El porvenir del mañana
es tan oscuro como el de veinte siglos
-XXX-
Eran pasados pocos
minutos después que Luisa y Elvira habían dejado a la condesa cuando llegó
Carlos a su quinta. Había encontrado al coche por el camino, pero estaba muy
distante de sospechar que en él fuese su mujer, la cual por su parte iba
demasiado absorta en sus pensamientos para haber podido poner atención en un
hombre a caballo que pasó junto al coche con dirección al sitio de donde
venían.
Catalina recibió a Carlos tranquila y casi
risueña. Hacía mucho tiempo que Carlos no la veía así, y se regocijó pensando
que al fin le era dado ofrecer a su desgraciada amiga todos los consuelos de
que era capaz en la triste posición en que la colocaba.
Aquel día no había sido
apacible para Carlos. Al separarse de Luisa no sufría únicamente por el dolor
que causaba. Su propio corazón le suministraba sobrada amargura: porque la
quería aún, quería tiernamente a la pobre niña, y en aquellos momentos
exaltábase su ternura con el sacrificio de que ella hacía. Además, su
conciencia se alarmaba al pensar que acaso la virtud de su esposa no siempre
saldría vencedora de los peligros a que la exponía su abandono, y ora le
atormentaba la imagen de Luisa afligida, desolada, sucumbiendo al dolor, ora el
cruel pensamiento de que acaso podría consolarse, olvidarle, despreciarle y,
tal vez, colocar en otro el cariño que tan indignamente había él recompensado.
Estuvo triste, pensativo
todo el día, y al llegar junto a la condesa necesitaba que ella le hiciese
sentir todo su amor y le embriagase con todos sus delirios, para sustraerse
algunos momentos a la sombría tristeza que le agobiaba.
-Estás hermosa, amiga mía
-la dijo-. Estás alegre. Dímelo, sí, dime que esperas ser feliz, necesito
oírlo. Voy a estar separado de ti algunos días y quiero llevar en mis oídos la
armonía de tu voz. Háblame. Catalina, dime que me amas, arráncame de mí mismo y
lánzame aturdido a ese porvenir oscuro que se abre delante de nosotros.
-Sí -respondió ella-.
Ven y siéntate junto a mí, más cerca..., más todavía. Así, bien. Te hablaré.
También yo tengo necesidad de hablarte de ese porvenir que deberé a tu amor.
¡Cuánto, cuánto haces por mí!, ¡cuánto te sacrificas! No disimules, no. No me
ocultes cuánto te cuesto. Sé que en estos instantes el valor de lo que me
sacrificas es comprendido por tu corazón, y eso mismo aumenta la gratitud del
mío.
La suerte te había dado
por compañera una mujer digna de tu adoración a una mujer que debe atravesar
los pantanos del mundo sin manchar la orla de su vestidura de inocencia.
¡Desventurada de mí! ¡Otra suerte bien diferente me ha cabido! Yo he sido tu
perdición, yo te he arrastrado conmigo al abismo espantoso que una criminal
pasión abrió delante de mí. Ella recibió la misión de hacerte feliz y
virtuoso, y yo la de perderte. ¿Por qué ha vencido al suyo mi maléfico destino?
En este día supremo en que irrevocablemente se consuma, no sé si debo aceptar
como un consuelo o como una última y terrible amargura, la convicción profunda
de que no era posible a mi pobre razón el evitarle. Sin embargo, no había yo
nacido con instintos maléficos. Creo, por el contrario, que mi corazón era
naturalmente bueno, y que no ha desconocido ningún sentimiento noble. No
disculparé mis extravíos atribuyéndolos a una organización desgraciada que
debía forzosamente seguir el impulso de innatas predisposiciones. ¿Cuál ha
sido, pues, el oculto motor, el misterioso poder que me ha precipitado? ¿Deberé
creer que el origen mismo de las virtudes puede producir el mal, y que los
crímenes no son regularmente sino el efecto de grandes cualidades exageradas y
mal dirigidas por los acontecimientos y las circunstancias? No sé si puedo
generalizar esta consecuencia, más en cuanto a mí paréceme exacta. He amado en
ti la virtud que debía hacerme olvidar la mía. Incapaz de ceder a mezquinos
impulsos, he podido atravesar por medio de los vicios sin contaminarme, y el
entusiasmo de la virtud me ha conducido frecuentemente al mal.
