-III-
Era una noche de las más poéticas
que pueden gozarse en la hermosa Parténope. Una de aquellas noches en las que
el pensamiento no se eleva al cielo, porque lo encuentra en la tierra; en que
el placer físico que producen la calma, el claroscuro, los perfumes, la
suavidad del ambiente, la belleza apacible de la naturaleza en reposo, nos
apegan al suelo sin oprimirnos ni esclavizarnos; permitiendo al espíritu y a la
materia asociarse más estrechamente, confundirse por completo para gozar de la
vida en toda su plenitud. Una de aquellas noches, en fin, en las que se siente
una comunión de amor entre el cielo y la tierra, y parece que circulan por el
aire suspiros de deseos y palabras de esperanzas.
La luna acababa de aparecer: todo estaba tranquilo en
las pintorescas riberas del golfo de Puzzoli [Pozzuoli], y la linda ciudad parecía dormida
al blando murmullo de las sosegadas olas. Sin embargo, aún era bastante
temprano para que las personas más aficionadas a los encantos de la naturaleza
que a los atractivos de la sociedad pudiesen salir de sus casas y pasearse por
la playa, disfrutando a un mismo tiempo de la vista de la tierra, del
firmamento y del mar.
Las almas entusiastas en quienes
nunca se debilita el prestigio de los grandes nombres, por más que caiga sobre
su memoria el polvo de los siglos, se dirigirían sin duda con preferencia al
lugar en que se ven todavía las venerandas minas de la casa de campo de
Cicerón; mientras otras más filosóficas irían a meditar sobre las locuras del
orgullo humano cerca de los miserables restos de aquel famoso puente de
Calígula, origen de tantos desastres.
Nosotros, empero, no nos detendremos
en éste ni en aquel sitio: veremos pasar las barquillas que en diversas
direcciones se deslizan por el azulado golfo, sin parar en ellas la atención, y
entablaremos conocimiento con dos personas que han llegado, costeando, al monte
nuevo, local del antiguo lago de Lucrino.
Son nuestros personajes un hombre y
una mujer, que se pasean asidos del brazo y gozando con embeleso, según parece,
de los encantos de tan serena noche. Ningún camino puede ser largo para gentes
que se muestran tan complacidas de andar juntas, de admirar juntas, y de juntas
detenerse para expresar sus sentimientos bajo la espléndida bóveda de aquel
hermoso cielo, con miradas de placer y palabras de ternura.
El paraje en que se hallan no les
parece, sin embargo, digno teatro de su mutua felicidad, pues desviándose de
sus moles de piedra van siguiendo despacio la ruta que conduce a aquel lago
célebre, consagrado por los antiguos a los dioses del infierno, pero que en
nuestros días no sería indigno asilo de divinidades más benignas. El averno se
ha trasformado completa y ventajosamente; sus umbrías y deliciosas orillas, que
conservaron por mucho tiempo fama de mortíferas, atraen hoy, con la benéfica
suavidad de su ambiente, al poeta que acude buscando inspiraciones y al
pescador que nunca se aleja descontento de ellas.
Los dos personajes que habían tomado
aquella senda, iban entretenidos en grato coloquio; mas antes de instruir al lector
de su conversación, podemos hacer en pocas pinceladas el retrato de ambos.
Era él de aventajada talla, y
su ferreruelo azul no impedía se echasen de ver las buenas proporciones
de su cuerpo. Su traje, según podía inferirse de la parte visible, no se diferenciaba
mucho del común de los marineros; pero veíase brillar en su cintura un
primoroso puñal, de empuñadura de oro. Llevaba en la cabeza una gorra de paño
que apenas coronaba su profusa cabellera negra, que sombreando una frente
anchurosa y grave, templaba la fogosidad de sus grandes ojos de color
indefinible.
A la luz del día se hubieran notado
en el semblante de aquel hombre las huellas que imprimen los años y las
desventuras; pues aun visto con la favorable claridad de la luna podía
advertirse que sus varoniles facciones carecían ya de aquella frescura intacta
de la primera juventud, y que había en su fisonomía un no sé qué de triste y
austero, que hacía nacer la idea de que no se albergaban en su alma afectos
dulces y recuerdos gratos, que pudiera el rostro reflejar.
