Descanso en el bosque, Luís Jiménez y Aranda. Óleo sobre lienzo 46 X 61 cm, siglo XIX. |
La impaciente espera de Luisa...
-XVII-
-¡Tres meses! ¡Tres
meses cumplen hoy que no lo veo! -decía la triste Luisa, apoyando su rubia
cabeza sobre sus manos, sentada delante de un veladorcillo en el cual se veían
esparcidas varias cartas de Carlos-. ¡Y no habla de volver! -prosiguió, dejando
de repente su primera postura y buscando entre las cartas la última que había
recibido-. ¡Nada! ¡Nada dice aquí que pueda darme esperanzas!
«Querida Luisa: Lo que
me dices del estado de nuestra respetable madre me causa el mayor dolor, y
siento no poder compartir contigo los cuidados que prodigas a la querida
enferma».
-¡Lo siente!, ¿y por qué
no viene? ¡Dios mío! ¡Valen todas las riquezas de la tierra el dolor de estar
tres meses separado de lo que se ama!
«Aún no he terminado
completamente el negocio que me retiene en Madrid, porque las cuentas del
difunto se hallaban tan embrolladas que toda mi actividad y la de los albaceas
no han bastado aún para aclararlas».
«En días pasados tomé la
resolución de volverme a esa y se la comuniqué a los albaceas de mi tío,
ofreciéndoles que apenas llegase diría a mi padre nombrase un apoderado más
propio que yo para este negocio. Pero después de dos días de reflexión, conocí
que no era racional abandonarle a manos mercenarias, después de haber venido y
que acaso mi padre no lo aprobaría... En fin, volví a presentarme a los
albaceas para decirles que había desistido de mi primera resolución».
-¡Oh, qué fácil le fue
desistir!..., ¡pero el temor de disgustar a nuestro padre!... Y, sin embargo,
¡es tan bueno! Sí, él hubiera perdonado. Quiero hablarle hoy mismo de esto,
quiero echarme a sus pies para suplicarle que permita a mi esposo volver a
nuestro lado. Lo haré, estoy resuelta. ¡Pues qué!, ¿nunca he de tener valor para
decir que soy desgraciada?
Fuese casualidad o
intención, aquellos sollozos se aumentaron de tal modo en el instante en que
don Francisco, saliendo del aposento de su hermana, atravesaba una galería contigua
al gabinete en que se encontraba Luisa, que, oyéndola el buen caballero, entró
precipitado y llamándola con sobresalto:
-¡Hija mía!, ¿qué
tienes?, ¿qué te aflige? -exclamó su tío acercándose con paternal cariño y
levantándola la cabeza, para contemplar su lindo rostro bañado en lágrimas.
-¿Qué me aflige?...
-tartamudeó ella haciendo un gesto infantil con el cual quería decir-. ¡Bien lo
sabe Ud.!
-¿Qué te escribe Carlos,
hija mía?, ¿te ha dado algún motivo de queja? Habla, Luisita, es tu padre quien
te lo suplica.
-Nadie..., pero él no
puede venir sin orden de Ud., y usted no da esa orden... y ya hace tres meses
que no lo veo: ¡tres meses!... ¡y pasarán otros tantos!, ¡pobre de mí!...
Y el llanto y los
sollozos comenzaron de nuevo, y fue cosa imposible para el buen caballero
hacerlos cesar, por más que prodigaba caricias y mimos.
Por fin, don Francisco
acertó a tomar la carta que ella había leído por vigésima vez un momento antes,
y al llegar al párrafo en que su hijo hablaba de no haber dejado la corte por
el temor de disgustarle, el orgullo paternal le hizo olvidar por un momento las
lágrimas de Luisa.
-¡Así!... -exclamó-
¡hizo muy bien! Esto prueba que no han sido perdidos mis desvelos. Carlos es un
hijo respetuoso y sumiso, como hay pocos en el día. De eso debo tener orgullo.
Por más que mi hermana porfíe en que si es bueno es por su índole natural y no
por la educación que yo he sabido darle; siempre sostendré que ninguna tierra,
por buena que sea, da los mejores frutos sin un esmerado cultivo.
-Pero si él es un buen
hijo, Ud. no debe ser un padre cruel -dijo Luisa con un atrevimiento tan
inusitado en ella que dejó parado a don Francisco.
-No sé lo que digo
-repetía-; conozco que todo lo que hace Ud. debe ser bueno y justo, pero
¡padezco tanto! ¡Hace tanto tiempo que no le veo! Moriré muy pronto si esto
sigue así.
Ya está conocido que don
Francisco de Silva no era hombre que podía resistir mucho tiempo a los ruegos y
a las lágrimas. Levantó a Luisa, besola en sus lindos ojos encendidos de
llorar, pidió pluma y papel, y sobre el mismo veladorcillo en que estaban las
cartas de su hijo trazó unas líneas.
«Carlos: Puedes venirte
cuando quieras, pues yo daré mi poder a un sujeto más instruido que tú en esos
embrollos. Tu esposa te espera con impaciencia, y tu padre está contento de ti
y desea abrazarte».
Alargó el papel a Luisa, que al leerlo
lloró de alegría tanto como había llorado de pesar. Abrazola el papá y dejola
aconsejándola serenarse.
Luisa estaba loca de
contento, pero no saltaba ni manifestaba su regocijo con los pueriles extremos
propios de sus diez y siete años, sino que siempre tímida y religiosa se
arrodilló para dar gracias a la virgen por aquel favor que, sin duda, le debía.
Luego escribió una larga y hechicera carta a su marido, y cuando volvió al lado
de su madre estuvo con ella más tierna, más humilde, más angelical que nunca,
pues la felicidad era en aquella alma inocente y buena, como un perfume divino
que se hacía sentir a cuantos la rodeaban.
Continuará…
No hay comentarios:
Publicar un comentario