Luisa: dolor, celos, ira...
¡Todo cambia, todo pasa!
Ésta es mi ley, la ley
inmutable, ¡la ley eterna!
"La naturaleza"
-XXV-
Luisa se hallaba
restablecida de su enfermedad. Don Francisco, encantado con revivir sus
antiguas amistades y lleno de ambición y de proyectos respecto a su hijo, había
resuelto permanecer en la corte, y un lindo cuarto principal en la calle de
Alcalá hospedaba ya al buen caballero, a su hijo y a su nuera.
Demostrado tenemos que el señor de Silva
no carecía de cierta vanidad, perdonable, sin duda, y no sorprenderemos al
lector al decirle que al hallarse nuevamente relacionado en la corte, y en
contacto con el círculo aristocrático y político, entrósele súbitamente en el
cerebro el pensamiento de proporcionar alguna importancia, según decía,
a su único heredero.
Con la misma tenacidad
con que en otros días se empeñó en mandarle a Madrid, se decidió entonces a
obtener para Carlos, a cualquier precio, algún destino honorífico que hiciese
resaltar las ventajas de su ilustre nacimiento, esmerada educación y
considerables riquezas: ventajas que creía oscurecidas mientras no ocupase algún
puesto en el mundo político.
La carrera diplomática era y había sido
siempre su favorita, y todos sus esfuerzos se dirigieron a alcanzar para su
hijo el título de secretario de embajada en alguna de las principales cortes
extranjeras.
Carlos, sin embargo, no
se cuidó en su principio de estas pretensiones. Su corazón se hallaba
demasiadamente ocupado con su posición, respecto a las dos mujeres a cuyos
destinos se hallaba enlazado el suyo.
La condesa permanecía en
su quinta, a la cual iba diariamente Carlos a pasar muchas horas en su
compañía. Más apasionado, más afectuoso que nunca, su amor se forzaba por hacer
olvidar a Catalina la amargura de su posición, y jamás se apartaba de su lado
sin hacerse una dolorosa violencia.
Conocía ella que nunca como entonces había
sido amada. Segura estaba de su imperio, afianzado por la generosidad con que
sacrificaba su orgullo y el celoso exclusivismo de la pasión, a la ventura de
su amante y de su misma rival, pero era, no obstante, muy feliz.
¿Podía aniquilar aquel
orgullo que había atrevidamente pisado?, ¿podía olvidar la brillante vida que
había renunciado, su reputación perdida para siempre, su libertad encadenada
por reprobados vínculos? La pasión en aquella alma fogosa y delicada, tendría
el vigor de perseverancia que aleja los momentos de cansancio, en los cuales
volvemos la vista a lo pasado y nos asombramos de la extensión del camino que
hemos recorrido, y nos decimos con profundo desaliento: «¡No es posible ya el
volver atrás!».
Devorada todavía por la
pasión, la condesa analizaba ya los dolores que ella le atraía, y sus momentos
más dulces eran aquéllos en que el torcedor de los celos la atormentaba
bastante para privarla de la facultad de medir su desventura.
Horrible cosa era, sin
duda, para aquella mujer tan apasionada y a la par delicada: haber de dividir
con otra la posesión de su amante; tocar su mano caliente, aun con el calor de
Luisa; respirar su aliento impregnado aún, por decirlo así, del aliento de
Luisa. Los hombres no comprenden esta especie de suplico en las mujeres. Se
creen con el derecho de ser exclusivamente delicados en este punto, y, por eso,
sin duda les vemos tan exigentes, tan celosos de la pureza de sus mujeres,
mientras que no escrupulizan de ofrecer a la más inmaculada virgen los restos
impuros de una juventud pródigamente [dispendiosa] (dispendiada en el original). Pero, atormentada por los celos, la
condesa era siempre generosa, y la vida de aquella rival con quien dividía a su
amante era el consuelo de su propia desventura.
No la había visto nunca.
