marzo 15, 2013

DOS MUJERES (XXII)

 
Y de repente ¡ella!
 
-XXII-
 
Las agitaciones de aquel día memorable volvieron a Carlos la fiebre con toda su primera violencia. La condesa le asistió, y cuando estuvo mejor se marchó con él a una casa que poseía a algunas millas de Madrid. Su encargado de negocios quedó ocupado de la venta de varias fincas de que juzgó oportuno deshacerse, y Carlos, triste, preocupado, pero resuelto a seguirla a cualquier parte, se abandonó enteramente a ella y a su amor, con aquella especie de desaliento con que sucumbimos a un destino contra el cual hemos luchado vanamente.
 
Mientras él se entregaba ciego y débil a su loca pasión, la condesa tomaba desde su retiro todas las disposiciones para poder realizar su partida tan pronto como se hallase Carlos completamente restablecido; y Elvira, que sin conocer sus proyectos empezaba a temer vagamente alguna gran imprudencia en su amiga, la escribía larguísimas cartas a las cuales no recibía otra contestación que ésta.
 
«Soy feliz: no me digas nada».
 
-¡Pobre Catalina! -decía Elvira llorando, y mirando al mismo tiempo en un espejo si la sentaban bien unos lazos de perlas que acababa de comprar-. Me tiene en la mayor inquietud y apenas podré divertirme en el baile de esta noche, al cual llevaré los ojos encendidos por las lágrimas.
 
Y herida de esta reflexión cesó de llorar y mojó presurosa una finísima toalla para refrescar sus bonitos ojos.
 
Los asuntos de la condesa estaban en buen estado y todo dispuesto para su largo viaje, que era, sin embargo, un secreto para todos. Carlos, todavía débil y triste, encadenado a los pies de su apasionada querida, veía acercarse el día de su expatriación con una especie de indiferencia. No tenía ya bastante energía ni para el dolor ni para el placer. Creyó, sin embargo, necesario ir a Madrid para depositar los asuntos de su padre en manos de los amigos de éste, y escribirle largamente como también a Luisa, confesando su culpa, implorando el perdón y renunciando a favor de su esposa todos los bienes que poseía de su madre, y cuantos por muerte de su padre pudiera heredar.
 
La condesa a quien detenían en su quinta algunos negocios le dejó partir ofreciéndole ir a reunirse con él a fines de semana (era lunes). Carlos, al hallarse solo, al dejar de ver sus ojos que le fascinaban, y de oír su voz que llegaba siempre al alma, conoció al mismo tiempo lo imposible que le sería vivir sin ella, y el remordimiento de una acción cuya enormidad no veía sino cuando dejaba de ver a su amada.
 
No vaciló, sin embargo, y apenas llegó a Madrid visitó a las personas a quienes había resuelto dejar encargadas de los asuntos de su familia, y luego comenzó a escribir; primeramente a su esposa. Esta carta no fue escrita con serenidad, como bien puede presumir al lector.
 
¡Había amado tanto a la pobre niña!, ¡la quería aún con afecto tan tierno! No pocas veces mientras su mano trazaba las líneas que debían herir de muerte su corazón, espantado de la grandeza de su crimen tuvo impulsos de suicidarse, terminando con su vida la lucha atroz que destrozaba su alma.
 
Concluyose, sin embargo, la carta. Quebrantado, cayó enseguida sobre su cama, y un mar de lágrimas amargas y abrasadoras brotó de sus ojos, aliviando algún tanto su corazón. Había pasado la noche escribiendo. Era ya de día y, sucumbiendo a la fatiga, quedose un momento adormecido. En sus ensueños veía a Luisa pálida, flaca, cubierta de luto, llorando a la vez a la madre muerta y a su esposo infiel y fugitivo, y con la agitación que le causaba esta pesadilla despertó sobresaltado. Pero la visión de su sueño no había huido con él. Allí estaba, tal cual se la había representado su imaginación: ¡flaca, pálida, enlutada!... Era ella, de pie junto a su lecho, fijándole con su dulce y misericordiosa mirada, tendiendo hacia él sus manos blancas e inocentes, como si implorase compasión.
 
Carlos lanzó un grito, y en su exaltación púsose de rodillas exclamando:
 
-¡Perdona, ángel ultrajado! ¡Ah! ¡Viva o muerta, perdóname!
 
-Carlos, esposo mío –respondió una voz musical que Carlos no había oído hacia siete meses-. Acabamos de llegar. He querido sorprenderte. Nuestro padre te espera en la fonda en que nos hemos hospedado. Temíamos hallarte enfermo. ¡Ah! Gracias a Dios supimos por Elvira que estás bueno. Aquí me tienes… ¡Cuánto he padecido!... Vengo a buscar a mi esposo… ¡No tengo ya madre!
 
Y le levantaba la inocente, abrazándole y vertiendo en su pecho abundantes lágrimas.
 
Carlos no sabía si dormía aún o si estaba despierto. Parecía completamente lelo.
 
-Ven –le repetía Luisa-, un coche nos espera a la puerta.
 
Y se le llevaba consigo sin que él hiciese resistencia.
 
Sin embargo, al atravesar la sala en la cual había algunos preparativos de su viaje, detúvose repentinamente y mirando con una especie de espanto a su mujer:
 
-Dímelo una vez más –exclamó-. ¿Es cierto que eres Luisa?..., ¿qué estás en Madrid?..., ¿a qué has venido?...
 
-¡Ingrato! –Respondió ella con ternura-. Sabía que estabas malo ¿y me preguntas a qué he venido? ¿Te pesa, Carlos –añadió mirándole con una vaga inquietud-, te pesa por ventura mi venida?
 
Carlos se dio con la mano en la frente. Acababa ya de comprenderlo todo, de conocer la verdad.
 
-¡No! –Dijo tomando la mano de Luisa y apartando de ella los ojos-. No, amiga mía. ¡Bienvenida seas!
 
Y la siguió en silencio.
 
 
 
 
Continuará…

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