¡Maledetto! ¡Vendetta, vendetta!
ESPATOLINO (1)
Edición
basada en los originales de Espatolino por Gertrudis Gómez de Avellaneda
publicados inicialmente en el periódico El
laberinto de Madrid entre los años 1843 y 1844. También se ha tenido en
cuenta la segunda edición de 1858 (Imprenta de Luís García, Editor), Calle de
San Bartolomé, número 4, Madrid, 242 páginas. Y finalmente la aparecida y
corregida en Obras literarias. Tomo 4, Novelas y leyendas, Madrid, 1871,
(Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra), pp. [215]-364.
¿Habéis estado alguna vez en Italia?
¿Conocéis aquel país clásico de los héroes, de los artistas y de los bandidos?
Si por pereza o absoluta carencia de medios no habéis tenido aún la dicha de
recorrer aquella privilegiada región de Europa, no os habrá faltado, por lo
menos, uno de tantos libros curiosos como andan por esos mundos, y gracias a
los cuales alcanzamos todos la ventaja inestimable de viajar sin movernos de
nuestro sitio, mirando y comprendiendo aquel celebrado país, con los ojos y la
inteligencia de Madame Staël, de Chateaubriand, de Dumas y de otros infinitos,
cuyos nombres sería largo de consignar. ¿Y quién, además, no ha tenido a mano
una de aquellas innumerables guías, con cuyo auxilio se logra en pocos minutos
conocer palmo a palmo aquella tierra bendita, inexhausta fuente de inspiración
para el poeta y para el novelista?
Dando, pues, por indudable que
conocéis, tanto como yo misma al menos, la parte del mundo a que intento
trasportaros, espero me seguiréis sin ningún género de temor o pena, y aun
supongo prudentemente que no me impondréis en toda su extensión la enojosa
tarea de Cicerón.
En este concepto, trasladémonos
desde luego, lectores míos, al camino de Roma a Nápoles, y descansemos un
instante en aquella línea que separa los Estados Pontificios del territorio de
la antigua Parténope. Echemos desde allí una rápida ojeada al suelo pantanoso y
triste que dejamos a la espalda (y del que pudiera decirse que, cansado de
producir grandes hombres, desdeña el fútil adorno de la vegetación), y otra no
menos breve a las fértiles campiñas que se despliegan delante de nosotros, y en
las que hallaremos toda la lozanía, todo el vigor de la naturaleza, pudiendo
apenas persuadirnos que esa tierra, que parece tan joven, conserve la huella de
glorias tan antiguas como las que recuerda su orgullosa vecina.
Continuemos nuestra marcha sin
volver a detenernos, ni para admirar la pompa de los caminos ni para saludar
con religioso respeto aquella torre que atrae nuestras miradas, y donde
descansaron las cenizas de Cicerón.
Apartemos la vista de la bella
perspectiva que nos ofrece la ciudad fundada por Eneas (2), célebre a lemas por tantas batallas; y dejemos a un
lado las ruinas de la antigua Minturna [Minturnae] a cuya inmediación halló un
asilo el joven Mario contra la persecución del implacable Sila. Para acercarnos
rápidamente al teatro de nuestra primera escena, preciso es cerrar los ojos, y
no distraernos con tantas huellas como aquí han dejado la poesía y la historia:
preciso es continuar nuestra marcha y divisar el monte Massico, sin acordarnos
de que sus excelentes vinos han sido celebrados por Horacio, ni de que podemos
encontrar no lejos de él los vestigios de un magnífico anfiteatro.
Próximos nos hallamos a la nueva
Capua, vecina de aquélla, cuyas delicias fueron tan fatales a las tropas de
Aníbal, y más adelante descubrimos, coronando una pintoresca colina, el
soberbio palacio mandado construir por Carlos III; pero en el que no pararemos
la atención por llegar cuanto antes a la tierra de San Elpidio, donde existió
en otro tiempo una ciudad de los Volscos.
¿Qué nos falta?... Otra jornada
corta y ya estamos en Nápoles, y ya vemos su golfo bordado de islas, entre las
que descuella la célebre de Tiberio (3), que guarda entre sus rocas el
maravilloso lago cuyas aguas, arenas y piedras, se adornan con igual pureza del
más sereno azul del firmamento; y la feraz Ischia levantándose con elegancia
sobre su pedestal de basalto; y Procida con su viejo y ruinoso castillo, en
otro tiempo tan importante, y donde meditó tal vez el vengativo Juan sus
sangrientos horrores de las vísperas sicilianas.
