Posada de La Sangre (Toledo). Emilio Poy Dalmau, óleo sobre lienzo, 50 X 70,5 cm |
El poder de un destino irresistible...
“Haz lo que quieras..., mi vida es tuya”
Catalina, Condesa de S.***
La diligencia entraba ya en Ocaña y los
dos viajeros de la berlina, que se devoraban con los ojos, aún no habían
acertado a explicarse mutuamente por qué casualidad se encontraban juntos. Las
primeras palabras que se dirigieron uno a otro nada decían, nada aclaraban.
Y uno y otro callaron
apretándose las manos con efusión. Hay sensaciones en la vida que ningún hombre
puede comprender ni explicar en el momento en que las experimenta. Se gozan en
silencio, se gozan sin examen: no se busca su origen, no se prevén sus consecuencias.
Parece que al menor esfuerzo, al más leve contacto, por decirlo así, podemos
destruir su encanto, y nos abandonamos a ellas sin intentar explicárnosla. La
condesa y Carlos no se preguntaban nada, nada se decían. Se hallaban juntos,
eran felices en aquel instante: poco les importaba conocer cómo y porqué.
Pero la diligencia se detenía delante del
parador, y los viajeros se daban prisa a poner en libertad sus entumecidos
miembros. Carlos bajó, tomó del brazo a la condesa y pidiendo una habitación sola
entrose con ella, sin cuidar de lo que pensarían de aquella acción sus
compañeros de viaje. Tenía una absoluta necesidad de estar solo con Catalina,
de verla, de oírla, de saborear una dicha de la que media hora antes se creía
para siempre privado.
-¡Catalina! ¡Catalina!
¿Es la casualidad, es el cielo o el infierno quien nos reúne? ¡Catalina!
-repitió con arrebatos de placer y dolor, ¿me ha querido Ud. seguir?, ¿es su
voluntad de Ud., es su corazón quien arroja en mis brazos cuando yo huía,
cuando yo me inmolaba a un deber tiránico? ¡Catalina! ¡Hable Ud., hable Ud. por
Dios!
-¡Ud. me huía! -exclamó
ella con un gesto de sorpresa- ¡Pues qué!, ¿no se hallaba Ud. en la diligencia
por frustrar mi cruel resolución?, ¿no se descubrió Ud. mi viaje y sus motivos?
¡Carlos! Explíqueme Ud. esto. Nada comprendo ya.
-¡Ah, Catalina!... ¡Yo
sí, sí! Empiezo a comprender... Y en tal caso vea Ud. el poder de un destino
irresistible... ¡Oh, Dios mío! Esto me hará caer en un ciego fatalismo.
¡Catalina! Yo he dejado Madrid para huir de Ud., ¡porque la amo!, ¡porque la
amo locamente!, ¡y no tengo el derecho de ofrecer a Ud. mi corazón! Huía de Ud.
porque era mi deber, y una carta que debían entregar a Ud. algunas horas
después de mi marcha, la hubiera revelado la ejecución y la grandeza de mi
sacrificio.
-Tiene Ud. razón -dijo
ella después de un instante de silencio-, ¡hay un destino! Hay un poder de
fatalidad más poderoso que la voluntad humana. ¡Carlos! Yo también he dejado en
Madrid una carta para Ud. pero conservo su borrador... en esta cartera. Léala
Ud.
Carlos tomó el papel que
le presentaba y acercándose a una ventana le recorrió con ojos ansiosos,
mientras la condesa reclinada en su sillón parecía rendida de cansancio o emoción.
La carta contenía estas palabras:
«¡A Dios para siempre,
Carlos! No puedo tener valor de destruir su felicidad de Ud. ni aun para
conquistar la mía.
»Elvira ha pronunciado
en este día una palabra que ha decidido de mi suerte. Al conocer que era amada
todo lo olvidé, ¡todo! Hasta el obstáculo insuperable que nos divide. La voz de
la amistad ha venido a despertarme de tan peligroso sueño gritándome: 'él es
feliz y virtuoso, ¿quieres ser a la vez el asesino de su dicha y de su virtud?'