La peregrina belleza de Luisa no había podido exaltar sus temores, y acordábase
siempre de que había estado moribunda, acaso por encontrar el corazón de su
marido sin calor para abrigar su delicada existencia. Sentía compasión hacia la
tierna joven que ya no tenía madre, que entraba en el mundo, inexperta y
tímida, sin armas para defenderse de las perfidias, sin antídoto alguno que
oponer a los dolores. La felicidad que Carlos diese a Luisa debía forzosamente
causar envidia y dolor a la condesa, y, sin embargo, érale necesario aquel
dolor, érale necesaria la felicidad de Luisa.
Carlos le daba mil
seguridades de ella. Decíala con frecuencia que la inocencia y la credulidad de
su esposa no la permitían concebir la menor sospecha, que, después de las
primeras escenas desagradables que habían tenido lugar entre los dos, la buena
y demasiado indulgente Luisa se había dejado consolar sin dificultad, prestando
entero crédito a las falsas explicaciones que él creyó conveniente darla.
Carlos estaba cierto, según decía, de que Luisa era incapaz de celos, y que
siendo con ella atento y afectuoso, nada más pedía ni necesitaba. Luisa era,
juzgada por su marido, una criatura eminentemente apreciable y sosegada. Era,
en fin, forzosamente una mujer dichosa, supuesto que no se quejaba nunca.
Pero, ¡cuánto se
engañaba! La callada y, al parecer, tranquila esposa era más infeliz de lo que
podía expresarse. No la cegaba ya su inocencia, ni la sostenía su confianza.
Una terrible verdad había brillado delante de sus ojos. ¿Qué valía su
ignorancia respecto a la infidelidad de su marido? Para ser profundamente
desgraciada bastábale la certeza de no ser amada.
Las palabras de Carlos,
aquellas palabras que la habían lanzado al borde de la tumba, ¿podrían borrarse
jamás de su memoria y de su corazón? Oíalas siempre, oíalas sin cesar: junto a
Carlos, lejos de Carlos, despierta, dormida... Aquellas palabras resonaban
constantemente en sus oídos e iban a grabar directamente en su alma la amarga
certidumbre de que el vínculo eterno que los unía era ya para él una pesada
cadena.
No se quejaba, es
verdad. Había escuchado con atención y bondad las explicaciones y disculpas de
su marido, y, a pesar de toda su inexperiencia, comprendió que se hallaba
arrepentido de su imprudente sinceridad y que intentaba repararla. Era todavía
bastante bueno y compasivo para desear engañarla, y ella aparentó estarlo.
Era la vez primera que
fingía: es también lo primero que enseña el mundo y Luisa entraba en él. Ya se
iniciaba, a pesar suyo, en los secretos de sus decepciones y de sus perfidias.
Guardaba, pues, silencio
y observaba a su marido. Bien pronto al pesar de conocerse desamada debía
seguir la dolorosa sospecha de creerse ofendida.
Carlos estaba con ella
cada día menos. Marchábase a caballo todas las tardes después de comer y no
volvía hasta muy avanzada la noche, dando siempre frívolos pretextos a sus
periódicas y largas ausencias.
Estaba don Francisco tan
ocupado de sus proyectos y pretensiones, y tan asediado por sus antiguos
amigos, que no fijaba su atención en la conducta de Carlos. Salía por las
tardes antes o poco después que éste, y no volvía hasta la hora de acostarse,
que era para él fijamente las once. Antes de meterse en la cama iba un momento
a la alcoba de Luisa, en la que hallaba algunas veces a Carlos, y como ninguna
alteración notase en la tierna confianza con que se trataban, retirábase muy
satisfecho de la felicidad de los dos esposos. Verdad es que con más frecuencia
encontraba a Luisa, pero al presentarse el buen caballero siempre acudía una
dulce sonrisa a disipar las nubes de tristeza que oscurecían el semblante de la
pobre abandonada, la que disculpaba la ausencia de su esposo, de manera que
dejaba satisfecho al anciano.
