Una impróvida velada
-XIV-
Carlos supo por Elvira
al día siguiente que la condesa estaba muy mejorada, y por la noche que había
dejado la cama.
Resolvió visitarla a la
siguiente mañana, y se proponía para justificar consigo mismo esta segunda y
peligrosa visita, manifestar a la condesa una tan noble, tan pura y tierna
amistad, que bajo la égida de tan santo nombre no se atreviese a compadecer
jamás una pasión culpable. Confiaba todavía en sus fuerzas que había reunido
para que le sostuviesen en su virtuosa resolución, y confiaba también en la
misma Catalina, que no dudaba procuraría combatir una inclinación desgraciada.
Pero pasó el día sin que
tuviese un momento de bastante serenidad y aplomo para juzgarse en la
disposición necesaria para ir a ver a Catalina, y era ya bastante entrada la
noche cuando salió con dirección a la casa de ésta.
Dos días antes había
llegado a su puerta turbado con el temor de hallarla contenta, brillante,
olvidada de él y toda consagrada a sus placeres y triunfos, y esta vez
agitábale un temor de otro género. Acaso la hallaría más pálida y débil que en
su última visita, acaso iba a tener que hallarse con ella en una peligrosa
soledad... En fin, presentía con espanto que si tales pruebas le estaban
reservadas su victoria era asaz incierta.
Subió temblando la
escalera. No puso atención en que toda la casa estaba perfectamente alumbrada,
y sólo cuando llegó a la antesala oyó el murmullo de varias voces. En la
extrema agitación en que se hallaba un horrible pensamiento se le presentó en
aquel instante, y dijo golpeándose la frente:
Su aparición fue un
verdadero golpe teatral, y para que nada faltase a la naturalidad cómica de
aquella escena, apenas se presentó pálido, azorado, trémulo en medio de la lúcida
sociedad que la condesa reunía en su casa aquella noche, quedose inmóvil,
estático, tan encendido como pálido había estado un momento antes, y con un
aire casi estúpido.
-Ésta ha sido una
sorpresa -repetían algunas maliciosas-, una travesura de la condesa para divertirse
a expensas de ese pobre tonto.
-Sin embargo, es un
necio, ¿qué hace allí inmóvil como el convidado de piedra en el festín de D.
Juan?
En efecto, la sorpresa,
la confusión, la vergüenza y el despecho de Carlos, habíanle dejado estático
por algunos momentos, y cuando advirtió el ridículo papel que estaba haciendo
en aquel salón resplandeciente, lanzose fuera de él con la misma impetuosidad
con que había entrado, sin saludar a nadie ni saber lo que hacía.
En cualquiera otra
circunstancia este extraño episodio de la fiesta hubiera sido celebrado con
unánimes risas y burletas; pero la extrema palidez que se extendió por el
rostro de la condesa, la ansiedad con que sus miradas siguieron a Carlos, y la
visible emoción que la obligó a sentarse cuando al parecer quiso seguirle, todo
esto que no se escapó a las perspicaces personas que la rodeaban, dieron otro
colorido muy diferente al cuadro. Cada cual sospechó una amorosa aventura, una
escena novelesca, en lo que pronto parecía una casualidad insignificante y
risible o una torpeza de cortesano novicio, y nadie se atrevió a ridiculizarla.
Por el contrario, hacíanse en voz baja mil diversos comentarios: los hombres
concebían celos de la emoción que la sola vista de Carlos causaba en la
condesa, y las mujeres, que veían allí sin poderlo dudar una imprudencia de
amor cometida por un joven de interesantísima figura, envidiaban en secreto a
la mujer que podía quejarse de ella.
Mientras tanto, Carlos
bajaba las escaleras como un loco, y hallándose al momento en la calle echó a
andar desatinado y sin saber a dónde.
Tenía el necesario amor
propio para sentirse avergonzado y casi furioso del ridículo que acababa de echar
sobre sí delante de la condesa; y como si ésta hubiera debido preverlo, como si
fuese culpa suya, indignábase contra ella y casi la aborrecía.
