Grabado del siglo XIX. En primer plano el lago Nemi y al fondo la célebre localidad de Genzano. |
El pacto
-X-
Genzano
es un lugar a seis leguas de Roma, célebre por sus vinos, que gozan de grande
estimación en los dominios del Papa, y por haber sido el valle que le separa de
la Riccia, según la opinión de un acreditado escritor, teatro de las
misteriosas conferencias de Numa Pompilio con la ninfa Egeria.
En la
época de nuestra historia era la mejor fonda de aquel pueblo un gran casarón
ruinoso, conocido por el nombre de il Paradiso, sin duda para significar
el buen trato que hallaban en ella los parroquianos. En un aposento interior de
dicha casa se habían alojado Anunziata y su compañero, y desde ella dirigió la
primera una expresiva carta a su tío, rogándole le facilitase los medios de
hablarle secretamente para tratar de un negocio importante.
El
pastor encargado de aquella misiva anduvo tan listo, y el esbirro fue tan
diligente en contestar, que al día inmediato tuvo la joven de sus manos estas
líneas que la colmaron de gozo:
«Por
culpable que sea la que se ha atrevido a escribirme, no puedo olvidar que es
hija de mi hermana, y que fue en otro tiempo mis delicias. Pocas horas después
que estas letras, llegaré a Genzano y escucharé lo que quieras decirme».
Anunziata
pasó en oración las horas que precedieron a su entrevista con Angelo, y era ya
de noche cuando éste se presentó en il Paradiso. Púsose de rodillas la
esposa del bandido, y pidió el perdón y la bendición de su tío, con una
humildad tan patética, que hubiera ablandado el corazón de una fiera. Angelo se
conmovió en efecto, y levantándola cariñosamente se estuvo algunos momentos
contemplando sus facciones con dolorosa complacencia.
-He
padecido mucho -respondió ella-; pero tengo la esperanza de ser dichosa, puesto
que sois tan bueno conmigo.
-Me
adora más cada día -contestó con calor la joven-; porque soy su esposa y seré
en breve la madre de su hijo.
Angelo
paseó su mirada por el talle de Anunziata con un gesto expresivo de desagrado;
luego se dejó caer en una silla exclamando:
-No,
sino una felicidad preciosa -respondió ella-; sabed, padre mío, que mi esposo,
arrepentido de sus crímenes, sólo desea vivir para mí y para nuestro inocente
hijo; sabed que mi venida tiene por objeto proponeros en su nombre, después de
alcanzar de vuestro corazón generoso el perdón de nuestra culpa, que os
encarguéis de comprar su indulto al Gobierno, ofreciendo todo el oro que
apetezca.
-¡Tan
rico, está Espatolino! -exclamó el esbirro, cuyos ojos brillaron de codicia.
-Posee
un tesoro -contestó cándidamente la joven-, y además de lo que dará por su
indulto al Gobierno, reserva para vos diez mil escudos y algunas buenas
alhajas; lo más precioso que le pertenezca será para vos, estoy cierta; pues
por poco que nos quede, siempre nos parecerá bastante si alcanzamos la dicha de
vivir tranquilos en cualquier rincón de Italia.
Rotoli
guardó silencio algunos minutos, pareciendo que reflexionaba profundamente.
Anunziata se afanó en balde por leer en su impenetrable fisonomía lo que pasaba
en su alma. Por último dijo el agente:
-No
me parece imposible alcanzar lo que desea Espatolino; pero quisiera avistarme
con él. ¿Ha venido contigo a Gensano?
Arrojó
en derredor una mirada recelosa, y clavándola seguidamente en el semblante de
su sobrina añadió moviendo la cabeza:
-Le
he abandonado sin consentimiento suyo: sabiendo cuáles eran sus deseos e
intenciones, respecto al asunto de que se trata, me escapé furtivamente y he
venido a este paraje, con la esperanza de veros en él y de interesaros en
nuestro favor.
-Bien
conoceréis -contestó ella- que no me corresponde a mí revelar a nadie el
secreto de su retiro, sin tener la más completa seguridad de su indulto.
-¿Me
crees capaz de abusar de tu confianza? -dijo Angelo con acento de indignación-.
