Dos de los más de mil retratos posibles que se hacían de Espatolino por aldeas y caminos de toda Italia. |
Pacto, delación y engaño
-IV-
Arturo de Dainville, enteramente
abrumado del pesar de haber perdido a su amada, y ocupado en imaginar medios de
encontrarla, no había vuelto a pensar en Pietro, que abandonado al vengativo y
pérfido Rotoli, activo y fecundo en recursos para perderle, supo agravar su
causa con los malos antecedentes que prestó a la reciente culpa del reo.
La confesión que éste hizo delante de los jueces, tan
completa como la que antes pronunció en presencia del coronel, hacía
innecesarias mayores pruebas que las que arrojaba naturalmente el proceso, y
resultando plenamente convicto y confeso del crimen de complicidad con el
terrible bandido, se halló en uno de los casos comprendidos en un bando
publicado pocas semanas antes, y por el cual se imponía pena de muerte a cualquiera
persona que mantuviese comunicación o diese asilo a los individuos que
componían aquella feroz cuadrilla, que era, hacía veinte años, el espanto de
Italia.
Al mismo tiempo se ofrecía una suma
considerable a quien entregase a Espatolino o diese aviso cierto de su
paradero, asegurando un completo indulto si el que prestaba este servicio a la
humanidad era alguno de los cómplices de aquel sanguinario jefe.
Los medios prodigiosos porque había
sabido libertarse repetidas veces de riesgos inminentes, burlando las más
eficaces medidas del Gobierno, interesado en salvar de aquel azote a las
provincias regidas por él, habían contribuido a irritar más los ánimos,
haciendo que el Gobierno considerase como punto de honor el acabar pronto con
aquella horda asoladora, cuya audacia se hacía mayor con la impunidad.
El terror que infundía en los
propietarios de los pueblos pequeños el nombre de Espatolino era tan poderoso,
que muchos de los más ricos habían aceptado la imposición de considerables
contribuciones que le pagaban exactamente, dándose por dichosos con verse por
este medio a salvo de mayores males; pero el bandido, cumpliendo con
religiosidad sus convenios, respetaba las posesiones de todos aquéllos que
voluntariamente le rendían tributo.
Algunos señores napolitanos que
poseían fincas rurales eran acusados también por la voz pública de prestar
protección al bandido, por el interés de verse libres de sus atrevidas
agresiones. Decíase, en fin, generalmente, que la cuadrilla homicida contaba
con importantes auxiliares dentro de las principales ciudades, y que ejercía
una especie de soberanía en las poblaciones secundarias; donde solía detenerse
semanas enteras sin hallar una voz que le denunciase, ni un vecino que le
negase albergue en caso de necesidad. Se aseguraba, bien que no hubiera podido
probarse hasta entonces, que el mismo Espatolino tenía arrendadas por segunda
mano casas de buenas apariencias en varias ciudades, que ocupaban personas de
su devoción, a las que pagaba generosamente, y que en ellas se hospedaba cuando
lo tenía a bien, a veces sigilosamente, a veces sin ningún misterio, pasando
tan pronto por un mercader extranjero como por un príncipe italiano.
Para que tales rasgos de
incomparable osadía no fuesen rechazados por increíbles, los que divulgaban
aquellas voces se manifestaban persuadidos de que no hacía falta a Espatolino
quien le proporcionase fingidos pasaportes y otros medios de engaño, y que en
cada ciudad, villa y aldea existía alguna fonda en la que era recibido siempre
con afectada o verdadera alegría, y agentes que pagaba para que velasen por su
seguridad; la que era tanto más posible, cuanto que, según la notable variedad
de los retratos que se hacían de él, era muy difícil poder saber con exactitud
las señas de su persona. Los mismos que habían sido sus víctimas estaban
discordes al pintarle. Un gran señor, a quien habían asaltado en el camino de
Lagonero a Chiaramonte, y al que robaron todo su equipaje después de matarle
dos criados que intentaron resistir, aseguraba haber visto cara a cara al
famoso bandolero, y que conservaba distintamente en la memoria su cuerpo
pequeño, pero robusto; su cabeza erizada de pelos rojos ásperos; sus ojos
sangrientos; su nariz roma, y su tez encendida como el fuego.