-Sí, padre mío -contestaba ella.
Íbase, entonces, muy
complacido don Francisco, y un mar de lágrimas espiaba la generosa mentira de
la infeliz niña.
A nadie podía confiar
sus penas, a nadie pedir consejo y compasión. Evitaba con extremo cuidado que
don Francisco pudiese concebir la menor sospecha, porque temía ver destruida la
buena armonía que reinaba entre padre e hijo, hacer sufrir a éste la cólera
violenta de aquél, y acaso emponzoñar los últimos días del anciano que se
consideraba feliz con la dicha de sus hijos.
Tanto poder tenían en
ella estos temores, que cuando Carlos volvía demasiado tarde velaba para
esperarle y hacerle entrar con sigilo, evitando que don Francisco, sabiendo la
desusada hora a que se recogía, exigiese explicaciones que acaso Carlos no
podía dar, o que pudieran producir dolorosos efectos.
Pero en medio de tan
increíble bondad su descontento crecía por instantes. Sospechaba ya toda la extensión
de su desgracia, y los celos fermentaban ocultos en su alma.
Muchas veces en mitad de
la noche dejaba su lecho para espiar -por decirlo así-, el sueño de su marido,
con la esperanza de oír escaparse de sus labios alguna palabra que disipase o
confirmase sus temores. Al despertar, Carlos hallábala todavía junto a su cama.
-Ya lo ves -respondía
ella-, como tus ocupaciones me privan de ti muchas horas del día quisiera
anticipar aquéllas en que puedo verte y oírte.
Si entonces Carlos la
dirigía una tierna mirada, si articulaba una palabra afectuosa, retirábase para
ocultar el exceso de su emoción, y se decía con alegría:
-¿Acaso volverá a
amarme, acaso no se ha mudado completamente su corazón?, ¿no tiene todavía
aquella mirada que me hacía feliz, aquel mismo acento que siempre llega a mi
alma?
Cuando hemos sido amados
con verdad y hemos tenido fe en el sentimiento que inspiramos, nunca prevemos
la posibilidad que deje de existir. El momento llega, sin embargo, súbito,
inesperado. El corazón fascinado no ha comprendido los síntomas precursores de
su llegada, y muchas veces dudamos todavía, aun después de tocar la terrible verdad.
El corazón parece asirse con mayor tenacidad a la ilusión que se le escapa.
Así, Luisa, en presencia de aquél que tan venturosa la había hecho y podía
hacerla aún, creía imposible la duración de su desventura.
Pero cuando dejaba de
verle, cuando contaba en la soledad de su cuarto horas interminables de
ansiedad, cuando volvía los ojos en torno suyo sin encontrar un seno amigo
donde reclinar su cabeza atormentada, entonces faltábala resistencia y saliendo
de su habitual mansedumbre osaba quejarse al cielo.
-¡Dios mío!, ¡Dios mío!
-exclamaba-. No es justo que una pobre mujer sea oprimida por tanta desventura.
Mientras tanto, pasaban
días y días, y ninguna mudanza se operaba favorable a Luisa, por el contrario,
su situación era cada vez más desgraciada.
Un día, a la hora en que
se acostumbraban a comer, Carlos, que se paseaba por la sala, entró de pronto
en el gabinete en que ella se hallaba sumida en triste cavilación:
-¿Y qué hace?, ¿en qué
se ocupa? -repuso Carlos con enfado-. ¿Qué significa que a las cinco de la
tarde aún no hayamos despachado?
La impaciencia de Carlos
era tan fácil de comprender como la morosidad de don Francisco. El uno anhelaba
volar junto a su amada y el otro, que en aquella mañana había visto fallida su
esperanza de obtener para su hijo un brillante destino, era presa de un
negrísimo humor que le hacía olvidar hasta la necesidad de comer.
Carlos continuó
paseándose, pero como pasaban los minutos unos tras otro sin que su padre
saliese del aposento en que ocultaba su despecho, el enfadado joven se hacía
más y más visible.
