Pietro y Anunziata
-VIII-
Los agentes y espías
que mantenía Espatolino en la mayor parte de las principales ciudades del
territorio de Nápoles y Roma, eran tan numerosos como exactos. Sus frecuentes
avisos nada dejaban ignorar al bandolero de cuanto pudiera convenirle, y por
aquel medio estaba al corriente, no solamente de todas las operaciones del
Gobierno, y de las salidas e itinerarios de aquellos viajeros de los cuales
podía sacarse un abundante botín o un cuantioso rescate, sino que también
estaba informado con exactitud escrupulosa de la vida y situación de las
personas particulares que por cualquier motivo le interesaban.
Así había sabido que
poco tiempo después de la peligrosa estratagema con que salvó la vida del hijo
de Giuseppe, había terminado dicho anciano su larga y amarguísima carrera, y
que la joven María, a quien por medios tan astutos como delicados había
proporcionado aquel malhechor extraordinario una dote proporcionada a su clase,
debía casarse muy en breve con un artesano a quien amaba. También fue instruido
de que Angelo Rotoli, torvo y sombrío desde que aconteció la pérdida de su
perla y el malogro de su venganza, había dejado a Nápoles con el coronel
Dainville, trasladándose a Roma, donde permanecían ambos, viviendo el uno en
una magnífica habitación en la plaza de España, y el otro en un modesto cuarto
cerca de la puerta de San Lorenzo.
Las relaciones entre
el oficial francés y el esbirro italiano parecían muy frías; pero aún no
totalmente cortadas, bien fuese porque conservase todavía el extranjero
reliquias de su desgraciada pasión, y con ellas la esperanza de recobrar a
Anunziata, bien que algún otro interés le obligase a no romper abiertamente con
aquel agente tan astuto como vengativo.
Lo cierto es que
Arturo de Dainville y Angelo Rotoli estaban en Roma, y que habían sido
informados de esta circunstancia Espatolino y su esposa.
-¡Pietro! -dijo ésta
al hijo del difunto Giuseppe en aquella noche memorable que ha dado argumento
al anterior capítulo de nuestra verídica historia-. ¡Pietro!, solos estamos;
¿no es cierto?
-¡Solos! -respondió el
mancebo con semblante triste-. El capitán se ha marchado a la selva, donde debe
repartirse entre los compañeros no sé qué botín, que al anochecer habrá
recogido Roberto de unos extranjeros que han tenido el singular capricho de
atravesar las lagunas Pontinas desde Sermoneta, para visitar la torre de
Astura. ¡Pobrecillos!, contaban con dormir tranquilamente en Nettuno, pues se
dice que todos nos creen muy lejos de estos lugares, merced al cuidado que ha
tenido el capitán de llamar la atención de las gentes por otro lado...
-¡Pues qué!, ¿no
sabéis que una partida de los nuestros ha hecho algunas escaramuzas en las
inmediaciones de Civita Vecchia y Corneto, mientras otra más numerosa forma su
nido en la Somma (1), de
donde baja a inquietar, ora a los pacíficos habitantes de las orillas del Nera,
ora a los orgullosos moradores de Spoleti? De este modo consigue el capitán
apartar a los gendarmes del verdadero sitio en que tiene su cuartel general, y
ha podido el teniente Roberto dar a mansalva un buen golpe en los pobres
viajeros, a quienes habrá aligerado esta tarde, y que según tengo entendido son
gentes de pro, que llevan buenos equipajes.
-En fin -dijo Pietro-,
no tan mal cuando son extranjeros; ¡pero aquel desdichado príncipe Lancelotti
que fue tan maltratado a la puerta misma de su palacio Ginnetti, como quien
dice!...
-Pietro, tus manos al
menos no se han manchado todavía con la sangre o el oro de las desventuradas
víctimas que aquellos feroces bandidos sacrifican a su insaciable codicia.
¡Oh!, ¡sí!, gracias al cielo, aún existe cerca de mí un hombre cuya frente
pueda levantarse al cielo sin la mancha del asesinato.
-Tenéis razón, no es
acción muy buena que digamos, el cogerse lo ajeno contra la voluntad de su
dueño; y por lo tocante al asesinato... ¡Dios y la Santa Madonna me
preserven de semejante tentación! Pero también es cosa desagradable estarse
aquí mano sobre mano cuando los demás arriesgan su vida y se enriquecen, y...
