Cómplice de un amor adúltero, criminal...
-XXIX-
Cuando don Francisco
había ido a visitar a la condesa aquel día salió de Madrid bastante temprano. Pero
no tanto que Carlos, advertido la noche anterior de su resolución no hubiese
podido prevenirla. Así pues, recibió la visita del anciano con la posible
serenidad, algunos minutos después de haberla dejado Carlos, que se anticipó a
su padre. La visita fue corta, y Catalina, que no esperaba a su amante hasta la
proximidad de la noche, habíase encerrado en su aposento con su habitual
tristeza.
Eran las cuatro de la
tarde, poco más o menos, cuando oyó el ruido de un coche, y pensó que Carlos
anticipaba su visita algunas horas, cosa muy natural atendida a su marcha que
debía verificarse al siguiente día y que acaso la obligaría a dejarla aquella
noche más temprano que lo hacía regularmente.
Su postración de
espíritu se comunicaba a su cuerpo. Era aquél uno de sus más amargos días. La
visita de don Francisco, la hipocresía a cuya observación se había visto precisada,
la partida próxima de Carlos, su resolución de marchar en seguimiento suyo...,
todo contribuía a tenerla aquel día más preocupada que nunca.
Una hora hacía que
aquella criatura antes tan viva permanecía inmóvil, apoyada la cabeza en el
mármol de una chimenea, menos blanca que su rostro, y no se movió ni aun al oír
las pisadas que creía de su amante.
Elvira entró
precipitadamente. Luisa, toda trémula y sobrecogida de contrarios sentimientos
quedose inmóvil al umbral de la puerta.
-¡Yo soy, sí! -exclamó
con su habitual indiscreción aumentada por el trastorno de su espíritu en aquel
momento. ¡Catalina! Venimos a salvarte si aún es tiempo.
La condesa repitió las
últimas palabras de su amiga, fijando los ojos con aire de sorpresa en la
persona desconocida testigo mudo de aquella escena. Luisa bajó los suyos y el
vivo carmín que el embarazo de su posición sacó súbitamente a su rostro,
contrastaba con la profunda palidez de su rival.
La condesa tembló. No
sabemos si conservaba en la memoria los rasgos del hermoso rostro que había
visto en puntura, o si fue efecto de un instinto del corazón, pero lo cierto es
que su repentina alteración reveló que sabía ya quién era la mujer que estaba
en su presencia.
A no ser por las
palabras que había pronunciado Elvira, aquella visita estuviera explicada por
la de don Francisco, pero lo que acababa de oír Catalina a su amiga la hicieron
presentir confusamente parte de la verdad.
Quiso ponerse en pie y
no se lo permitió el temblor de sus rodillas, y haciendo con la mano un ademán
para invitar a Luisa a que tomase asiento, articuló débilmente:
-A la señora de Silva
-dijo Elvira con apresuramiento-, a la mujer de Carlos, Catalina. ¡Todo lo
sabe! ¡Todo! Y ha venido...
-¿A qué? -interrumpió
con vehemencia la condesa, cuyo rostro pareció iluminarse con la indignación-.
¿A qué? -repitió fijando en la turbada niña una mirada penetrante y casi
terrible.
Luisa, aunque
sobrecogida por la posición extraordinaria en que se hallaba, supo recobrar la
dignidad de un alma noble e inocente, y adelantándose con timidez, pero sin aturdimiento,
dijo con voz bastante inteligible:
A estas palabras
despertose todo el orgullo de Catalina y sus ojos despidieron rayos de ira,
mientras apretando convulsivamente las manos de Elvira se esforzó en vano para
contestar.
Luisa, conmovida al
notar su agitación y ajena de comprender todo lo que pasaba en aquel momento en
aquella alma soberbia, repitió con dulce acento:
-Recoja Ud. ese perdón
-dijo con voz ahogada-: yo no lo acepto. Estoy caída, ¡es verdad! Soy culpable
a los ojos del mundo, y Ud. es pura, Ud. es virtuosa! ¿Qué más quiere Ud.,
señora? ¡Ud.! En prueba de amor ha aceptado el honor de llamarse esposa de
Carlos, de ser respetada como tal. Yo, en prueba del mío, he aceptado la
afrenta, la reprobación del mundo. ¡Y Ud. es la que perdona ostentándose
generosa! Y Ud. es la que viene a perseguirme hasta el fondo de mi retiro, para
decirme que no me echa en cara el crimen de haberme inmolado a un sentimiento
del cual supo Ud. sacar tanto honor, tantas ventajas!