-¡Esto es insufrible!
-exclamó Carlos-. Tengo precisión de salir, precisión absoluta, y mi padre se
enojaría si me marchase antes de acompañarle a la mesa. ¿No es verdad, Luisa?
Y Carlos, enojado con el
laconismo de sus respuestas, le volvió la espalda con precipitación. Su reloj,
que miraba por momentos, señalaba ya las seis y no pudo sufrir más. Pensó en la
impaciencia, en la inquietud que su tardanza causaría a la condesa, y volviendo
a donde estaba su mujer con una cara en que se pintaba su anhelo por dejarla:
Obedeció Luisa y volvió
a decir a su marido que ambos debían comer solos, pues don Francisco se sentía
un poco indispuesto y no quería asistir a la mesa.
Carlos entró corriendo a
ver a su padre, pero enterado de la poca importancia de su indisposición volvió
a salir prontamente y dijo a su esposa, que le esperaba para sentarse a la
mesa.
-Comes hoy sola, querida
mía, pues, como ya te he dicho, tengo absoluta precisión de salir ahora mismo.
Luisa bajó los ojos, y
por más esfuerzos que hizo para reprimir su dolor, estalló en un mar de
lágrimas.
Admirado y conmovido
Carlos se quedó parado, y sin hallar palabras para pedir a su esposa más clara
explicación. Luisa continuaba llorando y él se sentía impulsado a permanecer
junto a ella, a consolarla, a mentir si era preciso para devolverla la
tranquilidad; pero el momento no era oportuno, la condesa esperaba y los
minutos volaban.
Tomó la mano a su esposa
rogándola con mal ordenadas frases que se calmase, y ofreciéndola volver temprano
se marchó precipitadamente.
El dolor ahogaba a
Luisa. Aquella conducta de su marido le pareció bárbara y humillante. No sólo
no la amaba sino que tampoco trataba ya de engañarla. Carlos la desentendía,
despreciaba su dolor, hollaba toda clase de consideraciones y daba al olvido
sus deberes.
Estos pensamientos la
volvían loca, pues experimentaba impulsos nuevos y extraños a su naturaleza,
impulsos de odio y de venganza, que en casos iguales han perdido a muchas
mujeres, que no hubieran jamás sido culpables si hubiesen podido ser
insensibles al ultraje.
-¿Quién es, quiero
saberlo, quién es la mujer que usurpa su cariño, que le ve, que le escucha,
mientras que yo, pobre abandonada, me adorno inútilmente en la soledad con el
vano título de su esposa? ¡Pérfido!, ¿por qué ha jurado amarme eternamente?,
¿por qué engañarme así?, ¡y a Dios!... ¡Sí, también a Dios a engañado el
infiel! ¡Oh, madre mía, madre mía!, ¡cuán amargos hubieran sido tus últimos
momentos si hubieses previsto la suerte que aguardaba a tu hija!
Lloraba amargamente y
sucumbía en algunos momentos a la fatiga que causaba en su delicada
organización la continuidad de su pesar, pues aquella situación no era de un
día, todos eran acompañados del mismo malestar, y con haber dejado conocer a su
marido que padecía, sólo había conseguido hacerle más culpable a sus ojos.
En efecto, Carlos no se
hacía ya ilusión, sabía que su esposa era infeliz, y este descubrimiento le era
tanto más doloroso cuando que se veía imposibilitado de devolverle la dicha que
le había robado su nueva pasión. Su posición era más difícil con respecto a
Luisa, y su conducta, por consiguiente, menos natural. Cuando la creía
ignorante de su falta, aún hallaba un placer en su compañía, pero desde que en
su presencia sólo podía encontrarse como un reo delante de su juez, o como un
verdugo delante de su víctima, evitaba cuanto le era posible el encontrarla
sola.