Un fabricante de Torre della Nunziata,
cuya casa fue escalada en mitad de la noche con imponderable temeridad, negaba
que el robo que le habían hecho hubiese sido ejecutado, como creían sus
paisanos, por ladrones de la población, y decía haber oído a uno de los
agresores pronunciar el nombre de Espatolino, en el momento que, cayéndose la
máscara que llevaba puesta aquel jefe de facinerosos, dejó ver su descarnado y
amarillo rostro lleno de cicatrices, y afeado aún más por una grandísima nariz
curva y unos ojos bizcos de siniestro mirar. El horrible personaje, según la
aseveración del fabricante, era de colosal estatura, flaco y nervioso, con unas
manos descomunales y una voz que se parecía a los bramidos del Vesubio al
tiempo de su erupción. Por último, un aceitero de Massa, que fue despojado
ingeniosamente del producto de su cosecha, desmentía a los anteriores, y juraba
por su alma que Espatolino era un hombre negro como un etíope, de nariz recta y
ancha, boca de abismo, ojos pequeños y torvos, pelo negro y crespo, largo de
piernas, corto de talle, y más bien grueso que delgado.
Entre tantas contradicciones nadie
podía averiguar las verdaderas facciones del bandido, pues los que
efectivamente le conocían eran los únicos que no hacían alarde de aquella
ventaja.
Aunque el Gobierno no desestimase
los rumores públicos, le había sido imposible hasta entonces convencerse de su
verdad ni lograr indicios tan vehementes que le autorizasen a proceder contra
ninguna de las personas que parecían sospechosas. Limitose, pues, a redoblar
las diligencias que podían proporcionarle datos más positivos respecto a los
reos de aquella misteriosa y extensa complicidad, despertando la codicia y
excitando el terror por medio del bando de que hemos hecho referencia antes, y
el cual era una circunstancia fatal para el hijo de Giuseppe. Los jueces, que
anhelaban la ocasión de imponer un ejemplar castigo que sirviese de escarmiento
a los agentes secretos de Espatolino, no podían despreciar la que entonces se
les presentaba, y el infeliz joven, víctima de la conveniencia pública, fue
juzgado con un rigor que hace gemir la humanidad. La sentencia se pronunció, y
aquella sentencia fue la de muerte.
El día en que tan tremendo fallo se
notificó al reo, estaba solo y triste en su casa el coronel Arturo de
Dainville. Nada sabía del preso; nada había hecho en su favor ni en su daño; y
Rotoli, que conocía su carácter generoso, aunque irascible, se guardó bien de
noticiarle la suerte del infeliz Pietro, por temor de que interesándose por él
pudiese robarle la completa satisfacción de su implacable venganza.
Arturo, pues, ignorante del
resultado del juicio, y sintiendo más que nunca la fuerza de su amorosa
inclinación, acaso por lo mismo que consideraba más difícil la oportunidad de
satisfacerla, vivía abismado en sus recuerdos. Eran las seis de la tarde del
día en que había entrado el reo en capilla, y mientras Rotoli, seguro de su
triunfo, rondaba por las inmediaciones de la sombría morada, como el ave
carnívora que acecha el cadáver en que espera cebarse, Arturo, que le había
esperado vanamente toda la tarde, se había echado con abatimiento en un sofá,
abandonándose a sus melancólicas ideas.
«¿Qué sería de Anunziata? ¿En poder
de qué desalmado gemiría cautiva la tierna doncella por cuya posesión hubiera
dado diez años de su vida? ¡Ay!, acaso aquella esquiva hermosura que había
resistido a las seducciones de su ardiente amor, sería en aquel instante
juguete mísero de los brutales antojos de un infame raptor».
