abril 28, 2013

ESPATOLINO (X)

Grabado del siglo XIX. En primer plano el lago Nemi y al fondo la célebre localidad de Genzano.


El pacto

-X-

 
 
Genzano es un lugar a seis leguas de Roma, célebre por sus vinos, que gozan de grande estimación en los dominios del Papa, y por haber sido el valle que le separa de la Riccia, según la opinión de un acreditado escritor, teatro de las misteriosas conferencias de Numa Pompilio con la ninfa Egeria.

 
En la época de nuestra historia era la mejor fonda de aquel pueblo un gran casarón ruinoso, conocido por el nombre de il Paradiso, sin duda para significar el buen trato que hallaban en ella los parroquianos. En un aposento interior de dicha casa se habían alojado Anunziata y su compañero, y desde ella dirigió la primera una expresiva carta a su tío, rogándole le facilitase los medios de hablarle secretamente para tratar de un negocio importante.

El pastor encargado de aquella misiva anduvo tan listo, y el esbirro fue tan diligente en contestar, que al día inmediato tuvo la joven de sus manos estas líneas que la colmaron de gozo:

«Por culpable que sea la que se ha atrevido a escribirme, no puedo olvidar que es hija de mi hermana, y que fue en otro tiempo mis delicias. Pocas horas después que estas letras, llegaré a Genzano y escucharé lo que quieras decirme».

Anunziata pasó en oración las horas que precedieron a su entrevista con Angelo, y era ya de noche cuando éste se presentó en il Paradiso. Púsose de rodillas la esposa del bandido, y pidió el perdón y la bendición de su tío, con una humildad tan patética, que hubiera ablandado el corazón de una fiera. Angelo se conmovió en efecto, y levantándola cariñosamente se estuvo algunos momentos contemplando sus facciones con dolorosa complacencia.

-¡Qué cambiada estás, pobrecilla! -la dijo-. Dios te ha castigado severamente.

-He padecido mucho -respondió ella-; pero tengo la esperanza de ser dichosa, puesto que sois tan bueno conmigo.

-¿Te ha abandonado acaso el monstruo que te sedujo? -preguntó Rotoli con acento sombrío.

-Me adora más cada día -contestó con calor la joven-; porque soy su esposa y seré en breve la madre de su hijo.

Angelo paseó su mirada por el talle de Anunziata con un gesto expresivo de desagrado; luego se dejó caer en una silla exclamando:

-¡Esto es una desgracia!, ¡una gran desgracia!

-No, sino una felicidad preciosa -respondió ella-; sabed, padre mío, que mi esposo, arrepentido de sus crímenes, sólo desea vivir para mí y para nuestro inocente hijo; sabed que mi venida tiene por objeto proponeros en su nombre, después de alcanzar de vuestro corazón generoso el perdón de nuestra culpa, que os encarguéis de comprar su indulto al Gobierno, ofreciendo todo el oro que apetezca.

-¡Tan rico, está Espatolino! -exclamó el esbirro, cuyos ojos brillaron de codicia.

-Posee un tesoro -contestó cándidamente la joven-, y además de lo que dará por su indulto al Gobierno, reserva para vos diez mil escudos y algunas buenas alhajas; lo más precioso que le pertenezca será para vos, estoy cierta; pues por poco que nos quede, siempre nos parecerá bastante si alcanzamos la dicha de vivir tranquilos en cualquier rincón de Italia.

Rotoli guardó silencio algunos minutos, pareciendo que reflexionaba profundamente. Anunziata se afanó en balde por leer en su impenetrable fisonomía lo que pasaba en su alma. Por último dijo el agente:

-No me parece imposible alcanzar lo que desea Espatolino; pero quisiera avistarme con él. ¿Ha venido contigo a Gensano?

-Estoy sola.

-¡Sola!

Arrojó en derredor una mirada recelosa, y clavándola seguidamente en el semblante de su sobrina añadió moviendo la cabeza:

-No lo creo; ¿cómo había de dejarte venir sola un marido que tanto te ama?

-Le he abandonado sin consentimiento suyo: sabiendo cuáles eran sus deseos e intenciones, respecto al asunto de que se trata, me escapé furtivamente y he venido a este paraje, con la esperanza de veros en él y de interesaros en nuestro favor.

-¿Dónde quedó tu marido? -dijo Rotoli sin apartar su escrutadora mirada del rostro de Anunziata.