¡vamos!, todos tenemos nuestro poquito de codicia, y aparte de esto, debo
tantos favores al señor Espatolino, que quisiera de buena gana
estar a su lado en los momentos del peligro para defenderle como lo hace un
perro fiel con el amo de cuya mano recibe el pan.
-Acaso puedas hacerle
mayor servicio que el que deseas -respondió Anunziata-. Escucha, Pietro: aquél
que te salvó del patíbulo; aquél que ha sacado de la miseria a tu hermana;
aquél que en medio de sus execrables crímenes ha sembrado beneficios que
prueban que su alma extraviada no nació destituida de nobles y... generosos
impulsos... Espatolino en fin, puede deberte más que la vida... ¡la felicidad!
-¡A mí! -dijo el mozo
abriendo cuanto le fue posible sus ojos negros y expresivos-. Si así fuera...
Pero no concibo... ¡Esperad!, algunas veces, cuando me ve triste por la vida
holgazana a que me ha destinado, me dice pegándome un golpecito en el hombro:
«Pietro, no te impacientes por entrar en esta senda a cuyo término me hallo;
acuérdate de que una vez lanzado en ella se hace imposible el retroceder. Si lo
que anhelas es darme una prueba de tu gratitud y afecto, sabe que ninguna
reputaría mayor que la que ahora recibo de ti. Tú eres el fiel custodio de mi
felicidad; el consolador de mi esposa. Guárdame bien ese tesoro y te deberé mucho
más de cuanto te he dado». Éstas poco más o menos son las palabras que me dice
el buen capitán, y bien sabéis que no las echa en saco roto; no por cierto.
Desde que estáis bajo mi custodia no hay alma viviente a quien permita
traspasar estos umbrales; y para que llegasen a vos preciso sería que pasasen
por encima de mi cadáver. Harto me costó negarme a vuestros deseos cuando
queríais hace tres días salir a pasearos por la ribera; pero el capitán me
tiene dicho: «Haz todo cuanto ella te mande, menos el permitirla que se
exponga a ser vista de nadie, ni el abandonarla un momento».
-Y sin embargo -repuso
la joven tendiendo su delicada mano al hijo de Giuseppe-, en la infracción de
esas órdenes estriba la salvación de Espatolino, y la desobediencia será en esta
ocasión el servicio más importante que puedas prestarle. Pietro, acuérdate de
tu buena madre, de tu honrado padre, de tu inocente hermana; trae a la memoria
tantos ejemplos de virtud como has encontrado en tu familia, y no olvides
tampoco aquel suplicio afrentoso que viste tan de cerca.
-Aquel suplicio
-prosiguió la joven- que es el término inevitable de la funesta carrera de
Espatolino y sus abominables cómplices: ¡el inexorable fantasma que ve delante
de sus ojos siempre, en todas partes! El patíbulo cierra el horizonte de la
vida sangrienta del bandido, y más allá... ¡oh Pietro!, más allá del patíbulo
otro suplicio eterno le está aguardando.
-¡Eterno! -exclamó con
un gesto de horror el hijo de Giuseppe-. Eso es demasiado: ¡pues qué!, ¿no es
bastante castigo la muerte?
-¡No! -respondió con
severo tono la esposa del bandolero-. La sociedad se habrá vengado de un
insensato que pretendía desafiarla; la tierra se habrá purgado de una fiera que
la regaba con sangre; pero la justicia divina no quedará satisfecha. ¡Y qué!,
¿pudiera expiar el dolor de un momento una vida entera de delitos?, ¿pudiera
lavar la sangre de un culpable la de tantos inocentes, víctimas de su
ferocidad? ¿Dónde estaría entonces la justicia?, ¿cómo desoiría Dios los clamores
de tantas almas arrancadas del mundo súbitamente por una mano homicida, y
lanzadas a la eternidad sin darles tiempo para prepararse a comparecer ante el
Juez supremo? Si aquellas almas desventuradas estaban en pecado y sufren los
tormentos perdurables, ¿consentiría el Altísimo que el bárbaro que las arrojó
al abismo entrase inmaculado por las estrechas puertas de la gloria, sin otra
expiación que un minuto de agonía?
-¡Pues qué! -dijo
Pietro con el cabello erizado y los labios trémulos-. ¿No vale para nada el
arrepentimiento? ¿No hay esperanza para el asesino?
