abril 26, 2013

ESPATOLINO (IX)

Halt of the Brigands, Alesssandro Magnasco. Óleo sobre lienzo 112 X 162 cm



Descanso de los bandidos

-IX-
 
Dejando a nuestra heroína continuar su viaje en compañía del complaciente Pietro, nos trasportaremos por algunos minutos a las selvas majestuosas, que hemos descubierto a vista de águila, desde uno de los extremos de la mezquina población de Porto d’Anzio.
El cielo después de descargar una escasa lluvia entre estrepitosas centellas y multiplicados relámpagos, se iba despejando gradualmente. Las negras nubes impulsadas por el viento, se alejaban con lentitud, tendiéndose, a manera del luctuoso dosel de un inmenso catafalco, sobre las espumosas olas del turbulento mar, y algunas estrellas comenzaban a aparecer diseminadas por aquella parte del firmamento que cubría con su manto azul oscuro el verde amarillento de las seculares encinas de Nettuno, sensible ya a la triste influencia del otoño.
El rayo acababa de abatir algunos de aquellos gigantes de la vegetación, y sus míseras ruinas servían de alimento a una grande hoguera, al rededor de la cual formaban círculo veinte o veinticinco hombres, que alteraban con sus discordantes voces el grave silencio de aquel lugar solitario.
Sus caballos atados a los troncos de los vecinos árboles acompañaban con agudos y prolongados relinchos la viva conversación que sostenían sus amos; pero sobre todos aquellos sonidos, más o menos ingratos, dominaba la solemne voz del Océano, digna únicamente de hacerse oír en el seno de aquella agreste soledad.
La luz rojiza de la hoguera, reverberando en el verde lustroso de los árboles, esparcía una claridad tornasolada sobre aquellas figuras humanas, que presentaban entonces un no sé qué de fantástico; y cuando, vigorizada la llama por los soplos del viento que se abría camino al través del ramaje, se elevaba súbitamente en oscilante columna, sus reflejos de un dorado sanguíneo rodeaban aquellas cabezas características con una aureola singular, a la vez brillante y fúnebre.
Una gran bota de exquisito vino de Gensano circulaba de mano en mano, pero las frecuentes libaciones no interrumpían el animado diálogo.
-Repito, camaradas -decía uno que parecía de más edad que los otros-, repito, que aquel hombre se ha vuelto distinto de lo que era. ¿Cuándo, hasta el presente, se le había visto mandarnos a una expedición arriesgada y quedarse muy seguro entre cuatro paredes?
-Y luego -observó moviendo la cabeza un mozo de fisonomía atrevida-, vendrá muy satisfecho a reclamar la mejor parte del botín. Ésa es una injusticia, teniente Roberto, y no debes consentirla.
-¡Silencio, Baleno (1)! -dijo el teniente, que era el mismo que había hablado primero-. Él suele aparecerse cuando menos se le espera, y además tiene unas orejas que recogen los sonidos a dos leguas de distancia.
-¡Bah! -repuso con osadía Baleno-, ahora estará muy calentito bajo las sábanas, haciendo arrumacos a aquella muñequilla de alfeñique que ha encontrado no sé en dónde. Por mi parte no tengo aprensión del privilegio de sus oídos, y repito que no debemos darle ni la menor parte en el botín de esta noche. El provecho pertenece exclusivamente a los que arrostraron el peligro.
-Baleno habla como un Salomón -dijo otro-; aquel pícaro a quien le apagué el resuello para siempre de un solo golpe en la cabeza, me disparó un pistoletazo a quema ropa: aquí está éste que no me dejará mentir -añadió extendiendo su brazo izquierdo, herido y ensangrentado-. Todos hemos padecido, cual más cual menos, lo bastante para merecer el botín sin que nadie nos lo cercene.
-¡Sangue della Madonna! Si Braccio di ferro (2) ha recibido un rasguño, mirad mi frente partida como una calabaza.
-A mí me mataron mi caballo; ¡mi pobre caballo piè di cervo (3)!, aquellos malditos gigantes que hablaban una lengua que jamás había oído yo sino a las aves nocturnas.
-¡Voto a bríos!, ¿qué tenéis que decirme de los contratiempos de esta empresa a mí que más que ninguno he trabajado por su éxito? Amigos, conozco que es muy justo que no cedamos a criatura humana ni la menor parte de nuestros derechos; pero ¿cómo impedir que él atienda a su conveniencia antes que a la justicia?