Acordábase haberla visto
hermosa y adornada en medio de sus adoradores, en el momento en que él se
presentó como un loco creyendo hallarla acaso moribunda... Dudó de su amor,
dudó de su voluntad. Ocurriósele al insensato que acaso se burlaría ella misma
con sus amantes del raro espectáculo que acababa de ofrecerles, y en su
arrebatamiento de cólera, de despecho y de dolor, estuvo a punto de volver a
casa de la condesa para abrumarla de injurias en presencia de toda su tertulia.
En aquel momento volvía
a ser para él la coqueta sagaz, fría, implacable. En aquel momento no pensaba
en Luisa, ni en nadie, sino en aquella mujer a quien aborrecía, y a quien se proponía
sin embargo despreciar.
Hallose en el Prado sin
haber tenido intención de ir a él. El fresco bastante penetrante de una noche
de abril, la soledad y el silencio de aquel sitio en aquella hora, y sobre todo
algunos minutos de reflexión que pasó allí, calmaron el ardor de su sangre y la
ira de su corazón. Examinando bien lo ocurrido no pudo menos de conocer que
ninguna culpa tenía la condesa en lo que sólo era efecto de su propia
imprudencia, y cuando a las doce de la noche regresó a su casa, si bien profundamente
pensativo, estaba sin duda alguna más calmado.
Encerrose en su aposento y procuró dormir.
No le fue fácil, pero lo logró al fin, y en su sueño se le representó que veía
volar a su esposa entre un coro de ángeles, que venían a custodiarle y que se
interponían entre él y la condesa, a la que le presentaba el sueño en la misma
sala de baile, y tan adornada y tan hermosa y tan pérfida como le había
parecido aquella noche.
Despertose muy tarde al
otro día: eran las doce cuando su criado entró a servirle el almuerzo y a
rogarle de parte de Elvira que antes de salir pasase a su alcoba.
Fue, en efecto. Estaba
en cama todavía, se quejó de no sentirse muy buena y le mandó se sentase en una
silla que estaba junto a su cama.
- No sé qué especie de
misterio sea ése -respondió Elvira-, en cuanto a no haber dicho a Ud. que tenía
reunión anoche la condesa. Culpa es de Ud. que en todo el día no salió de su
cuarto excusándose hasta de acompañarme en la mesa. Además, como sabía que Ud.
no había de ir, como sólo una visita ha hecho a Catalina y ella, por otra
parte, antes de ayer me pareció poco dispuesta a oír de Ud... Francamente,
Carlos, creí que estaban Uds. otra vez enemistados.
-Yo no seré nunca ni amigo ni enemigo de
la condesa -respondió Carlos con viveza-. Soy poca cosa, señora, para lo uno y
para lo otro.
Carlos dijo la verdad,
aunque sin entrar en detalles, y atribuyó a la sorpresa de hallarse con una
reunión cuando creía encontrar enferma a la condesa, todo el desconcierto con
que se presentó.
Se disponía Elvira a
reconvenirle dulcemente por su poco disimulo, por su falta de serenidad. En
fin, por no haber sabido dominarse y hacer de la necesidad virtud, aparentando
que iba prevenido a la tertulia, cuando la puerta de la alcoba se abrió de
pronto y entró la condesa con traje negro y mantilla, y con una cara
verdaderamente enfermiza.
Al ver a Carlos se
conmovió tanto que apenas acertó a saludarle, y él por su parte quedose turbado
sin saber si debía salir o quedarse. Sentose la condesa en la misma cama de
Elvira diciendo que sólo estaría un momento y entonces Carlos determinó
permanecer y procuró mostrarse todo lo sereno e indiferente que le fuese
posible.
-¡Qué lindo aderezo
estrenaste anoche! -dijo Elvira-, ¡qué hermosa estabas! ¿Sabes que el marqués
de *** te se enamoró anoche muy de veras? ¿Y el coronel de A.?... ¿Sabes que
hiciste su conquista?
-Pero -repuso ella-,
¿por qué al menos no esperó Ud. un instante? Después... yo hubiera salido, hubiera
dado Ud. las gracias...