Así discurría, Arturo, y así hubiera
continuado discurriendo, si no le hubiese sacado de su amarga cavilación uno de
sus asistentes que entró a decirle que una joven que parecía poseída de la más
profunda aflicción pedía ansiosamente se dignase el coronel escucharla un
instante.
Arturo tembló: una mujer que llegaba
a él en el momento en que pensaba más tiernamente en la que amaba, no podía
encontrarle frío ni severo.
Era joven, era francés, la
galantería no le abandonaba ni aun en los momentos más solemnes de su vida, y
además una esperanza vaga, insensata, pero lisonjera, atravesó rápidamente por
su imaginación. «¿Si Anunziata, escapando de su cautiverio, vendría a pedirle
protección?».
La puerta dio paso un minuto después
a una muchacha de 24 años, desgreñada y casi andrajosa, que se arrojó a sus
pies levantando hacia él su rostro macilento y ajado, en que se veían impresas
la desventura y la miseria.
El coronel suspiró al ver
desvanecida su fugitiva ilusión, pero conmovido al aspecto de la infeliz
criatura, que abrazaba sus rodillas con un ardor convulsivo, la levantó
cariñosamente y la mandó sentar.
-No, ilustre caballero -dijo ella-,
no merece esta desventurada ocupar una silla en vuestra casa; pero tened piedad
de mí, de mi anciano padre que va a morir de dolor y vergüenza.
-Mi padre se llama Giuseppe
Biollecare -contestó ella con desmayada voz-, y yo soy su hija María, hermana
de Pietro a quien conoce vuestra excelencia, y que fue preso, según se dice,
por su orden.
-María -repuso Arturo-, tu hermano
es reo de un delito en el cual nada tengo que ver; pero, ¿qué es lo que pides?
¿Qué quieres de mí?
-¡Ay, señor! -exclamó la joven volviendo a
arrodillarse-, ¡salvadle! ¡Salvadle por amor de Dios! Os ha engañado el
perverso Rotoli si os ha dicho que Pietro es un mal hombre. Sabed, señor
excelentísimo, que teníamos un pariente que poseía algunos bienes, y aunque era
tan avaro que nada nos daba para aliviar nuestra triste situación, nos había
ofrecido que nombraría a Pietro su heredero para después de sus días. El
pérfido Angelo logró perder al pobre mozo, calumniándole con aquel viejo de
quien todo lo esperaba, y para lograr más fácilmente su perverso designio,
fingió compadecerse de nosotros, y se llevó a su casa a mi crédulo hermano. Con
este rasgo de caridad deslumbró a nuestro pariente y logró mayor crédito,
cuando, realizando algún tiempo después su infernal pensamiento, le acusó de
ladrón y de otros vicios detestables. Su maldad llegó hasta el extremo de
haberle supuesto la intención diabólica de envenenar al viejo avaro a quien
esperaba heredar, y aunque todas sus acusaciones carecían de fundamento y
apoyo, consiguió perder a su víctima en el concepto de aquél. Por tales medios
obtuvo la herencia que estaba destinada a Pietro, y echándola luego de
generoso, volvió a llamarle a su casa, teniendo el talento de persuadirle que
no había contribuido a su desgracia, y que deseaba proporcionarle una
colocación ventajosa. Seducido por estas promesas, y tan sencillo que dio valor
a su astuta justificación, Pietro, olvidando lo pasado, se dedicó ciegamente al
monstruo con la fidelidad de un perro.