¡Ah, no! ¡Jamás! Carlos, quiero merecer su estimación de Ud., ya que no me es
permitido merecer su amor.
Tengo algunas posesiones
en un pueblo de La Mancha y voy a pasar en ellas todo el tiempo que Ud.
permanezca en Madrid. Deseo la soledad y de ella espero un reposo de espíritu
que en vano pediría a la vida de las grandes ciudades. He intentado aturdir mi
corazón con las fiestas y placeres a que hace cuatro años vivo entregada. He
conocido que mi mal se aumenta con los remedios que empleo para curarle.
A nadie he dicho mi
determinación, pero la tengo tomada desde esta mañana. Son ahora las tres de la
madrugada y aún estoy en traje de baile. He oído repetir en tormo mío: '¡Qué
feliz es! '; ¡cuando yo bailaba con la sonrisa en los labios y la muerte en el
corazón! Porque la muerte para mí es no ver a Ud. Es renunciar para siempre...
¡Carlos! ¡Carlos! ¡A Dios! Sea Ud. feliz y si algún día oye Ud. decir que yo lo
soy no lo niegue Ud., pero conserve la convicción de que es imposible».
Acercose a ella cuando hubo leído esta
carta y asiendo sus manos con una especie de desesperación:
-Ya Ud. lo ve -la dijo-,
ambos hemos querido inmolarnos a la virtud y la virtud no ha aceptado nuestro
sacrificio. Intentamos huir y nos hemos encontrado a pesar nuestro. ¡Catalina!
Yo la amo a Ud. y aún estamos juntos. ¡La felicidad o la desgracia, la virtud o
el crimen! Deme Ud. lo que quiera. Mi destino está en sus manos.
-¡Nos separaremos!
-exclamó ella, haciendo sobre sí misma un doloroso esfuerzo- No podrá más que
nosotros una casualidad caprichosa. Nos separaremos, Carlos, y no con el dolor
de no habernos dicho un último y tierno adiós. Aún tendremos horas, dulces
horas de intimidad y cariño. Viajaremos juntos como dos amigos, como dos
hermanos.
-En La Mancha nos
separaremos y el recuerdo de estos últimos momentos de dicha, debidos al acaso
poblará por mucho tiempo mi soledad.
Carlos la contemplaba
con la avidez de un amor comprimido. Había en su mirada como una mezcla extraña
del delirio del amante y de la timidez del niño. Estaba hermoso en aquel
combate interior que daba a su rostro una expresión particular, y en el cual
cualquiera mujer hubiera leído que había aún para aquel corazón muchas
sensaciones en la vida nuevas y desconocidas.
Si el dominio de un corazón fiero o
experto lisonjea a una mujer, también se goza en la posesión de un alma joven y
apasionada, que le arroja indiscretamente todos sus tesoros de ternura y de
ilusiones. El amor de Carlos tenía estos dos atractivos, y debía lisonjear por
ambas causas. Era un triunfo vencer a la vez su orgullo y su virtud, y aún se
encontraba en su pasión ese encanto inexplicable, ese aroma divino de respeto,
sumisión y pureza que con tanto dolor echan de menos las mujeres cuando son amadas
de los que solemos llamar hombres de mundo.
Catalina respiraba con
delicia aquel perfume de un amor tan puro, aunque culpable. Carlos estaba a su
lado, la sostenía en sus brazos y no tocaba con sus labios ni aun las trenzas
de sus cabellos que rozaban con su semblante. En aquel momento ella se sentía
tan dichosa que no le pareció posible ser culpable.
-Carlos -le dijo
fijándole de cerca con sus ojos fascinadores-, la virtud que condenase una
felicidad tan pura sería una virtud feroz.