-¡Luego sabía Ud. que yo
la creía enferma, que entraba en aquella sala devorado de inquietud, agitado de
mil temores!...
-Ciertamente, señora,
pero yo celebro -prosiguió él dándose un aire afectado de jovialidad-, yo
celebro que a costa de un pequeño sacrificio de la vanidad haya yo podido dar a
Ud. un testimonio indudable de mi amistad, del interés que él me inspira.
-¡Quién lo duda!
-respondió con una ironía, la más impertinente; pero, por desgracia, bastante
graciosa.
Enseguida su rostro, que
sabía a las veces tomar un gesto severo y dominante, cambió repentinamente de
expresión, y poniéndose en pie y despejando, como por distracción, su hermosa
frente, cuya azulada vena se señalaba enérgicamente en aquel momento, añadió
mirando con frío orgullo a la turbada Catalina:
-Mi amistad, señora,
debe valer bien poco para una persona que tiene tantos amigos como hombres la
han visto. Mi amistad, por otra parte, no pudiera ser ni aun comprendida por el
brillante talento de Ud.
Yo agradezco de que Ud.
tenga la bondad de manifestar que la desea, pero, persuadido de que no puede
existir entre Ud. y yo ningún género de simpatía, renuncio a un honor que
pudiera serme muy difícil de conservar.
Al concluir estas
palabras se puso a hojear un libro que tomó de la mesa, y la condesa, que le
había escuchado sin pestañear, se levantó en silencio y se salió del aposento.
-¿Adónde va Catalina?
-dijo incorporándose Elvira- Carlos, corra Ud., no la deje Ud. que se vaya...,
tengo que hablarla..., corra Ud.
Carlos salió bastante
despacio, a pesar de las instancias de Elvira, y sin dejar de hojear el libro
que llevaba en la mano, como si le interesase extraordinariamente el contar de
sus páginas. Encontrose Catalina de pie junto a una mesa en la que apoyaba sus
dos manos. Acercose lentamente y la dijo:
Levantó ella la cabeza y
vio él que tenía los ojos y las mejillas inundadas de lágrimas. Un corazón de
veinte y un años no ve jamás fríamente el llanto de una mujer hermosa, aun
cuando no la ame. Carlos se sintió súbitamente desarmado, y cambió de rostro y
de lenguaje:
-¡Catalina! ¡Catalina!
-la dijo asiéndola de la mano-, ¿por qué llora Ud.? ¿Es de compasión o de
cólera? ¿Es llanto de arrepentimiento o de despecho?
-Es de dolor -respondió
ella-, de dolor es, Carlos. Y no porque crea que soy a Ud. tan extraña como ha
querido fingir, no porque deje de conocer que es el resentimiento y no el
corazón quien le dicta a Ud. las crueles palabras que acababa de pronunciar,
sino porque ese resentimiento me prueba que soy cruelmente juzgada.
-Catalina -dijo él-, yo
no acuso a Ud. ni tengo derecho para quejarme, pero séame permitido huir de la
mujer que sólo se me presenta sensible y tierna para trastornar mi razón, para
arrebatarme el sosiego, y que vuelve a ser feliz insensible y coqueta cuando se
le antoja, para añadir a mi remordimiento la vergüenza de haber sido
indignamente burlado.
-Cuando Ud. me vio
sensible y tierna -respondió ella- no me había detenido un momento en el
pensamiento de que su felicidad de Ud. y la de otra estaban en peligro. Creía
yo que sólo arriesgaban la mía. Más, ¡lo confesaré todo!... Sí, esperaba que
los sentimientos a los cuales imprudentemente me abandonaba, no serían de una
gran influencia ni en su suerte de Ud. ni en la mía. Pero desde aquel día,
desde aquel momento en que le vi a Ud. a mis pies, en que Ud. me recordó cuán
inmensa responsabilidad caería sobre mí... ¡Carlos! Desde que conocí por mi
dolor profundo la extensión de mi amor, y por sus palabras de Ud. la grandeza
de mi falta... Desde entonces no he debido, ni deseado, alimentar una esperanza
insensata. Desde entonces me juré a mí misma respetar su felicidad de Ud. y la
de una mujer que le es tan cara, y por difícil que me fuera lograrlo intentar
combatir mi fatal compasión y devolver a Ud., aun a precio de su amistad y
estimación, el concepto errado que de mí concibió en un principio. Pero era un
heroísmo superior a mis fuerzas, Carlos. Conozco en este instante que me será
menos amarga que la sola idea de ser por Ud. despreciada.