Pero ¿sabéis qué interés tenía
Rotoli en recobrar su amistad? Pues no era otro que el de servirse de él en sus
comunicaciones con los bandidos, porque conocía la reserva excesiva de mi
hermano, y confiaba mucho en la influencia que ejercía en su espíritu. En
efecto, señor, él fue causa de que viese a Espatolino y se deslumbrase con sus
fatales promesas; él quien le abrió una senda de perdición; quien supo
mantenerle en aquellas malas ideas... hasta que nuevamente ofendido y sintiendo
despertar en su pecho su antigua probidad, se resolvió a abandonar aquella casa
peligrosa y a confiaros reservadamente las relaciones secretas con que estaban
ligados el agente de policía y el bandido. ¡Dichoso él si después de tan
honrada determinación hubiese olvidado la existencia del funesto personaje que
le había hecho conocer Rotoli! ¡Pero la miseria!... ¡el hambre!... ¡el demonio
de la tentación!... Señor excelentísimo, un momento bastó para que Pietro,
acosado por la desgracia y recordando las proposiciones del bandido, sucumbiese
miserablemente y se hiciese reo de aquel mismo crimen que dos días antes había
denunciado en otro. Pero, señor, sus manos no han derramado la sangre del
prójimo; ningún robo ha cometido todavía; la intención solamente es su delito,
¿y habrá de ser juzgado sin misericordia?
-No lo será, María, no lo será -dijo
enternecido Dainville-, su castigo no pasará de una corrección, y yo cuidaré de
proporcionar a tu padre los medios de ganar con qué vivir honradamente en lo
sucesivo.
-¡Una corrección! -exclamó la
doncella-, ¿pues qué, señor excelentísimo, estáis seguro de que se revocará la
terrible sentencia?
-Señor, el reo está en capilla.
-Es cosa horrible ciertamente
-añadió el coronel paseándose agitado-, yo no debí olvidar aquel desdichado.
Rotoli no perdona nunca, tiene un alma de tigre.
-Pero vuestra excelencia le salvará,
¿no es cierto, señor coronel? Vuestra excelencia tiene un buen corazón, pues
bien veo que se ha conmovido al oírme.
-María -dijo Arturo deteniéndose de
pronto-, ¿estás bien segura de que aquella cruel sentencia ha sido ya
notificada al reo?
-Sí, señor; y aunque le dieron
esperanzas de salvación si declaraba cuál era el paraje en que había ofrecido
Espatolino esperarle, se ha negado a decirlo, ni nada absolutamente que pudiera
perjudicar a otro. Sólo acusó a Rotoli quejándose de sus muchas perfidias; pero
no ha podido presentar pruebas, y el agente ha logrado entero crédito al
asegurar que mi pobre hermano le calumniaba por el bárbaro deseo de perderle,
castigándole por la preferencia que hizo de él en su testamento nuestro
mencionado pariente. Otras muchas cosas ha dicho para probar su inocencia y
recriminar a Pietro, el cual bien pudiera haber llamado a vuestra excelencia
por testigo respecto a una carta de Angelo a Espatolino, que el astuto agente
logró arrancarle no sé por qué medios; ¡pero como se dice que vuestra
excelencia protege a Anunziata!... ¡Como mi pobre hermano cree que es vuestra
excelencia su mayor enemigo y el más empeñado en su pérdida!... Yo no lo pienso
así, no señor, he conocido ya que sois muy bueno, y todo lo espero de vos.
-¡Malvado Rotoli! -dijo Arturo
después de un instante de reflexión-, en efecto, pudiera hacerle mucho daño con
mis declaraciones; pero ¿se salvaría Pietro?... ¡No!, su enemigo sería
partícipe de su suerte, pero aquélla no cambiaría.
-¿Cómo podría cumplirlo? -respondió
el coronel-. Los jueces que tan dura sentencia han pronunciado, ¿consentirían
en revocarla?
-Dicen que se publicó un bando que
condenaba a muerte a todos los que tuviesen relaciones con los bandidos; ¡pero
son tantos, señor excelentísimo, son tantos los reos!... ¿Por qué ha de ser
Pietro el único castigado?
