Tirano de su propio ídolo
“Los hombres nos han
encadenado con vínculos eternos, y tú, pobre ángel, serás víctima como yo de
sus tiránicas y absurdas instituciones”.
Carlos de Silva
-XXIII-
Cuando dos sentimientos
poderosos luchan en el corazón, la victoria obtenida por uno de ellos vigoriza
en vez de aniquilar al otro. En el amor sobre todo se observa con frecuencia
esta especie de fenómeno. Si nos hallamos colocados entre esta tirana pasión y
un deber sagrado, ella vence regularmente, pero todos los sacrificios que
obtiene, todos los triunfos de que se adorna, como que debilitan al corazón que
se los ha concedido. El deber habrá sido sacrificado, y como toda víctima
inocente excitará la piedad a la par que el remordimiento, mientras que su altiva
vencedora, oprimiendo al corazón que todo se le ha sometido, acaso acabará por
fatigarle. Pero si en el momento mismo en que casi nos arrepentimos de ejecutar
a favor de la pasión vencedora un inmenso sacrificio, un obstáculo independiente
de nuestra voluntad llega súbitamente a impedirlo, entonces se verifica que en
vez de regocijarnos del inesperado auxilio, nos indigna e irrita. El deber que
como víctima había adquirido fortaleza, se nos representa ya como verdugo, y el
amor que triunfante nos fatiga adquiere con la contrariedad una nueva energía
que comunica a la voluntad.
¡Orgullo y pequeñez del corazón! Siempre
le hallaréis así: Siempre le hallaréis así: en todos los climas, en todas las
jerarquías, con corta diferencia el corazón humano es siempre el mismo.
Veréisle sin cesar anhelando cederlo todo a la pasión que le domina y
arrepintiéndose a proporción que da. Veréisle indómito a cuanto no sea su
pasión para convertirse después en tirano de su propio ídolo. Toda su fuerza
está en la contrariedad: dadle el poder de sacrificarlo todo y lo veréis muy
pronto cansarse de ese mismo poder.
Si Carlos hubiera
realizado su fuga con la condesa, acaso el valor de cuanto por ella sacrificaba
hubiérase aumentado en su imaginación, y el arrepentimiento y el pesar
vengarían suficientemente a la abandonada Luisa. Pero la repentina mudanza que
acababa de verificar aquella mujer que se la aparecía sin ser llamada para
volverle a la senda del deber que estaba próximo a abandonar, hizo enmudecer la
voz interior que le hablaba todavía en favor de aquel mismo deber; y lo que en
ejecución le pareciera un sacrificio doloroso, figurábasele, al verle deshecho,
una felicidad destruida.
Hallábase en los brazos
de su padre y su esposa, y en vano se esforzaba para corresponder a sus
caricias. Un pensamiento, un objeto único le ocupaba: ¡Catalina! Era ella en
aquel momento la verdadera víctima a sus ojos.
Al verse restituido, a
pesar suyo, a una esposa ultrajada, conmoviole menos la cándida ignorancia de la
ofendida que el dolor de la ofensora. Su imaginación le pintaba con vivos
colores cuánto debía sufrir su apasionada y celosa amante al saber aquel
acontecimiento imprevisto, ¡y el ingrato no pensaba en cuánto debía sufrir
también la inocente Luisa si penetraba en aquel instante el culpable corazón de
su esposo!
Felizmente no sucedió
así. ¡Es tan ciego el amor! ¡Tan fecunda en ilusiones la inocencia! ¡Tan
crédula la confianza! El desconcierto de Carlos no parecía a Luisa sino un
natural efecto de placer y sorpresa. Era tan feliz en aquel momento que ninguna
sospecha dolorosa podía caber en su alma.
Sentada sobre las
rodillas de su tío y oprimiendo entre sus manos las manos de su marido mudo y
confuso junto a ella, referíale con elocuente sencillez cuánto había padecido,
cuánto había llorado. Revelábale, ruborizándose, los secretos de su puro
corazón, secretos que pudieran escuchar los mismos ángeles. Ninguna sospecha,
ninguna desconfianza se traslucía en las penas más ocultas de aquella alma
tierna, ninguna reconvención se escapaba de aquellos labios tan dulces.