Uno de los grabados de Francisco de Goya de la serie Los desatres de la guerra, 1810. Museo del Prado. |
-Sí, porque Dios es
misericordioso a la par que justo. Pero el arrepentimiento de un ajusticiado
rara vez es contrición verdadera y profunda: lo que parece arrepentimiento no
es más que miedo, porque en aquellas horas terribles el aspecto de la muerte
enflaquece el espíritu; y si se siente pesar de haber cometido el crimen es
solamente por el horror del castigo. La verdadera expiación de una vida de
delitos no es la muerte; es la penitencia. La justicia divina no pide sangre,
sino lágrimas; no pide un momento de tormento, sino largos días de reparación y
de virtud. Quiere que no se prive al pecador del castigo del remordimiento;
quiere que viva y padezca, y que no salga del mundo, donde derramó tantos
males, sin haber tenido tiempo para sembrar algún bien.
-Pero eso es imposible
-observó Pietro moviendo la cabeza-, cuando la justicia echa el guante a un
facineroso lo despacha muy pronto al otro mundo; y si Dios por su infinita
misericordia no le deja volver para que haga en éste algunas buenas obras, no
alcanzo de qué modo pueda complacer a su Divina Majestad el pobre diablo a
quien le acaricia la garganta la mano del verdugo.
-¡Eso es cruel! -dijo
con melancólico acento Anunziata-. ¡Es cruel a la verdad arrancar a un infeliz
con la existencia la posibilidad del arrepentimiento! Pero escucha, Pietro: yo
no quiero que muera Espatolino de ese modo; quiero que su alma grande, aunque
criminal, conozca a Dios y desarme su ira; quiero que los últimos años de su
vida sean consagrados a la expiación, y que practicando las virtudes repare, en
cuanto sea posible, sus crímenes pasados. El odio le precipitó al abismo; el
amor debe sacarle de él. Sí, yo haré que sea tan bueno como malo ha sido hasta
hoy.
-Eso no me parece
fácil; y no lo digo porque crea muy malo al capitán, no por cierto. Bien sé que
no le faltan buenas cualidades: mirad; me ha contado Roberto (y no por
celebrarlo lo decía el grandísimo bribón) que jamás permite que se haga daño a
los que no tratan de hacerlo; que es piadoso con las mujeres, y... os referiré
algunos rasgos suyos que os harán conocer lo bueno que es algunas veces el
señor Espatolino, a quien Dios y la divina Madonna libren de todo mal.
Muchos años hace que pasó lo que vais a oír; pero no importa la fecha: cuando
Roberto me contaba estas cosas la semana última, casi casi me parecía que las
estaba mirando. ¡Verdad es que las escuchaba con tanto gusto!, porque por más
que diga el teniente que son rarezas y extravagancias del capitán, siempre
sostendré que tales extravagancias le hacen honor. Figuraos, señora Anunziata,
que era en aquel tiempo en que comenzaba a extenderse por esos mundos la fama
de nuestro jefe; y aunque era muy muchacho por entonces, ya había dado una
buena lección a los soldados del Santo Padre. La banda se hallaba entonces
diseminada por las cercanías de Monti Tifati, pues a pesar del cuerpo de
guardia que custodiaba la entrada del territorio de Nápoles, el capitán y su
gente siempre han tenido maña para pasearse por todas partes sin que nadie se
lo estorbe. Creo que por entonces se preparaba la cuadrilla a caer sobre la
Calabria; pero se entretenía mientras tanto en aliviar del peso de su equipaje
a los viajeros de aquel camino. Era a la caída de una tarde bastante nebulosa,
cuando fueron apresados por algunos de la cuadrilla tres hombres, de los cuales
sólo el uno tenía alguna apariencia de utilidad. Dos viajaban juntos y a
pie, y el otro iba a caballo con sólo un criado que había escapado con su mula
burlando la ligereza de los bandidos. Cuando vieron éstos lo poco que había que
esperar de sus prisioneros, se enfadaron tan de veras, que querían colgarlos
por los pies de las ramas de un árbol.
-No hay por qué
asustarse, mi capitana -dijo el mozo-, el jefe no permitió aquella chanza
pesada, y llamando al uno de los viajeros pedestres le preguntó quién era y
adónde iba. El muchacho, que tenía una fisonomía la más traviesa y
desvergonzada del mundo, respondió sin turbarse: «Quién soy, no lo sé; por
ahora creo que soy poco menos que un cadáver, y nunca he sido otra cosa que un
nadie».