Mas nada de esto debe ocuparnos por
ahora: advertid que estamos en el año de 1811; cuando el brazo del coloso del
siglo, tendido sobre la hermosa tierra que pisamos, imprime un sello de terror
que embarga la facultad de los recuerdos.
Época por cierto lastimosa hemos
escogido para visitar tan peregrina región. Doquier hallamos las señales de una
política ambiciosa y suspicaz, y en el silencio de las poéticas noches, en vez
de los cantos del pescador que tendía sus redes al compás de las estrofas del
Tasso, escuchamos las roncas voces de los soldados franceses, que acaso
recuerdan todavía los terríficos tonos de la Marsellesa.
Sin embargo, en esta tierra que
veis, sometida a un yugo extranjero, respiran algunos hombres libres,
indómitos, que vagan a su capricho por todo el país que acabamos de recorrer
rápidamente, y por otros que no me propongo designar, bastando aseguraros que
su fama es conocida desde las majestuosas selvas de Neptuno (4) hasta el estrecho de Mesina. ¿Quiénes son, pues, me
preguntaréis, esos herederos de las glorias romanas; esos fieros vagabundos
que, como rocas aisladas, sirven todavía de escollo al poder desbordado de la
Francia? Muy sensible es a mi corazón descubriros una triste verdad; pero es un
deber de que no puedo eximirme. ¡Esos hombres son unos bandidos! Si queréis
conocer al jefe de aquella horda atrevida, no tenéis necesidad de consultar la
historia: pronunciad solamente el nombre de Espatolino delante de los poetas
italianos, y os inundarán con multitud de versos consagrados a sus funestas
hazañas; preguntad también a las mujeres, ya sean de Palestina, de Sorrento o
de Monteleone, y os referirán a porfía maravillosas historias en que hallaréis
amalgamados el ingenio y el crimen, la ferocidad y el heroísmo.
Mas nada preguntéis si queréis
ahorraros un trabajo inútil, pues los hechos de que voy a hablaros son tan
auténticos que no necesitan testimonio alguno.
¿No veis aquella barca que se
desliza suavemente por la azul superficie del golfo, al monótono compás de
cuatro remos manejados sin duda por expertas manos?
A la suave claridad de la luna que
brilla en toda su plenitud en mitad del cielo de la hermosa Parténope, podéis
distinguir sin dificultad las personas que ocupan la barca. Dos de ellas son
remeros que sólo interrumpen su silencio para dirigirse de vez en cuando alguna
palabra insignificante; pero las otras dos (también hombres) parecen empeñadas
en una conversación muy viva. El uno, que representa de 50 a 52 años, mezcla al
idioma francés (que usan evidentemente para no ser entendidos de los remeros)
voces italianas, descubriendo su viciosa pronunciación que no le es familiar la
lengua de que se sirve. El otro más joven se expresa con pureza y facilidad,
como quien maneja el idioma nativo. El primero es de pequeña estatura, enjuto
de carnes, de aspecto sagaz: su fisonomía y su traje anuncian un agente de
policía. El segundo es alto, bien encarado, de mirar fogoso; se distingue por
la marcialidad de su porte, y no hay precisión de penetrar bajo su ferreruelo y
ver su uniforme, para reconocer a un oficial francés.
-De todos modos, señor Angelo -decía
éste, mientras sacudía la blanca ceniza de su cigarro habano-; de todos modos,
es una mengua para el Gobierno que a las puertas mismas de las ciudades
defendidas por las invencibles armas francesas, se cometan cada día, tantos y
tan escandalosos atentados por un puñado de forajidos.
-El divino Hijo de María tenga
piedad de nosotros -respondió el agente de policía-; pero ¿qué quiere vuestra
excelencia (5) que haga un infeliz como yo contra
el hombre que así se burla de todo el poder de nuestro invencible dueño, el
grande, heroico y virtuosísimo emperador? Espatolino, señor coronel Arturo de
Dainville, es un ahijado de Luzbel, que sin duda hizo pacto con su padrino
desde los primeros años de su vida, comprando, ¡Dios sabe a qué precio!, su
especial e invisible protección. A la edad de 20 años ya tenía nombradía en su
funesta carrera, y hace casi otros tantos que crece de día en día la fama de
sus abominables triunfos. ¡Oh, señor Dainville, señor Dainville!, el augusto
emperador bien puede haber encadenado a su carro todos los númenes del destino;
pero no sé si podrá entenderse con los espíritus infernales que protegen al
bandido.