Había concebido
opiniones erróneas respecto al corazón humano. En mis primeros años de juventud
pedíale demasiado, y al ver burlada mi esperanza llegué progresivamente a
esperar de él demasiado poco. Ambos extremos eran malos, y, sin embargo, ambos
tenían un origen noble. Mi exigencia nacía del entusiasmo, y cuando nada
esperaba ni nada pedía, aún pude ser generosa y emplear la bondad que ya no
podía engañarme en un manantial de inagotable indulgencia. Esta indulgencia era
más que una cualidad, era una virtud, porque confieso que no me era natural.
Había en mi corazón demasiada fogosidad y en mi alma una virtud demasiado
severa para que me fuese fácil la tolerancia. Costome trabajo descender del
entusiasmo sin caer para siempre en un completo desaliento que me condujese al
desprecio, o en una amargura profunda e irritante que me impulsase al odio. Fue
un triunfo de mi razón sobre mi naturaleza, y así como mil veces el entusiasmo
del bien me produjo el mal, entonces sólo pude evitarle relajando en cierto
modo, las enérgicas fibras de una virtud demasiado severa.
El mundo que no me
comprendió entusiasta, tampoco me comprendió indulgente. No conoció cuánto me
había costado perdonarle por tantas bellas creencias como me había arrebatado,
no supo estimar la virtud que encerraba mi tolerancia. Quería más: Veíame
indulgente y me deseaba respetuosa, pero mi rodilla era inflexible ante los
falsos ídolos que sus instituciones han erigido en dioses. No podía conceder a
convencionales virtudes el culto que había anhelado tributar a las virtudes
verdaderas, que en vano le había pedido.
Siempre mal comprendida,
siempre cobardemente calumniada, aún había un goce para mi alma en aquella
generosidad de mi orgullo que perdonaba notablemente la injusticia. ¡Tantas
veces, Carlos, tantas veces he tenido necesidad de esa injusticia para poder
dar salida a algunos de los sentimientos generosos que la razón había sepultado
en el fondo de mi alma! ¡Es tan dulce perdonar!
Yo había podido
sobrevivir a mi entusiasmo sin caer en la nulidad, pero, ¡ah!, ¿cómo he podido
también sobrevivir a mi orgullo?
Ahora que estoy a los
pies de ese mundo, necesitaba de ese perdón que tantas veces le había
concedido, ahora que en mí misma encuentro un juez más severo que ese mismo
mundo que me reprueba, ahora que arrastro en mi honda caída al hombre que
amo..., ahora, Carlos, ahora conozco que nada puede salvar a las víctimas que
el destino reclama, y que a manera que aquellos perros cuyo maravilloso olfato
percibe el olor de la muerte en un cuerpo todavía vivo, así el mundo presiente
y anuncia la suerte de aquellos desgraciados que están destinados a ofrecerle
el espectáculo de una lastimosa caída.
Sin embargo, Carlos, no te eches jamás la
culpa de mi desventura. Acaso era inevitable. Si la pasión me ha conducido al
crimen el vacío del corazón, el eterno vacío me hubiera hecho un daño mayor.
Habíame persuadido de
que estaba ya condenada a ese horrible destino, y tomando la inacción por la
muerte muy injusta con mi propio corazón. Él me ha desmentido probándome que
jamás muere el entusiasmo en las almas capaces de sentirle, y que, semejante al
ave poética que renace de sus cenizas la facultad de amar no se pierde nunca en
los corazones ardientes. Cansados o heridos, enervados o replegados en sí mismo
siempre existen en ellos esas misteriosas cenizas que una centella divina puede
reanimar súbitamente.