-¡Por vida de Baco!
-respondió el perillán-, que aquí no hay otro enigma que vos, señor facineroso,
que presentáis la anomalía de una figura de ángel con un alma de demonio. En
cuanto a mí os he dicho la verdad pura y neta. Soy un nadie; un quídam,
un expósito que no sabe a quién debe el don de esta mísera existencia, que
maldito para lo que me sirve.
-¿Qué oficio tienes,
bribón? -preguntó Espatolino.
-Todos y ninguno.
Sirvo a cuantos me ocupan, salgo en las comparsas de los teatros de segundo y
tercer orden; muelo los colores de los pintores; llevo las pruebas de sus obras
a los escritores que las tienen en prensa; auxilio a los peluqueros, ayudo a
los pescadores, sirvo a las damas que tienen amantes tiernos y maridos celosos,
en fin, soy el factótum de Nápoles, y ahora iba a Castellone encargado de
cierta comisión galante, en la que esperaba ganar algunos carlinos (2).
-¡Toma!, hasta el
paraíso terrenal iría tan fresco, si es que el paraíso terrenal es otra cosa
que el reino de Nápoles.
-No siempre te sobrará
el pan, si no cuentas con otros medios para procurártelo que las eventualidades
de tus numerosos empleos.
-Así, así -respondió
el mozalbete-, cuando otra cosa mejor no se me proporciona, hago versos muy
bonitos, y las gentes del pueblo me dan dos cavalli (3) por cada veinte coplas.
-No lo sé; pero yo
consagro por lo común mi musa a las gentes de vuestro oficio, y refiero
vuestras picardías con tanta verdad, que todos los que las oyen dicen que no
hay más que pedir. No se crea, sin embargo, que yo posea, como aquel mancebo
que iba en mi compañía, un genio improvisador y estupendo, eso no; soy un
ignorante que lo hago por pura afición, o mejor diré por pura necesidad, y mi
compañero ha leído libros y tiene acogida entre personas de alta clase que
gustan mucho de oírle cuando está inspirado. Yo nada compongo de súbito: pienso
mucho mis coplas y las escribo despacio.
-Preciso es, pues
-dijo el capitán-, que parecía complacido con la charla de aquel tunantuelo,
que medites ahora mismo alguna de tus lentas creaciones y te concedo dos horas
para presentármela concluida. Tengo curiosidad de conocer tu musa, y no la
pagaré con menos generosidad que los paisanos que te cambian dos cavalli
por veinte coplas.
-En ese caso no hay
más que hablar -respondió alegremente el muchacho-, precisamente traigo en el
bolsillo una historia en verso que está próxima a la conclusión, y que debe
interesaros tanto más cuanto que es la vuestra.
-Sin duda -repuso el
poeta, sacando del bolsillo algunos pliegos manuscritos-, es verdad que al
pintaros, físicamente se entiende, no anduve muy exacto. ¿Quién diablos había
de pensar que fuerais tan guapo mozo? Tampoco se me ocurrió la idea de que
vuestros súbditos podían ser unos chicos de mediana traza: ¡ya se ve!, todo el
mundo imagina feos y sucios a aquellos hombres que siempre andan revueltos con
la sangre.
Una sonrisa
imperceptible pasó fugaz sobre los labios del capitán; pero los otros bandidos
dejaron oír un murmullo de desaprobación. El viajero, sin desconcertarse,
desenrolló sus manuscritos, y con voz campanuda y acento declamatorio comenzó
su lectura:
«Vida y hazañas del
feroz Espatolino, jefe de la homicida banda que infesta el camino de Roma a Nápoles,
extendiendo sus correrías hasta el Abruzzo y las Calabrias».
El pilluelo comenzó a
declamar con énfasis sus mal medidas estrofas; pero ¡qué cosas, Santísima Madonna!,
¡qué cosas había aglomerado allí! En primer lugar estaba el retrato del
capitán, que, según el poeta, era tuerto, jorobado, con más cicatrices que
cabellos, y más deformidades que años. Luego iba la descripción de su tropa:
todos los bandidos eran unos semigigantes medio desnudos, sucios, repugnantes,
con uñas tan largas como el gavilán, y pelos tan ásperos como los del erizo.