-Bien conoceréis -contestó ella- que no me corresponde a mí revelar a nadie el secreto de su retiro, sin tener la más completa seguridad de su indulto.

-¿Me crees capaz de abusar de tu confianza? -dijo Angelo con acento de indignación-. ¿Por qué te has dirigido a mí, desdichada, si tan triste concepto te merezco?

-Perdonadme, padre mío -repuso ella juntando las manos en ademán de súplica-, no abrigo respecto a vos desconfianza alguna, y así como os hago dueño de mi vida os fiaría sin temor el destino eterno de mi alma; pero existen deberes que jamás sacrifica una persona delicada, y ninguno tan sagrado como el que tiene una esposa de respetar las órdenes de su marido. El lugar en que se encuentra Espatolino es un secreto suyo, que no estoy autorizada a descubrir.

-Hubo un tiempo -dijo Rotoli prestando a su voz gratas inflexiones, y a sus ojos la expresión más afectuosa- en que ningunas órdenes eran tan sagradas para Anunziata como las que dictaba su tío... su padre, ¡pues tal he sido siempre para mi perla! ¡Ahora todo ha cambiado, todo! He sobrevivido al afecto de cuantos seres amaba, y me encuentro en el mundo como en un desierto. ¡Triste es la existencia -añadió con amargura- cuando sólo anima un corazón desolado, que no encuentra ya en otro, ni franqueza ni cariño!

-¡Yo os amo, más que nunca! -exclamó la joven enternecida-; no pronunciéis palabras que me parten el alma. Si he sido culpable para con vos, jamás podré ser ingrata a tantas bondades como habéis tenido conmigo; ¡pobre huérfana desvalida, que no tuvo en su niñez otro arrimo ni otro amparo que vos!

-¡Siempre eres la misma, sí!, siempre posees ese acento que me halaga tanto, que manda en mi corazón. ¡Muy culpable has sido, hija mía, mucho!, pero para no perdonarte era menester no haberte oído. Quiero olvidarlo todo; quiero por amor a ti ser generoso con el cruel que te arrancó traidoramente de mis brazos... ¡El esfuerzo es grande... pero no importa! Dime dónde está tu marido y correré a buscarle, para deliberar el plan que debemos proponernos tocante al importante asunto que nos ocupa.

La joven bajó los ojos algo turbada y guardó silencio.

-¿No me respondes, perla mía?

-Quisiera -dijo ella con timidez y emoción- que tuvieseis la bondad de tratar del mencionado asunto únicamente conmigo, pues ya os he dicho que no estoy autorizada para descubriros el retiro de mi esposo.

-¡Insensata! -gritó el agente arrebatado por la ira, y erizándose todo como el gato que va a lanzarse a su presa-. Dime al punto dónde se encuentra el bandido.

Anunziata tembló, pero tuvo la necesaria resolución para responder:

-No debo, ni quiero decíroslo.

-¡Bien! -dijo fuera de sí su interlocutor-; veremos si eres más complaciente con la justicia, ante la cual vas a comparecer.

-Menos aún que con vos.

-Ya me lo dirás cuando veas el patíbulo.

-Ni cien patíbulos me arrancarán una palabra que no debo decir -repuso ella con imponente calma-. Conozco ahora la imprudencia que he cometido en ponerme en vuestras manos, y sufriré sus efectos con resignación y sin cobardía. Llevadme cuando gustéis al suplicio con que me habéis amenazado; es vuestra obligación, y yo he andado desacordada al buscar en vos al padre, olvidando al esbirro.

Rotoli la miró pasmado de tan inesperada firmeza, y luego comenzó a pasearse por el aposento con muestras de grande agitación. Algo pasaba en efecto en el secreto de su alma; alguna lucha se verificaba en aquel momento entre las sordas pasiones de aquel hombre. Su rostro se fue despejando, sin embargo, progresivamente, hasta recobrar su habitual expresión de zalamería, y hubiera sido imposible al más hábil fisonomista decidir si su cólera estaba desvanecida o solamente concentrada.

-Anunziata -dijo-, tus injustas desconfianzas me sacan de quicio. El hombre cuya seguridad temes comprometer es tu marido, y tal título bastaría a ponerle a salvo de mi resentimiento, aun cuando no existiesen en mi memoria recuerdos muy poderosos. Aquel desventurado ha sido mi amigo y tengo contraídas con él obligaciones de gratitud. Verdad es que su conducta posterior las ha destruido; que me ha arrancado contigo mi felicidad, y con Pietro, mi venganza...