El amor que me ha
perdido ha sido mi solo bien sobre la tierra. Confieso mi culpa sin
arrepentirme de ella. Deploro mi destino, pero le acepto. ¡Carlos! Sólo el mal
que te hago me inspira remordimiento el que a mí misma me ha causado no me
pesa.
Prefiero esta desventura
a la de una vida sin objeto, y ahora que soy culpable valgo algo más que cuando
me había resignado a ser nula. El orgullo sufre, el corazón padece... ¡Pero he
vivido!, ¡he amado! Condéneme el mundo y castígueme el cielo: Estoy resignada.
-¡Catalina! ¡Catalina!
-exclamó Carlos- No son ésas las palabras que mi corazón te pedía. ¿Qué nos
importa ahora, amada mía, ese mundo ni ese cielo? Háblame de nuestro amor,
háblame de la felicidad que vas a darme... Jamás la pagaré dignamente: Ella
vale toda la eternidad de expiación. ¿No es verdad, amiga cara, no es verdad
que me es dado aún hacer tu dicha y la mía?
-Sí -dijo ella-, lo
creo. Seremos felices viviendo el uno para el otro únicamente rompiendo todos
los lazos que aún nos ligan al mundo y olvidando todos los deberes. Acaso habrá
momentos en que el remordimiento nos sorprenda en brazos del placer, momentos
en que te acuerdes de un padre anciano y de una esposa inocente a quienes
abandonas, y en los cuales yo adivine tus remordimientos y me aborrezca a mí
misma por ser causa de ellos... Pero, ¿qué importa, Carlos? Esos momentos
pasarán y volveremos a ser dichosos. Verdad es que nuestra dicha tiene que ser
sepultada en el ministerio como un crimen; que nuestros hijos no podrán
llamarnos con los dulces nombres de 'padre' y 'madre'; que, acaso, algún día
maldigan la existencia que nos deben, y que cuando llegue la vejez y tendamos
los brazos buscando una patria, una familia... ¡Nada hallemos! Pero aún somos
jóvenes, Carlos, y el amor debe bastarnos.
-Tu esposa -prosiguió
Catalina-, es más digna de compasión. ¡Tan joven, tan enamorada, tan digna de
ser querida, y abandonada por otra!, ¡abandonada por otra que no merece besar
la huella de sus plantas! Su desventura sería nuestro más cruel remordimiento
si no alimentásemos, como debemos alimentar, la esperanza de que el tiempo
sanará la herida de su corazón. El tiempo, sí, porque sin duda no volverás ya
nunca a su lado. Al seguirle voy a perderme completamente para el mundo, y no
podrás ya desear que vuelva a él para ser su ludibrio, ni menos intentarás
abandonarme. Los lazos que nos unen serán en breve más estrechos y sagrados, y
nuestro destino es forzosamente una eterna expatriación. Luisa se consolará al
fin: acaso un nuevo y más dichoso amor...
-¡Calla! -la interrumpió
Carlos con una especie de furor- ¡Calla en nombre del cielo, Catalina! ¿Qué
incomprensible placer puedes encontrar en despedazar mi corazón?, ¿qué demonio
te inspira palabras que caen como plomo hirviente en mis oídos?
-Quiero -respondió ella
con calma-, quiero presentarte el cuadro de nuestro porvenir con todos sus
posibles resultados. Pero, ¿por qué tiemblas, amor mío? En medio de todas las
desgracias, de todas las humillaciones, ¡cuán felices seremos al saber que
vivimos siempre unidos, y que las maldiciones de nuestra familia, la
reprobación del mundo, las amenazas del cielo, son otros tantos vínculos que
nos estrechan, aislándonos de cuanto podría servir de obstáculo a nuestro amor!