Carlos padecía. Sus ojos
fijos en Luisa bajábanse con frecuencia preñados de lágrimas, pero su corazón,
su culpable corazón ahogaba rápidamente los impulsos de un momentáneo
arrepentimiento.
Y, sin embargo, al
verla, al oírla, al recordar cuánto la había amado y al sentir cuánto era amado
todavía parecíale en algunos instantes que había sido víctima de algún penoso
sueño, y que todo lo acaecido en aquellos seis meses últimos no era más que una
ilusión de su fantasía.
Abismado en confusos
pensamientos permanecía junto a Luisa sin saber qué resolución tomar en aquella
crisis de su destino, cuando un coche se detuvo ante la puerta y poco después
se presentó Elvira. Su parentesco con los recién llegados, y la visita que
éstos le habían hecho apenas dejaron la diligencia, la obligaban a corresponder
con todo el empeño y atención posibles, pero advertíase a primera vista que
cedía con cierta repugnancia a la imperiosa ley de las conveniencias sociales.
Carlos, al verla,
sintiose tan turbado como si viese a la misma Catalina y Elvira le lanzó una
mirada tan celosa como hubiera sido la de aquélla.
Enseguida, y mientras
sostenía distraída una conversación lacónica e insignificante con don
Francisco, en el cual no manifestó ni una sola vez su genial locuacidad, miraba
frecuentemente a Luisa, y admirada y conmovida de su perfecta hermosura, volvía
los ojos hacia Carlos con una expresión colérica y como si quisiese decirle:
«Ud. Es indigno igualmente de su esposa y de mi amiga».
Carlos no pudo soportar
largo tiempo la violenta posición en que se hallaba. Despidiose con un pretexto
frívolo, y en vano la mirada de su mujer expresó una tímida queja. Salió
precipitadamente de aquella casa cuya atmósfera le ahogaba. Tenía el aspecto de
un loco, y nadie al verle hubiera podido desconocer que un terrible combate
tenía lugar en su alma.
Apenas hubo vuelto a su
casa despachó un correo a la condesa con una carta que sólo contenía estas
[inconexas] palabras:
«Mi esposa ha llegado,
mi padre también. El rayo ha caído sobre mi cabeza. Estoy loco. Tranquilízate,
Catalina: Yo te amo más que nunca... ¡Desventurado! ¡Más que nunca! No sé qué
debo hacer, es terrible, es atroz la alternativa. Pero, ¿no te he jurado, al
aceptar tus sacrificios, hacer por ti todos los que me exijas? Otro juramento
había prestado antes, tú lo sabes, ¿será mi suerte el eterno perjurio? Y, sin
embargo, soy más infeliz que culpable. Espero tus órdenes. Puedo morir por
obedecerte y sería un bien para mí, para ti y para ella».
Despachada esta carta se
sintió más agitado. ¿Qué resolución tomaría la condesa?, ¿pediríale nuevamente
el abandono de su esposa, de su inocente esposa que venía huérfana y triste a
apoyarse en su corazón? Esta idea le hacía estremecer; y, sin embargo, cuando
pensaba en la posibilidad de que Catalina desistiese de su proyecto y acaso
renunciase a su amor, experimentaba impulsos de ira y desesperación tan
violentos que casi le hacían aborrecer la causa inocente de su desventura.
El día pasó sin que se
hallase con valor para volver junto a su esposa. Tan prolongada ausencia
comenzó a sorprender a don Francisco y a inquietar y a afligir a Luisa:
El sol llegaba a su
ocaso y no parecía Carlos. Don Francisco no pudo sufrir más y salió en su
busca: Luisa al verse sola se deshizo en un mar de lágrimas. Sin embargo, nada
sospechaba todavía. Su corazón oprimido por vagos e indeterminados temores no
dejó escapar ni un solo impulso de desconfianza, y concibió todas las
desgracias, excepto aquélla de que era realmente víctima.
Cuando don Francisco
llegó a la casa en que habitaba su hijo, acababa éste de salir de ella y corría
desatinado a ver a Luisa. Su correo había llegado dos minutos antes con estas
líneas de la mano de la condesa:
«Te comprendo: el
sacrificio que me ofreciste es para ti la muerte. No le acepto. Puedo cederte,
jamás divertirte: ¡Te cedo! Todo concluye para mí. Sé dichoso».
