La artimaña de Espatolino
-V-
No se había engañado el coronel al
graduar la importancia que daría el Gobierno a la captura de Espatolino. Aquel
malvado que tantas veces se había burlado de todos sus esfuerzos; aquél que
aparentaba desafiar el poder de la nación dominadora de Europa; aquél cuya vida
era una mengua para los nuevos señores de Italia, iba a caer por fin en sus
manos. ¿Qué precio sería excesivo para tan importante adquisición?
El coronel Dainville, sujeto de
reputación y prestigio, salía por garante de la honradez y veracidad de
Giuseppe, de cuya virtud se tenían de antemano ventajosos antecedentes.
Excusábanse además las extrañas condiciones que imponía, en atención a su
avanzada edad y al trastorno que pudieran haber ocasionado en su espíritu sus
actuales pesares. Todo se le perdonó, pues, y los procedimientos fueron tan
activos que a las nueve de la noche se habían sabido sus proposiciones, y a las
diez ya estaba firmado el indulto del reo, expresando que se le concedía en
consideración al eminente servicio que su padre prestaba al país facilitando el
exterminio de la feroz cuadrilla que lo desolaba. El mismo Dainville se halló
presente cuando se leyó al reo su indulto, después de algunas prudentes
precauciones que no impidieron, sin embargo, que se trastornase momentáneamente
su razón con dicha tan inesperada.
El espectáculo del dolor más profundo hubiera afectado
con menos viveza al coronel que la vista de aquella alegría frenética: era una
dolorosa convulsión de placer, capaz de ocasionar la muerte. Pietro no
comprendió nada de las circunstancias a las cuales era deudor de la vida; sólo
sabía que estaba libre, que no moriría en el patíbulo; y aún después de
escuchar cien veces que su padre se hallaba preso y no saldría de la cárcel
hasta que hubiese revelado el paraje en que se hallaba Espatolino, todavía
exclamaba incesantemente:
-Voy a mi casa al momento. Mi pobre
padre acaso esté enfermo de la pesadumbre, muy ajeno de sospechar que ya estoy
libre y soy el más venturoso de los hombres. Quiero ver al rey Joaquín
-añadía-, y bendecirle en su trono, que Dios conserve por largos años. ¡Viva el
rey de Nápoles! ¡Viva la Francia! ¡Viva el emperador! Señores, una copa de
aguardiente. ¡Me abraso! ¡La cabeza se me parte! ¡El corazón no me cabe en el
pecho! ¡La vida me asesina!
Éstos y otros discursos igualmente
inconexos eran interrumpidos por accidentes convulsivos, y en los primeros
momentos de su libertad su estado le impidió hacer uso de ella. Sin embargo
lograron calmarle algún tanto; obedeció maquinalmente la orden que se le dio de
escribir a su padre noticiándole la dichosa mudanza de su suerte, y después que
hubo trazado sin comprenderlas, las palabras que le fueron dictadas, Arturo
mismo le sacó de la prisión diciéndole:
Le puso en el bolsillo algunas
monedas y le dejó para ir a casa del director de policía, que era donde debía comparecer
Giuseppe dos horas después a hacer sus revelaciones.
Pietro al verse solo sintió una especie de miedo y
echó a correr como un loco, tomando más por instinto que por deliberación el
camino de su casa. La luna que estaba ya en menguante no había salido todavía:
eran las once o estaban próximas, y como todos los sucesos de aquella noche
fueron un secreto para el público, nadie había acudido por la curiosidad de ver
el acto de poner en libertad al reo, y las calles estaban bastante solitarias.
Sin embargo, al atravesar una de las más tristes que conducían al apartado
arrabal en que habitaba su familia, notó que un hombre de elevada estatura,
perfectamente embozado, le seguía con tenacidad, empeñado al parecer en
alcanzarle: con efecto distaba ya muy pocos pasos de él. Tembló de pies a
cabeza el hijo de Giuseppe, pues lo único que se le ocurrió fue que estaba
revocado su indulto y que venían a cogerlo para volverlo a la cárcel. Su agonía
con este pensamiento fue tan angustiosa que, habiendo querido huir y gritar,
sólo pudo exhalar un gemido y cayó en tierra como herido de un rayo.
Su perseguidor se llegó a él
precipitadamente, y le descubrió el pecho y la cabeza para que el aire puro de
la noche le reanimase.
-Pietro -le dijo en voz muy baja
luego que le vio en estado de oírle-, nada temas, soy tu amigo y vengo a
salvarte.
