Halt of the Brigands, Alesssandro Magnasco. Óleo sobre lienzo 112 X 162 cm |
Descanso de los bandidos
-IX-
Dejando a nuestra
heroína continuar su viaje en compañía del complaciente Pietro, nos
trasportaremos por algunos minutos a las selvas majestuosas, que hemos
descubierto a vista de águila, desde uno de los extremos de la mezquina
población de Porto d’Anzio.
El cielo después de
descargar una escasa lluvia entre estrepitosas centellas y multiplicados
relámpagos, se iba despejando gradualmente. Las negras nubes impulsadas por el
viento, se alejaban con lentitud, tendiéndose, a manera del luctuoso dosel de
un inmenso catafalco, sobre las espumosas olas del turbulento mar, y algunas
estrellas comenzaban a aparecer diseminadas por aquella parte del firmamento
que cubría con su manto azul oscuro el verde amarillento de las seculares
encinas de Nettuno, sensible ya a la triste influencia del otoño.
El rayo acababa de
abatir algunos de aquellos gigantes de la vegetación, y sus míseras ruinas
servían de alimento a una grande hoguera, al rededor de la cual formaban
círculo veinte o veinticinco hombres, que alteraban con sus discordantes voces
el grave silencio de aquel lugar solitario.
Sus caballos atados a
los troncos de los vecinos árboles acompañaban con agudos y prolongados
relinchos la viva conversación que sostenían sus amos; pero sobre todos
aquellos sonidos, más o menos ingratos, dominaba la solemne voz del Océano,
digna únicamente de hacerse oír en el seno de aquella agreste soledad.
La luz rojiza de la
hoguera, reverberando en el verde lustroso de los árboles, esparcía una
claridad tornasolada sobre aquellas figuras humanas, que presentaban entonces
un no sé qué de fantástico; y cuando, vigorizada la llama por los soplos del
viento que se abría camino al través del ramaje, se elevaba súbitamente en oscilante
columna, sus reflejos de un dorado sanguíneo rodeaban aquellas cabezas
características con una aureola singular, a la vez brillante y fúnebre.
Una gran bota de
exquisito vino de Gensano circulaba de mano en mano, pero las frecuentes
libaciones no interrumpían el animado diálogo.
-Repito, camaradas
-decía uno que parecía de más edad que los otros-, repito, que aquel hombre
se ha vuelto distinto de lo que era. ¿Cuándo, hasta el presente, se le había
visto mandarnos a una expedición arriesgada y quedarse muy seguro entre cuatro
paredes?
-Y luego -observó
moviendo la cabeza un mozo de fisonomía atrevida-, vendrá muy satisfecho a
reclamar la mejor parte del botín. Ésa es una injusticia, teniente Roberto, y
no debes consentirla.
-¡Silencio, Baleno (1)! -dijo el teniente, que era el
mismo que había hablado primero-. Él suele aparecerse cuando menos se le
espera, y además tiene unas orejas que recogen los sonidos a dos leguas de
distancia.
-¡Bah! -repuso con
osadía Baleno-, ahora estará muy calentito bajo las sábanas, haciendo
arrumacos a aquella muñequilla de alfeñique que ha encontrado no sé en dónde.
Por mi parte no tengo aprensión del privilegio de sus oídos, y repito que no
debemos darle ni la menor parte en el botín de esta noche. El provecho
pertenece exclusivamente a los que arrostraron el peligro.
-Baleno habla
como un Salomón -dijo otro-; aquel pícaro a quien le apagué el resuello para
siempre de un solo golpe en la cabeza, me disparó un pistoletazo a quema ropa:
aquí está éste que no me dejará mentir -añadió extendiendo su brazo izquierdo,
herido y ensangrentado-. Todos hemos padecido, cual más cual menos, lo bastante
para merecer el botín sin que nadie nos lo cercene.
-¡Sangue della
Madonna! Si Braccio di ferro (2)
ha recibido un rasguño, mirad mi frente partida como una calabaza.
