[Advertencia: El siguiente capítulo puede herir la sensibilidad de jueces, políticos y funcionarios corruptos de nuestro siglo. Bajo ningún concepto se recomienda su lectura] (*)
¡La justicia!, ¡palabra risible!,
¡sarcasmo repugnante!
“¡He aquí su justicia!, ¡miserables hipócritas, que fingen castigar cuando
se vengan!, ¡miserables cobardes, que para robar y asesinar necesitan el escudo
de monstruosas convenciones que les aseguren la impunidad!”
Gertrudis Gómez de Avellaneda en:
Espatolino
Espatolino
-VI-
¿En dónde están los
risueños y caprichosos paisajes que desplegaba hace poco a nuestras miradas,
enriquecida con la pompa del estío, la fecunda tierra de Nápoles? ¿Qué se han
hecho las islas encantadas, que a la claridad de la luna parecían palacios
flotantes de las divinidades habitadoras de sus cristalinos golfos?
Henos aquí ausentes
del hechicero país que con tanto placer hemos habitado durante las primeras
escenas de nuestro drama; obligados por el imprescindible deber de exactos
historiadores a trasportar al complaciente lector a una tierra árida y triste,
en la que ni la naturaleza ni la mano del hombre han alcanzado a producir un
árbol a cuya sombra pueda guarecerse el viajero de los rayos perpendiculares de
un sol abrasador.
Esta campiña arenosa y
desierta es el trono en que tiene su asiento la antigua madre de los Césares:
la ciudad eterna, destinada por el cielo a llevar siempre en su frente
la corona del mundo, dominándole primero con la fuerza y después con la
religión; aquélla que ha sustituido el invencible lábaro con la sagrada tiara,
y que cuando perdió la espada que le abría las puertas del universo, recibió
las llaves de San Pedro.
Mas, ¡ay!, en la época
funesta en que la necesidad nos conduce a sus inmediaciones, ha alcanzado a la
suprema cátedra la suerte del Capitolio, y yace abatido el estandarte
pontificio como las águilas imperiales.
Pío VII gime en el
cautiverio lanzado lejos de la Santa Silla, y Roma vuelve a adornarse con
prestados atavíos guerreros. ¿Será que sacudiendo el letargo de tantos siglos
la fatigada patria de los Augustos, de los Titos y de los Constantinos, torne a
arrojar de su seno, fecundo en prodigios, aquellos hombres cuyas colosales
figuras no caben en las inmensas páginas de su historia?
No; el gigante del
Sena, levantando un nuevo trono con las ruinas del solio, de la tribuna y de la
cátedra, le ha grabado el sello de su naciente dinastía, y la dominadora del
mundo no alcanza otro consuelo en su abatimiento que el de ser esclava de un
dueño tan grande como los que ella misma impuso en otro tiempo a la tierra.
¡Oh Roma!, ¿fue tal
vez efecto de tu venganza la caída de aquellas águilas altaneras, que osaron
levantar su vuelo en las regiones en que desplegaron las tuyas sus poderosas
alas? ¿El indignado genio de tu gloria empañó el brillo de aquel astro fugaz
que aspiraba a eclipsar los inmortales resplandores de tu sol eterno?...
Nuestra pluma se
extravía al impulso de involuntarias reflexiones; acaso sintiéndonos pesarosos
de detener al lector en el ingrato sitio a que le hemos conducido, intentemos
llevar su pensamiento a cuadros menos áridos.
¡Si al menos nos fuese
permitido vagar un momento por las orillas del Anio, o hacerle admirar las
sulfurosas ondas de la Solfatara! ¡Si pudiésemos pasearle por las celebradas
grutas de Neptuno y de las Sirenas, o entretenerle con las cascadas de Tívoli y
enseñarle la casa de aquel Mecenas, que tanta falta hace a los poetas
españoles! Pero el tiempo es precioso, y nuestra narración nos detiene
forzosamente en la llanura estéril, a la que con tan poco placer nos hemos
trasportado.
Un medio nos queda,
sin embargo, de no lastimar los ojos de nuestros lectores con la vista de sus
encendidas arenas: vuélvanlos hacia aquel lado, donde entre breñas y matorrales
se descubre un camino estrecho, por el cual empero no marcharemos solos. Un
hombre montado en un fogoso caballo sigue la misma senda, y a pesar del calor
del mediodía, que aunque en el mes de octubre es bastante sensible en aquel
país, camina tan deprisa cuanto se lo permite la escabrosidad del terreno. Raro
es en verdad ver un individuo solo y en tal montura por una ruta tan peligrosa;
pues ningún viajero la emprende sin auxilio de un guía experto, y fiando el
peso de su cuerpo a la paciente condición de un asno.
