Y de repente ¡ella!
-XXII-
Las agitaciones de aquel
día memorable volvieron a Carlos la fiebre con toda su primera violencia. La
condesa le asistió, y cuando estuvo mejor se marchó con él a una casa que
poseía a algunas millas de Madrid. Su encargado de negocios quedó ocupado de la
venta de varias fincas de que juzgó oportuno deshacerse, y Carlos, triste,
preocupado, pero resuelto a seguirla a cualquier parte, se abandonó enteramente
a ella y a su amor, con aquella especie de desaliento con que sucumbimos a un
destino contra el cual hemos luchado vanamente.
Mientras él se entregaba
ciego y débil a su loca pasión, la condesa tomaba desde su retiro todas las
disposiciones para poder realizar su partida tan pronto como se hallase Carlos
completamente restablecido; y Elvira, que sin conocer sus proyectos empezaba a
temer vagamente alguna gran imprudencia en su amiga, la escribía larguísimas
cartas a las cuales no recibía otra contestación que ésta.
-¡Pobre Catalina! -decía
Elvira llorando, y mirando al mismo tiempo en un espejo si la sentaban bien
unos lazos de perlas que acababa de comprar-. Me tiene en la mayor inquietud y
apenas podré divertirme en el baile de esta noche, al cual llevaré los ojos
encendidos por las lágrimas.
Y herida de esta
reflexión cesó de llorar y mojó presurosa una finísima toalla para refrescar
sus bonitos ojos.
Los asuntos de la condesa estaban en buen estado y todo dispuesto para su
largo viaje, que era, sin embargo, un secreto para todos. Carlos, todavía débil
y triste, encadenado a los pies de su apasionada querida, veía acercarse el día
de su expatriación con una especie de indiferencia. No tenía ya bastante
energía ni para el dolor ni para el placer. Creyó, sin embargo, necesario ir a
Madrid para depositar los asuntos de su padre en manos de los amigos de éste, y
escribirle largamente como también a Luisa, confesando su culpa, implorando el
perdón y renunciando a favor de su esposa todos los bienes que poseía de su
madre, y cuantos por muerte de su padre pudiera heredar.
La condesa a quien detenían en su quinta
algunos negocios le dejó partir ofreciéndole ir a reunirse con él a fines de
semana (era lunes). Carlos, al hallarse solo, al dejar de ver sus ojos que le
fascinaban, y de oír su voz que llegaba siempre al alma, conoció al mismo
tiempo lo imposible que le sería vivir sin ella, y el remordimiento de una
acción cuya enormidad no veía sino cuando dejaba de ver a su amada.
No vaciló, sin embargo, y apenas llegó a
Madrid visitó a las personas a quienes había resuelto dejar encargadas de los
asuntos de su familia, y luego comenzó a escribir; primeramente a su esposa.
Esta carta no fue escrita con serenidad, como bien puede presumir al lector.
¡Había amado tanto a la pobre niña!, ¡la
quería aún con afecto tan tierno! No pocas veces mientras su mano trazaba las
líneas que debían herir de muerte su corazón, espantado de la grandeza de su
crimen tuvo impulsos de suicidarse, terminando con su vida la lucha atroz que
destrozaba su alma.
Concluyose, sin embargo, la carta.
Quebrantado, cayó enseguida sobre su cama, y un mar de lágrimas amargas y
abrasadoras brotó de sus ojos, aliviando algún tanto su corazón. Había pasado
la noche escribiendo. Era ya de día y, sucumbiendo a la fatiga, quedose un
momento adormecido. En sus ensueños veía a Luisa pálida, flaca, cubierta de
luto, llorando a la vez a la madre muerta y a su esposo infiel y fugitivo, y
con la agitación que le causaba esta pesadilla despertó sobresaltado. Pero la
visión de su sueño no había huido con él. Allí estaba, tal cual se la había
representado su imaginación: ¡flaca, pálida, enlutada!... Era ella, de pie
junto a su lecho, fijándole con su dulce y misericordiosa mirada, tendiendo
hacia él sus manos blancas e inocentes, como si implorase compasión.
Carlos lanzó un grito, y en su exaltación
púsose de rodillas exclamando:
-¡Perdona, ángel ultrajado! ¡Ah! ¡Viva o
muerta, perdóname!
-Carlos, esposo mío –respondió una voz
musical que Carlos no había oído hacia siete meses-. Acabamos de llegar. He
querido sorprenderte. Nuestro padre te espera en la fonda en que nos hemos
hospedado. Temíamos hallarte enfermo. ¡Ah! Gracias a Dios supimos por Elvira
que estás bueno. Aquí me tienes… ¡Cuánto he padecido!... Vengo a buscar a mi
esposo… ¡No tengo ya madre!
Y le levantaba la inocente, abrazándole y
vertiendo en su pecho abundantes lágrimas.
Carlos no sabía si dormía aún o si estaba
despierto. Parecía completamente lelo.
-Ven –le repetía Luisa-, un coche nos
espera a la puerta.
Y se le llevaba consigo sin que él hiciese
resistencia.
Sin embargo, al atravesar la sala en la
cual había algunos preparativos de su viaje, detúvose repentinamente y mirando
con una especie de espanto a su mujer:
-Dímelo una vez más –exclamó-. ¿Es cierto
que eres Luisa?..., ¿qué estás en Madrid?..., ¿a qué has venido?...
-¡Ingrato! –Respondió ella con ternura-.
Sabía que estabas malo ¿y me preguntas a qué he venido? ¿Te pesa, Carlos –añadió
mirándole con una vaga inquietud-, te pesa por ventura mi venida?
Carlos se dio con la mano en la frente. Acababa
ya de comprenderlo todo, de conocer la verdad.
-¡No! –Dijo tomando la mano de Luisa y
apartando de ella los ojos-. No, amiga mía. ¡Bienvenida seas!
Y la siguió en silencio.
Continuará…
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