-A mí me mataron mi
caballo; ¡mi pobre caballo piè di cervo (3)!, aquellos malditos gigantes que hablaban una lengua que
jamás había oído yo sino a las aves nocturnas.
-¡Voto a bríos!, ¿qué
tenéis que decirme de los contratiempos de esta empresa a mí que más que
ninguno he trabajado por su éxito? Amigos, conozco que es muy justo que no
cedamos a criatura humana ni la menor parte de nuestros derechos; pero ¿cómo
impedir que él atienda a su conveniencia antes que a la justicia?
Tú, Roberto il
Fulmine (4), tú eres quien
debes decirle que no consentimos en ser despojados de lo que nos corresponde.
-¡Bonito es el capitán
para recibir la ley de vosotros!, ahorcaría del árbol más alto al primero que
le dijese: «Negros ojos tienes». ¡Voto a Júpiter!, es un gusto oír como
charláis cuando él está ausente, y apenas le veis hinchar las narices os
volvéis mudos como el mismo silencio.
-Calla tú, Occhio
linceo (5), que siempre
haces el papel de observador. Le respetábamos, es verdad, porque era valiente
de los pocos; pero ya todo se ha cambiado. ¿Por qué no ha ido con nosotros a la
expedición de esta noche? Hace muchas semanas que no le gusta otra ocupación
que la de ver las muecas y los melindres de esa mozuela a quien llama su
esposa.
-Braccio di ferro
tiene razón: el buen capitán está embrujado por esa chica, y hombres
como nosotros no obedecen a quien ya no sabe mandar ni aun en sí mismo.
-¡Hablemos más bajo, camaradas!...
Por más que digáis, el diablo me lleve si no es cierto que oigo galopar un
caballo.
-¡Vamos!, será
aprensión. Os digo pues, compañeros, que yo mismo, que conozco a Espatolino
hace diez y seis años; que he hecho mi carrera a sus órdenes y que le quiero
como... ¡vamos!, ¡más que a nadie en el mundo!, ésta es la verdad; pues bien,
yo mismo, enojado con él al ver su conducta insensata, y por el alma de mi
abuela, que si hubiese previsto los males que nos habían de venir con esa
mozuela de los ojos de paloma, la hubiera hecho, mal su grado, tomar un baño en
las aguas del Averno la noche en que a sus orillas fue entregada a mi custodia.
¡Mala peste me mate si
consiento en que tenga para sí solo el capitán esa linda calandria de la voz
tan dulce! ¡Pues qué!, ¿no somos todos hijos de Eva?
-¡Toma!, como que
saben asaltarnos con más habilidad que nosotros a los pasajeros. Para ellas
robar veinte corazones es lo mismo que nada. ¡Por vida de Baco! La capitana
sobre todo tiene un no sé qué... ¡vamos!, me ablanda el corazón como una breva
cuando me flecha por casualidad aquellos ojos que, no sé por qué, me hacen
acordar siempre de los sueños que yo tenía cuando era niño y me dormía en los
brazos de mi madre.
-¡Ja!, ¡ja!, ¡qué
risa, camaradas! Este pobre Ista chioma da en lo sentimental como Occhio
linceo en lo heroico. Vamos, hijos míos, ¿queréis improvisar un idilio y un
poema?
-Yo no entiendo esas
ciencias; digo solamente que la capitana es una linda criatura.
-Y yo pasaré este
invierno en Monteleone con una moza calabresa que no tiene igual en todo el
mundo conocido.
-Pues yo opino como Isla
chiona, que no se debe permitir que haya entre nosotros ninguna hembra como
propiedad de uno solo.
-Opina como mejor te
parezca; lo que es yo renuncio mis derechos. ¿Para qué diablos sirve una
mujercilla como una caña? Me atengo a la posadera del Águila en Fiumesino;
aquélla sí que merece que un hombre se deje embrujar por ella y haga tantas
locuras como Orlando.
-Está dicho, teniente;
que no queremos darle ni un paolo, porque «quien no trabaja no come»,
como dijo Moisés.