A esta acerba ironía
Luisa, herida e indignada, no acertó a proferir ni una palabra, y Elvira
exclamó:
-¡A salvarme! -repitió
con sarcasmo Catalina-. Yo se lo agradezco. Pero no, señora, yo no me he dejado
ningún recurso. Me he sacrificado completamente y estoy para siempre perdida. Soy
su querida y Ud. es su esposa. El mundo la espera a Ud. para
compadecerla y llamarla víctima. Si Ud. le dice lo que acaba de hacer no la
rehusará el salario debido a su generosidad, a la generosidad que usa conmigo.
Pero yo, señora, yo nada
espero. Ud. sabe cuál debe ser mi destino, llene Ud. el suyo glorioso con tanta
resolución como yo acepto el mío.
-¡No! -exclamó Luisa con
una energía que la hacía capaz en aquel momento el triunfo que su bondad acaba
de obtener en su corazón sobre sus celos y su indignación. ¡No!, Ud. no llenará
ese destino vergonzoso. Nunca, señora, nunca es tarde para el arrepentimiento,
y si los hombres no tienen misericordia la de Dios es infinita. Nunca deja sin
recursos al pecador: nunca cierra las puertas a la expiación. Yo he venido,
señora, he venido...
-¡A insultarme! -gritó
enfurecida la condesa-. ¡No más, señora! –Prosiguió con imperioso ademán-.
¡Salga Ud.! -repitió sofocada por la cólera, por los celos, por la vergüenza.
-¡Salga Ud.! -la dijo
por tercera vez, y poniéndose en pie hizo más visible con este movimiento la
situación en que se hallaba.
Mirábala Luisa y lanzó
un grito cubriéndose la cara con las manos. Comprendió la condesa aquel grito y
aquella demostración y cayó casi ahogada. Fue aquel un momento supremo de
humillación para aquella alma soberbia.
Pero, ¡ah!, lo que
pasaba en el alma de Luisa no era ciertamente menos doloroso. Los celos, los
más crueles celos la desgarraban al comprender los derechos de su rival sobre
el corazón de su marido. Y, sin embargo, aquellos sagrados derechos fueron
respetables para su corazón y parecíales que revestían a Catalina de un augusto
carácter.
-¡Ella es! -pensaba-
¡ella es realmente su esposa!, ¡la naturaleza la ha concedido un derecho de que
me ha privado!
La emoción profunda que
este pensamiento le causaba dominó todos los otros sentimientos y dejó aparecer
únicamente el más noble, el más digno: ¡la piedad!
No era ya Luisa una
mujer: era un ángel superior a todas las flaquezas humanas, y cuando sus manos,
apartándose de su rostro, dejaron ver la expresión divina que le animaba, la
misma Catalina inclinó su altiva frente subyugada por un sentimiento de
respeto.
-Señora -dijo Luisa con patético acento-, mi
muerte puede solamente dejar libre a Carlos, y yo la imploro en este momento de
la piedad del cielo. Si pudiese sin crimen terminar mi vida desgraciada, ese
sería el testimonio que yo diese a Ud. de los sentimientos de mi corazón.
Espero que Dios me concederá muy en breve dejar este valle de lágrimas en donde
han sido tan amargas las mías. El golpe que me ha traspasado el alma me permite
esta esperanza.
La condesa comprendió,
sin duda, toda la sublimidad de aquella incomparable abnegación, pues el llanto
brotó entonces con violencia en sus ojos.
Luisa continuó. Mientras
tanto, vivan ustedes en el país extranjero que han escogido. Yo sabré aplacar a
un padre irritado, yo sabré engañarle así como he sabido revelarle
imprudentemente la verdad. Aún es tiempo. Yo le buscaré y desarmaré su enojo, y
mientras viva no me apartaré del anciano abandonado... Y no moriré, señora, sin
alcanzar antes para Ud. y para él gracia y perdón.