Tú, Roberto il Fulmine (4), tú eres quien debes decirle que no consentimos en ser despojados de lo que nos corresponde.
-¡Bonito es el capitán para recibir la ley de vosotros!, ahorcaría del árbol más alto al primero que le dijese: «Negros ojos tienes». ¡Voto a Júpiter!, es un gusto oír como charláis cuando él está ausente, y apenas le veis hinchar las narices os volvéis mudos como el mismo silencio.
-Calla tú, Occhio linceo (5), que siempre haces el papel de observador. Le respetábamos, es verdad, porque era valiente de los pocos; pero ya todo se ha cambiado. ¿Por qué no ha ido con nosotros a la expedición de esta noche? Hace muchas semanas que no le gusta otra ocupación que la de ver las muecas y los melindres de esa mozuela a quien llama su esposa.
-Braccio di ferro tiene razón: el buen capitán está embrujado por esa chica, y hombres como nosotros no obedecen a quien ya no sabe mandar ni aun en sí mismo.
-¡Calla, Baleno!, he oído ruido.
-¡Quía!, es el viento que retoza con las hojas.
-¡Hablemos más bajo, camaradas!... Por más que digáis, el diablo me lleve si no es cierto que oigo galopar un caballo.
-Yo nada percibo, teniente.
-Ni yo.
-Ni yo.
-¡Vamos!, será aprensión. Os digo pues, compañeros, que yo mismo, que conozco a Espatolino hace diez y seis años; que he hecho mi carrera a sus órdenes y que le quiero como... ¡vamos!, ¡más que a nadie en el mundo!, ésta es la verdad; pues bien, yo mismo, enojado con él al ver su conducta insensata, y por el alma de mi abuela, que si hubiese previsto los males que nos habían de venir con esa mozuela de los ojos de paloma, la hubiera hecho, mal su grado, tomar un baño en las aguas del Averno la noche en que a sus orillas fue entregada a mi custodia.
-¡Bien dicho, teniente Fulmine!, nosotros no necesitamos hembras.
-Y si alguna viene ha de ser patrimonio común.
¡Mala peste me mate si consiento en que tenga para sí solo el capitán esa linda calandria de la voz tan dulce! ¡Pues qué!, ¿no somos todos hijos de Eva?
-Eres un mentecato, Irta chioma (6); siempre estás delirando por las mujeres.
-¡Toma!, como que saben asaltarnos con más habilidad que nosotros a los pasajeros. Para ellas robar veinte corazones es lo mismo que nada. ¡Por vida de Baco! La capitana sobre todo tiene un no sé qué... ¡vamos!, me ablanda el corazón como una breva cuando me flecha por casualidad aquellos ojos que, no sé por qué, me hacen acordar siempre de los sueños que yo tenía cuando era niño y me dormía en los brazos de mi madre.
-¡Ja!, ¡ja!, ¡qué risa, camaradas! Este pobre Ista chioma da en lo sentimental como Occhio linceo en lo heroico. Vamos, hijos míos, ¿queréis improvisar un idilio y un poema?
-Yo no entiendo esas ciencias; digo solamente que la capitana es una linda criatura.
-¡Ca!, tengo yo una pastora en Capranica que vale por diez capitanas.
-Y yo pasaré este invierno en Monteleone con una moza calabresa que no tiene igual en todo el mundo conocido.
-Pues yo opino como Isla chiona, que no se debe permitir que haya entre nosotros ninguna hembra como propiedad de uno solo.
-Opina como mejor te parezca; lo que es yo renuncio mis derechos. ¿Para qué diablos sirve una mujercilla como una caña? Me atengo a la posadera del Águila en Fiumesino; aquélla sí que merece que un hombre se deje embrujar por ella y haga tantas locuras como Orlando.
-Pero en fin, camaradas, ¿qué diremos al capitán respecto al botín?
-Está dicho, teniente; que no queremos darle ni un paolo, porque «quien no trabaja no come», como dijo Moisés.
-¡Calla, animal!, no lo dijo Moisés, que fue San Pablo.
-San Pablo o Moisés, poco importa; así lo dijese Júpiter; el caso es que antes me dejaré sacar los ojos que un solo paolo de mi parte de botín.