-San Pablo o Moisés,
poco importa; así lo dijese Júpiter; el caso es que antes me dejaré sacar los
ojos que un solo paolo de mi parte de botín.
-¡Bravo! ¡Viva Baleno!
Sí, compañeros, que se quede el capitán holgando con su paloma, mientras nos
repartimos el botín, como se estuvo mientras lo conquistamos.
-Todos estáis más
borrachos que el mismo Baco. El capitán no se estuvo holgando ni con palomas ni
con buitres. Olvidáis que salió al amanecer del último día para... no sé a
punto fijo para dónde; pero claro está que se ocupaba en algún negocio
importante. El capitán fue y volvió en un día; mas acaso cuando salimos a la
expedición todavía no se hallaba en Porto d’Anzio. ¿Había de volverse dos, voto
al diablo?
-¡Silencio, maledetto
Occhio linceo! Alzas la voz como si tuviese la atmósfera paredes de mármol.
Yo he dicho que el capitán no debe tomar nada del botín, y lo sostendré.
Todos los bandidos se
estremecieron, y por un movimiento maquinal tendieron al rededor miradas
temerosas. Un ligero ruido se hizo oír en el silencio que siguió a la atrevida
declaración de aquella voz incógnita, y una figura alta y majestuosa apareció
entre las ramas.
-¡Viva el valiente
Espatolino! -exclamó su defensor Occhio linceo.
Los otros bandidos se
miraron dudosos, pero al ver junto a sí el formidable jefe, todos se pusieron
en pie diciendo con trémulo acento:
-Perfectamente,
capitán -respondió Roberto tartamudeando-. Algunas heridas se han recibido,
porque los malditos extranjeros iban bien armados y se defendieron como leones.
-Ya conozco vuestra
disciplina, amigos míos; pero te autorizo a ti, Roberto, para que presidas el
repartimiento, apenas aparezca el sol que ya se viene a más andar detrás de las
cortinas del oriente. Dividid como buenos hermanos los despojos de los
extranjeros...
-Así sea, Roberto.
Decía, pues, que repartieseis con equidad esas riquezas, y que os dispongáis
todos para una expedición importante y próxima.
Entonces el Víctor que
resonó, y que los ecos de la selva devolvieron dilatadamente, fue tan
espontáneo como sincero.
-¿No os decía yo
-murmuraba en voz baja Occhio linceo frotándose las manos en señal de
alegría- que el capitán era todo un hombre? ¡Ya veis lo que hace, mentecatos,
codiciosos!
-¡Viva Espatolino!,
¡viva el rey de las selvas! -repetían los bandidos tirando al aire sus
sombreros.
-Gracias, compañeros,
gracias -respondía Espatolino-; pero prestadme atención, porque se trata de una
grande empresa. He estado en un lugar en donde he conferenciado con el teniente
Stefano, que manda aquella fracción de nuestra banda que ha vagado algunos días
por las inmediaciones de Civita Vecchia, y que ahora se dirige con tanta prisa
como precaución hacia un sitio más conveniente. Escuchad, amigos míos: se trata
de reunir toda nuestra fuerza en la Somma, pues sabemos por Lappo, jefe
de la compañía posesionada de dicha montaña, que los poderosos condes de Spada
deben salir de Termi para Spoleti, y que con ellos van algunos individuos de la
casa de Benedetti. Como se juzgarán seguros en atención al gran número de
criados que debe formar su escolta, es de suponer que no llevarán un equipaje
despreciable; pero el botín en tales casos es lo de menos. Se trata de hacer
prisioneros a señores de la más alta categoría, cuyo rescate será proporcionado
a su importancia. He dispuesto para ellos un retiro seguro, desde el cual
podrán comunicarse con sus deudos para tratar de su redención, sirviéndoles de
emisarios los labradores de las cercanías, que ignorarán sin embargo el lugar
de su residencia. Todo lo he previsto, y tengo tomadas las más sabias
disposiciones para burlar las que acaso adoptará el Gobierno, estimulado por
las familias de los cautivos, a las que no le quedará otro remedio que enviarnos,
con voluntad o sin ella, algunos talegos de oro, o preparar los honores
fúnebres a sus ilustres parientes.