Luisa la abrió los
brazos y una en el seno de la otra lloraron ambas largo rato. También lloraba
Elvira, único testigo de aquella patética escena.
Dos corazones, dos
nobles corazones ligados en aquel momento por todos los sentimientos generosos
se confiaron el uno al otro. ¡Y eran dos corazones de mujer sin embargo!
Luisa aconseja a la
condesa el modo de realizar su partida con más prudencia. Catalina la escuchaba
con veneración y parecía dispuesta a obedecerla ciegamente.
Estaba Luisa divina en
aquellos momentos. Una resignación sublime se pintaba en cada una de sus
facciones, y al verla tan hermosa, tan joven, tan santa, la condesa juzgó muy
culpable y muy insensato al hombre que la abandonaba.
Al anochecer se
separaron. Quedó determinado que la condesa iría a reunirse a su amante ocho
días después de la partida de éste, y que para desvanecer si era posible las
hablillas que circulaban en descrédito de Catalina y evitar el que fuese
comprendido el verdadero objeto de su partida, Luisa la visitaría públicamente
en Madrid, adonde debía volver la condesa antes de su marcha y se daría la
posible publicidad a la amistad que en aquel momento se juraron.
Luisa y Elvira volvieron
a Madrid, y la condesa al verse sola exclamó con una especie de alegría,
desusada en ella aun en sus días felices:
Don Francisco estaba en
su casa cuando llegó Luisa. Cuando había salido poseído de aquella violenta
cólera que tan atrevida resolución inspiró a la joven, hizo un feliz acaso que
se encontrase con un antiguo amigo que en otros tiempos había poseído toda su
confianza. Con la imprudencia que le caracterizaba, aumentada en aquel instante
por la ceguedad de su cólera, confiole todo lo ocurrido y sus violentas
resoluciones, y el amigo, que sin duda tenía tanta bondad como talento, supo
hacerle desistir de ellas, guardándose bien de contradecirlas. Aplacole
dejándole en la persuasión de que las reflexiones de que se había valido para conseguir
este resultado eran propias y exclusivas del mismo don Francisco, el cual se
volvió a su casa resuelto a no dar paso alguno sin tener pruebas más claras del
crimen de su hijo.
Su sagaz y prudente
amigo había sabido hacerle sospechoso el testimonio de Luisa, y el buen
caballero se dijo a sí mismo muy bajito:
Cuando volvió a su casa
y supo que había salido Luisa fue a buscarla inútilmente en cuantos sitios
creyó verosímil encontrarla: en todas las iglesias, en todas las casas de sus
conocidos. Afortunadamente no se dejó llevar del deseo de contar a cuantos veía
la inquietud que le causaba el no encontrar a su nuera, por los temores que le
causaban los celos que le había revelado aquel día, y volviose cansado, lleno
de sobresalto, pero resuelto a obrar con prudencia. Pocos minutos habían
transcurrido desde que llegó a su casa, cuando vio entrar a Luisa con semblante
sereno y apacible. Auguró favorablemente aquella mudanza y Luisa confirmó su
esperanza confesando que creía haber juzgado mal a su marido, que por algunos
elogios que le había oído hacer de la condesa concibió celos que le parecieron
justificados al saber que debían reunirse en Inglaterra, pero que habiendo
después averiguado el grado de amistad que existía entre la condesa y Carlos,
estaba avergonzada de haber sido demasiado precipitada en sus juicios.
Don Francisco no
concibió ni la más remota sospecha de la generosa mentira, y después de
declamar largamente contra la ligereza de las mujeres y sus imprudencias, y sus
celos, y sus malicias, etc., etc., acabó haciendo mil elogios de sí mismo: de
su cordura, de su sensatez en no haber dado entera fe a las acusaciones de
Luisa contra su marido. Luisa le oyó pacientemente y cuando por fin pudo
retirarse a su aposento, púsose de rodillas y exclamó:
-¡Dios mío! Me he hecho
cómplice de un amor adúltero, criminal a vuestros ojos. Los sentimientos
generosos que me había impuesto son flaquezas culpables delante de vuestra
severa justicia. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! Yo me someto humilde al castigo que
queráis imponerme, pero que no sea, Señor, el de hacer inútil mi delito! ¡Que
sea feliz él, Dios mío!
Continuará...
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