¿Por qué te has dirigido a mí, desdichada, si tan triste concepto te merezco?
-Perdonadme,
padre mío -repuso ella juntando las manos en ademán de súplica-, no abrigo
respecto a vos desconfianza alguna, y así como os hago dueño de mi vida os
fiaría sin temor el destino eterno de mi alma; pero existen deberes que jamás
sacrifica una persona delicada, y ninguno tan sagrado como el que tiene una
esposa de respetar las órdenes de su marido. El lugar en que se encuentra
Espatolino es un secreto suyo, que no estoy autorizada a descubrir.
-Hubo
un tiempo -dijo Rotoli prestando a su voz gratas inflexiones, y a sus ojos la
expresión más afectuosa- en que ningunas órdenes eran tan sagradas para
Anunziata como las que dictaba su tío... su padre, ¡pues tal he sido siempre
para mi perla! ¡Ahora todo ha cambiado, todo! He sobrevivido al afecto de
cuantos seres amaba, y me encuentro en el mundo como en un desierto. ¡Triste es
la existencia -añadió con amargura- cuando sólo anima un corazón desolado, que
no encuentra ya en otro, ni franqueza ni cariño!
-¡Yo
os amo, más que nunca! -exclamó la joven enternecida-; no pronunciéis palabras
que me parten el alma. Si he sido culpable para con vos, jamás podré ser
ingrata a tantas bondades como habéis tenido conmigo; ¡pobre huérfana
desvalida, que no tuvo en su niñez otro arrimo ni otro amparo que vos!
-¡Siempre
eres la misma, sí!, siempre posees ese acento que me halaga tanto, que manda en
mi corazón. ¡Muy culpable has sido, hija mía, mucho!, pero para no perdonarte
era menester no haberte oído. Quiero olvidarlo todo; quiero por amor a ti ser
generoso con el cruel que te arrancó traidoramente de mis brazos... ¡El
esfuerzo es grande... pero no importa! Dime dónde está tu marido y correré a
buscarle, para deliberar el plan que debemos proponernos tocante al importante
asunto que nos ocupa.
-Quisiera
-dijo ella con timidez y emoción- que tuvieseis la bondad de tratar del
mencionado asunto únicamente conmigo, pues ya os he dicho que no estoy
autorizada para descubriros el retiro de mi esposo.
-¡Insensata!
-gritó el agente arrebatado por la ira, y erizándose todo como el gato que va a
lanzarse a su presa-. Dime al punto dónde se encuentra el bandido.
-¡Bien!
-dijo fuera de sí su interlocutor-; veremos si eres más complaciente con la
justicia, ante la cual vas a comparecer.
-Ni
cien patíbulos me arrancarán una palabra que no debo decir -repuso ella con
imponente calma-. Conozco ahora la imprudencia que he cometido en ponerme en
vuestras manos, y sufriré sus efectos con resignación y sin cobardía. Llevadme
cuando gustéis al suplicio con que me habéis amenazado; es vuestra obligación,
y yo he andado desacordada al buscar en vos al padre, olvidando al esbirro.
Rotoli
la miró pasmado de tan inesperada firmeza, y luego comenzó a pasearse por el
aposento con muestras de grande agitación. Algo pasaba en efecto en el secreto
de su alma; alguna lucha se verificaba en aquel momento entre las sordas
pasiones de aquel hombre. Su rostro se fue despejando, sin embargo,
progresivamente, hasta recobrar su habitual expresión de zalamería, y hubiera
sido imposible al más hábil fisonomista decidir si su cólera estaba desvanecida
o solamente concentrada.
-Anunziata
-dijo-, tus injustas desconfianzas me sacan de quicio. El hombre cuya seguridad
temes comprometer es tu marido, y tal título bastaría a ponerle a salvo de mi
resentimiento, aun cuando no existiesen en mi memoria recuerdos muy poderosos.
Aquel desventurado ha sido mi amigo y tengo contraídas con él obligaciones de
gratitud. Verdad es que su conducta posterior las ha destruido; que me ha
arrancado contigo mi felicidad, y con Pietro, mi venganza...