Sí, amigos míos; todo
está ya prevenido como mejor conviene al buen éxito de tan ventajosa empresa, y
antes que termine el día, que ya comienza a enrojecer las nubes por el lado del
Este, debemos dejar a Porto d’Anzio. ¿Quién sabe -añadió con una emoción que
quiso vanamente disimular-, quién sabe si no es ésta la última expedición que
emprenderemos juntos? ¿Quién me asegura que seré siempre vuestro jefe? Por si
el destino tiene decretada nuestra separación, quiero que algunos hechos
atrevidos graben en vuestro corazón mi memoria, y tan firme me hallo en este
empeño, que después que demos dichosa cima a la presente empresa, pienso
proponeros otra de las más atrevidas que jamás hayan figurado en la vida de los
hombres célebres de nuestra profesión.
Los bandoleros, que no
podían comprender lo que acababa de decir su jefe sobre la posibilidad de una
separación entre él y ellos, sino con referencia al descontento que
imprudentemente habían manifestado respecto a su conducta, se miraron unos a
otros confusos y casi conmovidos.
-¿No te decía yo que
todo lo oiría aunque estuviese a dos leguas de distancia? -dijo en voz baja
Roberto.
-Teniente -respondió Baleno,
a quien habían sido dirigidas aquellas palabras-, hemos hecho mal en hablar de
ligero, y yo estoy tan arrepentido, que de buena gana me dejaría cortar la
lengua antes que volver a injuriar a nuestro buen capitán. ¡Viva Espatolino!
Espatolino apretó la
mano a todos uno por uno, dirigiéndoles palabras lisonjeras; mas recobrando
seguidamente su gravedad:
-¡Camaradas! -añadió-,
proceded sin demora al repartimiento del botín, y luego vuélvase cada cual a su
respectivo albergue. Apenas las sombras comiencen a enlutar nuevamente la
tierra, nos reuniremos todos en la aldea de Nettuno, en la hostería que
conocéis.
-Tú fuiste el primero
que hablaste mal de nuestro incomparable capitán; tú, Baleno, que tienes
la lengua más ligera que una mujer.
-¿Quién dice tal?
¿Quién se atreve a calumniarme? -gritó el atlético calabrés, remangándose las
mangas de la chaqueta y haciendo patente la vigorosa musculatura de sus brazos.
-Todos estábamos
borrachos, como dijo con razón Occhio linceo. Ea, camaradas, no hay que
hablar más de eso. El capitán Espatolino es todo un hombre, y le estimamos por
lo que vale. La Santa Madonna nos le conserve, y vamos a repartir el
botín.
Procediose en efecto a
la repartición, que se verificó sin desorden ni disputa, y el día brillaba ya
con todo su esplendor cuando concluyeron aquella operación.
Disipados los vapores
del vino con la frescura de la mañana, y los cuidados de la codicia con la
generosa renuncia que el jefe había hecho de sus derechos a una parte del
botín, paseábanse satisfechos los bandidos por las umbrosas alamedas de la
selva. Cualquiera que los hubiese visto entonces difícilmente adivinaría su
odiosa profesión; y al oírles hablar alegremente de sus amorosas aventuras, se
les podría tomar por jóvenes y ricos labradores que iban o volvían de alguna
fiesta campestre. Solamente su traje podría desmentir aquella inducción,
inspirando sospechas de su verdadero destino.
Y sin embargo, como la
mayor parte de ellos se hallaban en la flor de la juventud y eran de buena
presencia, aquel traje semimilitar, con sus puntas de caprichoso, estaba muy
ajeno de prestarles un aspecto feroz o repugnante. Llevaban todos pantalones de
paño verde oscuro, chalecos encarnados con botones de plata, y chaquetas del
mismo color que los pantalones, adornadas en las costuras con trencillas de
seda. Ceñíales la cintura una canana de cuero bien abastecida de cartuchos,
cerrada por delante con una plancha de plata; al lado izquierdo veíase brillar
el mango de ébano de un gran cuchillo de monte, y les colgaba a la espalda una
ligera mochila con las cosas más indispensables a la vida nómada que
profesaban.