-No son los espíritus infernales los
que le han preservado hasta ahora -respondió con visos de enojo el militar-,
sino vosotros los italianos, que, aunque fingís aborrecerle, inutilizáis
cuantos esfuerzos emplea el Gobierno dando aviso de todas sus operaciones al
célebre malhechor. ¿Pensáis que se me ocultan los nombres de sus cómplices?
A la luz del día hubiérase visto
palidecer el rostro del italiano; pero aunque la macilenta claridad de la luna
le fuese en este punto favorable, notábase el temblor de su voz cuando
contestó.
-La Santa Madonna me preserve
de poner en duda la incomparable perspicacia de su excelencia, pero, ¿quién se
atrevería a hacer traición al Gobierno francés, que es tan general y
profundamente respetado?
-Os digo que conozco a todos
aquéllos que se han atrevido, señor Angelo, y que bien pudiera impedir los
caritativos avisos que dan al bandolero, haciéndoles cerrar las bocas con el
plomo de las balas.
-Es muy cierto, excelentísimo señor,
es demasiado cierto -repuso el agente-, nadie ignora que el valeroso coronel
Dainville, pariente y amigo de las muchas y altas personas que ocupan los
primeros destinos del reino, goza toda la influencia que merece, y...
-No se trata de mi influencia
-interrumpió con impaciencia el francés-, ni la necesito para entregar al
Gobierno los culpables cuyo castigo reclama la justicia. Os he dicho y os repito,
señor Angelo Rotoli, que si Espatolino se pasea impunemente desde Roma hasta
Reggio de Calabria, es por culpa de aquéllos que le sirven de espías cerca del
Gobierno.
-Así será, señor valerosísimo, así
será -respondió cada vez más turbado al oír el tono significativo del coronel-;
no dudo que Espatolino tenga numerosas relaciones en el país, y que advertido
de las sabias disposiciones del Gobierno logre inutilizarlas con su astucia y
su talento; porque se dice que ese malvado tiene un singular talento, señor
Dainville, y aparte de sus comunicaciones con el espíritu malo...
-Dejad los espíritus en paz, y antes
que lleguemos a Portici pongámonos de acuerdo como buenos amigos. Sed sincero y
veraz una vez en vuestra vida, señor Angelo. Todavía puedo perdonaros pasadas
imprudencias, pero si persistís en una disimulación culpable, os declaro que
designaré por sus nombres a las personas que favorecen la impunidad de una
cuadrilla de asesinos.
Tembló de pies a cabeza el italiano,
y pareció combatido entre dos contrarios y poderosos sentimientos; pero venció
sin duda el más noble, pues dijo, no sin algún embarazo.
-Yo no sé, excelencia, hasta qué
punto sea exacto el nombre de asesino que aplicáis a Espatolino; pues aunque no
queda duda en que a sus manos o a las de su cuadrilla, han perecido algunos
hombres, no ha llegado a mi noticia ningún hecho que pruebe en él un natural
feroz y sanguinario. Se dice que no le faltarán buenas obras que poner en la
balanza de sus faltas, y que si los poderosos tiemblan al escuchar su nombre,
le bendicen no pocas veces los aldeanos que han perdido su cosecha; pues sabida
es la generosidad con que sabe socorrer la miseria.
-¡Con la bolsa que roba en los
caminos públicos! -exclamó indignado el oficial-, ¡con el oro que arranca de
los cadáveres de sus víctimas!... ¡Excelente modo, señor Angelo, de ser
generoso! En fin, el tiempo se pasa, y por última vez os repito que es preciso
elijáis entre servir al Gobierno o responder a los cargos que pesan sobre vos,
pues estáis acusado de mantener secretas comunicaciones con los bandidos.
-¡Glorioso San Paolo! -exclamó
juntando las manos el agente de policía-, ¿quién puede haber dicho tan infame
mentira al señor Arturo de Dainville? Todo el mundo conoce en Roma mi conducta
ejemplar, y he venido a Nápoles para tomar posesión de ciertos bienes heredados
de un pariente, y de una casita que, como sabe su excelencia, he comprado en
Portici con el objeto...
