«Plaza partida», última litografía de la serie Los toros de Burdeos. Francisco de Goya, 1824 |
Pasión y violencia...
Tres días pasaron después de haber
recibido y contestado la condesa la carta de su amante, sin que tuviese
noticias suyas. No era preciso tanto para exaltar aquella alma naturalmente
extremada. La desesperación se apoderó de ella y horribles resoluciones se
sucedieron unas a otras sin dar lugar a la ejecución.
Su dolor no era el dolor
profundo y resignado de Luisa: Era el dolor en toda su energía, en toda su
violencia, en todo su delirio. Dos veces saliose a pie, sola y frenética en
medio del calor del día, con ánimo de llegar de aquel modo en presencia de su
feliz rival y de su débil amante, y darles un espectáculo cruel traspasándose
el corazón a vista de ambos. Dos veces también la siguieron sus criados en
mitad de la noche, y la vieron vagar desatinada por los alrededores de la
quinta, y detenerse horas enteras al borde de un hondo estanque, como si leyese
en sus turbias aguas algún consejo terrible.
Veíasele pasar en un
momento de las más convulsiva movilidad a la inacción más completa; y había
momentos en que la expresión de un semblante y la incoherencia de sus palabras
podían persuadir que se hallaba en un verdadero estado de demencia.
Al tercer día su
desesperación tomó un carácter más silencioso y constante, y acaso en él se
hubiese realizado el desenlace de esta historia si Elvira no hubiese llegado a
tiempo de impedirlo.
Buena, aunque cobarde
amiga, corrió al lado de la condesa, adivinando el estado en que la
encontraría, y, sin embargo, aterrola el aspecto sombrío de su dolor, y
concibió temores que hasta entonces no había tenido. Ansiosa de templar su
amargura a cualquier precio, noticiola la enfermedad de Luisa que justificaba,
en cierto modo, la conducta de Carlos; dando al mismo tiempo seguridades que
ella misma no tenía, de la firme resolución de éste de consagrarse todo a su
amante, tan pronto pudiese sin escándalo desentenderse de su desgraciada
esposa. Elvira fue más lejos: exageró la gravedad de la dolencia de Luisa y
aseguró con empeño que daba pocas esperanzas de vida.
No le era posible a
Elvira comprender perfectamente el alma de su amiga, jamás se elevaba a la
altura de sus sentimientos. Aquella muerte presumible, anunciada como una buena
noticia, afectó dolorosamente el magnánimo corazón de la condesa y causó un
visible trastorno en sus pensamientos. Acaso era capaz aquella mujer apasionada
y violenta de asesinar a su rival en un arrebatamiento de furiosos celos, pero
no lo era de calcular las ventajas que podían resultarle de su muerte, ni de
fundar sobre su tumba el edificio de sus esperanzas.
Debemos hacer justicia: no existía alma
más noble y generosa que la que animaba a aquella mujer culpable.
A la idea de Luisa
moribunda, de la esposa inocente y ultrajada expirando junto a un marido
criminal, concibió el dolor y los remordimientos de éste. Le hubiera
despreciado profundamente si pudiese creerle libre de ellos. Hasta aquel
momento la felicidad de su rival había exacerbado su dolor. Entonces, su dolor
recayó sobre los padecimientos de su víctima.
Juzgose con rigor a sí
misma y condenose. Los extravíos de las nobles almas no han menester de jueces
ni verdugos: Ellas mismas se juzgan y se castigan, ¡ay!, acaso con sobrada
crueldad.
Pasó el día en honda y silenciosa
tristeza. Elvira se esforzaba en vano por hacerla hablar o llorar. Permanecía
horas enteras en completa inmovilidad, los ojos clavados en el suelo, su pálida
frente nublada como si reflejase un pensamiento lúgubre. A veces levantaba al
cielo su mirada y sus labios murmuraban confusas palabras. Expresaban un voto
del cual sólo Dios podía comprender la grandeza y heroicidad. El voto de no
reclinar jamás su cabeza culpable en el casto lecho de la esposa moribunda, de
no sucederla nunca en el tálamo nupcial de Carlos, en el tálamo que ella dejaba
tan puro y que él había mancillado.
¡Oh! Digan lo que
quieran los ignorantes detractores del sexo débil que pretenden conocerle, hay
en el corazón de la mujer un instinto sublime de abnegación. En aquella más
corrompida por el mundo, en la más extraviada por las pasiones, o
desnaturalizada por la educación, existen todavía hermosos sentimientos,
instintos generosos que rara vez hallaréis en los hombres.
Pedidles en buena hora a
ellos las brillantes acciones inspiradas por la ambición, la gloria y el honor.
Pedidles la osadía del valor, la franqueza de la libertad, el noble orgullo de
la fortaleza. En muchos, aunque no en todos, encontraréis algo de esto. Pero no
pidáis sino a la mujer aquella inmolación oscura, y, por lo tanto, más sublime;
aquella heroicidad sin ruido que no tiene por premio ninguna gloria del mundo;
aquella generosidad sin límites y aquella ternura inexhausta, que hacen de toda
su vida un largo y silencioso sacrificio. No pidáis sino a ella la exquisita
sensibilidad que puede ser herida profundamente por cosas que pasan sin dejar
huella sobre la vida de los hombres. Sensibilidad de que dimanan sus defectos,
que ellos exageran y neciamente propalan, y sus virtudes que desconocen y
desfiguran.