Sus sombreros altos y
cónicos, tenían por adorno un galoncito de plata, y algunos llevaban además una
medalla de la Virgen, del mismo metal. Notábase también que todos seguían la
moda que existe aún entre nuestros andaluces, de ostentar en los bolsillos de
sus chaquetas ricos pañuelos de seda de la India, con las puntas descubiertas,
y asimismo asomaban por las faldriqueras del chaleco primorosas tabaqueras, de
oro puro algunas, otras de concha artísticamente trabajadas, y muchas de plata
cincelada. Completaba aquel arreo pintoresco una gruesa cadena de oro que les
cruzaba el pecho, sosteniendo un silbato igualmente de oro; algunos llevaban
también magníficos relojes, y ninguno [de ellos] armas de fuego, pues eran
éstas parte integrante del arreo de los caballos, que pertenecían sin excepción
a la mejor raza napolitana.
Tan solitarias eran
las selvas de Nettuno, que podían permanecer en ellas sin ningún temor aun en
mitad del día: así fue que, lejos de apresurarse a ganar sus guaridas,
quedáronse muy tranquilamente a la sombra de la verde bóveda, disponiendo un
almuerzo refrigerante con sus respectivas provisiones. Cada cual sacó de la
mochila la parte comestible que encerraba; abriose la bota de vino que quedaba
en un caballo que al parecer no había servido sino para llevar aquella carga, y
en medio de la más expansiva alegría celebraron su banquete rústico, brindando
repetidas veces por el capitán y por el éxito feliz de la expedición propuesta.
Acalorados todos por
el vino, pero ninguno en estado de embriaguez, se despidieron muy avanzado el
día, para encaminarse a sus respectivas habitaciones, que todas estaban por
aquellas cercanías; mas en el momento de salir de la selva, dejose oír desde considerable
distancia el agudo sonido de un silbato.
-¡Silencio! -dijo
Roberto-, alguno de los nuestros viene hacia este sitio y desea saber si hay
amigos en él.
El mismo sonido se
repitió, y entonces Roberto respondió con otro igual: quedándose inmóviles los
bandidos, percibieron primero confusa y después distintamente el ruido de un
caballo, que según podía inferirse se acercaba a carrera tendida.
-Guardad silencio,
camaradas: ¿no escucháis qué bien bate el suelo ese caballo? No puede ser otro
que Vento rapido.
Roberto no se
engañaba. Espatolino se halló muy pronto al frente de sus camaradas. Iba
vestido como ellos, con la sola diferencia de que en vez del sombrero llevaba
una gorra de piel de búfalo con ancho galón de plata, y que ocupaba el lugar
del cuchillo de monte un magnífico puñal con empuñadura de oro. Su rostro
estaba ligeramente encendido por la violencia de la carrera, pero notábasele en
las facciones una excesiva alteración, y su voz cuando se dejó oír pareció a
los bandidos ronca y trémula:
-Sí, voto al diablo;
iré a Roma, iré al mismo infierno si es preciso.
-¡Dios nos libre,
capitán!, pero en fin, entiendo que queréis decir que nos conviene cambiar de
lugar sin alejarnos de Roma.
-En Gensano... en
Riccia... acaso en Frascati o en Tívoli... -respondió trastornado el jefe- ¡qué
sé yo dónde la encontraré!, pero la buscaría aun cuando fuese preciso penetrar
hasta la misma Roma por entre los ejércitos del imperio.
-No os entiendo,
capitán. ¿Será que esas malditas familias de los Spadas y los Benedetti, en vez
de ir a Spoleti, se hayan dirigido hacia la capital?...
-¡Que carguen mil
demonios con los Spadas y los Benedetti! -gritó con tremenda voz Espatolino-.