La desesperación de
Carlos no conoció límites. Habríase precipitado por el balcón si una rápida e
instantánea reflexión no le hubiera contenido. Su muerte voluntaria acaso
perdería a la condesa en la opinión del mundo: sobre ella recaería la odiosidad
pública, y sobre ella las acusaciones de su familia.
Carlos, en su extremo
delirio, concibió el pensamiento de confiar a Luisa todos sus secretos, de
implorar de rodillas su perdón, no, sino el consentimiento para ser más
culpable todavía.
El bárbaro no se
acobardaba a la idea de arrancar a aquella alma tierna el voluntario sacrificio
de toda su ventura.
Voló, pues, a la casa de
Luisa, y subió precipitado y con aire decidido la escalera que conducía a su
habitación. Hallola triste y sola, lánguidamente echada en un sofá. Habíase
cansado de esperarle y la aflicción y el desaliento se pintaban en su hermoso
rostro. Mas al presentarse Carlos incorporose con viveza, brillando en sus ojos
un rayo de felicidad y le tendió sus brazos.
Fue todo lo que pudo
pronunciar, pero el sonido de su voz, su acento, su mirada, trastornaron en un
momento el corazón del culpable y vacilaron sus resoluciones.
La expresión violenta,
pero enérgica, que animaba su semblante, fue cubierta por una repentina nube de
tristeza, y pálido y temblando dejose caer a los pies de su esposa, que se
arrojó a su cuello con mortal sobresalto.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó
temblando-. ¡Tú padeces! ¡Tú me ocultas algún secreto terrible! ¡Carlos! ¡Carlos!
¡Habla, por compasión!
Él se apartó de sus
brazos con un movimiento convulsivo, y comenzó a pasearse maquinalmente por la
sala con extrema agitación. Luisa le seguía toda trémula juntando sus blancas
manos en ademán de súplica.
-Nada me preguntes -la
dijo-. ¡Nada! Por Dios y por las cenizas de tu madre te lo suplico. Soy muy
infeliz: ¡Eso es todo!
Carlos la llevó en sus
brazos al lecho, profundamente conmovido, y reanimada por sus caricias fijó
Luisa sus ojos en él con inefable y tristísima ternura.
-¿Has dicho que eres
infeliz, Carlos? -le dijo-. ¿No he oído mal?, ¿es cierto que eres infeliz? ¡Hoy!
¡El día de nuestra reunión!
Y pasando rápidamente
por su pensamiento el recuerdo de la voluntaria permanencia de su marido en la
corte, y las palabras que se habían escapado de sus labios en el primer momento
de sorpresa que experimentara al verla, añadió con profundo terror:
-¡Siempre! -la dijo él-.
Siempre serás mi hermana y la amiga de mi corazón. Siempre te amaré con toda la
ternura de mi alma. Pero, ¿puedo hacerte feliz?, ¿puedo serlo yo mismo?... Tan
imposible es ya como el devolverte tu libertad perdida. Los hombres nos
han encadenado con vínculos eternos, y tú, pobre ángel, serás víctima como yo
de sus tiránicas y absurdas instituciones.
Tales reflexiones jamás
pudieron ocurrírsele a Luisa, pero, ¡ah!, aquellas insensatas palabras habían
dado una luz funesta a su ciega inocencia. No tuvo palabras, no tuvo un gesto siquiera
para expresar lo que en aquel momento sentía, lo que en aquel momento
adivinaba. Doblose bajo la mano de hielo de su primer desengaño, como un
arbusto humilde bajo las alas del cierzo.
Don Francisco volvió a
las nueve de la noche cansado de buscar inútilmente a su hijo, y hallole junto
a la cama de Luisa. La desventurada se encontraba rendida por una fiebre
violenta, pero don Francisco no pudo sospechar la culpabilidad de Carlos. Sus
cuidados por la enferma eran tan tiernos, tan viva su inquietud y tan
verdadera, que el anciano caballero le perdonó su extraña conducta durante el
día, y atribuyendo la indisposición de Luisa a las fatigas del viaje, retirose
a su alcoba, muy convencido de que los dos esposos se amaban con la misma
pasión que el día en que presenció sus juramentos en la catedral de Sevilla.
Continuará…
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