El sujeto a quien
vamos a seguir debe ser asaz práctico en aquel país; su brioso alazán,
obediente a su voz como un perro, continúa con paso vigoroso e igual por el
áspero sendero; y el jinete, que se sostiene con gallardía, va tan descuidado
como si se pasease por la plaza de Navona. Su traje, sin apartarse notablemente
del que usan para montar los señores romanos, tiene un no sé qué de caprichoso
y fantástico; y aunque se note diferencia en un rostro que se ha visto de noche
y se examina después con la claridad del día, reconoceremos, si nos proponemos
observarle, que es el mismo que hemos visto tres meses antes a las orillas del
lago Averno. Mirad su tez algo tomada por el sol del mediodía; su pelo y su
barba de ébano; sus ojos rasgados y expresivos que a veces lanzan miradas
altivas y ardientes, a veces anuncian una tristeza desdeñosa y amarga. Con la
luz del sol podremos notar aquellas ligeras arrugas que surcan su frente
majestuosa, aunque algo sombría, y cierta contracción de sus labios, y unas cejas
compactas y horizontales que con frecuencia se unen, formando un pliegue muy
perceptible en el nacimiento de su nariz de águila. La luna suavizaba una
fisonomía que ahora presenta un carácter de fiereza que no carece sin embargo
de cierto género de melancolía.
Si tan infatigables
como él nos atrevemos a seguirle, le veremos atravesar la aldea de Neptuno sin
pensar en proporcionarse en ella el más breve reposo; y alejándose poco de la
ribera del mar, que se tiende allí como una franja de ópalos, continuar su
viaje, que según parece tendrá por término a Porto d’Anzio.
En aquella villa ha
entrado en efecto; ¿pero qué busca en tan mezquina población, en la que el
forastero no encuentra ni sociedad ni monumento? Pronto lo sabremos si
penetramos con él en aquella casa pintorescamente situada en una pequeña altura
a uno de los extremos del pueblo. La puerta se ha abierto desde el instante en
que se detuvo su caballo, y un mancebo de buena traza se ha presentado
inmediatamente a saludar al jinete y a llevar la montura a la caballeriza.
-Ninguna, capitán,
sino que Roberto ha venido a noticiaros que los viajeros consabidos deben
dormir esta noche en...
Diciendo estas
palabras penetró en la casa y se encaminó en derechura a un aposento alto, cuya
puerta empujó suavemente.
Era una habitación
pequeña, pero bonita, con dos grandes ventanas exteriores, en una de las cuales
estaba de pie apoyada lánguidamente en el respaldo de un sillón una mujer
pálida y triste, en la que apenas podrían reconocer los lectores a la preciosa
Anunziata. Su frescura juvenil estaba marchita; su talle mórbido y gracioso se
doblaba como una caña tronchada por el viento, y sus miradas pensativas se
fijaban con poco interés en la magnífica perspectiva que ofrecían a lo lejos
las románticas selvas hacia las cuales llamamos la atención de nuestros
lectores desde el primer capítulo de esta obra.
Un sol de otoño doraba
la cima de aquel paisaje sombrío con los reflejos de sus últimos rayos, que en
vano hubieran querido penetrar al través de los centenarios árboles que le
oponían constantemente sus espesos y entrelazados ramajes. Ningún pájaro
dirigía su vuelo hacia el bosque que parecía brindarle delicioso asilo;
pudiendo decirse que hasta las aves respetaban el silencio solemne de aquella
naturaleza agreste y melancólica, adormecida al sordo murmullo de las olas del
mar que se estrellaban en la distante playa.
-¡A quién! -repitió el
bandido, cerrando las manos con tan violenta crispatura que las uñas
ensangrentaron sus palmas-. ¡Anunziata! -añadió con acento trémulo y sombrío-,
una gota más en el vaso que está lleno basta para hacerle rebosar; ¡teme
desborde del mismo modo tanta amargura como tiene encerrada mi corazón!, teme
ese derrame violento que pudiera alcanzarte a pesar mío, y que arrasaría en un
instante todas aquellas flores de tu vida, que no han sido todavía marchitas
por el infortunio.
-¡Ay de mí! -respondió
ella-, no nacen flores en el sendero de sangre por donde me conduces, ni hay
infortunio mayor que esta vida de vergüenza.