-¡Bravo! ¡Viva Baleno! Sí, compañeros, que se quede el capitán holgando con su paloma, mientras nos repartimos el botín, como se estuvo mientras lo conquistamos.
-Todos estáis más borrachos que el mismo Baco. El capitán no se estuvo holgando ni con palomas ni con buitres. Olvidáis que salió al amanecer del último día para... no sé a punto fijo para dónde; pero claro está que se ocupaba en algún negocio importante. El capitán fue y volvió en un día; mas acaso cuando salimos a la expedición todavía no se hallaba en Porto d’Anzio. ¿Había de volverse dos, voto al diablo?
-¡Silencio, maledetto Occhio linceo! Alzas la voz como si tuviese la atmósfera paredes de mármol. Yo he dicho que el capitán no debe tomar nada del botín, y lo sostendré.
-¡Así se habla! ¡Viva Braccio di ferro! La bota, camarada. Bebo por tu salud, valeroso.
-Gracias, teniente.
-¡Yo brindo por Espatolino!
-¿Habéis oído, camaradas? Irta chioma brinda por el capitán.
-Hazle tú la razón, Occhio linceo.
-Con mil amores. ¡Bebo por el invencible Espatolino!
-¡Mentecato!
-¡Calla!, yo voy a proponer otro brindis.
-¡Camaradas!, bebo por el exterminio de todos los cobardes que deshonran nuestra ilustre banda.
-¡Y de los traidores!
-En nuestra cuadrilla no hay traidores.
-Tampoco hay cobardes.
Una voz que no se supo de qué boca había partido, dejó oír estas palabras:
-¡Lo es Espatolino!
Todos los bandidos se estremecieron, y por un movimiento maquinal tendieron al rededor miradas temerosas. Un ligero ruido se hizo oír en el silencio que siguió a la atrevida declaración de aquella voz incógnita, y una figura alta y majestuosa apareció entre las ramas.
-¡Es él! -dijeron veinte ecos que formaron uno.
-¡Viva el valiente Espatolino! -exclamó su defensor Occhio linceo.
-¡Viva! -repitió Irta chioma.
Los otros bandidos se miraron dudosos, pero al ver junto a sí el formidable jefe, todos se pusieron en pie diciendo con trémulo acento:
-¡Viva!
-¡Y bien compañeros! ¿Cómo se ha salido de la empresa?
-Perfectamente, capitán -respondió Roberto tartamudeando-. Algunas heridas se han recibido, porque los malditos extranjeros iban bien armados y se defendieron como leones.
-¿Y qué tal el botín?
-Es considerable; os esperábamos para... para repartirlo. Nadie le ha tocado todavía.
-Ya conozco vuestra disciplina, amigos míos; pero te autorizo a ti, Roberto, para que presidas el repartimiento, apenas aparezca el sol que ya se viene a más andar detrás de las cortinas del oriente. Dividid como buenos hermanos los despojos de los extranjeros...
-A quienes el Padre Eterno tenga en su gracia, capitán.
-Así sea, Roberto. Decía, pues, que repartieseis con equidad esas riquezas, y que os dispongáis todos para una expedición importante y próxima.
-Y vos capitán... ¿qué queréis del botín?...
-Nada; todo lo que habéis conquistado os pertenece.
Entonces el Víctor que resonó, y que los ecos de la selva devolvieron dilatadamente, fue tan espontáneo como sincero.
-¿No os decía yo -murmuraba en voz baja Occhio linceo frotándose las manos en señal de alegría- que el capitán era todo un hombre? ¡Ya veis lo que hace, mentecatos, codiciosos!
-Calla, parlanchín, yo nunca he dicho nada contra él: bien sabía que era la generosidad en persona.
-¡Viva Espatolino!, ¡viva el rey de las selvas! -repetían los bandidos tirando al aire sus sombreros.