Conociendo que no podía
satisfacer al corazón de su esposa, que no trataba ya de disimular su descontento,
observaba con mayor cuidado todas las exterioridades, desvelado por no darla
ningún motivo aparente de disgusto. Cuando no podía evitar encontrarse a solas
con ella, hallábase confuso, embarazado, y, por consiguiente, frío; pero en
público redoblaba sus atenciones y cariño, y puede asegurarse que jamás marido
infiel ha sabido honrar tanto a la esposa que ultrajaba.
Pero, ¿qué valían todas
aquellas aparentes consideraciones para una criatura que con poca vanidad tenía
un excesivo amor a su marido? Más tierna que orgullosa Luisa hubiera trocado
por una mirada de ternura todos aquellos respetos que parecían destinados a
encubrir su desventura.
Crecía ésta con su
duración. La pobre joven iba perdiendo de día en día la esperanza de una
mutación feliz. Y no la agobiaba únicamente el dolor de verse desamada, que
también era para su religioso corazón un pesar profundo, la idea de que su
marido era culpable a los ojos de Dios. Persuadida ya de que una nueva pasión
era la causa de su indiferencia hacia ella, estremecíase al considerar la
enormidad de aquel pecado, y en aquellos momentos.
-¡Dios mío! -decía con
fervorosa piedad-. No es mi felicidad sino su salvación la que os pido. Que
jamás, si es preciso, vuelva a pertenecerme su corazón, pero que sea vuestro
solamente. Yo cubriré mi frente de ceniza y me arrastraré por el polvo para
expiar su pecado. ¡Perdonadle, Señor!, y volved al redil esa oveja extraviada.
Pero Dios parecía sordo
a la angélica súplica. La oveja no volvía al redil, y la celestial resignación
de Luisa la abandonaba con frecuencia.
-¡No es un capricho!
-decía-, ¡no es un pasajero extravío!, ¡le he perdido para siempre!, ¡ha
olvidado a Dios en cuya presencia juró amarme toda su vida! ¿Cómo es posible
este exceso de perversidad? ¿Cómo es esto posible, Dios mío? -repetía la
inocente con profundo dolor-. ¿Cómo faltar así a un juramento sancionado por
vos?
En la primera época de
la juventud, y aun más tarde, los corazones tiernos descansan con entera
confianza en la solemnidad de un juramento, y no conciben la posibilidad de
quebrantarlo sin perder la estimación que inspira el objeto amado.
Así es que una mujer
exige de su amante la promesa de un amor eterno, y un amante pide a su querida igual
seguridad, como si de ésta dependiese la duración del sentimiento, y como si
debiese respetarla.
Tanto valdría pedir el
juramento de que en el día de mañana gozaremos la misma salud de hoy, o que
tendremos la misma juventud a los cuarenta que a los veinte años. Tal es, sin
embargo, la ceguedad del amor que la persona que confesaría absurdo el
juramento de no tener nunca arrugas ni canas, ni padecer de dolores de
estómago, jaquecas o ataques de nervios, confía en el que una boca amada
pronuncia, obligándose a hacer que el corazón no experimente nunca las
influencias irresistibles del tiempo y los acontecimientos.
Nada es más común que
oír en boca de la persona desamada la terrible interpelación: ¿qué se han
hecho tus juramentos?; ¿Por qué antes no se pregunta a la
naturaleza?, ¿qué se han hecho las hojas y las flores de que vestían los
árboles cuando el viento invernal las arrebata?, ¿qué se hace, en fin, la vida
del hombre cuando deja de animar su cuerpo?
-Ella, la naturaleza
-respondería-. ¡Todo cambia, todo pasa! Ésta es mi ley, la ley inmutable, ¡la
ley eterna!
Continuará…
Hoy estamos de fiesta, celebrando a la memoria de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Gracias por tu constancia y toda la maravilla que de su obra nos brindas en este blog. Por tu ardua, apasionada labor en la difusión del conocimiento de su vida y obra.
ResponderEliminar