El llanto daba una
expresión irresistible al rostro de Catalina, y la vehemencia con que había
hablado fatigola tanto que su flexible talle se dobló como un junto, cayendo
desplomada en una silla.
Ella no respondió, pero
su cabeza se apoyó en el pecho de Carlos, y un débil gemido reveló más que su
acción la fuerza y vehemencia del sentimiento que la dominaba.
Carlos no estaba en su
juicio. Apretábala frenético contra su seno y como poseído de un vértigo pronunciaba
palabras incoherentes.
La voz de Elvira sacó a
ambos de tan peligroso delirio. Sonaba la campanilla de su alcoba y ella
gritaba llamando a sus criadas.
Catalina quiso
levantarse y volvió a caer en su silla. La doncella de Elvira, al verla, acudió
en su auxilio.
-Mariana -la dijo la
condesa-, excúseme Ud. con su señora de no entrar a decirle adiós: me he puesto
súbitamente mala... Ayúdeme Ud. a ir a encontrar mi coche.
La doncella la condujo
casi en sus brazos, y cuando entró a ver a su señora la refirió lo que la había
dicho la condesa y el estado en que la había encontrado.
-¡Oh Dios mío! ¡Dios
mío! -exclamó sin cuidarse de ser comprendida por Mariana- Si tal fuese la
causa jamás perdonaría a ese hombre.
¡Bárbaro!, ¡imbécil!
-añadió dando un golpe en el suelo con su pulido pie todavía descalzo- ¡Será capaz
de no comprender su dicha!
La doncella ayudó a
vestir a Elvira que se fue a comer con su amiga sin procurar ver a Carlos, ni
dejarle un recado de atención como acostumbraba.
-Señor don Carlos, señor
don Carlos -dijo la conocida voz de su criado, golpeando suavemente en la
puerta del gabinete en que nuestro héroe se había encerrado.
La puerta se abrió y Carlos alargó una
mano trémula para recibir las cartas. La letra de Luisa que conoció a la
primera ojeada en el sobre de una de ellas, le dejó tan confuso cual si hubiese
visto delante súbitamente a la misma Luisa pidiéndole cuenta de sus
pensamientos.
La carta se le escapó de
la mano y dos minutos transcurrieron antes de que tuviese bastante resolución
para levantarla y abrirla. Apenas la hubo desplegado una cosa de más peso que
un papel cayó a sus pies, y era tan fuerte la afección nerviosa que le agitaba,
que tuvo miedo de buscarla, como si presintiese que en ella había de encontrar
nuevos motivos de pesar y remordimientos.
«Mi amado Carlos: (decía
la pobre niña) Me ha dado lástima la profunda tristeza que se descubre en tu
última carta, y conozco que padeces tanto como yo en esta cruel ausencia».
-¡Muy infelices! ¡Sí!
-volvió a exclamar- ¡A ti también, pobre ángel!... ¡Ah! ¡No, no! No lo
consentiré.
Y temblándole las manos
y oscurecida la vista por las lágrimas, que se agolpaban a sus ojos, continuó
leyendo.
«¡Si vieras cuán mudad
estoy! Ya no soy bonita, esposo mío, porque las lágrimas y los pesares me han
enflaquecido, y las que tú llamabas rosas de inocencia y de juventud han
desaparecido de mis mejillas. Pero tú me las devolverás pronto, ¿no es verdad?
Tú me volverás con la felicidad la hermosura y la salud, porque conozco que
estás tan impaciente como yo por dejar esa maldita corte en la que tanto te
aburres. Mamá quiere persuadirme de que no estarás tan fastidiado como yo creo,
pero bien sé que no hay para ti placeres ni distracciones lejos de tu Luisa».