-Gracias, compañeros, gracias -respondía Espatolino-; pero prestadme atención, porque se trata de una grande empresa. He estado en un lugar en donde he conferenciado con el teniente Stefano, que manda aquella fracción de nuestra banda que ha vagado algunos días por las inmediaciones de Civita Vecchia, y que ahora se dirige con tanta prisa como precaución hacia un sitio más conveniente. Escuchad, amigos míos: se trata de reunir toda nuestra fuerza en la Somma, pues sabemos por Lappo, jefe de la compañía posesionada de dicha montaña, que los poderosos condes de Spada deben salir de Termi para Spoleti, y que con ellos van algunos individuos de la casa de Benedetti. Como se juzgarán seguros en atención al gran número de criados que debe formar su escolta, es de suponer que no llevarán un equipaje despreciable; pero el botín en tales casos es lo de menos. Se trata de hacer prisioneros a señores de la más alta categoría, cuyo rescate será proporcionado a su importancia. He dispuesto para ellos un retiro seguro, desde el cual podrán comunicarse con sus deudos para tratar de su redención, sirviéndoles de emisarios los labradores de las cercanías, que ignorarán sin embargo el lugar de su residencia. Todo lo he previsto, y tengo tomadas las más sabias disposiciones para burlar las que acaso adoptará el Gobierno, estimulado por las familias de los cautivos, a las que no le quedará otro remedio que enviarnos, con voluntad o sin ella, algunos talegos de oro, o preparar los honores fúnebres a sus ilustres parientes.
Sí, amigos míos; todo está ya prevenido como mejor conviene al buen éxito de tan ventajosa empresa, y antes que termine el día, que ya comienza a enrojecer las nubes por el lado del Este, debemos dejar a Porto d’Anzio. ¿Quién sabe -añadió con una emoción que quiso vanamente disimular-, quién sabe si no es ésta la última expedición que emprenderemos juntos? ¿Quién me asegura que seré siempre vuestro jefe? Por si el destino tiene decretada nuestra separación, quiero que algunos hechos atrevidos graben en vuestro corazón mi memoria, y tan firme me hallo en este empeño, que después que demos dichosa cima a la presente empresa, pienso proponeros otra de las más atrevidas que jamás hayan figurado en la vida de los hombres célebres de nuestra profesión.
Los bandoleros, que no podían comprender lo que acababa de decir su jefe sobre la posibilidad de una separación entre él y ellos, sino con referencia al descontento que imprudentemente habían manifestado respecto a su conducta, se miraron unos a otros confusos y casi conmovidos.
-¿No te decía yo que todo lo oiría aunque estuviese a dos leguas de distancia? -dijo en voz baja Roberto.
-Teniente -respondió Baleno, a quien habían sido dirigidas aquellas palabras-, hemos hecho mal en hablar de ligero, y yo estoy tan arrepentido, que de buena gana me dejaría cortar la lengua antes que volver a injuriar a nuestro buen capitán. ¡Viva Espatolino!
-¡Viva! -respondieron con verdadero entusiasmo los bandidos.
Espatolino apretó la mano a todos uno por uno, dirigiéndoles palabras lisonjeras; mas recobrando seguidamente su gravedad:
-¡Camaradas! -añadió-, proceded sin demora al repartimiento del botín, y luego vuélvase cada cual a su respectivo albergue. Apenas las sombras comiencen a enlutar nuevamente la tierra, nos reuniremos todos en la aldea de Nettuno, en la hostería que conocéis.
Alejose apenas concluyó estas palabras, y los bandidos le vitorearon mientras pudo escucharlos.
Luego comenzaron a reconvenirse recíprocamente, queriendo cada cual quedar exento del delito común.
-Tú fuiste el primero que hablaste mal de nuestro incomparable capitán; tú, Baleno, que tienes la lengua más ligera que una mujer.
-¡Voto al diablo!, tú dijiste que no se ocupaba más que en hacer muecas a su monuela.
-No fui yo, sino Braccio di ferro.
-Mientes, que fue el teniente.
-¿Quién dice tal? ¿Quién se atreve a calumniarme? -gritó el atlético calabrés, remangándose las mangas de la chaqueta y haciendo patente la vigorosa musculatura de sus brazos.
-Todos estábamos borrachos, como dijo con razón Occhio linceo. Ea, camaradas, no hay que hablar más de eso. El capitán Espatolino es todo un hombre, y le estimamos por lo que vale. La Santa Madonna nos le conserve, y vamos a repartir el botín.
-A ello, camaradas. Con justicia, como buenos hermanos, según nos mandó el jefe.
Procediose en efecto a la repartición, que se verificó sin desorden ni disputa, y el día brillaba ya con todo su esplendor cuando concluyeron aquella operación.