¡Carlos! Si débil alguna
vez echas de menos todo lo que ahora me sacrificas y si tienes la barbarie de
dejármelo adivinar: ¡Me asesinarás!... No lo dudes. Pero yo espero que nunca,
nunca te acordarás de tu patria, de tu padre, de tu esposa. Nunca llegará el
día en que necesites ser algo en el mundo, nunca la edad en que te sea precisa
la consideración pública, el afecto de tu familia, el aprecio de tus amigos. Yo
sola bastaré siempre a tu corazón, ¿no es cierto, amor mío? Yo te consolaré si
tu padre te maldice al morir, yo te alentaré contra el dolor de ser causa de la
desventura y acaso de los extravíos de tu esposa. Si ese ángel sucumbe a la
dura prueba a que sometes su inocencia, yo paliaré tus remordimientos, yo te
compensaré con mi amor la pérdida de todos aquellos bienes que el mundo
aprecia. ¡Oh! ¡Sí, seremos felices a pesar de todo!
Carlos no pudo sufrir más.
-Catalina -la dijo
levantándose con impetuosidad- ¡Ya es demasiado! No eres tú, no, la que debe
castigarme por las faltas a que me arrastra el amor que me inspiras. No debes
tú ser el instrumento de la venganza del cielo. ¿Qué pretendes cuando así me
hablas?, ¿qué más quieres de mí, Catalina?
-De ti no quiero más que
la felicidad. ¿Puedes dármela? Responde, Carlos, ¿esperas darme felicidad?,
¿crees posible que haya felicidad para nosotros?
-Muchos te dirán que no
hay felicidad sin virtud; que no hay amor en el oprobio; que si el amor sucumbe
muchas veces al peso de un compromiso eterno, de una obligación forzosa e
interminable, jamás vive mucho tiempo en la atmósfera de la vergüenza. Te dirán
que llegará el día en que cesemos de amarnos y, por desgracia, aún no cesaremos
de vivir. Pero yo no te diré tales blasfemias. Yo, Carlos, espero que nuestro
amor será tan incansable, tan poderosos como ha sido débil nuestra resistencia.
Verdad es que amaste a Luisa y que cesaste de amarla; verdad que yo misma he
creído amar otras veces y ya no amo los mismos objetos; verdad que todo pasa,
¡todo acaba! Pero nuestro amor, Carlos, nuestro amor burlará esa ley eterna de
la naturaleza, porque, ¿qué sería de nosotros si cesásemos de amarnos? Cuando la
pasión se extingue entre dos esposos aún quedan lazos, dulces lazos que los
unan; aún quedan compensaciones: se pueden estimar, pueden ser amigos... Pero
nosotros, si cesásemos de amarnos, reprobados por el mundo, sacrificados al
sentimiento que nos abandona, culpable cada uno a los ojos del otro... ¡Acaso
nos maldeciríamos!
Carlos volvió a sentarse
con profundo desaliento, y bajando la cabeza guardó largo tiempo un terrible
silencio. Catalina no tuvo compasión y prosiguió:
-Cualquiera que sea el
efecto que lo que voy a revelarte produzca en tu corazón, quiero obedecer a un
impulso generoso del mío, quiero que antes de inmolar a mi amor a la desventura
niña a cuya felicidad juraste consagrarte, sepas cuán grande es el bien que
sacrificas y comprendas la extensión de la gratitud que te debo.
Luisa, la esposa que
ultrajas, la rival que he aborrecido, sabe y aprueba nuestra resolución.
Palabras que han salido de sus labios pueden ser repetidas por los míos: «Mi
muerte sola -ha dicho-, puede dejar libre a Carlos, y yo la imploro de la
piedad del cielo». «Yo consagraré los días que aún restan sobre la tierra al
anciano abandonado, y no moriré sin obtener para Carlos ¡y su querida gracia y
perdón!».