La fisonomía de
Espatolino pareció oscurecerse con una nube tempestuosa; había en su expresión
alguna cosa más terrible que la ira y más lastimosa que el dolor. El gemido
sordo y prolongado que salió de su seno se asemejaba al bramido con que saluda
el toro los huracanes de los trópicos, y sus brazos, que se cruzaron sobre el
pecho, no bastaban a sofocar las violentas palpitaciones de su corazón, que le
levantaban con rápido movimiento a manera de aquellas aguas que hierven al
impulso de un fuego subterráneo.
Aquella palabra,
pronunciada con la más perfecta sencillez, fue cual el conjuro de la maga que
evoca las tempestades. Frenético furor se apoderó del bandido, que agarró a la
frágil criatura como si quisiera pulverizarla. Ella no hizo un gesto; pero le
miró con profundo y resignado dolor: aquella mirada tuvo un poder indecible.
Alejose el bandido, y
volviendo sus manos contra su propio seno, desgarró su vestido cual si fuese de
papel.
-¡Mátame! -le dijo
Anunziata con desfallecida voz-; ¿por qué te arrepientes de tu primera
intención? Mátame, y te bendeciré muriendo.
Él entretanto recorría
agitado toda la longitud del aposento, atusando maquinalmente sus profusos
cabellos; de repente se para, y dejando ver un semblante en el que la más
sombría tristeza ha sucedido al más encendido furor, dice:
-¡Anunziata!, de una
sola falta tengo que acusarme con respecto a ti, y es la de haberte ocultado mi
nombre; pero tú sabes que no llevé mi engaño hasta arrancarte un juramento, y
que antes de unirte a mi destino te fue revelada mi condición. ¿Por qué
entonces no te volviste a la casa de Rotoli? Te juré restituirte a ella si no
te hallabas con valor para seguir la suerte del proscrito.
-¡Me amas! -exclamó
él, y su rostro se despejó gradualmente, como con la salida del sol van huyendo
las sombras.
-Ojalá no fuese
invencible el sentimiento que ha hecho tan deplorable mi vida -repuso
Anunziata-. ¿Por qué padecería tanto si no te amase? Pero, ¿no te veo
continuar, sin ceder un momento a mis súplicas, por ese camino de crímenes, a
cuyo término se encuentra el patíbulo? Siempre, en todas partes llevo conmigo
la terrible cohorte aneja a tu nombre: el deshonor al lado, delante el
suplicio, detrás la sangre inocente, y en el fondo del corazón clavado el
remordimiento. Escucha: en la noche callada, mientras la esposa feliz duerme su
casto sueño junto al protector de su vida, yo velo toda trémula en mi lecho
solitario, y los vagos rumores de la noche hielan de miedo mi corazón. Entonces
pienso sin cesar en tus funestas empresas; en los peligros que te rodean; en el
castigo que te amenaza... y para colmo de dolor no puedo implorar al cielo para
que te proteja; porque ¿cómo articular tan atroz blasfemia? ¡Mi agonía excede a
toda expresión, Espatolino! Si interrumpe mi abrasado insomnio el ruido de tus
pisadas, en aquel momento en que quisiera volar a recibirte y descansar en tu
seno de tantas agitaciones; en aquel momento que debiera ser tan dulce, veo
figuras cadavéricas que se interponen entre los dos, y que señalándote con su
trasparente mano, dicen con inarticuladas voces: «¡Asesino! ¡Asesino!», repiten
mil ecos que se levantan de súbito en torno de mi lecho, y si entonces llegas a
mis brazos, me da frío, porque creo sentir en tu cuerpo la humedad de la sangre
de tus víctimas. ¡Ésta es mi vida!, no luce un sol que no me parezca
sangriento, no llega una noche cuyas tinieblas no estén pobladas de fantasmas
vengadores. Rechazados por Dios y por los hombres, llevamos la reprobación
atada a nuestra sombra, y me parece alguna vez que fatigada la tierra de
sostenernos, va a abrirse y a devorarnos.
La figura humana no
tuvo jamás un carácter tan extraño como el que presentó entonces la del
bandido. Su mirada y su sonrisa tenían un no sé qué, tan terrible y tan
contagioso, que Anunziata comenzó a temblar.