Disipados los vapores del vino con la frescura de la mañana, y los cuidados de la codicia con la generosa renuncia que el jefe había hecho de sus derechos a una parte del botín, paseábanse satisfechos los bandidos por las umbrosas alamedas de la selva. Cualquiera que los hubiese visto entonces difícilmente adivinaría su odiosa profesión; y al oírles hablar alegremente de sus amorosas aventuras, se les podría tomar por jóvenes y ricos labradores que iban o volvían de alguna fiesta campestre. Solamente su traje podría desmentir aquella inducción, inspirando sospechas de su verdadero destino.
Y sin embargo, como la mayor parte de ellos se hallaban en la flor de la juventud y eran de buena presencia, aquel traje semimilitar, con sus puntas de caprichoso, estaba muy ajeno de prestarles un aspecto feroz o repugnante. Llevaban todos pantalones de paño verde oscuro, chalecos encarnados con botones de plata, y chaquetas del mismo color que los pantalones, adornadas en las costuras con trencillas de seda. Ceñíales la cintura una canana de cuero bien abastecida de cartuchos, cerrada por delante con una plancha de plata; al lado izquierdo veíase brillar el mango de ébano de un gran cuchillo de monte, y les colgaba a la espalda una ligera mochila con las cosas más indispensables a la vida nómada que profesaban.
Sus sombreros altos y cónicos, tenían por adorno un galoncito de plata, y algunos llevaban además una medalla de la Virgen, del mismo metal. Notábase también que todos seguían la moda que existe aún entre nuestros andaluces, de ostentar en los bolsillos de sus chaquetas ricos pañuelos de seda de la India, con las puntas descubiertas, y asimismo asomaban por las faldriqueras del chaleco primorosas tabaqueras, de oro puro algunas, otras de concha artísticamente trabajadas, y muchas de plata cincelada. Completaba aquel arreo pintoresco una gruesa cadena de oro que les cruzaba el pecho, sosteniendo un silbato igualmente de oro; algunos llevaban también magníficos relojes, y ninguno [de ellos] armas de fuego, pues eran éstas parte integrante del arreo de los caballos, que pertenecían sin excepción a la mejor raza napolitana.
Tan solitarias eran las selvas de Nettuno, que podían permanecer en ellas sin ningún temor aun en mitad del día: así fue que, lejos de apresurarse a ganar sus guaridas, quedáronse muy tranquilamente a la sombra de la verde bóveda, disponiendo un almuerzo refrigerante con sus respectivas provisiones. Cada cual sacó de la mochila la parte comestible que encerraba; abriose la bota de vino que quedaba en un caballo que al parecer no había servido sino para llevar aquella carga, y en medio de la más expansiva alegría celebraron su banquete rústico, brindando repetidas veces por el capitán y por el éxito feliz de la expedición propuesta.
Acalorados todos por el vino, pero ninguno en estado de embriaguez, se despidieron muy avanzado el día, para encaminarse a sus respectivas habitaciones, que todas estaban por aquellas cercanías; mas en el momento de salir de la selva, dejose oír desde considerable distancia el agudo sonido de un silbato.
-¡Silencio! -dijo Roberto-, alguno de los nuestros viene hacia este sitio y desea saber si hay amigos en él.
El mismo sonido se repitió, y entonces Roberto respondió con otro igual: quedándose inmóviles los bandidos, percibieron primero confusa y después distintamente el ruido de un caballo, que según podía inferirse se acercaba a carrera tendida.
-Alguna novedad ocurre -dijo Braccio di ferro.
-Guardad silencio, camaradas: ¿no escucháis qué bien bate el suelo ese caballo? No puede ser otro que Vento rapido.
-¿El alazán de Espatolino?
-El mismo, yo apostaría cien escudos contra uno.
Roberto no se engañaba. Espatolino se halló muy pronto al frente de sus camaradas. Iba vestido como ellos, con la sola diferencia de que en vez del sombrero llevaba una gorra de piel de búfalo con ancho galón de plata, y que ocupaba el lugar del cuchillo de monte un magnífico puñal con empuñadura de oro. Su rostro estaba ligeramente encendido por la violencia de la carrera, pero notábasele en las facciones una excesiva alteración, y su voz cuando se dejó oír pareció a los bandidos ronca y trémula:
-Es preciso partir al instante.
-¡Cómo!, ¡adónde! -preguntó Roberto sorprendido.
-A Roma.
-¡A Roma! ¡Corpo della Santissima Madonna! ¡A Roma decís!
-¡A Roma!
-¿En mitad del día?
-¡Por San Paolo!, ¿qué me importa el día?
-¿Pero lo decís de veras capitán?