-¡Que no es injusta! -gritó María
torciéndose los brazos-. Así, pues, ¡no hay remedio!, ¡no hay misericordia!,
¡morirá en la horca! ¡Padre mío!, ¡padre desdichado!, ¿por qué no eres ya pasto
de los gusanos? ¿Te ha conservado Dios la vida para que la vieses deshonrada?
¡La horca! ¡Oh, Dios mío!, ¡la horca!
Arturo, penetrado de lástima, se
paseaba agitado, buscando en su imaginación recursos para salvar al reo; pero
ninguno hallaba. María acababa de recordarle el funesto bando y comprendía la
conveniencia de un castigo severo en un crimen que iba haciéndose tan extenso,
y que había estado por tanto tiempo impune.
-Vuelve al lado de tu anciano padre
-contestó Arturo conduciéndola por la mano hasta la puerta del aposento-, y
procura alentarle en tan tremendo golpe. Nada puedo prometerte respecto a tu
hermano; pero yo le reemplazaré, y tu padre pasará cómodamente los últimos días
de su vida.
Apartose de ella conmovido, y María
nada le contestó. Su dolor había tomado un aspecto sombrío: gemidos sordos
salían de su pecho, y sus ojos hundidos tenían la expresión de la demencia.
Estuvo un instante inmóvil en el sitio en que la dejara Arturo, y después salió
de la casa con pasos rápidos y desiguales, articulando con acento ronco y
lúgubre:
Dainville se sentía enteramente
trastornado: la triste escena que acababa de pasar a su vista le afectaba
dolorosamente. Por espacio de una hora se paseó por su habitación con aire
pensativo y agitado; luego abrió una ventana, respiró con avidez el ambiente de
la noche, y sintió el deseo de salir a la vecina plaza para pasearse al aire
libre: su cabeza ardía y su pecho estaba oprimido.
Vistiose apresuradamente, tomó su
sombrero y salió del aposento; pero en el instante en que atravesaba una larga
sala que conducía al recibimiento oyó la voz de su asistente que porfiaba
negando la entrada a alguno que se empeñaba en verle.
-Decid quién sois o marchaos
-repetía por tercera vez el criado-. El amo no recibe gentes desconocidas.
-¡Y qué! -respondió una voz trémula
y algo cascada-, ¿arrojaréis con tanta dureza a un infeliz anciano que no pide
sino ser escuchado un breve instante? Vuestro amo será más compasivo, andad y
decidle que este viejo afligido le pide permiso para hablarle.
El anciano vaciló un momento y dijo por último con
acento doloroso:
Aunque estaba la sala poco
alumbrada, es indecible el efecto que produjo en el coronel la vista de aquel
anciano. Su majestuosa talla estaba encorvada por los años; su cabeza, cubierta
por una cabellera de plata, contrastaba con sus ojos, negros como el azabache y
animados con toda la sublime elocuencia del padre que va a abogar por la vida
de su hijo. Su tez era tan blanca como la luenga barba que adornaba la parte
inferior de su rostro aguileño, pero veíase surcada por profundas arrugas y una
aureola morada se distinguía perfectamente alrededor de sus ojos. Eran
vacilantes sus pasos, y sus manos trémulas se crispaban apretando el báculo que
le servía de apoyo.
Presentole su brazo Dainville para
que se apoyara y le condujo al aposento en que dos horas antes había
presenciado la amarga aflicción de su hija. Hízole sentar y puesto a su lado
tomó la palabra diciéndole:
-Sé a lo que venís, señor Giuseppe,
y deseo con el mayor ardor serviros, aunque creo imposible lo que deseáis. No
me dirijáis súplicas que me partirían el corazón y que serían sin embargo pérdidas;
pero disponed de mí como de un hijo y llorad en mi seno vuestra desgracia: mis
lágrimas se unirán a las que derraméis.