-La tierra -dijo él
con pausado acento- recibe del mismo modo la planta del inocente que la del
criminal, y una misma tumba les prepara. El cielo, tan impasible como ella,
tiene sol y tempestades para todos los hombres, y sus rayos no buscan con
preferencia la cabeza del asesino ni respetan la del justo. ¡En cuanto a los
hombres, yo les hago la guerra a todos ellos; a ellos constituidos en sociedad;
a ellos erigidos en tribunales; a ellos en nación; a ellos como dioses
dispensadores de vida o de muerte! Yo les hago la guerra como se la hacen entre
sí, para destrozarse unos a otros; una es la diferencia esencial: ellos matan
con las calumnias, con las perfidias, con las injusticias, y yo mato con el
puñal, que hace menos larga la agonía. Ellos roban con disfraces y yo presento
la cara del bandido. Esos hombres que me juzgan y me infaman, deifican a los
grandes bandoleros, que son para el mundo lo que yo soy para una provincia;
ellos levantan ejércitos para llevar la muerte a una porción de sus semejantes,
y aplauden el robo cuando es bastante cuantioso para que pueda bautizarse con
el nombre de conquista.
¡He aquí su justicia!,
¡miserables hipócritas, que fingen castigar cuando se vengan!, ¡miserables
cobardes, que para robar y asesinar necesitan el escudo de monstruosas
convenciones que les aseguren la impunidad!
¿Qué significan
aquellas altisonantes palabras, honor, verdad, virtud? Los
mismos que las han inventado no están acordes al definirlas. Todo es problema:
la humanidad marcha a oscuras envuelta en el polvo de la perpetua lucha, derribando
hoy lo que levantó ayer, al compás eterno del tiempo que corre sin cesar. ¡Las
leyes!, ¿qué son las leyes? Una conozco: la de la necesidad. Esta ley de la
naturaleza es la única verdadera; las que dictan los hombres son, como ellos,
frágiles e imperfectas, injustas y limitas. Los fuertes las hacen y las
huellan, y su yugo sólo pesa sobre el cuello de los débiles. ¡Veamos todas las
grandes obras de los hombres! ¡Busquemos una que merezca ser respetada!... ¡En
vano! Cultos, instituciones, sistemas, todos se gastan, y como viles harapos de
un siglo pasan al otro para servirle de befa, hasta que ruedan por fin al
abismo del olvido. ¡Oh, si se abriese ese inmenso sepulcro de los delirios
humanos! ¡Cuán asquerosos despojos hallaría cada generación de la generación
que la había precedido!
¡Anunziata!, ¿qué ves
en el hombre? La corona del rey, la tiara del pontífice, la espada del
conquistador, el puñal del bandido, todo es igual: no hay más que instrumentos
de diferentes formas, destinados al mismo fin; no hay más que armas para la
lucha perpetua en que se agita la humanidad; armas para la guerra terrible en
que cada hombre aspira a la opresión de su semejante; en que cada egoísmo
combate para entronizarse. Como en los tiempos, llamados bárbaros, rige hoy la
ley del más fuerte, con la diferencia de que se ha desenvuelto mucho más la
astucia, que en las naciones enervadas es el equivalente de la fuerza.
Las sociedades humanas
son un conjunto de partículas heterogéneas que recíprocamente se combaten, y el
triunfo constituye el derecho.
Nada obtiene el que
pide; es preciso arrancar lo que se desea, por fuerza o por astucia; y como la
fuerza es más rara que la astucia, porque ésta cabe en los cobardes y en los
flojos, y aquélla necesita cierta grandeza de organización, resulta que existe
mayor número de ladrones y asesinos con máscara que sin ella, y más pigmeos
sobre elevados coturnos que gigantes en su verdadera estatura.
¡El cielo!, ¡los
hombres!... ¿Qué quieres decir al articular con respetuoso miedo esos nombres
que suenan a mi oído como el zumbido que en la noche producen los mosquitos?
¡Los hombres!, mira a
esta Italia que clama pidiendo en nombre de la justicia la sangre de algunos de
sus hijos, y besa las huellas de las legiones extranjeras que vienen a
repartirse sus despojos.
¿Cuál es la diferencia
real que existe entre Napoleón y Espatolino? Aquel gran bandido de la Europa,
que ha levantado un trono sobre montañas de cadáveres, y que se ha lanzado de
él sobre las naciones aterradas como el buitre encima de su presa; ¿tiene algún
derecho que me esté negado? Las huestes rapaces que se abalanzan a los tronos
al movimiento de su diestra, ¿podrán infamar a los valientes que obedecen
dóciles a una señal de la mía? ¿Habrá imparcialidad en la generación que
escriba el nombre de Bonaparte en páginas de gloria, y que al consignar el mío
en la lista de los asesinos, concluya diciendo: «Acabó su infame vida a manos
de la justicia»?