Por eso, la mujer es
siempre víctima en todas sus asociaciones con el hombre. No lo es solamente por
su flaqueza, lo es también por su bondad. Buscadla amante, esposa o madre y
siempre la hallaréis sacrificada, ya por la fuerza, ya por su voluntad, siempre
la hallaréis generosa y desventurada, ¡ah!, sí, ¡muy desventurada!
Pero no vais a decírselo
a esos reyes por la fuerza, que tan decantada protección aparentan darla, no
vayáis a decirles: «El sexo a quien llamáis débil y al que por débil habéis
cargado de cadenas, pudiera deciros: '¡Sois cobardes!'; si el valor, mejor
entendido, sólo se midiese por el sufrimiento». No se lo digáis, no, porque
después de haberle inhabilitado para los altos destinos que exclusivamente se
han apropiado, después de cerrarle todas las sendas de una noble ambición,
después de anatemizar cualquier lauro que haya arrancado trabajosa y
gloriosamente a su orgullo, todavía serían osados a disputarle el triste
privilegio de la desventura, todavía querrían despojar a la víctima de su
corona de espinas y persuadirla de que era dichosa.
Al cuarto día una carta
de Carlos llegó a la quinta de la condesa. Luisa estaba fuera de su peligro.
Catalina respiró como si la descargasen de un enorme peso. Carlos escribía
lleno de compasión hacia su esposa, pero lleno también de amor hacia su
querida. Conjuraba a ésta a que se tranquilizase, y jurándola morir si le
retiraba su amor ponía en sus manos el destino de ambos. Mas al ofrecerse todo
a su amante mostrábale la certeza que tenía de que su esposa no sobreviviría a
su abandono, y dejaba comprender que tampoco él soportaría largo tiempo una
existencia emponzoñada por el atroz remordimiento de haber sido el asesino de
Luisa.
La condesa leyó aquella carta por tres
veces y pareció después profundamente pensativa. Elvira, respetando su larga
meditación, no se atrevía a hablarla para preguntarla su intención, pero
observando el semblante de su amiga concibió lisonjeras esperanzas. Parecían
disiparse las sombrías nubes que turbaban y obscurecían aquel hermoso
semblante, y una expresión de altiva calma sustituía a la honda desesperación
que algunas horas antes se pintaba en cada uno de sus rasgos.
-Triunfará -pensaba
Elvira-, triunfará de una loca pasión: recobraré a mi amiga. Y acercándose a ella
y asiendo una de sus manos:
-Catalina -la dijo-, tu
orgullo solamente puede salvar ahora a tu virtud, y veo con placer que ese
poderoso defensor no te ha abandonado.
-Sí -respondió ella con
una sonrisa que hizo estremecer a Elvira-. Sí, la cólera del destino no sería
satisfecha si ese invencible orgullo no existiese. Sí, necesario era en este
instante para que el combate fuese más atroz y más difícil el triunfo.
«¿Es forzosa una
víctima? ¡Bien! Yo lo seré, pero basta una sola. Ocúltale por piedad tu crimen
y el mío. Que viva feliz en su ignorancia, y si puedes tú vive feliz también en
tu perfidia. Procura que jamás sorprenda en tus labios la estampa de mis besos.
Yo acepto el destino con que me brindas».
-¿Y cuál es ese vergonzoso destino?
-exclamó fuera de sí Elvira-. ¡Catalina!, ¿has reflexionado lo que vas a
hacer?, ¿has reflexionado la posición en que quieres colocarte?
-En la que más me
humilla -respondió la condesa-, en la que debe arrancar lágrimas de sangre a mi
culpable corazón. Pero esta sola pudiera ser expiación de mi delito. Yo que me
he complacido en encender en el alma de un hombre una pasión criminal, no soy
ciertamente la que tiene el derecho de castigarle por ella. Sea él dichoso, y
que su dicha no cueste lágrimas sino a mí sola.
-¡Haces bien! -la dijo
con amargura-, ¡haces bien en disfrazar la vergonzosa causa de tu caída! Pero,
¿debía dominarte de ese modo un insensato amor?, ¿debía hacerte perder con la
razón todo instinto de pudor, todo sentimiento de orgullo? ¿Debía ser resultado
de tu larga meditación la resolución de aceptar cerca de la esposa respetada y
querida, el título infamante de dama de su marido? ¿Para qué, pues, te sirve tu
talento?, ¿para qué tu decantada superioridad?
-¿Para qué? -respondió
con amarga sonrisa la condesa. ¡Para lo que sirven siempre! Para atraer la
desventura y alejar la compasión: para poner en espectáculo nuestras faltas y
hacer incomprensibles nuestras virtudes.
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