-No vengo a pediros lo que habéis ya rehusado a mi
hija -dijo el anciano con tristeza, pero sin debilidad-, no vengo a conmover
vuestro pecho con el espectáculo de mi desventura, sino a haceros una
proposición admisible y ventajosa.
Se ha publicado un bando declarando
reo de pena capital a quien dé asilo al feroz Espatolino, le ocultó, le trate;
pero se han ofrecido recompensas a los que le entreguen o faciliten los medios
de capturarle.
-También se expresó en dicho bando
-añadió el anciano-, que si otro ladrón, aunque fuese de los mismos de su
cuadrilla, le entregaba o daba aviso cierto de paradero, de manera que pudiese
verificarse su captura, sería indultado completamente.
-Así es buen anciano; pero ¿qué
esperanzas fundáis en aquellas promesas? ¿Ignoráis que Pietro ha rehusado toda
revelación que pudiera perjudicar al bandido?
-Lo sé, señor Arturo, pero si mi
hija calla, yo puedo hablar. Sabed que aunque inocente de la locura de Pietro,
el cielo que vela por los infelices y envía milagrosos auxilios a los que le
imploran con ardiente fe, me ha proporcionado un descubrimiento importante que
puede salvar a mi hijo.
Arturo aproximó su silla a la de
Giuseppe: la más profunda atención y la curiosidad más viva se veían pintadas
en su semblante.
Sé dónde se encuentra en este
momento el terrible bandolero -dijo el anciano-, si pronuncio una palabra, dentro
de diez minutos estará en el lugar que ahora ocupa mi hijo. Informad de ello al
Gobierno, decidle que me conceda la absolución de Pietro y que sabrán por mí el
paraje en que se encuentra ahora mismo el azote de Italia.
-Digo que está tan cerca, señor
Dainville, que diez minutos después que yo haya revelado el lugar en que se
encuentra, podréis decir con verdad: «Lo he visto».
-Yo os felicito con todo mi corazón.
Vuestro hijo será salvado, pues no me cabe duda en que su indulto os será
concedido en premio de tan importante servicio. Voy a comunicar al Gobierno
vuestra declaración.
-Antes de que me hagáis esa merced
-repuso Giuseppe-, escuchad las condiciones que exijo. No me fío de nadie,
señor Arturo: los que como yo han vivido setenta y cuatro años en este mísero
mundo, no tienen fe sino en Dios. No me basta tampoco ver yo mismo su indulto
firmado por el rey: es preciso que Pietro sea puesto en libertad, y nada
revelaré hasta que no hayan pasado dos horas cabales de su salida de la cárcel;
porque si aún estuviese al alcance de la justicia, bien pudiera suceder que le
echasen el guante, y que pereciese Espatolino sin salvarse Pietro. El Gobierno
francés no perdería nunca a un italiano: somos hijos de país conquistado, señor
Arturo.
-La desconfianza que expresáis -dijo
el coronel-, sólo puede hallar disculpa en la amargura de vuestra situación:
sois padre, señor Giuseppe, y teméis por la vida de vuestro hijo. Esto
únicamente hace perdonable la injusticia de una sospecha tan ofensiva al
Gobierno francés. ¿Pero no habéis pensado, pobre anciano, que es imposible que
sin otra garantía que vuestra palabra se ponga en libertad al reo?
-Mi hija María y yo seremos
encerrados en un calabozo, y si pasadas dos horas de la libertad de Pietro no
sabéis por mí de un modo terminante y positivo dónde está el capitán de los
bandidos... Más digo, si no lo habéis visto ya con vuestros ojos, y tocado
con vuestra mano, mi cabeza y la de mi hija responden por la de Pietro. No
creo que el Gobierno conceptúe escasa semejante garantía, pues aunque me haga
la justicia de creer que daría mi vida por la del reo, no podrá sospechar que
salvase un hijo culpable sacrificando una hija inocente. En cuanto a mí, sé que
cumpliendo el empeño contraído nada tengo que temer; pero perdonad la
suspicacia de un viejo; no tengo igual confianza respecto a Pietro, porque sé
que es culpable y que el Gobierno francés no perdona nunca.