Interrumpiose
como si no acertara a vencer completamente el rencor que había reanimado
aquellos últimos recuerdos; pero después de una breve pausa añadió con aire de
triunfo:
-¡Ea!,
¡es tu esposo y ha sido mi amigo!, que Dios y la Santa Madonna tengan
tanta piedad de mí como yo de él.
-¡Para
servirte en lo que deseas, pobre oveja descarriada! -respondió el agente con un
tono de verdad que hubiera convencido a la misma desconfianza-. Sospechas de
mí, y rehúsas indicarme el paraje en que pudiera hablar a Espatolino. Bien,
guarda tu secreto; yo te perdono el concepto que en esa reserva me manifiestas,
y me vuelvo esta misma noche a Roma para trabajar con tanta diligencia como
eficacia por el logro de tus deseos. Ruega a Dios que ablande el corazón de los
que pueden con una palabra dar la vida o la muerte, y espera aquí mis avisos.
Rotoli
debió experimentar en aquel instante una de aquellas sensaciones vivas y
generosas que son demasiado raras en la vida de los hombres de su profesión,
pues brilló en sus ojos una fugaz ternura, y permaneció algunos segundos
trémulo y agitado, como quien procura y no acierta a vencer un sentimiento que
le domina y le halaga. Por segunda vez en aquella breve conferencia sintió el
esbirro la lucha que sostenían en su interior dos impulsos contrarios; pero
alguno quedó vencedor indubitablemente, pues su fisonomía, ligeramente
alterada, volvió a recobrar aquella mezcla singular de paciencia, astucia,
penetración y disimulo que le caracterizaban y le prestaban cierta semejanza
con la traidora alimaña a quien ya una vez le hemos comparado.
-Descansa
en mi actividad, pobrecilla, y no dudes del interés que tengo en apartar de la
senda de perdición al hombre que es ya, por desgracia, tu legítimo dueño.
¿Estás bien segura de que puede dar mucho oro por su perdón?
-Sí
lo estoy, padre mío -respondió la joven-, y os garantizo además que recibiréis
en señal de su gratitud por vuestros buenos oficios, no ya los diez mil ducados
que os prometí, sino el doble. ¡Oh!, ¡todo, todo lo que nos quede será para
vos!
-¡Bien,
bien!, no es eso lo que me mueve a serviros, aunque a la verdad no soy rico,
como algunos imaginan, y pronto tocaré aquel período de la vida en que el
hombre no alcanza otros goces que las comodidades positivas. ¿Qué otra cosa que
la riqueza puede desear un viejo que no espera ya felicidad en el mundo, donde
se encuentra solitario?
Anunziata
quiso contestarle, sin duda para asegurarle nuevamente de su cariño, pero Rotoli
salió presuroso del aposento, llevándose el pañuelo a los ojos.
«¡No!,
¡el mundo no está lleno de malvados, como dice Espatolino! ¡Los hombres no son
como se los finge su aborrecimiento!», se dijo a sí misma la joven. «Contagiada
ya por sus erróneas y amargas ideas, he sido capaz de desconfiar de mi pobre
tío, que con todos sus defectos tiene un alma excelente».
Bendijo
nuevamente a Rotoli a consecuencia de tales reflexiones, y se preparaba a rezar
encendiendo dos bujías a una imagen de la Virgen que decoraba la chimenea,
cuando fue distraída de su devota ocupación por un rumor de pasos precipitados,
que evidentemente se iban aproximando. Palpitole el corazón como si adivinase
por instinto quién era la persona cuyas pisadas oía, y lanzándose fuera de su
estancia se halló en los brazos de Espatolino.
Al
recobrar a su amada, al verla sana y salva después de padecer por ella las más
crueles aprensiones, aquel bandido feroz lloraba como un niño, y se abandonaba
a los más pueriles extremos de placer y de ternura. Su mano homicida acariciaba
trémula la sedosa cabellera de Anunziata, y sus labios, acostumbrados a
pronunciar blasfemias, exhalaban en acentos embargados por la emoción, las más
dulces palabras que puede inspirar un amor ardiente y una inefable ventura.
Calmados
los primeros arrebatos, refiriole su esposa la entrevista que acababa de tener
con Rotoli, y las esperanzas que concebía; pero Espatolino, meneando la cabeza,
respondió:
-Algún
proyecto infernal ha concebido el esbirro, y convendrá a su éxito una aparente
generosidad, le conozco; es implacable como yo; la diferencia grande que nos
distingue es que yo acometo como el león y él acecha como el tigre.