-¡Mi amigo! -articuló con débil voz
el infeliz-. ¡Y venís a salvarme! ¿Pues qué, sois el rey? ¿Habéis sabido que
quieren desobedeceros y volverme a la capilla?...
-No confíes en él -le interrumpió su
interlocutor-, dentro de dos horas puede ser revocado, y si aún te hallas al
alcance de la justicia, volverás al horrible lugar de que acabas de salir, y
que no trocarás sino por el patíbulo. Es preciso que cuando suene la hora fatal
para ti estés ya en paraje en que no sea posible encontrarte. A cincuenta pasos
de aquí nos esperan dos caballos que disputan al viento su ligereza, y si eres
callado y dócil, yo respondo de tu vida.
Echó a andar deprisa, tomando una
callejuela oscura y sola, donde no se oía otro ruido que el de sus pisadas en
las baldosas, y Pietro le siguió todo volviendo sin cesar la cabeza, porque le
parecía ver en cada sombra la de un horrible gendarme, con el brazo tendido
para asirle.
Conveniente nos parece dejarles
continuar su marcha, y como suponemos que el lector, por poco que hayamos
logrado interesarle en favor del viejo Giuseppe, estará curioso por saber cómo
salió de su empeño, daremos por trascurridos siete cuartos de hora y le
conduciremos a la casa del director de policía, a cuya presencia debía
comparecer.
Las dos horas iban a cumplirse, y
numerosos gendarmes aguardaban con impaciencia el momento en que les enviasen a
prender al famoso bandolero, que ya contaban por suyo. En efecto, todas las
disposiciones se habían ejecutado con tanto sigilo, que era de esperar que
aquella vez se lograse el objeto; pues no había podido ser informado Espatolino
por ninguno de sus espías.
El direttore di polizia, o
jefe político, estaba en su despacho acompañado del procurador general (1) de Arturo Dainville y del capitán de los
gendarmes.
-El viejo no tardará en llegar. Se
ha dado la orden de que se encuentre aquí a la una en punto; pero ¿sabéis,
señor procurador general, que no puedo abrigar la esperanza de ver en mi poder
a Espatolino? Nos ha dado tantos chascos, y la caprichosa fortuna parece tan
empeñada en su favor, que aun viéndole en el patíbulo temería se me escapase.
-Mi sobrino Arturo, por el contrario
-respondió el procurador-, presta tanta fe a la promesa de su protegido, que
dice juzga tan asegurado al bandido como si le viese en la cárcel bajo cien
cerrojos.
-Pero es extraña la condición del
viejo -observó el jefe de policía-, ese empeño en dar tiempo al hijo para que
huya me parece sospechoso, pues si efectivamente piensa y puede dar aviso
cierto del lugar en que se halla Espatolino, no concibo por qué haya de temer
por el indultado.
-El señor Giuseppe, según tengo
entendido -dijo el procurador-, es un viejo caprichoso que nos honra con el más
triste concepto que puede concebirse de los hombres; y no es extraño sospechase
que conseguida la ventaja que esperábamos del indulto de su hijo, le llevásemos
a hacer compañía a Espatolino en el elevado puesto que se le destina.
-Todo debe perdonarse -dijo Arturo-
a un anciano cuya larga vida ha sido un tejido de desventuras, y que en la
amargura del último y supremo dolor que ha padecido, viendo culpable al hijo en
quien no había sembrado sino semillas de virtud, hubiera podido desconfiar del
mismo Dios.
-Yo le perdonaría fácilmente -dijo
el jefe de policía-, pero temo que todo sea una farsa para salvar al reo.
-¿Olvidáis -repuso el procurador-
que la vida de su hija y la suya propia pagarían la de Pietro si resultasen
fallos los medios de que se ha servido para salvarle?
-Sé que ha dicho que le ahorquen a
él y a su hija si no cumple su promesa; pero en la seguridad de que no habíamos
de ejecutar tan atroz venganza...
-¡Cómo! -exclamó el procurador
general, incorporándose en la silla en que estuviera hasta aquel momento
reclinado-, ¿qué queréis decir?
-¿Tendríais valor para quitar la
vida a un viejo y a una mujer por una astucia ingeniosa, empleada para salvar a
un hijo y a un hermano? -preguntó el otro funcionario, cuyo semblante estaba
anunciando un corazón bondadoso.