-Sí, voto al diablo; iré a Roma, iré al mismo infierno si es preciso.
-¡Dios nos libre, capitán!, pero en fin, entiendo que queréis decir que nos conviene cambiar de lugar sin alejarnos de Roma.
-En Gensano... en Riccia... acaso en Frascati o en Tívoli... -respondió trastornado el jefe- ¡qué sé yo dónde la encontraré!, pero la buscaría aun cuando fuese preciso penetrar hasta la misma Roma por entre los ejércitos del imperio.
-No os entiendo, capitán. ¿Será que esas malditas familias de los Spadas y los Benedetti, en vez de ir a Spoleti, se hayan dirigido hacia la capital?...
-¡Que carguen mil demonios con los Spadas y los Benedetti! -gritó con tremenda voz Espatolino-. ¡Es ella!, ella que acaso será víctima de su imprudencia y de aquellos feroces magistrados, ante los cuales la harán comparecer como reo; ¡a ella, más pura que la luz! Todos moriremos, pero moriremos matando; ¡opóngansenos las huestes dominadoras de la tierra!, ¡venga el mismo Napoleón en persona! Yo sabré arrancarle mi querida, aun cuando la escondiese dentro de su corazón.
Un sordo murmullo, semejante al de las olas cuando empiezan a sentir los soplos de la tempestad, se levantó de entre los bandoleros; pero equivocándose Espatolino sobre el origen de aquella agitación, creyó que sus súbditos participaban de sus sentimientos.
-Marchemos, amigos míos -les dijo-. Ella salió hace algunas horas, pero tengo esperanzas de que podremos alcanzarla: es imposible que pueda sostener una marcha continua y precipitada; antes que nuestros caballos se rindan a la violencia del galope, no faltarán otros con que reemplazarlos en el camino.
El murmullo se iba acrecentando rápidamente; pero Espatolino se hallaba demasiado preocupado para poder comprenderle.
-Este traje no nos conviene para poder viajar con la luz del día -les dijo-; dejad las escopetas: no nos faltarán en ninguna parte; vestíos todos de labradores, llevando ocultamente cada uno un par de pistolas y un buen cuchillo de monte. ¡Enseguida a caballo, todos! Tú, Braccio di ferro, dirígete a Tívoli con seis de los nuestros; búscala en todas las hosterías, y si la encuentras, condúcela al momento a Porto d’Anzio. Otros diez o doce que salgan, sin ir juntos, para Gensano: allí me encontrarán en la casa que conocéis; y desde allí, si no la encontramos, marcharemos a Frascati, a Albano... a todos los pueblos de las inmediaciones de Roma, y a Roma misma si nuestras pesquisas son infructuosas. ¡Ea, camaradas!, andar ligeros; ¡desdichado de aquél que sea tardo en obedecerme!
Dijo, y veloz como un relámpago, desapareció entre los remolinos de polvo que levantaba su brioso corcel, cuyos resoplidos se oían distintamente a pesar del ruido de su carrera.
Entonces comenzó entre los bandidos un bullicioso debate.
-¡Esto es demasiado, camaradas! -dijo el incorregible Baleno-; el capitán está loco de remate, y más locos que él seremos nosotros si nos prestamos a tan inauditas extravagancias.
-¡He aquí en lo que han venido a parar las grandes empresas con que nos lisonjeaba hace poco! -exclamó Roberto-. ¡En enviarnos a correr tras una mujer, que se le ha escapado, según parece, para darle una prueba de lo mucho que te ama!
-¡Qué malvadas y qué pérfidas son todas las hijas de Eva! -añadió con plañidero acento Irta chioma-. ¿Quién había de creer tanta ingratitud en aquella criatura que parecía un cordero? ¡Huir de un hombre que la idolatra!
-¡Maldita sea tal idolatría! -dijo otro-, por ella hemos de exponernos a un riesgo inminente y sin utilidad de ningún género.
-No seré yo por cierto; que se me sequen las piernas si doy un paso en busca de esa bruja maldita.
-¡Bien dicho, camarada! Váyase al infierno la fugitiva y buen viaje. ¡Atreverse aquel bribón a decirnos que moriríamos todos, si era preciso, por salvarla o vengarla! ¡Que muera él con su locura endemoniada, y que dé gracias de que no le volviese a entrar en el cuerpo, con una bala, la indigna proposición que ha tenido la insolencia de dirigirnos; pues no faltaba más sino que hombres como nosotros nos convirtiésemos en perros para seguir la pista a una liebre! ¡Voto a bríos!, ¡que no sé cómo he podido escucharle!