Con todo, en el momento que hemos
escogido para pintarle era evidente que le animaban sentimientos tiernos, pues
su brazo derecho apretaba suavemente el izquierdo de su compañera, y
apartándole con la otra mano los rizos que la brisa la arrojaba al rostro, parecía
embelesado en la contemplación de sus facciones, alumbradas por aquel astro tan
propicio a la hermosura. La de aquella mujer no era, sin embargo, de primer
orden, aunque hubiese mil gracias en su figura meridional, no menos voluptuosa
que expresiva. Sus años no podían exceder de veinte, y su vestido era el mismo
de las aldeanas de Portici, aunque de tela superior.
Un hermoso perro maltés seguía a
esta desconocida pareja, cuyo coloquio cobraba mayor animación a medida que se
prolongaba.
-Hace dos horas -decía el hombre-,
que me diriges, entre las más lisonjeras protestas de cariño, palabras oscuras
y tristes que en balde me afano por comprender. Explícate, Anunziata; ¿qué
quieres decir con esos acentos melancólicos lanzados en medio de nuestra
felicidad?
Su voz, aunque llena y varonil, se
prestaba sin esfuerzo a las más dulces inflexiones de su lengua musical. La
joven respondió:
-No quiero negarte por más tiempo,
Giuliano, que un pesar invencible me oprime en estas horas de delicias.
-Me amas y te idolatro -repuso
ella-; pero cuando consentí en huir contigo de la casa de mi tío, pensaba que
tu nacimiento oscuro y tu pobreza extrema serían un obstáculo a nuestra unión,
recelando que Rotoli nos negase su consentimiento.
Un ligero temblor agitó el brazo en
que se apoyaba la sobrina de Rotoli. «¡Anunziata!», fue lo que pudo articular
su amante, y en tono en verdad más desabrido que apacible.
-Un pescador que vive de su humilde
oficio -continuó ella-, no prodiga el oro como te he visto hacerlo; no se
alberga en casas como la que ocupamos en Puzzoli; no es acatado en las fondas
en que descansa como tú lo fuiste en Resina... En fin, Giuliano, sé que este
nombre que te doy no es el tuyo.
-Esta mañana el hombre que se dice
dueño de la casa que habitamos creyó que estaba sólo contigo, y deponiendo al
punto la fingida familiaridad con que te trata en mi presencia, te habló con
respeto y articuló un nombre que no fue Giuliano.
Sacudió la cabeza el hombre y se
mordió los labios, como si experimentase a la vez un aumento de impaciencia y
el deseo de moderarla.
-¿Dices que no es mi nombre
Giuliano? -pronunció suavizando su acento-. ¡Bien! ¿Cuál es, pues, el nombre
que escuchaste?
-No le oí -respondió ella-, porque
hiciste un gesto por el cual comprendió el otro que yo estaba cerca, y la prisa
que se dio en llamarte Giuliano me hizo conocer que habías ahogado en sus
labios el nombre verdadero que iba a proferir.
-No por cierto; pero te amé con un
nombre humilde: te amé pescador y pobre, y temo que tu posición en el mundo sea
distinta de la que aparentabas.
-¿Qué me importa? ¡Pues qué!, ¿no me
juraste hace cuatro días, al sacarme de la morada de mi tío, que serías mi
legítimo esposo? Y si eres un rico caballero, ¿querrás unirte a una pobre
doncella desvalida, sin bienes, sin nobleza... sin nada, Giuliano?, ¿ni aun una
madre que la acoja en su seno cuando tú la deseches del tuyo?
Al terminar estas palabras
prorrumpió en amarguísimo llanto, y conmovido su amante, la ciñó con sus brazos
y la dijo:
-Escucha, Anunziata: sea el más
poderoso monarca del orbe, o el más despreciable mendigo, soy tuyo para
siempre. Pronto iremos a una ciudad en la cual podré recibir tus promesas al
pie del altar, y desde este momento yo te juro por ti, a quien adoro sobre
todas las cosas, que tu voluntad solamente tendrá el poder de separarnos.
La joven le miraba sin pestañear con
sus grandes ojos húmedos todavía, reteniendo sus sollozos para no perder una
sílaba de aquellas palabras halagüeñas que llegaron todas a su corazón.