-¿La has visto? -gritó
Carlos- Catalina, por compasión, respóndeme. ¿La has visto?, ¿qué significa tu
lenguaje?, ¿qué te propones?
-¡La he visto!
-respondió la condesa, y le refirió seguidamente toda su conversación con
Luisa, pintando con patética elocuencia la sublime abnegación de la santa niña.
Carlos desahogó su
agitado corazón con un torrente de lágrimas. La condesa las recibió en su
pecho, y la dureza de su lenguaje desapareció a vista del dolor de su amante.
-No te aflijas así -le
decía con dulcísimo acento-, acaso no eres tan culpable como en este momento te
juzgas, ni la desgracia que te oprime tan irreparable como piensas. Los hombres
te habían unido a Luisa con vínculos perpetuos, que son acaso un peso demasiado
enorme para una vida pasajera, pero las almas destinadas a la eterna vida, las
almas se encontrarán en el cielo; y si la flaqueza de la carne las desune en la
tierra, allá, donde todos los amores son compatibles, allá, donde nunca hay
crimen en el amor, donde el amor nunca se gasta, allá se volverán a unir con
vínculos que nunca romperán la inconstancia ni la muerte.
¿No lo esperas así,
Carlos mío? ¿No crees, como en este instante lo creo yo, en la inmortalidad del
pensamiento y del sentimiento? ¿No necesitas de un Dios y de una vida sin límites,
y de un amor inmenso? Sí, hay un Dios cuya misericordia es hija de su justicia,
un Dios que reconoce demasiado débil al corazón humano para que le sea posible
juzgarle con severidad. La piedad, ese sentimiento divino que puso en el fondo
de nuestras almas, es una emanación de la suya.
Somos culpables, pero
¿no sientes como yo una esperanza dulcísima descender a tu alma, al hablar de la
misericordia? ¿No te parece que ese rayo de luna que penetra por la ventana y
baña tu hermosa frente baja del cielo para conducir el perdón? ¡Carlos!
¡Carlos! No nos cuidemos de mañana, no pensemos en las horas de un porvenir
incierto, y como si fuese ésta la última noche de nuestra vida hablemos de Dios
y de nuestro amor.
Carlos la escuchaba, y,
sin embargo, no la comprendía ya. Estaba enteramente preocupado, y por momentos
se aumentaba la agitación de su alma. ¡Ay! Aquella noche que Catalina le decía
considerase como la última de la vida de ambos, no lo era; pero era, sí, la
última que pasaría cerca de su Luisa, del ángel que acababa de aparecer más que
nunca bello y puro y adorable a sus ojos.
Palabras divinas salían
de los labios de la condesa, pero él no podía ya oírlas. Eran las nueve de la
noche, y, aunque ella le rogase permaneciese un instante más, negose y se levantó
para partir.
La serenidad de Catalina
se alteró algún tanto. Sus manos temblaban cuando las extendió hacia Carlos en
ademán de despedida.
-Dentro de pocos días
-la dijo él-, nos reuniremos para no separarnos más, y por horrible que hayas
pintado el porvenir que me espera, yo le acepto contigo. Pero déjame las
últimas horas de esta triste noche, que deben ser consagradas a la soledad y a
la amargura. Deja que llore en silencio el destino que aquélla que voy a
inmolar en aras de mi amor, y que antes de dejarla para siempre aún me sea dado
oír de sus puros labios una palabra de piedad.
-¿La piedad? -repitió la
condesa- ¡Qué hermosa, qué sublime palabra! ¿Cuál es el mortal que no tenga en
el curso de su vida necesidad de ella? Yo reclamo la tuya, amigo mío, porque en
este instante padezco mucho. ¡Ven! Sostén en mi alma una creencia que desfallece.