-Voto a bríos, señor Angelo, que es
abusar demasiado de mi sufrimiento el hablarme ahora de vuestras herencias y
proyectos. Nada me importa el motivo que os ha conducido a Nápoles: lo que os
digo es que sois agente de policía, y que en Nápoles o en Roma es preciso nos
entreguéis a Espatolino.
¡Yo!, ¡yo entregar un sujeto a cuyo
nombre tiemblan los más valientes! ¿Cómo he de hacerlo señor Arturo? Vuestra
excelencia no ha reflexionado en lo que exige de su humilde criado.
-Mi resolución es inmutable: o
entregáis a ese facineroso, o seréis juzgado como cómplice suyo. No me miréis
de ese modo, señor Rotoli, ni aparentéis un aire de víctima; pues con nada
lograréis destruir la firme convicción que tengo de vuestra culpa.
El italiano fijó en su interlocutor
una mirada profunda, como si quisiese penetrar en su alma y medir la convicción
que acababa de expresar; pero aunque todo el aspecto del extranjero indicaba la
mayor seguridad en su creencia, una sonrisa fugaz aclaró por un momento la
turbada frente de Rotoli, que dijo con pausa:
-Habláis de convicciones, ilustre
caballero, pero olvidáis que para justificar vuestras amenazas necesitáis algo
más que convicciones: necesitáis pruebas.
-Decid, señor Rotoli, ya que os
empeñáis en reducirme al extremo de hablaros con rigor, decid: ¿quién pagó los
doscientos luises de oro que debíais al maestro de posta de Civita Vecchia, y
por los cuales os amenazaba con la cárcel?
-No sé, invicto coronel -dijo-, con
qué objeto me dirige vuestra excelencia esa extraña pregunta; pero la satisfaré
sin vacilar diciéndole que el maestro de posta de Civita Vecchia percibió de
mis propias manos la mencionada cantidad y que tengo su recibo.
-Si el maestro de posta la tomó de
vuestras manos no negaréis que a las vuestras llegó por las de Espatolino.
-¡La divina Madonna y el
bienaventurado San Carlos me valgan! -gritó con un gesto de doloroso asombro el
italiano-. ¿Decís, señor mío carísimo, que fue Espatolino?...
-El que os regaló los 200 luises de
oro que pagasteis al maestro de posta, y si deseabais conservar el secreto, no
obrasteis con prudencia en maltratar a la persona que tuvisteis por confidente,
y que en venganza puede muy bien decir a cuantos gusten escucharle que
Espatolino paga vuestras deudas en premio de otros servicios que recibe de vos.
Brillaron con una expresión salvaje
los ojos negros de Rotoli, y con una voz gutural y áspera, que más que acento
humano parecía rugido de una hiena, dijo torciéndose las manos y abandonando el
idioma de que hasta entonces se sirviera, para usar el suyo nativo:
-¿Vuestra excelencia habla tal vez
de ese desgraciado Pietro Biollecare, que no puede perdonarme el que haya sido
más afortunado que él? Nuestro común pariente, al que pensaba heredar, tuvo el
antojo de preferirme y no he logrado aplacar el odio de Pietro contra mí, ni
aun con la generosa conducta que antes y después del hecho he observado con él.
En mi casa le acogí en los días de su desamparo, señor Arturo, y a mi casa le
llamé después que supe ser yo la causa, aunque inocente, de su última
desgracia; procurando por todos los medios imaginables hacerle olvidar el
malogro de sus esperanzas; pero ingrato a tantos beneficios el desacordado
joven, me calumnia por todas partes, desde que le reconvine paternalmente
porque tuvo el atrevimiento de poner los ojos en mi Anunziata.
-Veo que vuestra excelencia ignora
las infamias de ese tunante -dijo con viveza Rotoli, regocijado al ver que la
conversación tomaba otro giro-; imposible parecerá al noble coronel, que un
miserable como el tal Biollecare se haya atrevido a levantar su pensamiento a
la perla de mi casa; a la hermosa doncella que vuestra excelencia mismo ha
encontrado digna de...
-Adelante, amigo, adelante
-interrumpió el francés-; nada tiene que ver mis sentimientos con los negocios
de Biollecare.
-Estoy en ello, excelentísimo, estoy
en ello. Os decía, pues, que ese pobre diablo se atrevió a mirar con buenos
ojos a mi perla, y que habiéndole reconvenido por su osadía, se salió de mi
hospitalario albergue, calumniando vilmente mi acreditada honradez.