-Te desbocas mucho, Bracio di ferro; pon más cuidado en lo que dices.
-Ve a dar consejos a quien te los pida, Occhio linceo; yo digo y hago cuanto me viene al magín, y por vida de Júpiter que estoy cansado de obedecer, y de hoy más, ni por el mismo San Paolo doblaré la rodilla.
-¡Compañeros!, para pasar la vida acatando caprichos de un cualquiera, más valía acatar los del rey.
-Por supuesto, ¿para qué seguir esta vida por más tiempo? Ricos estamos todos, camaradas, y menos malo me parece hacernos hombres de bien que continuar siendo bandidos con tan poco provecho y tantas humillaciones.
-Nadie está más cansado que yo de mi oficio; pero ahora no es tiempo de hablar de eso, sino de obedecer al que todavía es nuestro jefe.
-Obedécelo tú en buen hora, corazón de gallina; yo me emancipo, y hoy mismo marcho a reunirme con Lappo en la montaña.
-Pues bien yo iré contigo a donde nos espera el capitán, Occhio linceo.
-Y yo también; antes de desobedecerle debemos despojarle del mando; mientras esto no se haga, es nuestro jefe y no tenemos facultad de negarnos al cumplimiento de sus órdenes.
-¡Sí tenemos, voto al diablo!, y sólo tú, Irta chioma, tú que siempre has sido un mentecato, pudieras respetar la autoridad de un loco.
-¡Repite lo que has dicho, corpo di Dio!, te probaré si soy o no mentecato.
-¡Ea, camaradas!, ¡orden!, no se trata de echar baladronadas, sino de tomar una resolución.
-Il Fulmine ha dicho la verdad. Pido que se recojan votos.
-El mío es que marchemos todos a reunirnos con Lappo, y que abandonemos a su suerte al insensato Espatolino.
-Soy de la misma opinión.
-¿Y tú, Baleno?
-¿A qué viene preguntarlo? Haré lo que hagan los valientes, y por el ánima de mi madre que lo que más deseo es dejaros a todos, y pasar mi vida tranquilamente con mi Calabresa; a bien que no nos faltaría qué comer.
-¡Toma!, si bastase con desearlo, yo te juro, a fe de Roberto, que hoy mismo tomaba las de Villadiego y me iba muy contento a gastar mis escudos con mi pobre mujer, a quien no veo hace diez años, y con mis chiquituelos, que serán ya tan altos como yo.
-¿Y quién te lo impide?
-¿Quién?... ¡Por vida de...!, ¿creéis que la justicia me dejaría tranquilo?
-Compra tu indulto.
-Costaría mucho.
-¡Quía!, un medio conozco yo por el cual todos seríamos indultados, sin gastar un paolo.
-¿Cuál es? Dilo.
-En vez de dar dinero, le recibiríamos.
-¡Cómo!, explícate, Giacomo; tú hablas poco pero bien. Siempre que abres la boca es para decir cosas extraordinarias.
-Gracias por la lisonja, teniente; pero lo que digo ahora es muy sencillo. Para alcanzar el perdón y recibir además una gratificación, ¡hay más que servir al Gobierno!
-¿Servir al Gobierno?... ¿Nosotros?... No te entiendo a fe mía.
-Eres un poco torpe, Baleno. El Gobierno desea mucho ver bailar en el aire a cierta persona.
-A todos nosotros, ¡vive Dios!, si no sabes más que eso, adelantado estás, Giacomo.
-A todos, bien lo creo; pero solamente uno tiene apreciada su cabeza, y pardiez que no puede quejarse de que la estimen poco: aun repartiendo entre nosotros el dinero ofrecido, todavía era buen bocado el de cada uno.
-Yo no sé que se haya puesto precio a otra cabeza que a la de Espatolino.
-Cabalmente; y el Gobierno ofrece además completísimo indulto a aquéllos de su cuadrilla que le entreguen.
-Ésa sería una infamia, Giacomo.
-Una infamia muy útil a todos los que desean gozar sin zozobra las riquezas adquiridas, teniente Roberto.
-Es verdad.
-Y nada más fácil por otra parte.
-Calla, Giacomo, que me da vergüenza oírte.