-¡Siempre
desconfianza! -exclamó con tristeza Anunziata-. ¡Siempre esa insana y cruel
prevención contra los hombres!
-¡Y
bien!, no pensaré sino lo que tú pienses; no creeré sino lo que tú creas; pero
sal de esta casa al punto, vida mía. Poseo una poco distante, que será para
nosotros un asilo más seguro. Si Rotoli obra de buena fe y envía aquí los avisos
que te ha ofrecido, tengo medios muy fáciles de hacerlos llegar a nuestro
retiro sin descubrirle... ¡Marchemos al momento, esposa querida, porque mi
corazón presiente desgracias en este sitio! Escucha: esta tarde, mientras
indagaba tu paradero con mortales inquietudes, un ave siniestra me fue
constantemente siguiendo, y tres veces al preguntar por ti me respondió su
fúnebre graznido. Es una aprensión ridícula; pero no puedo desecharla: me
acuerdo que un pájaro semejante pasó sobre mi cabeza la tarde que volviendo del
presidio vi morir a mi hermana.
-Estoy
pronta a seguirte a donde quieras -respondió la joven-, con tal que me asegures
que podré recibir sin retardo los avisos de mi tío.
-Hay
en esta misma hostería una persona que me es adicta, y te juro que diez minutos
después de que se hayan recibido aquí las cartas de Rotoli las tendrás en tu
mano.
Espatolino
pagó generosamente los gastos hechos por su mujer, y acompañados de Pietro
salieron del Paradiso.
El
albergue seguro ofrecido por el bandolero a su joven compañera, y adonde
efectivamente la condujo, era una casa de modesta apariencia, pero muy
espaciosa y en una agradable situación, próxima al antiguo castillo de los
duques Cesarini.
Desde
sus ventanas podíase recrear la vista con las deliciosas colinas cubiertas de
verdes viñedos y con las románticas orillas del lago Nemi, frecuentadas por los
jóvenes de Gensano, teatro en muchas ocasiones de citas amorosas y de
campestres festines.
Un
año, poco más o menos, hacía que habitaba aquella casa un labrador anciano que
la fabricó, y a quien por su carácter adusto y taciturno llamaban il
Silenzioso. Vivían con él su mujer y su hijo; ella era sorda y ciega, y él
parecía haber heredado la índole de su padre, pues apenas conocían su voz los
vecinos de Gensano.
Aquella
familia misteriosa no trataba con nadie pero no ignoraban en el pueblo que
solía recibir las visitas de algunos forasteros, a quienes unos suponían
parientes del dueño de la casa y otros aseguraban ser ilustres señores romanos,
que se servían del Silenzioso para sus aventuras galantes; nadie empero
sospechara hasta entonces la verdadera condición de los huéspedes que de vez en
cuando favorecían aquel pintoresco retiro, y Espatolino podía creer con
fundamento que gozaría en él la posible seguridad.
También
debían alojarse allí los camaradas que habían ido a reunírsele en Genzano; la
distribución de las piezas habitables de aquella casa estaba tan bien
entendida, o mejor diremos, tan propia para el destino que solía tener, que los
bandidos podían estar bajo el mismo techo que su jefe, sin tener con éste una
comunicación demasiado inmediata y que le hubiera sido incómoda, entonces que
tenía consigo a su mujer.
En la
noche en que Espatolino trasladó a Anunziata a aquel solitario albergue no se
hallaban en él sus compañeros, pues por orden suya visitaban las cercanías
buscando la perdida prenda, que más dichoso que todos había ya descubierto y
recobrado; circunstancia que no supieron los bandoleros hasta dos días después
que regresaron de sus inútiles correrías.
La
impresión que había hecho en ellos aquella nueva afrenta (pues tal reputaban la
comisión de correr en pos de una mujer desperdiciando un tiempo precioso) se
nos hará patente muy pronto; mas antes de tratar de personajes tan secundarios
en nuestra historia, razón será que instruyamos al lector del resultado que
tuvieron las generosas promesas de Rotoli.
Continuará…
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