Al escuchar tan pícara
pintura se pusieron furiosos los bandoleros, y como perros picados de
hidrofobia se abalanzaron sobre el infeliz. El capitán les gritó con voz de
trueno: «Atrás», y el lector continuó impávido su tarea, después de dar gracias
a Espatolino con un movimiento de cabeza.
Lo que seguía a la
pintura de los bandoleros no era menos lisonjero para aquéllos que lo que ya
habían oído. Allí había banquetes en que los antropófagos ladrones se comían a
medio asar la carne de sus víctimas, y bebían en sus calaveras. Allí danzas de
mujeres desnudas que llevaban por arracadas narices humanas, y por collares
numerosas sartas de dientes arrancados a los cautivos que esperaban rescate. El
capitán ahorcaba a cada paso ocho o diez de los suyos, cuyo número no se
disminuía, sin embargo, y era una risa oír con cuánta profusión le regalaba los
halagüeños epítetos de salvaje, tigre, monstruo y otras lindezas del mismo
género.
Los camaradas de
cólera, y le miraban con ojos de basilisco; pero el capitán les imponía
silencio con un gesto, y el poeta concluyó sin contratiempo su lectura.
-¡Bien! -le dijo
Espatolino-, esa narración es muy bella, y yo me encargo de que sea verídica.
Para justificar la pintura que haces de nosotros, es preciso que correspondamos
a la idea que te has formado de nuestras costumbres, y en ese supuesto
determino celebrar uno de esos festines que con tanta elocuencia describes, y
en el cual nos regalaremos con tu cuerpo. Te permito concluir tu poema mientras
preparamos la función, y te empeño mi palabra de que tu obra llegará a Nápoles
sin alteración ninguna.
-Hágase la voluntad de
Dios -respondió el mancebo-. A decir verdad no esperaba este desenlace, pues al
veros me persuadí que había andado desacertado en mi pintura. No me gusta
mucho, por cierto, el morir a los diez y ocho años, y ser devorado por
vosotros; pero en fin, algún consuelo es haber tenido el talento de adivinar
con tanta exactitud los extremos de vuestra barbarie, y mi obra, que no era más
que un juguete de fantasía, será desde hoy una historia exacta y lastimosa, que
me conquistará nombradía. ¡Vamos allá!, ¿cuántas horas me concedéis para
concluir mi relación?
-Diez minutos
-respondió Espatolino- pasados que sean serás entregado a mis amigos, que
ansían ya conocer el sabor que tiene la carne de un hijo de Apolo.
El capitán miraba
fijamente al mancebo mientras aquellas bárbaras bufonadas eran pronunciadas por
los bandidos en medio de horribles carcajadas; pero ¡cosa extraña!, aunque un
poco pálido, el poeta estaba sereno y cortaba una pluma y pedía por favor un
poco de tinta para concluir su obra.
-¡Basta! -gritó de
súbito el jefe-. ¡Joven!, ¡eres valiente!, ¿quieres vivir y quedarte con
nosotros?
-Vivir no me pesaría
-respondió limpiando su pluma-; pero quedarme con vosotros... ni se diga. No me
gusta vuestra profesión, señores bandoleros, y además, caso de deberos la vida,
tengo la obligación de consagrársela a un viejo puzzaro (4) que me ha servido de
padre, y que se moriría de hambre a no ser por mí.
-¡Uf!... vuestro oro
no da ventura: es mal ganado. Vale más vender veinte coplas por dos cavalli,
y ayudar a los pescadores por un par de truchas, y moler los colores por tal
cual plato de macarrones que recibo de los pintores... En fin, vale más
cualquier cosa que ser rico con vuestra riqueza.
-Todos hemos de morir,
y así como así vale más ser comido por hombres que por gusanos. ¡Ea!, estoy
pronto.
-¿Qué os parece que
hizo entonces el capitán, señora Anunziata?... ¡Vaya un hombre guapo! «Dame ese
poema -dijo al poetastro-, merezco la preferencia, puesto que te he
proporcionado un sublime momento de inspiración con el horror de la muerte. Se
dice que el poeta es como el cisne, que guarda su cántico más hermoso para
celebrar la agonía. Toma el precio de tu obra, y sigue tu camino».
Diciendo y haciendo,
le puso en la mano una bolsa muy linda, que según la aseveración de Roberto
contenía doscientos luises de oro por lo menos, y le dijo:
-Puedes tomarlos sin
escrúpulo, pues no son robados. Me los regaló una dama, a la que tuve ocasión
de prestar ayer un ligero servicio.