Sonrió el oficial a estas últimas
palabras con cierta ironía, que aparentó no entender el italiano, y se disponía
a continuar su panegírico cuando aquél le desconcertó diciendo:
-Si Pietro ha mentido al asegurar
que recibisteis de Espatolino los 200 luises de oro para el maestro de posta,
¿qué podréis alegar contra el testimonio de una carta que le confiasteis
algunos días antes de aquél en que salió de vuestra casa, y que no quiso
devolveros?
-¿Una carta dice vuestra excelencia?
«Amigo y camarada E... os esperé ayer inútilmente en
el paraje consabido; es la primera vez que os puedo reconvenir de inexactitud,
y eso me tiene inquieto. Andad con cuidado y procurad verme mañana, pues tengo
cosas importantes que comunicaros. Ya sabéis el sitio y la hora de costumbre.
-¿Y por simples iniciales que pueden
convenir a cien nombres, asegura vuestra excelencia que esa carta se dirigía a
Espatolino?
-Os empeñáis en apurar mi
indulgencia, y voto a bríos que habréis de arrepentiros de no ser franco y
sincero con un hombre que desea salvaros; sí, señor Angelo, salvaros; pues, os
juro por mi espada y por la gloria de la Francia, que no saldréis bien librado
si las acusaciones que ahora rechazáis con tanta impavidez llegan a ser
conocidas y apreciadas por el Gobierno.
-Cálmese vuestra excelencia y esté
cierto de que nada es comparable al efecto, veneración y confianza que inspira
a su humildísimo Rotoli. Bien lo pudiera decir mi perla, que no oye en todo el día
de mi boca sino elogios del señor Arturo. Verdad es que la linda criatura me
estimula con su aprobación, y que es tan vivo el afecto que vuestra excelencia
ha sabido inspirarla, que todo el mundo lo conoce.
-Menos yo -observó con amarga
sonrisa el extranjero-. Pero en fin, señor Angelo, ¿persistís en negarme que
iba dirigida a Espatolino la carta que conserva en su poder Pietro Biollecare?
-No digo precisamente, noble caballero, que dicha
carta fuese dirigida a otro que a Espatolino, y en todo caso vuestra excelencia
debe advertir que no sería un gran delito en el pobre Rotoli escribir cuatro
letras a un antiguo conocido; porque ha de saber vuestra excelencia que ese
menguado nació ni más ni menos como vuestra excelencia y como otro cualquiera
hijo de mujer, y que la que le echó al mundo era una santa criatura, muy devota
de la divina Madonna, y casada legítimamente según la Iglesia romana,
con un hombre acomodado que después vino a menos; pero que en la época en que
nació Espatolino tenía siempre algunos escudos sobrantes a disposición de sus
amigos.
-Perdón, excelencia: era preciso
deciros que en aquel tiempo en que todavía no era bandolero Espatolino, yo era
amigo de su padre, muy amigo, bien que fuese mucho más joven que dicho sujeto,
el cual murió, si mal no me acuerdo...
-Basta, señor Rotoli, basta, pues
lleváis trazas de contarme toda la historia de toda la generación del bandido.
-Voy a terminar al instante,
carísimo coronel: decía pues que no sería culpa muy grave, que en memoria de la
buena amistad que profesé al padre escribiese al hijo, y quisiera verle, con el
caritativo fin de apartarle, si posible era, del camino de perdición que ha
emprendido. Estudie vuestra excelencia la malhadada carta y comprenderá su
sentido. Digo en ella que tengo cosas importantes que decirle: claro
está que son importantes para la salud de su alma.
No pudo menos que sonreírse el
oficial al oír la explicación de Rotoli; y como al mismo tiempo la barca se
detuvo y se encontraron delante de Portici, se dispuso para saltar a tierra
limitándose a decir:
-Pensad con detenimiento en cuanto
me habéis oído, amigo Rotoli, y mañana id a verme y a darme contestación. Ahora
vamos a vuestra casa, pues deseo saludar a vuestra sobrina y saber de sus
labios si sois veraz en lo que aseguráis de su afecto a mi persona.
-Vuestra excelencia sabe que la
chica es cerril como un gamo montaraz -repuso Rotoli, siguiendo a su
interlocutor, que ya estaba en tierra-; pero, ¿quién duda que allá en su
corazón?...
-Su corazón es enigma para mí -dijo
con cierto enfado Dainville-; pero apresurad el paso, señor Angelo, que es
tarde, y quiero volver a Nápoles.