Interrumpiose como si no acertara a vencer completamente el rencor que había reanimado aquellos últimos recuerdos; pero después de una breve pausa añadió con aire de triunfo:

-¡Ea!, ¡es tu esposo y ha sido mi amigo!, que Dios y la Santa Madonna tengan tanta piedad de mí como yo de él.

Tomó su sombrero con precipitación, y Anunziata exclamó:

-¡Os marcháis!

-¡Para servirte en lo que deseas, pobre oveja descarriada! -respondió el agente con un tono de verdad que hubiera convencido a la misma desconfianza-. Sospechas de mí, y rehúsas indicarme el paraje en que pudiera hablar a Espatolino. Bien, guarda tu secreto; yo te perdono el concepto que en esa reserva me manifiestas, y me vuelvo esta misma noche a Roma para trabajar con tanta diligencia como eficacia por el logro de tus deseos. Ruega a Dios que ablande el corazón de los que pueden con una palabra dar la vida o la muerte, y espera aquí mis avisos.
 
 
-¡Bendito seáis, padre mío! -exclamó la joven cayendo de rodillas.

Rotoli debió experimentar en aquel instante una de aquellas sensaciones vivas y generosas que son demasiado raras en la vida de los hombres de su profesión, pues brilló en sus ojos una fugaz ternura, y permaneció algunos segundos trémulo y agitado, como quien procura y no acierta a vencer un sentimiento que le domina y le halaga. Por segunda vez en aquella breve conferencia sintió el esbirro la lucha que sostenían en su interior dos impulsos contrarios; pero alguno quedó vencedor indubitablemente, pues su fisonomía, ligeramente alterada, volvió a recobrar aquella mezcla singular de paciencia, astucia, penetración y disimulo que le caracterizaban y le prestaban cierta semejanza con la traidora alimaña a quien ya una vez le hemos comparado.

Levantó del suelo a su sobrina abrazándola cariñosamente, y la dijo con melosa voz:

-Descansa en mi actividad, pobrecilla, y no dudes del interés que tengo en apartar de la senda de perdición al hombre que es ya, por desgracia, tu legítimo dueño. ¿Estás bien segura de que puede dar mucho oro por su perdón?

-Sí lo estoy, padre mío -respondió la joven-, y os garantizo además que recibiréis en señal de su gratitud por vuestros buenos oficios, no ya los diez mil ducados que os prometí, sino el doble. ¡Oh!, ¡todo, todo lo que nos quede será para vos!

-¡Bien, bien!, no es eso lo que me mueve a serviros, aunque a la verdad no soy rico, como algunos imaginan, y pronto tocaré aquel período de la vida en que el hombre no alcanza otros goces que las comodidades positivas. ¿Qué otra cosa que la riqueza puede desear un viejo que no espera ya felicidad en el mundo, donde se encuentra solitario?

Anunziata quiso contestarle, sin duda para asegurarle nuevamente de su cariño, pero Rotoli salió presuroso del aposento, llevándose el pañuelo a los ojos.

«¡No!, ¡el mundo no está lleno de malvados, como dice Espatolino! ¡Los hombres no son como se los finge su aborrecimiento!», se dijo a sí misma la joven. «Contagiada ya por sus erróneas y amargas ideas, he sido capaz de desconfiar de mi pobre tío, que con todos sus defectos tiene un alma excelente».

Bendijo nuevamente a Rotoli a consecuencia de tales reflexiones, y se preparaba a rezar encendiendo dos bujías a una imagen de la Virgen que decoraba la chimenea, cuando fue distraída de su devota ocupación por un rumor de pasos precipitados, que evidentemente se iban aproximando. Palpitole el corazón como si adivinase por instinto quién era la persona cuyas pisadas oía, y lanzándose fuera de su estancia se halló en los brazos de Espatolino.

Al recobrar a su amada, al verla sana y salva después de padecer por ella las más crueles aprensiones, aquel bandido feroz lloraba como un niño, y se abandonaba a los más pueriles extremos de placer y de ternura. Su mano homicida acariciaba trémula la sedosa cabellera de Anunziata, y sus labios, acostumbrados a pronunciar blasfemias, exhalaban en acentos embargados por la emoción, las más dulces palabras que puede inspirar un amor ardiente y una inefable ventura.