-Los tomo en ese
concepto -dijo el mozo-; pero como me habéis ocasionado un sustillo mediano, os
quiero deber además un buen vaso de vino.
Diéronselo los
bandidos refunfuñando, y lo vació de un golpe, brindando por el capitán. Luego
le entregó sus manuscritos, le dio un cordial abrazo, y se marchó más alegre
que unas pascuas.
Enseguida hizo venir
el jefe al otro poeta, a quien habían tenido a una distancia suficiente para
que no oyese nada de cuanto se decía a su compañero. Estaba aquel infeliz más
muerto que vivo, y temblaba como un azogado.
-¡Perdón!, ¡piedad!,
¡piedad, señor excelentísimo! -contestó con trémula y ahogada voz el
prisionero.
-Sabemos que eres
poeta improvisador -dijo el jefe-; serénate, pues, y danos una muestra de tu
talento.
-Soy un ignorante, un
bruto, señor eminentísimo -decía tartamudeando el pobre mozo-, dejadme besar
vuestras plantas y no exijáis... El placer... el honor que recibo con verme en
vuestra presencia me embarga los sentidos de tal modo, que no puedo... ya veis,
ilustre señor, tened piedad de este desventurado.
-Voy, voy al
instante... ya comienzo... no se altere vuestra benignidad -murmuraba el pobre
diablo pálido como un cadáver y dando traspiés como un borracho.
Presentáronselo al
instante; pero era tan violenta la convulsión de sus nervios, que el cristal se
quebró entre sus dientes.
El infeliz comenzó a
versificar malamente, llamando a los ladrones héroes magnánimos, guerreros
invencibles y otras mil adulaciones.
-Éste sí que es buen
poeta -decían aplaudiendo los bandoleros-, ¡para que se vea que no hay hombre
que no sea sensible al elogio! Éste sí que merece un regalo, no aquel bribón
que decía tan odiosas mentiras.
El improvisador,
alentado con aquellas muestras de aprobación, multiplicaba las adulaciones
hasta el extremo más ridículo de exageración.
-Vuestra noble independencia
-decía-, vuestra heroica constancia será loada por la más remota posteridad. La
envidia se ensaña vanamente por deslumbrar vuestra gloria: la fama divulgará
vuestros invictos hechos del uno al otro polo.
-¡Viva! -gritaban entusiasmados
los bandidos-, ¡bravo! ¡Esto se llama talento! ¡Éstos sí que son versos!
-¡Basta! -dijo
frunciendo el entrecejo Espatolino-, coged a ese miserable y dadle en mi
presencia veinticinco palos.
Esta orden inesperada
dejó estáticos a los bandoleros, mas no así al poeta, que comenzó a gritar
desaforadamente, haciendo contorsiones como un endemoniado.
-Las bajezas en que
has incurrido te hacen tan indigno de la condición de hombre, que deberíamos
degradarte de ella. En consideración a tu talento, por mal que lo hayas
empleado, me limito a la ligera pena que acabas de sufrir; pero que no te
acontezca segunda vez prostituir tan torpemente como hoy lo has hecho la noble
misión de la poesía.
-¡Digo, señora
Anunziata!, ¿no es verdad que fue muy bien dicho todo aquello?, porque al fin,
un bandolero, por bueno que sea, no es un héroe glorioso, ni merece que
se le llame señor eminentísimo y otras tonterías por el mismo estilo.
Pues hete aquí que no
quedaba ya más que el tercer preso, que era el que iba a caballo, y parecía ser
un hombre en la flor de su vida, y de no despreciable calidad.
Hízolo, y todos
admiraron la nobleza de su porte: tenía, dice Roberto, una mirada que se iba
derecha al corazón, y una frente que parecía iluminada.
-¿Eso quiere decir que
si ahora te vemos con un equipaje poco brillante es por elección y no por
necesidad?
-¡Bravo!, eres un
hombre franco; así me agrada. ¡Y bien!, ¿querrás comunicarnos algunas de
aquellas observaciones que has hecho en el estudio de la legislación?
Espatolino abrió aquel
libro, y miró rápidamente su portada. Pero, ¡extraño caso!, al punto suelta una
exclamación, mira absorto al prisionero, se acerca, dobla la rodilla, y le besa
la mano con tanto respeto como un chicuelo a su maestro.