¡La justicia!, ¡palabra
risible!, ¡sarcasmo repugnante! La justicia es la fuerza; el triunfo es el
derecho: no reconozco otro. Este derecho le asiste a Napoleón y se lo envidio.
Más afortunado que yo, no más digno, quiere destruirme y puede hacerlo; pero
que no me juzgue. Amenáceme con el poder, pero no con la justicia. Como él
tengo también miras grandiosas, aunque trabaje en una escala inferior; yo ataco
los abusos en su origen y con sus mismas armas. Yo arranco el oro a los
poderosos antiguos para crear nuevos ricos; de la misma manera que él
despoja de la corona a las viejas dinastías para dar nacimiento a nuevas, y
hunde una nobleza para sacar otra del polvo.
Acaso mis pensamientos
son más generosos que los suyos; acaso en su lugar yo hubiera aspirado a amasar
con las ruinas, que sólo le han servido de escalones para el solio, un edificio
para la generación futura. ¿Pudo él hacerlo?, ¿debió intentarlo? No lo sé; hay
delirios hermosos, pero que no dejan de ser productos de un cerebro
calenturiento. Los mártires de la humanidad siempre me han parecido unos
sublimes ignorantes o unos sabios imbéciles.
Cesó de hablar
Espatolino, y Anunziata parecía escucharle todavía. Aquellas ideas extrañas,
desordenadas, amargas e incisivas, expresadas con una mezcla de frialdad y
exaltación, de dolor y de ironía, habían aturdido su entendimiento y lastimado
su corazón. Afligida, indignada, llena de asombro y de terror, quiso hablar y
sus labios se agitaron levemente, como si procurasen articular alguna palabra,
que sin embargo no acertaba a escoger entre las muchas que se le ocurrían.
Había cierta contrariedad entre sus pensamientos y sus sensaciones, y las
palabras extrañas que aún resonaban en sus oídos no la permitían entender las
voces de su propia conciencia.
Pareciola que se
hallaba bajo la influencia de un pernicioso magnetismo, y arrancándose con
esfuerzo de aquella especie de fascinación, levantó los ojos al cielo con
aspecto de súplica, cual si demandase auxilio contra la impresión que la
dominaba. Pero el cielo estaba lúgubre y amenazante como su destino: las
ligeras nubes que una hora antes vagaban por la esfera, se habían ido agrupando
hacia el ocaso, cubriendo completamente las últimas huellas del sol; y el mar,
tranquilo hasta entonces, comenzaba a levantar su voz solemne, respondiendo con
tonos graves a los silbidos agudos del viento.
Absorta Anunziata en
escuchar a su amante, no había notado la progresiva mutación del tiempo, y al
encontrarla de súbito, un terror pánico se apoderó de su espíritu. Desvió del
cielo los ojos y volviolos maquinalmente hacia Espatolino. El relámpago iluminó
en aquel momento la reducida estancia y rodeó con una aureola fugaz la austera
figura del bandido. La joven arrojó un grito, sofocado por el estampido del
trueno, que devolvieron dilatadamente los ecos de la selva, y se cubrió el
rostro con las manos.
-¡Anunziata! -dijo
entonces Espatolino con una voz que se hizo oír por entre el ruido del trueno, del
viento y del mar-, ¡Anunziata!, vas a saber una historia muy triste, aunque
nada tiene de extraordinaria; una historia que te tengo anunciada hace tres
meses, y que no he tenido fuerzas para contarte hasta ahora.
Continuará…
(*)
El prudente consejo se mantiene vigente para el próximo capítulo, que dicho sea
de paso, promete ser extremadamente duro y doblemente peligroso (...) Es más,
instamos a los colectivos advertidos, que por fuerza mayor contravengan nuestras
advertencias, y cuya imagen pueda verse irremediablemente perjudicada,
denuncien ante los Juzgados de Guardia correspondiente a sus localidades, semejante
publicación, basada íntegramente, en sus originales de 1843 y 1844, escritos por Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga.
Manuel
Lorenzo Abdala
Tremendamente desgarrador! (Me ha faltado hasta la respiración al leer).
ResponderEliminarLos monólogos de Espatolino, en su visión respecto a la "justicia" de una aplastante actualidad.