La esperanza de una vida
futura más allá de la tumba es una sonrisa paternal del cielo. Yo siento
necesidad de ella en este momento en que vamos a separarnos. ¡Es tan triste y
tan solemne la palabra adiós! ¡La mirada que recibimos del objeto
querido de quien vamos a apartarnos puede ser la última! El porvenir de mañana
es tan oscuro como el de veinte siglos. ¿Qué ángel tiende sus alas para
garantir la cabeza adorada del golpe inesperado de la muerte? ¿Quién nos
asegura, ¡oh amado de mi alma!, que no sea ésta que pasa la última hora de la
vida de alguno de los dos?
-No, amiga mía, no te
entristezcas con pensamientos lúgubres, si nuestras faltas no alcanzan piedad
delante de Dios, en mí sólo deben recaer sus castigos, ¡en mí que me he emponzoñado
la vida de dos ángeles! Tú vivirás, sí, para endulzar mis días sobre la tierra,
y cuando muera bendiciéndote, me presentaré resignado a recibir una eternidad
de expiación.
-¡Tanto me amas! -dijo ella- ¡Oh! No te
reconvengas nunca del mal que me has hecho. Al sentirme tan amada gozo una
felicidad que no sería comprada dignamente a costa de mil dolores. ¡Carlos! Te
he debido momentos supremos de ventura. Si muriese ahora aún llevaría al
sepulcro un aroma de amor, que acaso más tarde sería desvanecido. ¿Por qué
sería una desgracia la muerte para mí? ¿Por qué? Todavía amo y soy amada, y tal
vez este fuego divino se apagaría antes que nuestra existencia. ¡Debe ser una
cosa horrible sobrevivir a su propio corazón! ¡Ser un cadáver y no poder aún
descansar en la tumba!
¡Carlos! Si la muerte me
sorprendiese ahora, mis últimos instantes nada tendrían de crueles. La muerte me reconciliaría conmigo
misma y con el cielo, y el amor que va quebrantando mi frágil organización
tomaría vigor de mi alma en el momento en que se desatase triunfante de la
materia grosera.
Mi muerte en esta hora
te ahorraría muchos años de remordimientos, y mientras mi cuerpo descansara en
el sepulcro, mi alma sería custodia de la tuya. Si los efectos de mi culpa no
sobreviviesen, si las lágrimas de nuestra inocente víctima no llegasen a turbar
el sueño de mis cenizas, ¡cuán hermoso luciría mañana el sol sobre la piedra de
mi sepultura! Y así debiera ser, amigo mío. Si yo muriese, mi voz se alzaría
del borde de la huesa para pedirte paz. «Compra -te diría, compra con tus
virtudes el reposo de mis cenizas, ¡el perdón de mi alma! Expía en la tierra
nuestras comunes faltas, y hazte digno de la eterna vida y del eterno amor, que
Dios concede al arrepentimiento así como a la inocencia».
¡Desgraciado de ti si
desoyendo mis súplicas cerrases para mi alma las puertas de la misericordia! Si
tu existencia sobre la tierra fuese más larga que la mía, si el cielo te
escogiese para ser reparador de nuestras culpas, yo iría a esperarte a la
puerta de aquella morada eterna que debían abrirme tu arrepentimiento y tu
expiación.
¡Oh, Carlos!, ¿cuál es
la suerte a que nos conduce esta senda de crimen en que nos precipitamos? ¿Qué
seremos cuando el amor que hoy nos pierde, pero que nos justifica, cese de dar
luz a nuestro culpable porvenir? ¿En qué degradación caerá mi alma cuando no
sea más que el hondo sepulcro de todas mis virtudes y de todas mis ilusiones?
La herencia de felicidad
que la justicia de Dios debe conceder a todo mortal, no me estuvo señalada en
este mundo. Fuerza es buscarla más allá de él; para que yo la comprendiese me
ha sido tu amor. Los momentos felices que por ti he gozado han sido una voz
divina que ha dicho a mi alma: «No desmayes, ¡pobre desterrada!, el foco eterno
de ese amor bienhechor, cuyos destellos te alumbran, existe para ti en otra
vida, en otro mundo mejor».