-¿Y por qué no, voto a bríos!, ¿y
por qué no? -exclamó el procurador dando en la mesa que tenía delante una
fuerte palmada-. ¡Sí por Dios!, los veríais colgados antes de veinte y cuatro
horas.
-El reloj dio en aquel instante la
una, y al mismo tiempo un gendarme anunció la llegada de Giuseppe.
La puerta dio paso inmediatamente al
anciano Biollecare y a su hija. Ésta parecía bastante serena, y aún podía
advertirse en sus hundidos ojos una vislumbre de alegría, pero su padre andaba
más lenta y trabajosamente que cuando cinco horas antes había entrado en casa
de Dainville, y su talle se encorvaba tanto hacia adelante, que apenas se le
podía ver el rostro.
-Acercaos, buen viejo -dijo el
director o jefe de policía-, ya están corridas las dos horas que pedisteis, y
vuestro hijo ha tenido tiempo de dirigirse a donde mejor le pareciese. Por
ofensivas que hayan sido vuestras condiciones, ya veis que todas se han
aceptado; y haciendo a vuestra honradez una justicia que habéis rehusado a la
nuestra, esperamos con entera confianza las revelaciones que debéis hacernos.
-Quisiera besar vuestras plantas
-respondió con voz temblorosa y débil el anciano, que de todo lo que había
dicho el director parecía no haber comprendido otra cosa sino que su hijo
estaba en salvo-. Dios os bendiga por la noticia que me dais, pues aunque he
recibido una carta de Pietro en que me comunicaba su indulto y libertad, apenas
podía creer, señor excelentísimo, una felicidad tan inmensa. Bendiga Dios al
rey, a la reina, a vuestra excelencia y a todas las ilustres personas a cuya
intercesión debamos esta merced.
-Supuesto que estáis convencido
-repuso el jefe- de la injusticia de vuestras sospechas, no perdamos tiempo y
decid dónde debemos encontrar a Espatolino.
Giuseppe levantó penosamente la temblorosa
cabeza, fijando con el mayor asombro su mirada atónita en el que acababa de
hablar, y Arturo, que desde que compareció no había apartado los ojos de él,
lanzó en aquel momento un grito de sorpresa.
-Aquí hay un engaño incomprensible
-exclamó-, un misterio que no puedo explicar; pero este hombre no es el padre
de Pietro.
En efecto, aquellos ojos empañados por la vejez, que
acababan de levantarse hacia el rostro del jefe político; aquellos espejos
turbios en los que el alma no podía ya reflejar sino imperfectamente sus más
vivos sentimientos, no eran los mismos que Arturo había visto resplandecientes
y sublimes, con el santo fuego de la fe y del ardiente amor paterno.
Un momento de silencio había
sucedido a la declaración de Dainville; el viejo y María se miraban con
asombro, y el jefe político, el procurador general y el capitán de gendarmes
miraban a Arturo, como esperando alguna otra aclaración de sus extrañas
palabras:
-¡Señores! -dijo éste-, repito que
aquí hay un engaño, una burla imperdonable: este viejo es un impostor.
-¡Un impostor! -exclamó María
reanimando súbitamente su marchito semblante por una noble indignación-,
mentís, coronel Dainville, mentís y ultrajáis indignamente la virtud más pura.
¡Oh padre, padre mío! -y se precipitó en sus brazos.
Aquel grito, aquella mirada dejaron
confuso a Dainville. La impostura no podía tener aquel lenguaje, aquella
expresión: no se llama padre de aquel modo a quien no lo sea. La voz de la
naturaleza no puede imitarse.
-Giuseppe Biollecare, señor
excelentísimo, todo el arrabal en que vivo me conoce. No sé por qué el noble
caballero que está presente me ha llamado impostor; pero si en algo le he
ofendido involuntariamente, le suplico que me perdone.
-¿No habéis estado en su casa
-repuso el jefe político- en las primeras horas de la noche?, ¿no ofrecisteis
descubrir el lugar en que se encuentra Espatolino, y no conseguisteis a este
precio el indulto de vuestro hijo?
El viejo, con la boca entreabierta,
fijaba en aquel funcionario sus ojos empañados y lagrimosos, con una especie de
estupor.
-Nada de eso es verdad -dijo por
último-, nada, señor excelentísimo. Yo no tengo el honor de haber visto nunca
al caballero que está presente, ni sé dónde para ese perverso Espatolino que
sedujo a mi pobre hijo; en cuanto al indulto de éste sólo sé que debo tan alta
merced a una persona poderosa, cuya vida proteja Dios y colme de prosperidades.