-¡Y bien! -respondió él
con aquella resolución imprudente y apasionada de un corazón joven- ¡Si ella la
condena castíguenos!, ¿no valen estos momentos toda una vida de expiación?
-¿Y por qué, por qué
injuriar nuestros corazones creyéndoles incapaces de sentimientos nobles y
santos? -dijo Catalina- ¿Qué es el amor?, ¿no es la más involuntaria y la más
bella de las pasiones del hombre? El adulterio, dicen, es un crimen, pero no
hay adulterio para el corazón. El hombre puede ser responsable de sus acciones,
mas de no de sus sentimientos. ¿Por qué sería un crimen en Ud. el amarme?, ¿no
podría sentir por mí sino un amor adúltero y criminal?, ¿no podría Ud. amarme
como no se ama a una esposa, como no se ama a una querida, sino con aquel amor
casto, intenso, purificado por los sacrificios, con aquel amor con que se deben
amar las almas en el cielo?, ¿no podría Ud., Carlos?
-¡Ah, sí! -respondió él
con entusiasmo-. Pasaría mi vida a sus pies de Ud. embriagándome de una mirada,
de un acento, de una sonrisa. Velaría protegiendo su sueño cuando Ud. durmiese
en mis brazos, y al despertarse en ellos estaría tan pura como la luz del día,
que comenzase. Sí, Catalina, sí, deme Ud. sin crimen la felicidad de vivir a su
lado y nada más pediré, y seré feliz. ¡Feliz con toda la felicidad posible en
la tierra!
-¡Y yo lo sería también,
Carlos! ¡Ah! No, nunca pediría a Ud. mi corazón el sacrificio de sus deberes.
La felicidad que diese a su esposa aumentaría la mía, y cuanto más justa, más
noble, más virtuosa fuese la conducta de Ud., más justificado creería mi
cariño. Las virtudes de Ud., ¿le harían menos amable a mis ojos?
¡Ah! ¡Carlos! La más
feliz, la más honrada con ellas, sería su mujer de Ud., pero no la más honrada
con ellas, sería su mujer de Ud., pero no la más orgullosa. Su amiga de Ud. que
no tendría el derecho de adornarse con esas virtudes, las adoraría en el
secreto de su corazón, y le bastaría el placer de premiarlas con una mirada que
sólo Ud. comprendiese, que sólo Ud. gozase.
-Calle, calle Ud., por
Dios -exclamó él apretando sus manos contra su palpitante corazón-. Calle Ud.
porque me vuelvo loco. ¡Catalina! ¡Mujer adorada! Sí, el amor que tú sientes,
que tú inspiras, no es un amor sujeto a leyes generales. Tu alma sublime le
engrandece y le purifica. ¡Pues bien! No hables de separarnos. ¡Sé, mi amiga,
mi hermana!, pero no me dejes nunca.
-¡Señores, a la diligencia! ¡A la diligencia!
-repetía el mayoral.
-Mayoral, los dos
viajeros que ocupábamos la berlina la dejamos libre y a disposición de Ud. Haga
Ud. bajar nuestras maletas.
-Ahora a Madrid, a
Madrid, porque ya que soy feliz no estoy triste, no tengo remordimientos ni
inquietudes, ni celos... Ahora gozaré en tus placeres, seguiré tu caro de
triunfo, me confundiré entre tus adoradores. Brilla, goza, sé adorada, pero
guarda para tu amigo esa mirada, esa sonrisa que deben ser su única felicidad
sobre la tierra.
-Es verdad -dijo
entonces apretándole la mano-, vale más estar en Madrid. Pero en cualquier
parte, en la soledad más profunda, amigo mío, yo sabría responder de tu corazón
y el mío.
-Yo responderé siempre
de mi corazón -la contestó él oprimiéndola en sus brazos-, pero no de mi razón,
Catalina. Te he jurado ser digno de tu amor sublime y casto, déjame los medios
de cumplirlo.
Continuará…
pensé que era el final... ufff esta interesantisimo :3!!!
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