-¡Cándida y sublime
confianza! -exclamó él- ¡Desgracia y oprobio al hombre bastante vil para
burlarla!
«El vestido que me has
enviado es muy lindo, pero sólo lo estrenaré el día en que vuelvas. Sin
embargo, para darte una prueba de cuánto agradezco tu regalo, te lo pago con
otro, que ya habrás visto al leer estas líneas. ¿No es verdad que vale más que
tu vestido? Dale muchos besos, amigo mío, y guárdalo en tu pecho hasta que pueda
quitártelo de él tu esposa».
Carlos levantó
precipitadamente del suelo el objeto que al abrir la carta había caído. Era un
marfil con un retrato en miniatura. ¡El retrato de Luisa! Carlos le contempló
con una mirada vacilante y ardiente. ¡Era ella tan joven, tan apacible, tan
linda! ¡Ella, con sus ojos azules implorando ternura, inspirando virtud! Ella,
con su boca de rosa naciente, que parecía formada expresamente para rezar y
bendecir, con su modesto seno cubierto con triple gasa, y sus cabellos de oro
jamás profanados por la mano ni el hierro de un peluquero. Era ella, su amiga,
su hermana, su esposa, la mujer elegida por su corazón, adivinada por su
pensamiento... Y, sin embargo, él la veía con una especie de disgusto, él la
tenía en su mano sin llegarla a su pecho ni a sus labios. El sentimiento de su
falta le prestaba en aquel momento una timidez que pudiera equivocarse con la
frialdad.
Parecíale que aquella
boca muda le reconvenía, que aquella mirada fija penetraba hasta el fondo de su
conciencia, y arrojó la desventurada imagen con un involuntario movimiento de
terror.
Luego se levantó, alzó el
retrato, pidiole perdón con una mirada triste y humilde, besole respetuosamente
y le guardó con más serenidad, porque ya había tomado una resolución: una
resolución más decidida, inmutable, la única que podía reconciliarle consigo
mismo, y cuyo cumplimiento debía realizar muy pronto.
Esta resolución la
conocerá en breve el lector, pues, por ahora, queremos volverle un instante al
lado de Catalina y hacerle conocer lo que pasaba en el corazón de aquella
mujer, hacia la cual nos lisonjeamos de haberle inspirado algún interés, de
curiosidad por lo menos.
La condesa de S.***
recibió a su amiga en su tocador. En aquel santuario misterioso de la
coquetería, en el cual todo lo que se veía denotaba el lujo y la molicie de una
sultana. Hallábase, entonces, echada en un sofá, descompuesta y en un completo
descuido la brillante extranjera, cuyo rostro revelaba una profunda meditación.
Elvira se sentó junto a
ella sin esperar que la invitase, y dijo tomando un tono serio y triste, que
parecía impropio a su risueña y casi infantil fisonomía.
Catalina se inmutó y
lanzó sobre su amiga la mirada de reina que sabía tomar siempre que intentaba
desconcertar a un atrevido. Pero Elvira no se intimidó.
-Sí, Catalina, he
conocido que tú, la mujer más obsequiada de Madrid, la que puede hacer gala de
mayores triunfos, de conquistas más gloriosas, de homenajes más sumisos; tú, la
fría, la indómita hermosura que se burla de las pasiones que inspira, te has
dejado dominar por el capricho de vencer la selvática virtud de un pobre
muchacho de provincia, sin mundo, sin brillo, sin otro atractivo que una
hermosura que él mismo ignora.
La condesa se sonreía
irónicamente mientras hablaba Elvira, como persona que se ve juzgada por juez
incompetente, pero en su interior hacia esta reflexión.
Elvira, que se había
detenido un momento como para coordinar sus ideas, que, a pesar suyo no eran
nunca muy unidas y consiguientes, prosiguió:
-Y tu orgullo sufre
mucho al ver que todos tus ataques se estrellan en la dura corteza de esa
rústica fidelidad conyugal.