-Y vos -dijo el procurador a María-,
y vos, desdichada, cómplice sin duda en esta infame impostura puesto que
estuvisteis en casa del coronel pocos momentos antes que el miserable que tomó
el nombre de vuestro padre, ¡hablad!, explicad este misterio de perfidia y
falsedad, y preparaos al castigo terrible del crimen en que habéis incurrido.
-¡Yo criminal! -exclamó la hija de
Giuseppe con un acento y ademán llenos de dignidad-, no, señor, jamás mi
infeliz padre habrá de llorar por causa mía las amargas lágrimas que ha vertido
por mi extraviado hermano. Vuestra excelencia puede disponer de mi vida; pero
nadie puede ultrajar sin motivo a una pobre mujer por miserable que sea.
El jefe político tomó entonces la
palabra, impidiendo lo hiciese el procurador, cuyos ojos echaban chispas de
cólera, y dijo con dulzura a María:
-Te creemos, joven, te creemos, y en
prueba de ello te mandamos que nos expliques este misterio, pues aunque no
cómplice, debes ser sabedora de él.
-Señor, contaré lo que ha pasado,
con la misma verdad con que rendiré cuenta a Dios de mi vida el día en que
comparezca en su presencia: Yo fui a casa del coronel Dainville a interceder
por mi hermano y nada conseguí. Había anochecido ya cuando la dejé,
desesperada, resuelta, ¡Dios me perdone el mal pensamiento!, a precipitarme en
el mar. Iba como una loca por la calle; todos los que encontraba me miraban con
sorpresa, porque los gemidos brotaban de mi angustiado corazón por más que
quería sofocarlos. En esto un hombre alto, envuelto en un ferreruelo azul, me
salió al encuentro súbitamente y me dijo:
Entonces se redoblaron mis gemidos y
me puse tan mala que creí desfallecer. El desconocido me agarró por el brazo,
pero yo quise desprenderme y grité:
-¿Y tu padre? -dijo-, ¿y tu pobre
padre?, ¿qué será de él cuando haya perdido a sus dos hijos?, ¿qué mano amiga
cerrará sus ojos cuando deje de existir?
-No me es posible apartarme de vos
-repuso mi acompañante- en el estado de desesperación en que os miro. Vamos a
ver a vuestro padre: el desgraciado necesita de vuestros consuelos, y es
preciso que cobréis ánimo y que cumpláis con los deberes sagrados de hija.
Nos encaminamos a la casa del
anciano, y el desconocido me hizo muchas preguntas respecto al delito y proceso
de mi hermano, y a la conversación que acababa de tener con el señor Dainville.
-Mi padre no conoce al coronel
-respondí-, ni sabe que yo me he atrevido a hablarle sobre este asunto. Se dice
que el señor Dainville aborrece a Pietro, y mi padre le cree un hombre duro.
Hablando de estas cosas llegamos a
mi casa. Mi padre no hacía otra cosa que rezar desde que supimos la sentencia
de Pietro; toda la tarde había estado postrado delante de una estampa de la
divina Madonna, y allí le encontré cuando volví.
-Decidle que un hombre que sabe su
desgracia y le compadece con todo su corazón desea hablarle -me dijo el
desconocido.
Hícelo así, y mi padre le recibió
con aquella tristeza profunda, pero resignada, que había sido su expresión
desde el fatal momento en que tuvo noticia de la suerte que esperaba al reo.
-Señor Giuseppe -le dijo el
desconocido-, veo en vuestro semblante que en esta terrible situación no os ha
abandonado vuestra constancia y que sabéis sufrir como hombre.
-Y como cristiano -respondió mi
padre-. El Hijo de Dios murió en un suplicio afrentoso, y era inocente y santo;
¿qué mucho, pues, que alcance igual desventura a un hombre culpable? Pietro es
culpable, señor caballero; por eso ruego incesantemente al Dios de las
misericordias que le perdone su pecado, aceptando como expiación la muerte
horrible que va a sufrir, y que vele por mi pobre María, que quedará sola en el
mundo.
-¿Y vos, señor Giuseppe?, ¿no le
quedáis vos y no tendréis en ella un consuelo para todas vuestras amarguras?
-Yo -respondió mi padre- no
sobreviviré a mi hijo; bien quisiera vivir por María, porque será extremada su
aflicción, a pesar de que de nada le sirvo: ¡de nada sino de estorbo! Sin mí
hallaría acomodo en alguna casa honrada; pero por no querer abandonarme, ya lo
veis, caballero... se muere de hambre.
