebook:
ResponderEliminar"Más que amor, veneración y culto lo de Carlos es exaltación nerviosa ante la Condesa. Irse sin despedirse, ni siquiera de su prima, sin dar un portazo, pero como ladrón en la noche, me parece una grave falta de urbanidad y caballerosidad.Que casuallidad el encuentro fortuíto en la diligencia, sería una lástima que no encontraran por el camino al celebre Juan Palomo y su partida para ponerle emoción al viaje. Esto es lo peor que pudo pasarle a la condesa... mejor habría sido que se fuera sin pena ni gloria"..
Hay quien dice que las casualidades no existen.Yo sí creo en las casualidades, pero francamente, con Catalina, no.
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