La casa que habitaba el agente de
policía, aunque en un sitio extraviado y solitario, ocupaba una situación
pintoresca, y al llegar a ella detúvose un momento su dueño para mirarla y
admirarla con el orgullo de propietario, diciendo a su acompañante:
-Entremos -dijo Dainville dando un
golpecito con su mano izquierda en el hombro derecho de Rotoli-, y tened
entendido, que si procedéis bien con el Gobierno y vuestra graciosa sobrina
alimenta por mí los sentimientos que le suponéis, ella y vos podéis esperar
mucho de Arturo de Dainville, y esta casa albergará las personas más felices
que existirán en Italia, que seréis vosotros.
-Así lo creo, generosísimo señor,
así lo creo -dijo Angelo golpeando en la puerta; pero nadie respondió.
-La pobre chica es medrosa como una
cervatilla, y como está sola, se habrá metido en lo último de la casa.
-Hacéis mal en dejarla sola, señor Rotoli.
-No hay que temer, excelencia,
porque por estas cercanías no aparece otro bandolero que... ninguno,
absolutamente ninguno, señor Dainville.
-No recojáis vuestras palabras, y
decid sin rebozo que no suele venir otro bandido que Espatolino, y que de ése
nada tiene que temer el amigo de su padre.
Desentendiose Rotoli de la
observación, y volvió a llamar repetidas veces en la puerta sin que se
interrumpiese el silencio que reinaba dentro, hasta que pegando un fuerte golpe
con su bastón, cedió la puerta al empuje y se abrió crujiendo.
-Divina Madonna -exclamó
asombrado-. ¡La puerta está abierta y la casa en completa oscuridad! ¡Si se
habrá dormido Anunziata!
Sacó fuego, encendió una mecha de
azufre y penetró en la casa, seguido del coronel; pero estaba desierta.
-¡Glorioso San Paolo! -gritó el
agente-, ¡nadie! Ni Anunziata, ni su perro, a quien por amor a mí ha dado el
nombre de ¡Rotolini!... ¡Maledetto!, ¡mi perla ha sido robada!
-¡Desgraciado de él! -dijo el
extranjero-, ¡desgraciado de él si vuestra sospecha es exacta! Venid, Rotoli,
volvamos a Nápoles: la policía...
-La policía no hará nada -dijo
Angelo-, ni hay necesidad. ¿Pensáis que el bribón se habrá quedado al alcance
de la policía? ¡Ay perla de mi vida! ¡Anunziata!, ¡mi Ángel! ¡Yo te recobraré!,
aunque te ocultasen en las entrañas de la tierra. Espatolino sabrá encontrarte.
Estas imprudentes palabras que se escaparon al
desconsolado Rotoli en el primer calor de sus sentimientos, no produjeron en
Dainville el efecto que hubieran causado en otra cualquiera circunstancia.
-Nada hay oculto para él -respondió
con ferviente fe el italiano-, ni existe un rincón en Italia que no conozca, y
donde le falten agentes y amigos. Sí señor Arturo, antes de tres días nos será
devuelta Anunziata.
-Pues bien -dijo el coronel, después
de un instante de vacilación-, ved a ese bandido, y decidle que si me la
restituye... le aseguro su indulto.
Salió al concluir estas palabras, y
dirigiose en busca de la barca que debía volverle a Nápoles, mientras Rotoli
murmuraba con rápidas y maravillosas transiciones del dolor a la alegría:
-¡Pobre sobrina mía! ¡Pícaro Pietro,
tú me pagarás el haber vendido mi secreto! ¡Perla de mi corazón! ¡Traidor, ya caísteis
por fin en mis manos! ¡Qué desgracia la mía, Santísima Madonna! ¡La
venganza!, ¡qué cosa tan dulce es la venganza!
Continuará…
Notas de la Autora:
(1) La funesta celebridad que goza el personaje cuyo
nombre ponemos por título a esta novelita, nos dispensa de asegurar que no es
un ente imaginario, y que muchos de los
hechos que vamos a referir son exactamente verídicos.
(2) Gaeta.
(3) Capri.
(4) Estas selvas, cuyo
carácter primitivo y poético han encomiado muchos viajeros, se hallan cerca de
Roma.
(5) En algunos países de
la Italia la gente humilde da el tratamiento de excelencia a todos los
que por su porte y lenguaje indican una clase distinguida.
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