Los camaradas abrían
tanto ojo y se miraban estupefactos, sin saber qué significaba aquello; pero el
capitán se levanta, y ordena que toda la cuadrilla llegue a tributar sus
respetos al prisionero. Vacilan los bandidos, que empiezan a sospechar que el
capitán se ha vuelto loco; pero indignado éste al notar la poca prisa que se
dan en obedecerle, grita con acento y ademán imperioso:
Cuenta Roberto que el
célebre legislador permaneció algunas horas con el capitán, que lo colmó de
atenciones, y que a todos pareció tan amable, que le vieron partir con pesar.
Espatolino le dio escolta hasta las cercanías de Nápoles, y siempre se mantuvo
descubierto delante de él. Cuando le hablaba lo hacía con el mayor respeto, y
repetidas veces le besó la mano, gritando enseguida: «¡Viva el caballero
Gaetano Filangieri! ¡Viva el talento!». Los camaradas no se descuidaban en
repetir: «¡Viva!».
En fin, cuando algunas
semanas después se supo la muerte de aquel grande hombre, asegura Roberto que
vio llorar a Espatolino, y que se le oyó exclamar: «Tu libro, genio divino,
será inmortal; sobre tu glorioso polvo pasarán las generaciones acatándole, y
llegará el día en que esas páginas que legas al porvenir sirvan de base al gran
código de la nueva redención».
-¡Pienso que aquella
alma noble, aquella grande alma de mi esposo, no había sido formada para el
crimen; que yo debo redimirla, y que lo haré! ¡Pietro!, pronto rasgará el sol
las tinieblas de la noche. La tempestad ha pasado: el tiempo se serena, y es
preciso partir.
-¡Glorioso San
Estéfano! ¿A Roma decía?
-Es codicioso, y le
ofreceré diez mil escudos si se encarga de una proposición que quiero hacer al
Gobierno.
-Espatolino es muy
rico. Tres grandes talegos llenos de luises de oro recibirá el Gobierno si
consiente en firmar su indulto. No importa que le destierren de Roma, y aun de
toda Italia. Nos iremos a Suiza, y en medio de sus montañas pintorescas
viviremos tranquilos y dichosos.
-Es preciso; la vieja
Lucía, única persona que tenemos en este instante bajo el techo que nos cubre,
duerme sin duda.
-Pues bien, es
menester aprovechar su sueño; Espatolino vendrá apenas amanezca: que no nos
halle aquí.
-Pero si es fuerza que
alguien hable al señor Angelo, ¿no vale más que yo me encargue de la comisión,
y vos quedéis con vuestro marido?
-No, yo sabré
evitarlo. Escucha: no iremos desde luego a Roma; mas acaso no haya necesidad de
ir nunca. Mi tío puede hablarme en algún lugar de las inmediaciones, y espero
que todo se arreglará a satisfacción.
-¡Pietro!, ¡un cruel
presentimiento me advierte que si no hago lo que el cielo me ordena, Espatolino
perecerá muy presto en el patíbulo!
-Y sobre tu conciencia
caerá la responsabilidad de tan enorme desgracia. ¡Tú serás quien le habrás
cerrado las puertas del arrepentimiento y la expiación!... Tú quien...
«Me has jurado
abandonar la carrera del crimen y quiero alcanzar tu perdón; sin embargo, para
no descubrir el lugar de tu retiro antes de obtenerlo, me alejo de ti por
algunos días. Entablaré mis negociaciones con el Gobierno desde Gensano, la
Riccia, Albano o cualquiera otra población de las cercanías de Roma; y si fuese
preciso iré a la misma Roma. Nada temas, pues suceda lo que sucediere no
correrás el menor peligro por mi imprudencia».
Cinco minutos después
los aullidos de Rotolini, a quien dejaron encerrado los fugitivos,
hicieron despertar a la vieja Lucía. Oyó el galope de los caballos y dijo:
Continuará…
Notas de la Autora:
1 Somma es el nombre que dan a una escarpada montaña que hay entre Terni y
Spoleti.
2 El carlino es una moneda napolitana que equivale, con corta diferencia, a
un real de vellón.
3 El cavalli es una moneda muy ínfima.
4 Puzzaro es el nombre que dan en Nápoles a los que excavan la tierra para
los pozos, cisternas, etc.
No hay comentarios:
Publicar un comentario