Mi buen padre lloraba al hablar así:
yo estaba arrodillada a sus pies y lloraba también sobre sus rodillas; el
desconocido nos miraba atentamente y parecía reflexionar. De pronto se levanta,
se acerca a mi padre y le dice:
-¿Por qué habréis de perder toda
esperanza? Vos que creéis en Dios, ¿cómo no confiáis en su misericordia?
-De ella espero la salvación de mi
hijo en la otra vida -respondió Giuseppe-, pues en ésta nada tengo ya que
esperar.
-No quiero que acojáis con entera fe
una esperanza que acaso saldría fallida; mas tampoco puedo sufrir estéis tan
absolutamente privado de ella. ¡Giuseppe!, ¡María!, ¡escuchad! Existe una
persona que puede mucho y que desea salvar a Pietro: dicha persona no está
desalentada todavía, y el reo puede ser indultado.
Yo arrojé un grito y caí a los pies
de aquel hombre, que entonces me pareció un ángel. ¡Oh ilustres señores!, no es
posible que acierte a expresar lo que sentí cuando supe que aún había quien
concibiese esperanzas para mi desgraciado hermano. En cuanto a mi padre parecía
próximo a volverse lelo. El desconocido se afanaba en balde por moderar nuestro
júbilo.
-No por cierto -respondió-; os he
dicho y os repito que una persona que puede mucho se interesa por Pietro, y que
acaso dentro de algunas horas su perdón estará firmado. Pero no hay que perder
un instante: el tiempo es precioso y conviene dejaros. ¡Atended!, no habléis de
esto con nadie: esperad en silencio y con ánimo dispuesto a soportar sin
flaqueza el extremo de la alegría o del dolor, pues todo puede ser. Acaso os
llevarán a la cárcel esta misma noche: si así sucede, no os asustéis ni
preguntéis la causa, ¿entendéis? Es preciso hablar poco, lo menos posible,
porque conviene así a la salvación de Pietro. Si ésta se logra, recibiréis en
el calabozo en que os hayan encerrado una carta del mismo Pietro, en la que os
dirá que sale ya libre. ¡Cuidado con hacer locuras!, es preciso tener prudencia
y esperar todavía. Luego lo sabréis todo y Pietro estará exento del menor
peligro. La persona que vela por vosotros puede alcanzar esta misma noche un
indulto del rey; pero si se pasa la noche y no han venido todavía a buscaros
para conduciros a prisión... En ese caso... rogad a Dios por el alma del reo, y
procurad consolaros.
Al terminar estas palabras puso
sobre la mesa esta bolsa llena de oro (la joven la presentó sacándola de su
seno), y quitándose el ferreruelo se lo puso a mi padre diciendo:
-La noche está fresca y vos muy
débil; si os llevan a la cárcel salid bien abrigado con esta capa, y
encasquetaos el sombrero hasta las cejas.
Se marchó precipitadamente; pero
aunque al despojarse de su abrigo no descubrió sino un traje muy sencillo de
marinero, bien comprendimos que era un gran señor disfrazado, así por el mucho
oro que nos había dejado y por el conocimiento que tenía de lo que había de
suceder, como por su aspecto distinguido. No os molestaré, ilustres señores,
con la relación circunstanciada de las muchas conjeturas que hicimos sobre
quién sería la persona poderosa que se interesaba en salvar a Pietro: mi padre
no se fijaba en ninguna; pero lo que yo creí y creo que no es otra que la misma
reina, pues dicen que tiene un corazón compasivo. ¿Y quién sino ella, podría
tener tanto influjo con el rey que hubiese logrado hacerle firmar el indulto en
esta misma noche? Por otra parte, el desconocido tenía aire de ser algún
gentilhombre de palacio; acaso fuese el ilustre...
-No hay que nombrar a nadie sin
necesidad -dijo el viejo interrumpiendo a su hija-; lo único cierto es que aún
no habían pasado dos horas completas desde que nos separamos de aquel excelente
y generoso señor, cuando los gendarmes llegaron a buscarnos para conducirnos a
la cárcel. Cuando vimos cumplida esta parte del anuncio del desconocido, ya no
dudamos de lo demás, y no sé cómo no me mató el regocijo. ¡Bendito sea aquél
que envía al hombre fortaleza para soportar las supremas desventuras y las
supremas felicidades! Continúa, María, porque yo no puedo hablar.