-No mientes ahora -dijo-, no se
acompañan con ese acento y esa mirada las mentiras que Dios aborrece. ¡Esposo
mío!, yo te creo y te amo.
Continuaron su marcha: ella no
volvió a llorar; su rostro agradable y expresivo brillaba de amor y de
esperanza, y los más tiernos nombres salían de sus labios purpurinos y frescos,
que parecían brindar un dulce beso, pero él no se apresuraba a acercar los
suyos. Había perdido súbitamente su alegría; su rostro estaba sombrío, sus
palabras eran breves e inconexas.
-¿Quieres que te hable de los
primeros días de nuestro cariño, Giuliano? Escucha: era una noche hermosa como
ésta; yo cantaba en mi ventana y vi la gentil figura de un hombre al frente de
mi casa. Tenía un ferreruelo azul: ¡éste!, pero en vez de esta gorra de paño
llevaba un gran sombrero que casi le cubría la cara. Su talle era noble, sus
ojos brillaban en la oscuridad como dos luceros: ¡he aquí aquel talle! (y le
ceñía con sus brazos), ¡he aquí aquellos ojos! (y los besaba).
-Sí -respondió Giuliano-, entonces
oí por la primera vez tu voz, más grata a mi oído que el murmullo del agua al
viajero sediento. No había visto tu rostro, pero le adivinaba, y desde aquella
noche te amé, Anunziata.
-¡Cuán dulces eran los largos
coloquios que teníamos en la ribera! Y cuando la presencia de Rotoli me impedía
acudir a la cita, ¡cuánto te agradecía que fueses a colocarte al frente de mi
habitación y tirases conchitas a mis ventanas! ¿Te acuerdas cómo enseñé a
Rotolini a que te llevase mis cartas en la boca? El pobre animal te conocía
mejor que yo misma, y a veces me advertía tu llegada con aullidos, que hacían
rabiar a mi tío. También recuerdo cuando tuviste celos del coronel Dainville
porque le veías entrar en mi casa.
-Es verdad, te dije, que su amor me
fatigaba y que no tenía ya un corazón que darle. ¡Ay! ¡Pero cuánto he padecido
cada vez que te ausentabas!, ¡qué días tan largos los que pasaba lejos de ti!,
¡cuánto lloraba por las noches cuando nadie me veía! Ya no volveremos a
separarnos.
-¡Nunca, vida mía, nunca! Pero al
traer a mi memoria la noche feliz en que escuché tu canto divino, ¿no pensaste
en que ibas a despertar el deseo de volver a oírle? Canta, Anunziata, canta
aquella letra que hizo palpitar de ternura un corazón de acero.
-He aquí el lago Averno -dijo ella-,
sentémonos sobre estas piedras, al pie de este edificio arruinado: no importa
que haya sido templo de Plutón; esta noche lo será del amor.
Amote solo; te solo amai:
Tu fosti il primo, tu pur serai
l'ultimo oggetto che adoreró (7)
Los céfiros esparcían sus dulcísimos conceptos, y
Giuliano la dijo:
Fosca nube il sol ricopra,
O si scopra il ciel sereno,
Non si cangia el cor bel seno,
Non si turba il mio pensier.
La vicende della forte
Imparai con alma forte,
Della fasce a non temer. (8)
-¿Tendrás esa fortaleza? -exclamó Giuliano-. Si el destino
fatal que me acosa llegase a alcanzarte, ¿sabrías soportarlo sin cobardía? ¿No
se mudaría tu corazón si vieses en tu amante un ser desventurado, cuya alma
enferma pudiera contagiar la tuya tan hermosa?
-¿Eres infeliz? ¿Por qué, pues, me
reservas tus penas? No, no soy tan flaca que no pueda llevar el peso de la
parte que en ellas me corresponde. Tu suerte será la mía, próspera o adversa,
puesto que soy tu esposa. Habla, y que desde esta noche no existan secretos
entre nosotros.
Arrancó Giuliano de su cabeza la
gorra de paño, como si su ligero peso le oprimiese, y arrojándola lejos de sí
sacudió su espesa cabellera poniendo la mano sobre su frente.