¡Es ella!, ella que acaso será víctima de su imprudencia y de aquellos
feroces magistrados, ante los cuales la harán comparecer como reo; ¡a ella, más
pura que la luz! Todos moriremos, pero moriremos matando; ¡opóngansenos las
huestes dominadoras de la tierra!, ¡venga el mismo Napoleón en persona! Yo
sabré arrancarle mi querida, aun cuando la escondiese dentro de su corazón.
Un sordo murmullo,
semejante al de las olas cuando empiezan a sentir los soplos de la tempestad,
se levantó de entre los bandoleros; pero equivocándose Espatolino sobre el
origen de aquella agitación, creyó que sus súbditos participaban de sus
sentimientos.
-Marchemos, amigos
míos -les dijo-. Ella salió hace algunas horas, pero tengo esperanzas de
que podremos alcanzarla: es imposible que pueda sostener una marcha continua y
precipitada; antes que nuestros caballos se rindan a la violencia del galope,
no faltarán otros con que reemplazarlos en el camino.
El murmullo se iba
acrecentando rápidamente; pero Espatolino se hallaba demasiado preocupado para
poder comprenderle.
-Este traje no nos
conviene para poder viajar con la luz del día -les dijo-; dejad las escopetas:
no nos faltarán en ninguna parte; vestíos todos de labradores, llevando
ocultamente cada uno un par de pistolas y un buen cuchillo de monte. ¡Enseguida
a caballo, todos! Tú, Braccio di ferro, dirígete a Tívoli con seis de
los nuestros; búscala en todas las hosterías, y si la encuentras, condúcela al
momento a Porto d’Anzio. Otros diez o doce que salgan, sin ir juntos, para
Gensano: allí me encontrarán en la casa que conocéis; y desde allí, si no la
encontramos, marcharemos a Frascati, a Albano... a todos los pueblos de las
inmediaciones de Roma, y a Roma misma si nuestras pesquisas son infructuosas. ¡Ea,
camaradas!, andar ligeros; ¡desdichado de aquél que sea tardo en obedecerme!
Dijo, y veloz como un
relámpago, desapareció entre los remolinos de polvo que levantaba su brioso
corcel, cuyos resoplidos se oían distintamente a pesar del ruido de su carrera.
-¡Esto es demasiado,
camaradas! -dijo el incorregible Baleno-; el capitán está loco de
remate, y más locos que él seremos nosotros si nos prestamos a tan inauditas
extravagancias.
-¡He aquí en lo que
han venido a parar las grandes empresas con que nos lisonjeaba hace poco!
-exclamó Roberto-. ¡En enviarnos a correr tras una mujer, que se le ha
escapado, según parece, para darle una prueba de lo mucho que te ama!
-¡Qué malvadas y qué
pérfidas son todas las hijas de Eva! -añadió con plañidero acento Irta
chioma-. ¿Quién había de creer tanta ingratitud en aquella criatura que
parecía un cordero? ¡Huir de un hombre que la idolatra!
-¡Maldita sea tal
idolatría! -dijo otro-, por ella hemos de exponernos a un riesgo inminente y
sin utilidad de ningún género.
-¡Bien dicho,
camarada! Váyase al infierno la fugitiva y buen viaje. ¡Atreverse aquel bribón
a decirnos que moriríamos todos, si era preciso, por salvarla o vengarla! ¡Que
muera él con su locura endemoniada, y que dé gracias de que no le volviese a
entrar en el cuerpo, con una bala, la indigna proposición que ha tenido la
insolencia de dirigirnos; pues no faltaba más sino que hombres como nosotros
nos convirtiésemos en perros para seguir la pista a una liebre! ¡Voto a bríos!,
¡que no sé cómo he podido escucharle!
-Ve a dar consejos a
quien te los pida, Occhio linceo; yo digo y hago cuanto me viene al
magín, y por vida de Júpiter que estoy cansado de obedecer, y de hoy más, ni
por el mismo San Paolo doblaré la rodilla.
-¡Compañeros!, para
pasar la vida acatando caprichos de un cualquiera, más valía acatar los del
rey.