Calmados los primeros arrebatos, refiriole su esposa la entrevista que acababa de tener con Rotoli, y las esperanzas que concebía; pero Espatolino, meneando la cabeza, respondió:

-Algún proyecto infernal ha concebido el esbirro, y convendrá a su éxito una aparente generosidad, le conozco; es implacable como yo; la diferencia grande que nos distingue es que yo acometo como el león y él acecha como el tigre.

-¡Siempre desconfianza! -exclamó con tristeza Anunziata-. ¡Siempre esa insana y cruel prevención contra los hombres!

-¡Y bien!, no pensaré sino lo que tú pienses; no creeré sino lo que tú creas; pero sal de esta casa al punto, vida mía. Poseo una poco distante, que será para nosotros un asilo más seguro. Si Rotoli obra de buena fe y envía aquí los avisos que te ha ofrecido, tengo medios muy fáciles de hacerlos llegar a nuestro retiro sin descubrirle... ¡Marchemos al momento, esposa querida, porque mi corazón presiente desgracias en este sitio! Escucha: esta tarde, mientras indagaba tu paradero con mortales inquietudes, un ave siniestra me fue constantemente siguiendo, y tres veces al preguntar por ti me respondió su fúnebre graznido. Es una aprensión ridícula; pero no puedo desecharla: me acuerdo que un pájaro semejante pasó sobre mi cabeza la tarde que volviendo del presidio vi morir a mi hermana.

-Estoy pronta a seguirte a donde quieras -respondió la joven-, con tal que me asegures que podré recibir sin retardo los avisos de mi tío.

-Hay en esta misma hostería una persona que me es adicta, y te juro que diez minutos después de que se hayan recibido aquí las cartas de Rotoli las tendrás en tu mano.

-Marchemos, pues.

Espatolino pagó generosamente los gastos hechos por su mujer, y acompañados de Pietro salieron del Paradiso.

El albergue seguro ofrecido por el bandolero a su joven compañera, y adonde efectivamente la condujo, era una casa de modesta apariencia, pero muy espaciosa y en una agradable situación, próxima al antiguo castillo de los duques Cesarini.

Desde sus ventanas podíase recrear la vista con las deliciosas colinas cubiertas de verdes viñedos y con las románticas orillas del lago Nemi, frecuentadas por los jóvenes de Gensano, teatro en muchas ocasiones de citas amorosas y de campestres festines.

Un año, poco más o menos, hacía que habitaba aquella casa un labrador anciano que la fabricó, y a quien por su carácter adusto y taciturno llamaban il Silenzioso. Vivían con él su mujer y su hijo; ella era sorda y ciega, y él parecía haber heredado la índole de su padre, pues apenas conocían su voz los vecinos de Gensano.

Aquella familia misteriosa no trataba con nadie pero no ignoraban en el pueblo que solía recibir las visitas de algunos forasteros, a quienes unos suponían parientes del dueño de la casa y otros aseguraban ser ilustres señores romanos, que se servían del Silenzioso para sus aventuras galantes; nadie empero sospechara hasta entonces la verdadera condición de los huéspedes que de vez en cuando favorecían aquel pintoresco retiro, y Espatolino podía creer con fundamento que gozaría en él la posible seguridad.

También debían alojarse allí los camaradas que habían ido a reunírsele en Genzano; la distribución de las piezas habitables de aquella casa estaba tan bien entendida, o mejor diremos, tan propia para el destino que solía tener, que los bandidos podían estar bajo el mismo techo que su jefe, sin tener con éste una comunicación demasiado inmediata y que le hubiera sido incómoda, entonces que tenía consigo a su mujer.

En la noche en que Espatolino trasladó a Anunziata a aquel solitario albergue no se hallaban en él sus compañeros, pues por orden suya visitaban las cercanías buscando la perdida prenda, que más dichoso que todos había ya descubierto y recobrado; circunstancia que no supieron los bandoleros hasta dos días después que regresaron de sus inútiles correrías.

La impresión que había hecho en ellos aquella nueva afrenta (pues tal reputaban la comisión de correr en pos de una mujer desperdiciando un tiempo precioso) se nos hará patente muy pronto; mas antes de tratar de personajes tan secundarios en nuestra historia, razón será que instruyamos al lector del resultado que tuvieron las generosas promesas de Rotoli.


Continuará…

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