-Pero no es pérfido ni traidor,
señor Biollecare -dijo con calor Arturo-. Si firmara el indulto del reo,
¿suponéis que fuese capaz de revocarlo vilmente después de aprovecharse de
vuestras revelaciones?
-Todo lo creo posible en este triste
mundo, señor Dainville; ¡he visto tantas iniquidades! Yo desconfiaría de la
misma madre que me llevó en sus entrañas.
-Por ultrajante que sea vuestra
sospecha, os prometo que hablaré con el mayor empeño para que se acepten
vuestras extrañas condiciones. Id con Dios, señor Giuseppe, y esperad las
órdenes del Gobierno.
-Os advierto, señor Arturo, que si he de responder de
Espatolino; si se desea prenderle, es forzosa la actividad; sé positivamente
dónde estará dentro de cuatro horas y aun dentro de seis; pero si se pasa la
noche, todo será inútil, pues no puedo asegurar dónde estará mañana.
-Os he dicho, noble caballero, que
podréis verle con vuestros ojos como me estáis mirando. Si se escapa no será
culpa mía, pues todo lo que puede exigírseme es que lo presente; que diga:
«¡Aquél es!».
-Si acepta mis condiciones, decidle,
señor coronel, que envíe los gendarmes al instante para que me conduzcan con mi
hija al calabozo que se me señale, y que dos horas después de que me hayan
entregado algunas líneas de la mano de Pietro en que me diga: «Salgo ya libre»,
me vayan a buscar y me presenten a quien quieran. Diré dónde se halla
Espatolino; pero no existen tormentos o suplicios que antes de pasadas las
dichas horas logren arrancarme una sola palabra.
-Aguardad, señor coronel; para que
vuestras diligencias en favor de mi hijo sean más eficaces, y para que
alcancéis la recompensa de ellas, debo deciros dos palabras más.
-¿Cuáles son?
-Sé que amáis a la sobrina de Angelo
Rotoli y que un infame os la ha arrebatado, en el momento en que su tío os
aseguraba más sinceramente de su cariño.
-Eso no os importa, pero sí el saber
que conozco al robador de Anunziata, y que declararé dónde la guardaba anoche.
-Dios, señor excelentísimo, Dios y
no el diablo es quien acude al socorro de un padre desventurado, que con
lágrimas de sangre le implora en el día de la tribulación. ¡Bendita sea su
misericordia!
Y cruzados los brazos sobre el pecho
y los ojos levantados al cielo, el rostro de aquel viejo presentó en aquel
instante una expresión sublime. Un rayo de luz que hería su nevada cabeza
resbalaba sobre su frente ancha y majestuosa, y podría creerse que era como
reflejo brillante del pensamiento de religiosa fe que embargaba entonces todas
sus potencias.
-Padre mío -le dijo, apretando su
mano-, sois sin duda un justo, pues hay en vuestro rostro un sello divino que
no he visto jamás en ningún mortal. Sí, Dios os ha revelado todos los secretos
que deben salvar a un pecador arrepentido y a una mujer inocente que se halla
en las garras del vicio. Dios os ha escogido también para libertar a vuestra
patria del monstruo que la ensangrienta con sus crímenes. Id tranquilo, y
permitid que imprima mis labios en vuestra digna mano.
Giuseppe alargó su diestra, y respondió conmovido:
-Que el cielo os haga más dichoso
que a mí, joven guerrero, y que cuando el hielo de la vejez cubra vuestra
cabeza, aún arda en vuestro corazón, como en el mío, el santo fuego de la fe.
Salió con paso trémulo, y Arturo
salió también un minuto después para comunicar al Gobierno cuanto le había
dicho el padre del reo.
Continuará…
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