Detúvose él y tomando agua en el
hueco de sus manos, empapó su frente y sus cabellos, que, cobrando mayor lustre
con la humedad, quedaron lacios y brillantes como las plumas del cuervo.
También sus ojos parecieron a Anunziata más resplandecientes que de costumbre,
pero tenía aquel fuego algo de siniestro, y se hicieron visibles en su tez
algunas ligeras arrugas que hasta aquel instante no se echaran de ver. Todo su
aspecto tuvo entonces un no sé qué de terrible y majestuoso, de triste e
imponente.
Apoyado un brazo en una columna
mutilada, y tendiendo el otro a la joven que se acercaba a él arrastrándose de
rodillas.
-¡Anunziata! -la dijo-, he sido un
monstruo, pues pude engañar tu crédula confianza. Cualesquiera que puedan ser
las consecuencias de la confesión que voy a hacerte, siento como tú la
necesidad de que no existan ya secretos entre nosotros. Todos debes saberlos:
mi nombre, mis desventuras y mis crímenes. Levántate, doncella, pues vas a ser
el juez de un alma indómita hasta ahora, y para la que nunca tuvo significado
la palabra arrepentimiento.
Al decir esto su rostro tenía aquel
sello terrible de un inmortal orgullo, que conserva entre los horrores de su
eterna expiación el formidable espíritu vencido por el arcángel del
Omnipotente. Estremecida la doncella exclamó:
-Levántate y escúchame, Anunziata,
reuniendo tu valor, porque voy a contarte una historia larga, y siniestra: una
historia que no conoce el mundo, y que tú sola debes oír, sin otro testigo que
el cielo impasible y mudo que nunca comprendió la voz de la desventura.
-La fatalidad es el único Dios que
dirige mi destino -respondió con voz sombría el fingido pescador-, mi nombre te
explicará mi vida, y mi vida te explicará mi religión.
-El agudo sonido de un silbato se
dejó oír en aquel instante: la doncella tiembla sin saber por qué, y el falso
Giuliano, interrumpido en el momento de hacer su revelación, saca del bolsillo
un instrumento como aquél que acaba de oír y responde con igual sonido.
-Un hombre aparece como por encanto en la misma
orilla. Su traje imita el de un montañés de la Calabria; su cuerpo es robusto;
su estatura atlética, y su rostro, aunque alumbrado por la suave claridad de la
luna, tiene una expresión atrevida y feroz.
-¡Giuliano! -dice, y de un salto se
pone a su lado el amante de Anunziata. Hablan en voz baja algunos minutos, y la
pobre joven, que no puede oír lo que dicen, aprieta las manos sobre su seno
oprimido y se encomienda mentalmente a su ángel custodio, porque presiente
desgracias inconcebibles.
-Es forzoso separarnos al punto. Fío
tu seguridad al amigo que está presente; síguele y él te llevará a un paraje
seguro, al cual iré a encontrarte muy pronto. Todo está preparado para tu
partida, y un deber imperioso me llama a otra parte.
La joven temblando arroja una
recelosa mirada al sospechoso personaje a quien la confía su amante, y murmura
una negativa; pero él repite con acento y ademán imperioso.
-De un hombre que jamás supo perdonar
-respondió Giuliano, y tomándola por la mano la llevó hacia su sombrío
compañero que permanecía inmóvil.
Enseguida le vio Anunziata alejarse
presuroso, y sin duda el montañés le había traído un caballo, pues dos minutos
después oyó su violento galope.
-Tened piedad de mí, señor calabrés -dijo entonces con
ahogada voz.
Le ofreció su nervudo brazo, que
ella tomó temblando, y siguieron la senda que debía volverles a Puzzoli [Pozzuoli].
Continuará…
(7) Esta parte de
los versos de Metastasio fue eliminada en la edición de las Obras completas de 1871. Aparece en la
página 45 de la versión de 1858 y también en la primera edición seriada y
publicada por el periódico El laberinto.
(8) Únicos versos aparecidos en la versión de las Obras completas de 1871. Igualmente
presentes en las otras dos versiones consultadas: El Laberinto 1843 y en la página 45 de la versión impresa de 1858
por la Imprenta de Luís García, Editor, Calle de San Bartolomé, número 4,
Madrid, 242 páginas.
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