-Por supuesto, ¿para
qué seguir esta vida por más tiempo? Ricos estamos todos, camaradas, y menos
malo me parece hacernos hombres de bien que continuar siendo bandidos con tan
poco provecho y tantas humillaciones.
-Nadie está más
cansado que yo de mi oficio; pero ahora no es tiempo de hablar de eso, sino de
obedecer al que todavía es nuestro jefe.
-Obedécelo tú en buen
hora, corazón de gallina; yo me emancipo, y hoy mismo marcho a reunirme con
Lappo en la montaña.
-Y yo también; antes
de desobedecerle debemos despojarle del mando; mientras esto no se haga, es
nuestro jefe y no tenemos facultad de negarnos al cumplimiento de sus órdenes.
-¡Sí tenemos, voto al diablo!,
y sólo tú, Irta chioma, tú que siempre has sido un mentecato, pudieras
respetar la autoridad de un loco.
-El mío es que
marchemos todos a reunirnos con Lappo, y que abandonemos a su suerte al
insensato Espatolino.
-¿A qué viene preguntarlo?
Haré lo que hagan los valientes, y por el ánima de mi madre que lo que más
deseo es dejaros a todos, y pasar mi vida tranquilamente con mi Calabresa; a
bien que no nos faltaría qué comer.
-¡Toma!, si bastase
con desearlo, yo te juro, a fe de Roberto, que hoy mismo tomaba las de
Villadiego y me iba muy contento a gastar mis escudos con mi pobre mujer, a
quien no veo hace diez años, y con mis chiquituelos, que serán ya tan altos
como yo.
-¡Cómo!, explícate,
Giacomo; tú hablas poco pero bien. Siempre que abres la boca es para decir
cosas extraordinarias.
-Gracias por la
lisonja, teniente; pero lo que digo ahora es muy sencillo. Para alcanzar el
perdón y recibir además una gratificación, ¡hay más que servir al Gobierno!
-A todos, bien lo
creo; pero solamente uno tiene apreciada su cabeza, y pardiez que no
puede quejarse de que la estimen poco: aun repartiendo entre nosotros el dinero
ofrecido, todavía era buen bocado el de cada uno.
-Cabalmente; y el
Gobierno ofrece además completísimo indulto a aquéllos de su cuadrilla que le
entreguen.
-Una infamia muy útil
a todos los que desean gozar sin zozobra las riquezas adquiridas, teniente
Roberto.
-En fin, camaradas;
continuad manifestando vuestra opinión. Dos han votado ya a favor de la
propuesta de Braccio di ferro, que opina debemos ir a reunirnos con
Lappo.
-Señores, al orden, o
voto a Júpiter que empiezo a romper cabezas.
-Lo que es a mí no
tendrá ese gusto. Adiós, amigos, discutid cuanto queráis; yo salgo ahora para
la Somma.
-Pensad como queráis;
pero vivo yo no tendréis el placer de vender la vida de vuestro capitán. Corro
a buscarle, y le diré vuestra caritativa y leal intención.
-Voy contigo, Occhio
linceo.
-¡Así!, eso se llama
volver por su honor. Dejemos a aquellos locos correr en busca de Lappo. ¡Buena
les espera! Lappo es el amigo más fiel de Espatolino, y cuando sepa la mala
partida que le han jugado, los pondrá por racimos del árbol más alto que por
allí se encuentre. Treinta y siete hombres están en la Somma, y todos a
cual más leales.
-Sí, está dicho; pero
soy de parecer que nos expliquemos con el capitán y le hagamos conocer nuestro
descontento.
-¡Convenido! Ea, pues,
a efectuar las órdenes recibidas. De hoy en adelante, o no obedeceremos, o no
se nos mandarán cosas indignas.
-Sin escopetas.
Continurá…
Notas de la Autora:
(1) Relámpago.
(2) Brazo de hierro.
(3) Pies de ciervo.
(4) Il Fulmine: el
rayo.
(5) Ojo de lince.
(6) Pelo erizado.
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