-¡Pues qué! ¿Supones que
yo trato de combatir esa fidelidad, que soy el ángel malo que viene a tentar a
la virtud?... ¿Supones, además, que mis criminales esfuerzos son
infructuosos y que sólo saco de ellos la humillación de una derrota?
-No, creo solamente que
quisieras castigar a un joven necio que no ha rendido homenaje a tu mérito,
obligándole a que te ame, sin duda para luego despreciarle. No he querido decir
otra cosa. Pero ese joven sabes tú que no es libre, que tiene una esposa, que
su amor sería para ti una injuria y no un homenaje.
-¿Me crees capaz de
tomar por pasatiempo la desunión de un matrimonio? ¿Crees que atacaría a la
felicidad de dos personas para satisfacer un ruin impulso de vanidad, aun en el
caso de que semejante conquista pudiese lisonjearme?
-Pero -observó Elvira,
que empezaba a hallarse embarazada-, como tú observas una conducta con él
que pudiera interpretarse...
-¡Y bien! -dijo con
impetuosidad la condesa- Creí un deber de mi amistad decirte que haces mal en
obrar de ese modo.
-¿Conque eso es todo? -dijo sonriendo
Catalina, pero sin poder disimular, no obstante, su artificiosa jovialidad el
despecho que la agitaba. ¿Tú quieres, a fuer de amiga prudente y concienzuda, advertirme
que hago mal en atacar la virtud de tu primo y que ésta es invulnerable?
-Sé que ama tiernamente
a su esposa, que no tiene bastante mundo para comprender tu conducta respecto a
él, y que puede interpretarla de una manera que te agravie.
-No, pero hace días que
le noto descontento, de mal humor, y hoy mismo me ha hablado de ti con
poquísima estimación.
-En ese caso -dijo la
condesa con movimiento irreprimible de cólera-, eres muy necia Elvira, en
reconvenirme por mi conducta hacia él. Si no me estima, fuerza es que me
desprecie, y yo... Escucha -añadió con una mirada iracunda y feroz-, yo no
perdono nunca el desprecio de aquéllos a quienes no puedo devolverlo.
Elvira casi tuvo miedo.
Nunca había visto aquella mirada ni oído aquel acento en Catalina. Entonces,
por primera vez en su vida, conoció, como por instinto, que en el alma de
aquella mujer dormían pasiones violentas, que aquella criatura frívola, alegre
e inofensiva, no podía comprender.
-¡Ah! -dijo Catalina.
Y ese «¡Ah!» que no
comprendió Elvira, encerraba todo un triunfo del orgullo, toda una satisfacción
del corazón. Era cuando estaba ofendido, celoso, cuando Carlos había hablado
con dureza de ella. Era antes de la escena que le había dado la certeza de ser
amado.
-Después no lo he visto.
Siento un principio de odio contra ese hombre -respondió con sencillez Elvira.
-No sé, pero en mi
concepto eso sería un triunfo bien mezquino para ti y una gran desgracia para
él.
-¡Una gran desgracia
para él! -repitió Catalina, y quedose un momento pensativa. Luego levantó la
cabeza y su bello rostro apareció tan despejado y tan pálido como de costumbre.
-Te agradezco cuanto me
has dicho, amiga mía -dijo levantándose y tomando por el brazo a Elvira-. Has
tenido mala elección en las palabras, pero descubro la bondad de tu intención.
Yo te aseguro que no será desgraciado por causa mía... ¡Te lo juro! Ven,
quiero vestirme para ir contigo a paseo. Esta noche estamos convidadas a un
baile en casa de la duquesa de R., mi rival, la nueva conquista del marqués. Ya
conoces que es preciso eclipsarla.
Elvira abrazó a la
condesa llorando de alegría. Acababa de recobrar a su amiga. Veíala otra vez
brillante, coqueta, feliz, y se decía con orgullo:
Siguiola saltando como
un niño a quien promete su madre un bonito juguete, y Catalina la miró con la
misma tierna indulgencia de una madre, que se hace pueril también para ser
mejor comprendida.
Continuará…
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