-Eres muy delicado, Irta chioma.
-En fin, camaradas; continuad manifestando vuestra opinión. Dos han votado ya a favor de la propuesta de Braccio di ferro, que opina debemos ir a reunirnos con Lappo.
-Yo soy del mismo dictamen.
-Ya son cuatro por ese partido.
-Y cinco conmigo.
-Yo digo que sólo nos toca obedecer al que es nuestro jefe todavía.
-Occhio linceo está por la obediencia: es un voto. Dos con el mío.
-Tres, porque pienso lo mismo.
-Son tres con Irta chioma.
-Cuatro con el mío.
-Pues yo digo que sólo nos conviene dejar esta vida indultándonos.
-¿De qué modo?
-Del modo que ha indicado Giacomo.
-¡Traidor! ¿Quieres entregar a tu jefe?
-Calla, Occhio linceo; no reconozco por jefe a un loco.
-Opino lo mismo.
-¡Sois unos infames!
-¡Eres un cobarde!
-Señores, al orden, o voto a Júpiter que empiezo a romper cabezas.
-Di tu opinión, teniente, y déjate de amenazas.
-Digo que al veros tan revoltosos e insolentes, conozco que sólo Espatolino puede mandaros.
-Lo que es a mí no tendrá ese gusto. Adiós, amigos, discutid cuanto queráis; yo salgo ahora para la Somma.
-Buen viaje, Braccio di ferro.
-Aguarda, yo te acompaño.
-Y yo también.
-Y yo.
-Ea, ya somos cuatro.
-Cinco conmigo.
-Pues bien, a caballo.
-A caballo; abur los que se quedan.
-Aguardad; lo mando yo.
-Por hoy, teniente, no estamos de humor de obedecer.
-¡Pícaros, traidores!...
-No grites, Roberto il Fulmine, que no te oyen ya.
-¡Quedamos quince solamente!
-¡Y bien!, ¿qué hacemos?
-He dicho ya: ir en busca...
-¡De la capitana, bien dicho, Giacomo!
-De la capitana no, del capitán.
-Pero...
-Yo quiero el indulto.
-Yo también, a cualquier precio.
-Y yo, voto al diablo, y caiga quien caiga.
-Pensad como queráis; pero vivo yo no tendréis el placer de vender la vida de vuestro capitán. Corro a buscarle, y le diré vuestra caritativa y leal intención.
-Voy contigo, Occhio linceo.
-Esperad, yo también iré.
-¡Bravo, teniente!, ¡eres un héroe!
-¡Todos lo somos! Yo voy también.
-¡Viva il Baleno!, ¿qué decís los demás?
-Yo... lo que diga Giacomo.
-¡Giacomo!, acaba de resolver.
-Proponer una cosa no es imponerla por ley; si todos os decidís por la obediencia, os seguiré.
-¡Así!, eso se llama volver por su honor. Dejemos a aquellos locos correr en busca de Lappo. ¡Buena les espera! Lappo es el amigo más fiel de Espatolino, y cuando sepa la mala partida que le han jugado, los pondrá por racimos del árbol más alto que por allí se encuentre. Treinta y siete hombres están en la Somma, y todos a cual más leales.
-¿Conque obedecemos?
-Sí, está dicho; pero soy de parecer que nos expliquemos con el capitán y le hagamos conocer nuestro descontento.
-Eso es muy justo, Baleno.
-¿Quién le hablará?
-El teniente.
-No, sino Baleno, que tiene la lengua más suelta.
-¡Convenido! Ea, pues, a efectuar las órdenes recibidas. De hoy en adelante, o no obedeceremos, o no se nos mandarán cosas indignas.
-Bien dicho; hoy tiene Baleno un talento admirable.
-¡A caballo, señores, a caballo!
-Todos a Genzano, pues Braccio di ferro, que debía ir a Tívoli, ha tomado otro rumbo.
-A Genzano, está entendido, casa del Silenzioso, vestidos de labradores.
-Sin escopetas.
-Con un par de pistolas.
-Y el cuchillo.
-Abur, pues, hasta Gensano.
-Hasta Genzano, camaradas.

Continurá…
Notas de la Autora:
(1) Relámpago.
(2) Brazo de hierro.
(3) Pies de ciervo.
(4) Il Fulmine: el rayo.
(5) Ojo de lince.
(6) Pelo erizado.

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