-Fuimos a la cárcel -dijo la
doncella-, nadie nos habló ni nosotros hablamos con nadie hasta una hora
después, que recibimos esta carta de Pietro.
«El Rey ha firmado mi indulto, padre mío, y os aviso
que en este instante salgo de la prisión, pues se me deja en completa libertad.
Vuestro hijo, Pietro Biollecare».
Mi padre se puso de rodillas y oró
con fervor: su alma religiosa volaba al cielo para dar gracias a Dios de tan
inmensa ventura; mas yo bendecía también al rey, a la reina y al caballero
desconocido.
Esto es cuanto ha pasado, nobles
señores, pues a nadie hemos visto hasta el momento en que nos sacaron de la
prisión para traernos aquí.
La relación de María tenía un
carácter de verdad que era imposible dejase duda de su inocencia: los circunstantes
se miraron asombrados. ¿Quién era aquel desconocido que pronosticó con tanta
exactitud todos los acontecimientos de la noche? ¿Quién el anciano que se había
encargado de representar el papel de padre de Pietro en aquella ingeniosa
comedia?
Estas preguntas se dirigían
recíprocamente y nadie contestaba. Se interrogó a María sobre la edad del
desconocido, y dijo que aparentaba de 35 a 38 años.
Un gendarme anunció en aquel instante
que pedía permiso un esbirro para dar un aviso importante al jefe político.
-Señor director -dijo-, un hombre
desconocido llegó a mi casa de Portici; yo acababa de entrar en ella y me
preparaba a meterme en cama; pero lo que aquel sujeto me dijo me obligó a venir
incontinenti a entregar a vuestra excelencia esta carta, cerrada con tres
sellos.
-Pues sois de la policía, haced un
singular servicio, seguro de que seréis recompensado. Entregad a vuestro jefe
esta carta antes de que haya pasado la noche; la hora no importa, pues su
excelencia vela hoy y se halla ocupado en un asunto importante y complicado,
que será esclarecido y terminado con el auxilio de esta carta. Respetad el
misterio de mi conducta, y sabed que de no ser entregada esta carta pueden
resultar irreparables daños, privándoos vos mismo de un descubrimiento que os interesa.
-Dadmela -dijo el jefe, y abriendo
el pliego misterioso precipitadamente, leyó en alta voz en medio del profundo
silencio de su auditorio:
«Señor excelentísimo: en el momento en que ésta llegue
a vuestras manos ya habréis sabido que el anciano infeliz que fue encarcelado
no es el mismo que tuvo el honor de hacer al Gobierno una proposición que se
dignó aceptar. Tengo demasiada buena opinión de su justicia para creerla capaz
de descargar su indignación en un inocente, y más cuando el verdadero culpable
va a delatarse a sí mismo. Sí, señor excelentísimo, repito que Giuseppe y su
hija han sido, como vuestro digno amigo el coronel Dainville, víctimas de un
engaño, del que soy único fraguador.
»Aunque me llamo culpable, pido a vuestra
excelencia tenga a bien advertir que sólo lo soy por haber usurpado el nombre
de otro; mas no por haber proferido la menor mentira en cuanto tuve el honor de
expresar al coronel.
»Estoy demasiado agradecido a la
eficacia de su excelencia para que no me apresure a cumplir todas las promesas
que le hice, comenzando por aquélla que más debe interesarle. Prometí que le
declararía el nombre del raptor de su querida, y que señalaría el paraje en que
se hallaba ayer. En efecto; de nueve a diez de dicha noche dos personas se
entretenían en animado coloquio a las orillas del lago Averno: la una era mujer
y su nombre Anunziata; la otra, era su raptor y se llama... Espatolino.
»Respecto a la promesa de descubrir
el paraje en que se hallaba dicho sujeto en el instante en que yo tenía el
honor de hablar a su excelencia, el mismo señor Dainville conocerá, cuando lea
esta carta, que lo he cumplido religiosamente. Aseguré que aquel capitán de
bandoleros estaba tan cerca, que diez minutos después de haber yo declarado el
sitio en que se encontraba, su excelencia podría decir con verdad: ‘Lo he
visto, lo he tocado...’ y en efecto su excelencia puede decirlo desde ahora con
toda certidumbre; así como puede vanagloriarse de haber sentido los labios de
su excelencia imprimirse con respeto en su homicida mano, vuestro humildísimo
servidor.
Continuará…
Nota de la autora:
(1) El
procurador general ejercía las funciones de fiscal en las causas criminales.
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