El amor y el dolor han
arrancado de mi corazón lágrimas bienhechoras que han sido un saludable riego
para mi alma que yacía árida en la indiferencia y el reposo. El cansancio de la
inacción es una cosa horrible. El dolor nos revela un Dios, el tedio nos hace
concebir la nada.
Dios nos llama a todos
los hombres por un solo camino, la senda misma del crimen puede acercarnos a
él. El arrepentimiento es muy bello. ¡Carlos! Mucho debe perdonarse al que ha
sufrido mucho.
Las ideas de la condesa
brotaban desordenadas e inconexas de sus labios, pero en su semblante había una
expresión de esperanza y de fe que jamás Carlos había visto hasta entonces.
-Sí, cara amiga -la
dijo-, mucho debe perdonarse a un alma como la tuya. Yo también necesito de una
grande, de una inmensa fe en la misericordia divina. Pero en este instante sólo
pido tu amor, Catalina, y una última mirada y un último adiós.
-¡Tan presto debe ser!
-exclamó ella estremeciéndose, mas venció al instante aquella debilidad, y
tomando entre las suyas las manos de Carlos-: Adiós -le dijo- no olvides la
conversación que acabamos de tener. Antes de partir obtén para ti y para mí el
perdón de aquella mujer angélica a quien tanto hemos ofendido. Sí, ponte de
rodillas a sus pies y que su misericordia nos alcance a ambos.
-Y si el cielo me llama
antes que a ti -prosiguió con voz trémula Catalina-, júrame en este instante
que, aceptando la expiación que te destina, consagrarás tu vida al sagrado
cumplimiento de tus olvidados deberes, y que me será permitida la esperanza de
que una esposa desventurada no maldecirá mis cenizas.
-Ahora -dijo Catalina-,
mírame aun una vez con esa tu mirada de amor. Ahora dame tú también tu
bendición para mí y para tu desventurado hijo. Yo te doy la mía -prosiguió,
poniendo sus manos sobre la cabeza de Carlos, que se había arrojado a sus pies-
¡Que Dios guíe tus pasos, y que el ángel que en la tierra te fue concedido te
acompañe por entre los pantanos del mundo sin manchar la orla de su blanca
vestidura!
Carlos no atendió a
estas palabras. Demasiado conmovido se arrancó de los brazos de la condesa y
volvió por tres veces a abrazarla.
Catalina estaba muy
pálida, y su voz y sus manos temblaban notablemente, pero no desmayó su valor y
vio partir a Carlos sin que se escapase de sus labios una palabra de flaqueza.
De pie, junto a su
ventana, prestó atento oído al galope de su caballo que se alejaba, hasta que
el rumor, que fue debilitándose gradualmente, cesó del todo. Entonces, enjugó
algunas gotas de frío sudor que humedecían su frente, y se apartó de la ventana
con semblante triste, pero sereno.
El tiempo era ingrato.
Nubes negras envolvían, como de un manto de luto, la pálida faz de la luna
menguante, y el viento, que azotaba los viejos vidrios de las ventanas, formaba
sonidos querellosos, única voz que interrumpía el grave silencio de la noche.
La condesa escribió
lentamente una carta. Ni su mano temblaba, ni se oscurecía su frente. Estaba
hermosa y tranquila como en cualquiera de sus más brillantes días. Sin embargo,
cuando concluyó su carta, algunas lágrimas humedecieron el papel que plegaba esmeradamente.
Enseguida hizo venir a
sus criados. Recomendó a uno de ellos que llevase la carta al amanecer del
próximo día a la casa de Elvira, y como la noche se hacía por momentos más
fría, hizo encender dos anchas copas de bronce y ordenó a sus sirvientes se
recogiesen a descansar.
Continuará…
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